30/9/09

Juego

No es por ahí por donde voy. No por los grises sino por el azul. Jugando el juego. Si el cielo llama no me niego. Sería un necio y no lo soy. Creo, o espero no serlo. Puedo vivir en el color, incluso en el negro, pero no en los grises, ahí muero. Entorno las puertas, nunca las cierro. Para salir, para entrar. Todo se adorna cuando las ondas de música inundan el universo. Alas suaves en aromas de tierra mojada, en lluvias que caen acariciando mi cara desde las nubes bajas, amables. Estoy donde quiero, donde espero estar, donde siento. Ahora soy. Ahora quiero.

Y juego. Juego donde termina todo y donde todo empieza. En el firmamento. Con la suave luz de la luna sobre mí. Acariciando. Y el payaso que llevo dentro reaparece de nuevo, en silencios lentos, requebrando, sonriendo. Y escribo las palabras que siento, porque no puedo llorar y hablar al mismo tiempo. Y lloro dibujando sonrisas de terciopelo.

No rechazo las raíces que siento, que se me hincan dentro, en los recuerdos que más quiero. Rizomas del alma. Noto su suave avance, su sonido amable, su silencio quieto. Miro el blanco fulgor de la nieve. Hay lirios esparcidos que derraman lisura de aquellos espejos donde se reflejan imágenes de sedas transparentes movidas por el viento.

Me levanto para jugar el juego de los colores, de los sonidos. Ahí, en los espacios que más quiero. Donde siento.

28/9/09

Navego

Navego en un mar de alas rotas, sin sentido. A veces me falta el aire para respirar. Quisiera soñarte un poco menos, sentirte lento, pero no puedo. Es como morir. Morir abrazado a sedas que se desvanecen entre el azul del cielo.

Sólo quiero beber tu veneno; sentir la lisura que derraman tus ojos, dormirme en ellos; notar tus manos entre mi pelo. Ahora, ahora que ni la lluvia calma, ni tapa, ni cubre. Ahora es cuando quiero trenzar mi danza, elevar mi alma, vivirte dentro….

27/9/09

El color de las mariposas. IX

Salió temprano. El frío se agudizaba al respirar debido al aire que entraba por su nariz, hiriendo por dentro como un témpano de hielo que atravesase el cuerpo helando todo lo que tocaba. Apenas se veía. El negro iba haciendo lado al gris en una transición que más que anunciar el día avisaba del nacimiento de una noche más clara, acuosa y lenta, aterradora y larga, que la noche negra que agonizaba ya.

Caminó sin una dirección fija, sin importarle dónde llegaría pero intuyendo que ese era el camino. Llegó a una calle ancha, amplia avenida vacía de todo, con árboles, vacíos de hojas, en el centro y flanqueada por espaciosos edificios de amplios ventanales. La cruzó despacio hacia uno de ellos, rodeado por un espacio vacío que en algún momento debió estar cubierto de césped, pero que ahora era tan sólo una dura capa de tierra ocre, compacta y cuarteada por multitud de grietas, muertas venas de una tierra yerta.

Una mujer estaba sentada, con la cabeza gacha, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol, seco, yerto, como los ojos de los muertos. Murmuraba algo. Se acercó a ella. Se sentó a su lado.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!

Repetía las expresiones una y otra vez, como una salmodia, como si con ellas intentara exorcizar sus demonios interiores, sus miedos o sus pesares. La miró pero no recibió respuesta a su mirada.

¿Cuándo abren? ¿Lo sabe? Le preguntó sin mucha convicción.

Nunca. Siempre está abierto, pero nadie entra. La Belleza no está de moda. La gente no sabe mirar, ni tan siquiera quiere. Solo quieren un momento de vulgaridad, una porción de idiotez momentánea, la fugacidad de la nada aparente. ¿Tú quieres entrar?

Sí, le contestó.

Le miró con cara de sorpresa. Incrédula.

¿Para qué? ¿Qué quieres ver? ¿Qué buscas?

¿Ahí? La Belleza, la verdad.

Le volvió a mirar con incredulidad.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad! Volvió a decir ella, en un tono esta vez más bajo mientras los ojos se le vidriaban.

Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. !Oh Bartleby! !Oh humanidad! Recitó él la última frase del cuento de Melville, metiéndose en su interior, en sus cristales, recordando al escribano Bartleby, en su ruptura hacia dentro, en ese proceso eterno de implosión, en un empequeñecimiento de su sensibilidad como individuo para reducir la cantidad de dolor, en un proceso que nunca termina, ni tan siquiera con la muerte. Tal vez era otro Bartleby en un proceso semejante, buscando ese punto de fuga, pensó. Tal vez ella también lo buscaba.

¿Conoces el cuento de Melville, Bartleby el escribiente?

Sí, lo leí hace tiempo. Tú también, parece.

También. Una, mil veces. Buscando. Desentrañando el proceso. Y los de Kafka. Buscando. Tratando de eliminar el dolor que te ahoga. Tratando de salir de aquí.

¿Qué haces, ahora?

Solo espero.

¿Qué?

A alguien. Tal vez a ti, aunque no lo creo. La esperanza ha muerto, o está muriendo.

¿Llevas mucho tiempo aquí? ¿No tienes frío? No pareces tener buena cara.

¿Importa? No. Es mayor el frío del alma, la pérdida de humanidad si que me produce frío, pero dentro, denso.

¿Vives cerca?

Si, ahí al lado, en una calle gris y retorcida como una culebra de agua. En una casa amarilla con flores en el balcón: geranios, orquídeas y una planta de hibisco. Son de plástico. Ya no quedan vivas. Desde abajo las miro siempre, antes de entrar en el portal.

Se quedó callada y dejó la mirada prendida en la fachada gris del edificio. El viento comenzó a soplar con fuerza. Algunas personas, envueltas en chaquetones de cuero negro, en abrigos oscuros, en gabardinas largas de color caqui, comenzaban a aparecer por todas partes, saliendo de portales, de bocacalles. Andando rápido, sin mirar a ningún lado, siempre hacia delante.

Por dentro la casa es hueca, continuó diciendo, lo mismo que una cáscara de nuez. Hay una humedad y una penumbra constantes. A veces pienso que vienen de mí.

Se quedó nuevamente callada. La cara se le estaba transformando en un rictus de amargura intensa, de desesperanza absoluta, de atenazadora querencia hacia un desenlace deseado pero imposible, denegado por ella misma. De pronto una escasa sonrisa dibujó su rostro. Miró el opaco cielo.

Me gustan los pájaros, sobre todo los gorriones, aunque ya no están. Ni siquiera quedan cuervos. Bajó la vista de nuevo. Y el mar en invierno, siguió, pero está tan lejos. ¿Será azul aún o se habrá transformado en gris, como el cielo que nos cubre?

No podía apartar la mirada de aquella mujer. Sus palabras le aturdían a la vez que le hipnotizaban como llamaradas en la oscuridad absoluta, como gritos inclementes en una habitación vacía e insonorizada de la que no puedes escapar, de donde quieres huir pero al tiempo no quieres abandonar.

¿Qué tienes dentro?, le dijo, ¿qué te pasa?

Nada. Al mundo es al que le pasa. Yo solo describo.

Giró la cabeza en la dirección donde estaba él, pero más allá. Él hizo lo mismo para ver qué veían sus ojos. Una mujer andaba lento, con una careta redonda, tapándose la cara con ella. En la máscara había impresa una fotografía de mujer, en blanco y negro, de una belleza sobrehumana. La cara blanca, los ojos negros, y una gargantilla a juego. Ojos tristes, opacos; la mirada perdida, hastiada de vida, gris, como el espacio, como el cielo, como el día, como la vida. Se perdió entre las personas que cada vez eran más y que andaban por la calle sin pararse, rápido, hacia delante. Nadie hablaba. Nadie miraba.

Me marcho. Ya es tiempo. La gente…

¿Tienes que hacer algo?, le preguntó con la esperanza de seguir hablando.

Quiero mancharme de barro y de hierba, pero ya ves, creo que solo lo podré hacer de barro y ni tan siquiera.

¿Qué haces?

Soy amanuense. Era bióloga, pero no son tiempos. Ahora…

¿No hay esperanza o es que no la tienes?

Mira a tu alrededor. No eres ciego. Aprendí, hace tiempo, la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma. No hay almas, y las pocas que hay están encadenadas. Ni tan siquiera, ya, hay manos, manos para dar, para acariciar, para sostener. Por eso soy amanuense. Por eso me gusta el barro, para moldear, para acariciar. He de marchar. Ya es tiempo. Que tengas suerte. Quizá tú lo encuentres, o te encuentres. Quizá…

Se levantó dejándole helado, sin aliento. La miró alejarse hasta que dobló una esquina. Miró la entrada del edificio. Seguía cerrada. Decidió esperar un rato. Tenía tiempo.

24/9/09

En la profundidad de la tierra


Es como subir la montaña, pero hacia abajo. Y hacia dentro.
Se oye el sonido de una gota que golpea contra el agua en algún lugar impreciso, alrededor, en cualquier sitio, en ningún sitio y en todos. Un sonido apenas audible, envolvente, apenas perceptible, sugerente, que abarca todo el espacio. Casi cristalino. Suave. Armónico. Total.
Solo se oye el silencio en la total oscuridad. Un silencio que abraza. Hay algo mágico. Tenebroso pero hermosamente mágico. Infinito. Tan infinito que abarca el absoluto, la nada, el todo. Eres sin ser. Nada en un vacío que sabes que está pero que no puedes asir, que supera todo lo imaginable. Giras la cabeza en cualquier dirección y nada se ve. El Hades debe ser, sin duda, así.
El casco, con la luz de gas ilumina un pequeño espacio por el que nos movemos con cuidado. El suelo es resbaladizo. Gires hacia donde gires la vista, las formas son caprichosas, como si alguien, un dios loco, se hubiese entretenido en crear sueños de una inmaterialidad exquisita. Formas creadas por las lágrimas de la tierra, de una tierra que llorase hacia dentro. Formas que se dibujan y desdibujan al compás del suave movimiento de la llama en un claroscuro fantasmagórico que se agranda con la sensación de ausencia, de vacío. El espacio y el tiempo detenidos por un momento en la retina para desaparecer al siguiente. El corazón acelerado por el esfuerzo y el poder de creación de belleza por parte de la naturaleza. El alma hambrienta de más. Deleite. Puro deleite. Exquisitez.
Andamos como a tientas, buscando el centro, el origen, el río que suena, en el interior. Una corriente, arriba, de aire, mueve las llamas creando dibujos etéreos que se diluyen en las paredes como espectros irredentos que saliesen a nuestro encuentro. Figuras revividas por nuestros deseos. Hay algo inmaterial, inmanente, ahí, para ser asido por el ojo, por la vista, por el alma.
El paso se estrecha. Casi no cabe el cuerpo. La gatera, húmeda, apenas deja pasar, y aun con mucho esfuerzo, metiendo primero los brazos e impulsándote con ellos, como a estertores, arrastrando el cuerpo, reptando, arañando la roca, raspándote contra ella. El esfuerzo es agotador. Todo es claustrofóbico. Nunca había tenido esa sensación tan agobiante. El jadeo por el esfuerzo es brutal. No hay espacio, apenas, entre la roca y el cuerpo. Dos metros que se hacen eternos. El dolor de brazos es intenso. Final. La sala es inmensa. La luz de las linternas no logra abarcar el espacio. La bóveda, alta, colosal, y un lago pequeño abajo. Estalactitas y estalacmitas por doquier, de todos los tamaños, banderas, coladas. Un derrumbe a la derecha. Dios tiene que vivir ahí, o el diablo.

22/9/09

Un momento para ser

¿Qué es lo que pretendemos? Nos levantamos tarde. Es al final de la ciudad, cuando la recorremos, donde está la rendición, o la redención. El mundo está al final del camino y todos son extraños. Yo quiero la verdad, sólo la verdad. Yo quiero sentir. No quiero que haya roturas. Necesito algo de calor humano, un toque de humanidad, un momento de ternura.

Todo son distancias. Sangre. No hay sentimientos, sólo aullidos. Yo sólo quiero un toque de humanidad. Algo de eso. Sólo eso.

Garras. Fuego. Miras y sólo hay oscuridad. Miradas vacías que ignoran. Maniquíes que se mueven como fantasmas de terciopelo. Yo quiero enseñarte que hay algo, algo más allá del dolor. Algo pequeño, brillante, de color, que es lo que hace que todo sea. Ya sé que no es demasiado, pero es lo que tengo, lo que soy. Y es la luz. Un humilde rayo de luz que hiende la oscuridad. Quiero enseñarte que soy. Yo quiero darte un roce de calor humano, un momento de ternura, una mirada, una caricia. Nada más que mi mano.

20/9/09

Mirando el Discóbolo de Mirón.


Es curioso cómo hacemos las cosas, a veces, y por qué. Hay una exposición temporal en la ciudad, “La belleza del cuerpo”, con un conjunto de esculturas del British Museum, que gira en torno al Discóbolo de Mirón. Hay colas para verla, o había. Ya he ido tres veces, y ésta última he tenido que esperar una hora y cuarto para entrar. Pero bueno, siempre hay otras salas donde perderse mientras. Lo curioso es que conozco personas que han estado alguna o varias veces en Londres, que incluso han ido al British Museum, y no la han visto. Cada uno tiene sus preferencias. Pero se anuncia el hecho de su llegada y hay que verla. Cuesta saber que personas de amplia formación no la hayan visto aún. También es curioso que de las tres veces que he ido casi nunca haya habido alguien joven. Sin embargo las filas de gente de menos edad, vestidos de punta en blanco, con sus bolsas de Lidl o Mercadona -que hay que ser cutres; al menos que sean de Dolce y Gabanna, para hacer juego con la ropa- llenas de botellas de alcohol para hacer botellón, son tremendas. Las personas entran en la sala, en penumbra, con un juego de luces estudiado para crear el ambiente propicio. Están menos de un minuto, hacen una foto o dos con el móvil y siguen. Y eso que han puesto unas gradas para invitar a sentarse y observarla desde todos los ángulos. Pero que si quieres. Como mucho un minuto sentado y un par de vistazos por delante y por detrás y a por otra escultura. Escuché un comentario curioso el otro día: “Aquí pone que no es de Mirón, que es una copia romana, y la publicidad dice que es el Discóbolo de Mirón”. Al margen de todo, es una escultura impresionante. La copia que está aquí, en el MARQ, en Alicante, es la que se hizo por orden del emperador Adriano para su villa de Tívoli. Aparece el clasicismo en Grecia. Armonía. Equilibrio. Es una escultura de una belleza absoluta, que hay que mirar desde todos los ángulos. Desde cualquiera de ellos encuentras algo con lo que llenar la retina. La visión que, a mí, más me impacta, es de frente, al contrario de cómo suele aparecer en la mayoría de los libros y de cómo la suele mirar la mayoría de las personas. Me gusta colocarme frente al rostro. Es impresionante. Se observa el arco de los brazos en toda su perfección, en toda su extensión. Hay elocuencia en esa visión. Es una perspectiva magnífica. Conmueve. El rostro agachado, belleza clásica, perfecta, la armonía de los movimientos, el juego de los vanos y los espacios llenos, la disposición de los elementos corporales dentro del movimiento para no romper la armonía y el equilibrio. Representa un momento único, como una fotografía, el momento en que va a lanzar el disco, el momento que Mirón quiso representar, el momento noble, de concentración intensa del cuerpo, aunque el rostro no la tenga en exceso. La vi en Londres y la he vuelto a ver varias veces. Y tiene, para terminar, algunas cosas curiosas que la mayoría pasa inadvertidas, por desconocimiento del Arte o del deporte o simplemente por no fijarse ante las prisas por acabar la visita, o por desinterés. La pierna que se adelanta, por ejemplo, no es la que adelanta ni adelantaba un lanzador en el momento de soltar el disco, debería ser la otra, pero rompería el equilibrio y la armonía, y por tanto la belleza y el concepto filosófico. Hay algún otro detalle más, como hacia donde mira el rostro, no puede mirar hacia atrás (como en algunas copias), pues se rompería el cuello. Y una curiosidad. Me gustan los mitos. Tienen una belleza especial; suelen ser encantadores, y este lo es en grado sumo. Dicen que representa a Jacinto, famoso y hermosísimo atleta, del que estaba enamorado el dios Apolo, y con el que se entretenía en juegos y amoríos. Hay varias versiones sobre ella. Una cuenta que Céfiro, dios del viento, también estaba enamorado del atleta, tal era su belleza, pero no podía competir con Apolo. Cuando jugaban con el disco, al lanzarlo Apolo, Céfiro sopló, desviándolo de tal forma que impactó en la cabeza de Jacinto hiriéndole de muerte. Apolo lo acogió en sus brazos pero no pudo hacer nada para salvarle. La sangre derramada se mezclaba con el negro pelo y caía al suelo, de donde surgió una flor rojo púrpura que, en su honor, se llama Jacinto, y en sus pétalos están las letras AY. Ese fue el homenaje de Apolo a su amado para que nadie le olvidara. Una bella historia sin duda.

18/9/09

El color de las mariposas. VIII

Tres mujeres, en una esquina enfrente de ellos y a su izquierda, tras el altar, comenzaron a cantar. Las voces eran suaves y melódicas, de una cadencia lenta y tranquila, exquisita, que les entraba por la piel, por los pies, por los ojos, sintiéndola en todo su ser, muy dentro. Cerró los suyos y se dejo llevar a otro tiempo, al tiempo de la música, cuando ella habitaba el mundo, su mundo.

De otro grupo de mujeres que se encontraba a la derecha de donde ellos estaban , una, cubierta, como todas, con un pañuelo, azul claro, y vestida con blusa gris y una falda con flores, en verde, larga y plisada, con zapatillas de montaña, se acercó a un cura, que estaba en una especie de atril provisional, para confesarse. Hizo tres genuflexiones, se santiguó y acercó reverente su cabeza a la de él.

La atmósfera estaba muy cargada. Pesada, densa, asfixiante, desasosegante al tiempo que adormecedora, tranquilizadora y apaciguante. Se sentía extraño allí, interior y físicamente.

Unos diez minutos más tarde, la mujer que fue a confesarse se retiró hacia atrás, hizo tres genuflexiones y el sacerdote le puso el libro, que tenía, sobre la cabeza. Se santiguó, ella, al modo ortodoxo. Cuando se giró vieron que estaba llorando. Se persignaba de nuevo ante cada icono con que se cruzaba, realizaba tres genuflexiones de nuevo y continuaba andando hacia la salida. Tras el último se limpió la nariz con un pequeño y delicado pañuelo blanco. Andaba lentamente. El rostro compungido. La mirada llena de una inmensa tristeza. Él pensó en su llanto, pero no supo si se debía al perdón o al pecado aun perdonado. Cogió una estampita y metió una moneda en la caja de madera que había, con una ranura, al lado. Se sonó la nariz con elegancia. Al cruzarse con ellos intentó sonreír pero sólo le salió un bosquejo, casi una mueca. Ellos hicieron algo parecido.

El dolor por el pecado es terrible, le dijo ella. No se lava con el perdón de un intermediario. Sigue ahí, clavado. Ese dolor, para ser curado, para que no duela, necesita la intervención directa, real, visual, del afectado, y ser un perdón total, con redención y olvido, volviendo al momento anterior a él, sino no se siente la exculpación, porque tampoco el perdón es real. De ahí el dolor.

Por eso el desconsuelo, le contestó él, quedo, y el llanto, por ser perdonados aquí, pero sabiendo que aún queda, que sólo será lavado cuando ascienda, cuando yazga, cuando esté muerta y acceda a la presencia divina.

Es cruel.

Sí. Así es. Ese tipo de perdón es cruel. Terrible vivir ahí.

Pecado, perdón, culpa, castigo, olvido, abandono… Se quedó callado.

Qué difícil es perdonar y ser perdonado de verdad. ¡Qué difícil!, pensó. Si hasta un dios sólo te exculpa tras toda una vida, y es entonces cuando te deja acompañarle de nuevo, cómo nosotros vamos a ser capaces de hacer algo más, algo mejor, pobres mortales, simples humanos, llenos de imperfecciones, de perdonar y dar la mano, de nuevo, de acompañar… Seguía perdido en esos pensamientos, perdido en la idea del perdón, de la culpa, de la expiación, del dolor irredento, metido en su castigo, en su búsqueda, cuando la voz de un sacerdote le sacó de allí, de sus cristales clavados, de sus imágenes rotas, de sus colores mezclados, de su dolor, de su ansia de expiación en el aquí y el ahora, de su búsqueda, de su sueño; y una canción, en su interior, comenzó a acompañar el final de aquellos pensamientos. Are you there?, de Anathema. Hacía años que la música no aparecía tan contínua en su mente, en su espíritu. Hacía siglos que la melodía no surgía en su alma o no surgía de ella, sin necesidad alguna, sin ayuda de fuera.

Ella le hizo un gesto para que callase y, acercándose a su oído, le dijo que estaba cantando en inglés. La miró a los ojos y se meció en ellos, y se hundió en ellos.

Gracias, le dijo.

¿Por qué?

Por existir. Por estar viva. Por ser. Gracias.

De nada. Me alegro de estar para ti y de que lo sientas y me sientas así. Es un placer inmenso.

Unas lágrimas le empañaron los ojos. Se limpió con el dorso de la mano derecha y con la izquierda cogió la de ella, con ternura, metiendo los dedos entre los suyos, entrelazándolos, intentando unir sus almas a través de la piel, sintiéndola, para ser con ella. La miró de nuevo, regalándose con ella, con aquella mirada de arrobamiento, de sentimiento intenso, de vida plena. Le recordaba a él, cuando era, cuando no estaban los cristales rotos. Hacía tanto de eso que sólo podía recordarlo a través de sus ojos, de su cara, de su pureza, de su belleza.

Todo era gestualidad, ritualidad. El canto de las mujeres era dulce, envolvente, subyugante.

Apareció el sacerdote, vestido con sotana negra sobre la que llevaba una casulla blanca. Un libro en las manos. Tres mujeres se colocaron a su lado, en diagonal. Contestaban a las palabras del sacerdote, de voz poderosa y casi nasal, aguda y oscura. Se agachaban al contestar hasta tocar el suelo. A veces parecía que el sacerdote se hablara solo a sí mismo, en casi un gemido, un lamento, una súplica. Lee el libro sagrado que posa, en algunos momentos, sobre las cabezas gachas de las mujeres, elevando la voz, como amenazando, para acabar cantando mientras las voces de ellas le hacen el contrapunto.


El cielo les aprisionaba, ahogante, gris, denso, eterno. Las calles vacías. Silencio. Frío. Caminaban lentamente, con la mirada hacia delante, en las líneas de los edificios que se perdían delante de ellos, en perspectiva, acabando a lo lejos en un edificio gris de múltiples ventanas que las cortaba, como si más allá no hubiese nada, como si fuera el fin de la calle, de la ciudad, del mundo, de la vida. Un camino cerrado, a ninguna parte, sin salida.

¿En que estás pensando?, le preguntó.

En nada.

Nadie puede tener la mente en blanco, siempre pensamos en algo. ¿En tus recuerdos?

Sí.

Más que recuerdos parecen obsesiones.

No lo son. Los recuerdos nunca son obsesiones. Al menos no para mí. Son memoria. Mecerte en ellos o acunarlos no es malo, es placentero si los recuerdos son bellos y son intensos, aunque a veces, incluso estos, hacen daño, o quizá más daño. Siempre es placentero recordar si es para saborear, para retener, para recordarlos. Los recuerdos, la memoria, no son tangibles. Están en ese rincón amable del alma que te permite traer los momentos vividos, los más bellos. El rincón de la belleza.

Se calló mientras seguían andando, mirando al frente, al gris de la pared que se acercaba hacia ellos.

Los recuerdos, la memoria, siguió diciéndole, sólo son accesibles si lo quieres, aunque a veces aparecen sin quererlo. Depende de los recuerdos, depende de lo que representen, depende de lo que fueron, de lo que supusieron. A veces son cristales con reflejos dorados, a veces cristales rotos que te hieren. Si lo quieres aparecen, se hacen perceptibles, pero sólo para el alma.

¿Cómo el amor?

Lo tremendo del amor, más incluso que el momento, es recordarlo. Ahí descubres toda su esencia, su valor. Pero para ello hay que vivirlo, y sólo se vive una vez, el resto no es amor sino sucedáneos, intentos de repetición. Y es entonces cuando vuelves al paraíso perdido, sobre todo en la memoria, en el recuerdo, en el pasado. Y ahí te meces.

¿Y por qué, si se puede, no se vuelve a él?

¿Si se puede? Quién sabe.

¿Por orgullo, por miedo, por cobardía?

Tal vez.

Siguieron callados. Se puso delante de él.

¿Qué buscas?

A mí, creo. La razón. No lo sé. Sólo sé que busco.

No te has encontrado.

Me temo que es un proceso largo, que lleva toda una vida. Estoy en ello.

¿Lo necesitas?

Más que nada. Y aun encontrándome debo seguir buscando o pensando. El camino del conocimiento, del autoconocimiento es largo, arduo, a veces excesivamente cansado. De ahí que muchos abandonen y que la mayoría ni empiece.

¿Me dejarás que te acompañe?

No lo sé. Ya veremos. Si debemos estar estaremos. La rueda es sabia. Hay un momento para todo, y si los caminos deben cruzarse lo harán, una, dos, mil veces. O eso creo. O eso espero.

Es agradable pensar así, pero a mí me da miedo. ¿Y si no ocurre?

Ocurrirá. El universo siempre da una oportunidad a quien la merece, a quien la busca con los ojos de la verdad y de la vida. O debería.

Pero a veces no ocurre.

Porque la mayoría no sabe mirar ni sabe vivir. Sólo vegetan, sólo transitan.

No son como las mariposas.

No, no lo son.

Vamos a casa. Le pediremos a las mariposas que lleven nuestro deseo.

La miró y le sonrió lento, suave y lento. Le acarició la cara. Miró el cielo gris. Cruzó los brazos para darse calor y continuaron andando.

Cuando entraron, unas mariposas volaban por el espacio en semioscuridad, apenas iluminado por el cabo de unas velas. El color que desplegaban le hizo volver la cara hacia ella, que sonreía moviendo los ojos siguiendo el curso de sus aleteos.

Son preciosas, le dijo. En ellas está el futuro.

No le contestó.

15/9/09

Situaciones

Me siento en un banco del parque del bulevar, bajo la inmensa sombra de un ficus. Miro a un niño que juega con su madre. Un perro, delante de mí, está tumbado en el suelo. Me recuerda al mío, al que murió. Aquel soberbio y abúlico mastín. Saco mi novela italiana y el tremendo diccionario que me compré para traducir. Decidí aprender italiano así, tras mi último viaje a Italia. No va mal. Lento y arduo, pero bien. Hago progresos. El italiano parece fácil, pero es muy complicado. Cojo mi lápiz, mi libreta y comienzo a leer y traducir. Se me acerca un hombre y se sienta a mi lado. Le saludo y me sonríe. Sigo con mi lenta lectura. El hombre comienza a hablarme. Sé escuchar, pero no sé si es que se me nota o qué. Todos los locos, los borrachos, los desesperados, los solitarios, los silenciosos… se me pegan y me hablan. Pero está bien. No pasa nada, y siempre se aprende algo, además de hacerles sentir bien por un momento. Estoy acostumbrado, así es que cierro el libro, le miro y le sonrío. Le escucho. Giro la cabeza al frente y miro al perro, pues no es un diálogo sino un monólogo. Además él tampoco me mira. Sigue igual, el perro, como anestesiado. Debe ser el calor. Mi compañero de banco sigue contándome su historia. Está harto del trabajo, no aguanta a su mujer, sus hijos no le quieren, está en tratamiento psicológico… Yo también he ido al psicólogo. Para ver si tenía un problema. A veces me pasa, no tener un problema, que también, sino estar escuchando y que se me vaya la cabeza en algún punto de lo que dicen a algo mío; pero mi mirada y mi sonrisa siguen en automático, y la persona cree que sigo con ella. No lo puedo evitar, pero sólo a veces. Me ha dicho, mi psicólogo, que no soy un canalla, que no soy, ni tan siquiera, mala persona. Me dijo que mis silencios, cuando me enfado o creo que me han hecho daño y no lo reconocen, son mis agonías; que cuando callo es para castigarme por no castigar a los demás, por no dañar a los demás; que mis vacíos son para inflingirme daño para no perjudicar a los demás. El problema, me dijo, es que eso daña a los demás, y la cuantía y el dolor varía según la persona afectada. ¿Las razones? La infancia. ¡Cómo no!, pensé. Si me llega a decir algo del sexo me da un espasmo. Me temía que me saliera con Freud, pero se quedó en la infancia. ¿Y qué pasaba en ella? A mí me lo hacían. Daño emocional, gritos, castigos, silencios, vacíos. Y yo repito los actos interiorizados en mi mente, en mi subconsciente. Me dijo que eso es común, que le pasa a todos los que han padecido esos actos. Que todos, incluso los que no los han padecido, lo hacen en mayor o menor medida. Se tienen esas secuelas. Me cuenta que los silencios son en espera de que los demás reconozcan el daño que me han hecho, el error cometido, esperando la disculpa, y que al no querer producir daño físico ni moral ni emocional, me autolesiono yo con el vacío recurriendo a un hecho interiorizado de la niñez. Lo malo es que esos vacíos pueden generar daño moral o emocional, según sea la persona con la que interactúe. Tremendo análisis. Lo que me tranquilizó es el hecho de no querer dañar. De no regodearme en ello, de no complacerme en ello, de no disfrutar con ello, sino todo lo contrario, como yo sabía y como ella, porque es psicóloga, me afirmó. Esperaba un diván y tumbado, con los brazos cruzados y los ojos cerrados, entrar en los mundos internos, o cojines, pero estaba sentado en una silla con una mesa separándome de ella. Una vulgaridad, pensé, pero no estaba en una película, así es que… El caso, para no desviarme, que soy muy dado a ello, es que puede producir daño, porque a algunas personas se lo hace (esa actitud), pero me doy cuenta tarde, reacciono tarde. Al menos no hay deseo de hacerlo. Y eso lo sabía, y si lo confirman los expertos me hace sentir mejor. Me deja algo más tranquilo. Pero el problema sigue estando. ¿Y la solución? Sencilla, me dijo ella. Sabes el problema, sabes su causa, actúa, me dijo. ¿Cómo?, le dije yo. Analiza el por qué lo haces y siente que no hay razón para hacerlo, racionaliza por qué te sientes mal, por qué te haces mal tú mismo. Piensa y actúa. Elimina la razón, ponte en el lugar del otro y siente que le haces daño, sé empático, y piensa que haciéndote daño no resuelves la situación, que hay otras vías, más rápidas, más fáciles. Dialoga. Relájate y busca la solución por otro lado, mediante el diálogo, escuchando, preguntando, mediante la razón, respetando las posibles razones de los demás, aun cuando no las compartas, aun cuando te hayan hecho daño de verdad y no la lleven. Respira y da tiempo al tiempo. Respira y cuenta hacia atrás cuando te veas en una situación similar y si ya estás en el silencio piensa y siente cómo te sentías cuando eras pequeño, en el daño que sufrías, en tu dolor interno, y piensa en tu sufrimiento actual, en tu dolor, en tu silencio, en el daño que te hace y eso te llevará a ver y sentir lo que está padeciendo, sintiendo y sufriendo el otro. Es una labor de interiorizar y luchar. De ser persistente y no dejarse ir por las circunstancias del momento. Y habla. Me gustó el discurso, y me emocionó. Me hizo llorar, porque me empezaba a encontrar mal. Y me sentí mal porque yo sabía que no quiero hacer daño y sin embargo puede haber personas que no piensen así. Siempre creí que al conocerme es obvio que se vea que soy buena persona, sobre todo con los demás, y más con los que más quiero. Pero a veces no se ve así. Y eso me hizo mal. Mal momento aquel. Seguiré sus consejos. Pero visitaré a otro psicólogo. Nunca está demás tener más opiniones. Mi compañero de banco sigue despotricando contra todo y contra todos. El perro tirado en su sitio, incólume a todo. El niño se ha caído y se ha hecho un rasguño. Su madre se lo lleva. Yo no puedo irme, aún sigue hablando este hombre, y me sabe mal dejarlo sin un oído que lo escuche. Esperaré a ver si le entra hambre. No sé cómo va a acabar esto. Es todo un mundo el suyo. Y lo malo es que yo ya tengo hambre.

12/9/09

El recuerdo de las personas

En un lateral de la carretera de la vida, en su cuneta, se nos suelen quedar personas de verdad. A veces para un tiempo, a veces para la eternidad. Personas que pudieron ser, que fueron, que nos dieron, a las que les dimos, con las que aprendimos, con las que compartimos, con las que sufrimos, con las que reímos, con las que vivimos la vida de verdad. Personas que se quedan por distintas circunstancias. Y perdemos. Perdemos mucho. Y ahora, con el tiempo, lamento la pérdida por lo que dejaron de aportarme, de enseñarme, por la merma de su disfrute vital. Y decimos, es así, pero no, no lo es, al menos a veces, pero no es así, lo hacemos así. Y lo peor es que nos rodeamos de personas, a veces, que no nos dan nada, ni enseñan nada, ni aportan nada; que, a veces también, sustituyen a las otras, que parece que nos dan. Y no, y lo sabemos o no, y nos damos cuenta o no, pero con el tiempo, si somos, lo vemos y quizá lo lamentamos, pero en ese momento nos rodeamos así porque lo necesitamos, o porque no vemos, o porque no tenemos a nadie más a quien recurrir o porque queremos oír o porque…
Y me pregunto, a veces, dónde estarán esas personas, cómo les irá, si están aún, hacia dónde fueron y cómo lo hicieron, si se quedaron en el camino o lo siguen haciendo. Y sonrío, con cierta alegría, por lo que fueron, me dieron y supusieron para mí, y con tristeza por lo que perdí con su ausencia, y con una alegría inmensa por haber tenido la fortuna de conocerlas y de haber compartido un momento de vida con ellas.
De ese lateral de la carretera de la vida, reapareció hace poco una de esas personas. Recordamos. Sonreímos. No era la persona que recordaba, ni me pareció el camino que llevaba el que buscaba, del que hablábamos, el que prometía. Lo vi en su mirada y en sus palabras, aunque quería ocultarlo. ¿Y yo? Es posible que viera lo mismo en mí. Tal vez pensara que mi camino era errado. Espero que no, y aun con traspiés y lentitudes espero no haberme equivocado; espero seguir aprendiendo y, aun con trabas y desviaciones, seguir viviendo como creo que se debe hacer, seguir mirando. Aunque pudiera estar equivocado. ¡Quién sabe!
Las personas cambiamos, no somos los mismos o no me lo parecen. Quizá soy yo el que he evolucionado, quizá veo la vida de forma diferente, quizá soy muy exigente, tal vez fuese mejor quedarse en la tranquilidad de la nada, de la normal apariencia, de la simplicidad, que no sencillez. Pero la veo bien así, y la disfruto, aunque a veces sea inclemente. Me gusta vivir con todo lo que hay en ella, pequeño y grande, y descubrir sintiendo y mirando y aprendiendo y mejorando, o intentando hacer todo eso, con mis limitaciones y mis errores y fracasos, levantándome y siguiendo.
Y me ha gustado encontrar y recordar. Pero no era aquella persona que creía y soñaba y… Y aun así está bien. Fue una alegría inmensa. Y me recordó una canción de U2, de hace mucho; que habla, de alguna manera, aunque no exactamente o también, sobre estas cosas, sobre las personas que perdemos en el camino de una u otra forma, de la pérdida, quizá del punto de partida. De… Es Kite, una canción que me emocionó como pocas, que siempre me puso la piel de gallina y un nudo en la garganta, y que lo sigue haciendo, por la voz de Bono, por ese directo (que me gusta y me dice más, y que era quizá el momento), por lo que dice y por cómo lo dice, por tanto.
¿Qué habrá sido de las demás personas importantes que han pasado por mi vida y que ya no están? Pienso en ellas a veces y me queda un regusto amargo y cierta tristeza por no tenerlos, por no saber de ellas, por no estar con ellas, por lo que viví con ellas.
Hoy, que ya hace tanto o tan poco, me voy a poner a recordarlos. A recordar sus buenos momentos, sus buenos actos, sus sonrisas, sus llantos, sus miradas, lo que vivimos tanto.
Para todas esas personas que están en mi recuerdo, para todas ellas, este pequeño recuerdo, este pequeño homenaje. La vida es música. Tal vez nos salve la delicadeza.


9/9/09

El color de las mariposas. VII

Se arrodilló junto a él. Le cogió la cara con ambas manos y le miró fijamente y en silencio. Le regaló su interior y él lo aceptó. Se calmó. Se supo, como ella le sabía. Le acarició el pelo metiendo los dedos por él y arrastrando la mano hasta la nuca y siguiendo hasta el final, una y otra vez, suavizando, alejándole de aquel llanto, dando, dándose. Acercó la cara con lentitud, con extremada lentitud, temiendo el rechazo, pero esperando no serlo. No dejó de mirarle ni un instante. Puso los labios sobre los suyos, suavemente. Los dejó allí posados. Ninguno de los dos cerró los ojos. Seguían viéndose.
Te he estado esperando océanos de tiempo. ¿Por qué has tardado tanto?
Las lágrimas volvieron a fluir del interior de sus ojos como ríos de agua aplacados por el tiempo, por el dolor, por el deseo de ocultar, de ocultarse, de ocultárselo sin que ya pudiera hacerlo. La miraba entre el fulgor salino de las gotas, cegado por esa imagen distorsionada que se le entregaba, perdido en esa mirada que le daba todo, lo cierto y lo incierto, la esperanza y la desesperanza que temía, el vacío y el absoluto, la plenitud, el principio y el final.
¿Por qué has tardado tanto? ¿Dónde estabas? Le volvió a preguntar. Cuando te vi, en el metro, cuando te paraste y miraste la música y viste sus colores, supe que eras tú, que habías venido para mí, a mí. Vi que los veías, como yo. Eres tú. Por eso nunca he estado con nadie, porque te estaba esperando. Y nunca estaré si no estás tú.
Seguía mirándola fijamente mientras hablaba. Perdido en ella, en su interior, deslizándose por sus ojos hacia su alma, mecido en ella, arrullado en sus palabras, en aquella voz que le adormecía y le calmaba y le sonreía.
¿Sabes?, continuó al no obtener respuesta, ¿recuerdas lo que hablamos ayer? Yo nunca he comprendido, tampoco, a esas personas que mudan con tanta facilidad en el amor, que abren y cierran sentimientos en el tiempo con facilidad, más aún en la escasez de un momento. O no saben amar o no aman, o mienten como salida. El amor es mucho más. O tal vez yo amo de otra forma, o lo siento de otra forma, de verdad, como tú. Tal vez por eso somos. Por eso te esperé siempre, por eso siempre estaré. Tal vez esté equivocada, sin embargo no me cambio. No hay nada como eso. Así es como se siente, creo. La profundidad de un sentimiento lo mide el tiempo, y es o debe ser eterno. Creo que cuando se ha amado de verdad nunca se deja de hacerlo.
Se calló. Le besó en los labios de nuevo, con la fugacidad de una estrella, con el alma de un ángel.
¿Tú también sientes así, verdad?
Sí.
¿Me estabas buscando?
¿Eres tú?
Sí.
¿No eres ella?
Yo soy todos los nombres. Yo soy el nombre. Yo soy todas y cada una de las mujeres. Yo soy la mujer. ¿Soy ella?
Dímelo tú. Tú sabes mirar y mirarme dentro. Tú me ves.
Los cristales habían desaparecido. El dolor se había ido. Miró el vuelo de las mariposas. Se quedó ahí un momento, en la dulzura del color, en la gracilidad del movimiento. Se giró hacia ella. Lloraba.
¿Por qué lloras?
Soy feliz.
¿Crees en la felicidad?
En la de las pequeñas cosas, en la de los momentos especiales, de las personas especiales, en la de la mirada que te ve, en la de lo sencillo, en la de la sonrisa, en la de la música que acaricia, en la de las manos que te cogen, en la que acompaña, en la suave cadencia de la vida, que hace que el gris adquiera tonos de color, de rojo y amarillo, de amapolas y margaritas, de violetas. En esa sí. En la absoluta no. Esa sólo está en el mundo de las ideas, donde todos quieren ir y nadie llega.
Desgranas las palabras como si hubieses vivido mil vidas.
Tal vez ya las haya vivido. Sin duda las he vivido.
Le cogió la mano y la acarició con las suyas, suave, jugando lento, paseando las yemas por las suyas, paseando los dedos entre los suyos.
Cuéntame tus lágrimas, le dijo. Dime tu llanto.
Hay tanto en ellas que me da miedo entrar, y sentir y ahondar. Es un mundo de cristal que se rompió hace milenios en mil añicos que se clavan en la carne y en el alma. Y el dolor de la carne, si lo persigo, me tapa el otro, que aún duele más, y que no claudica.
¿Desde cuándo arrastras el dolor?
Hace tanto tiempo que ya ni sé el tiempo. Perdido en él pervivo, y sigo, y ando, y vivo.
Y nada apaga el gris. Y el frío es intenso y el mirar amargo, destemplado. Es tiempo a destiempo. Rígido. Y el espacio no ayuda, ni los cuerpos con que nos cruzamos, porque no tienen alma.
Se miraron largamente, y lento y hondo, y en silencio.
Ven, quiero que veas algo, le dijo.
Salieron a la calle, de un mundo de colores, otoñal, al mundo gris que todo lo cubría, al plomizo cielo, al intenso frío, a las gélidas miradas, a las tortuosas vidas, al viento, a la lluvia, al vacío.

El gris del interior del edificio era aún más oscuro que el del exterior. Subió tras ella por las escaleras. Dos mujeres estaban apoyadas en la pared del descansillo. Cubiertas con un pañuelo blanco la una y violeta la otra. Llevaban falda. Hablaban en ruso. La mirada suave. Ojos claros y profundos. Les sonríen al cruzarse. Abrió la puerta y un intenso olor a incienso les llenó el olfato. Era una habitación de tres naves cuadrangulares, divididas por columnas de madera, de regulares dimensiones; todo recubierto de madera oscura; el techo alto; seis ventanas en el lateral, rectangulares y terminadas en un arco de medio punto, decoradas con iconografía ortodoxa, iluminaban tenuemente el espacio, en una luz que venía de arriba, oblicua, por la que se movía el humo de los cirios y las velas, repartidas por las esquinas y en el pequeño altar, que se encontraba bajo un andamio, lo que le daba un aspecto de provisionalidad, en el ambiente de eternidad del conjunto.
El humo ascendía lento hacia el techo hasta que alguien lo hendía, creando espirales sinuosas que seguían a los cuerpos como para asirse a ellos.
Se sentaron en una bancada frente al altar, al final del espacio. Miró un icono que había a su lado. El rostro de cristo, en formas sencillas. El pelo largo, lacio. Barbado. Pensó en su propio rostro. Oro rodeando la cara. Preciosista. Exquisito como todos los iconos ortodoxos. Arte preclaro que surge del devocionario interno del hombre hacia los miedos, hacia el más allá, hacia el allí, hacia la nada o el todo.
Escucha, le dijo ella, ¿lo sientes?
Sí.
Está aquí. Es difícil sentirlo, pero está si sabes escuchar, si sabes mirar, si sabes sentir. Me envuelve este lugar. Vengo a menudo a perderme en mí misma, a soñar.

6/9/09

El color de las mariposas. VI

En un mundo donde impera el gris, el amor es también gris. Así es fácil no penetrar en él, no pensar en él, cambiarlo por otro, superponerle otro, incluso no verlo, no saber ni que está. Es gris. Como todo.

¿Has amado a alguien, alguna vez? Preguntó ella con temor y con un leve temblor en las palabras que indicaban esperanza.

La pregunta le llegó tan de sorpresa, por inesperada, que no supo qué contestar al pronto. Ella era siempre así, por lo que había visto, en todo lo que pensaba, decía y hacía. No sabía, tan siquiera, si quería contestarle. Por él, por ella o por ambos, y, sin embargo, aquellos ojos de deseo espiritual y emocional, de saber, de conocer la esperanza que parecía embargarla… Buscó. Miró hacia atrás, en el tiempo…

Sí, le contestó escuetamente, intentando evitar ahondar.

¿Es como creo que es?

Sí, creo que para ti sería como para mí.

Cuando amas de verdad, profundo, intenso, ya no puedes dejar de amar a esa persona, ¿verdad?

Nunca. Se puede suavizar, difuminar la imagen si no hay presencia, pero siempre queda el recuerdo, inmanente, eterno. Si la has amado sin límite, con una intensidad absoluta, si la has bebido, si la has vivido y si has sido correspondido en la misma medida, ya nunca dejas de amarla. Si eso no ocurre es que no sabes lo que es el amor o no lo has sentido o no tienes capacidad para tenerlo o te lo niegas o lo escondes.

Me gusta eso. Yo creo así. Así es como debe ser. Si no, no tendría sentido, sería un sucedáneo, algo triste, apagado, gris como nuestro cielo, mortecino.

Se calló y le miró. Le hizo sentirse incómodo nuevamente y bajó la vista.

¿Por qué me miras así?

Quiero ver qué hay en tus ojos. Si lo que intuyo y creo es cierto y no sólo una quimera de mis sueños.

No hay nada. Déjalo. No hay nada. Y lo que hay…

Sí hay.

¿Qué?

¿En qué sentido?

En el que estás.

Profundidad, sensibilidad, belleza, conocimiento, tristeza, amor… Está ahí.

Si lo ves es que está, es que siempre ha estado, es que siempre estará.

¿Lo buscas?

Ya lo encontré.

¿Entonces por qué vagas? ¿Qué buscas?

El origen, la razón.

¿De qué?

De todo, supongo. Y de nada. Todo. No lo sé. Sólo camino.

Nadie camina sólo por caminar. Eso es sólo una frase vacía cargada de apariencia.

Llevas razón. Eres profunda a pesar de… Se calló para no molestarla.

No te preocupes, sé la edad que tengo.

No es la edad la que marca algo, sino la capacidad para ser, para estar, para entender, para amar. No hay diferencia entre tú y yo. El alma no tiene edad. El cuerpo sí, y es ahí donde nos perdemos, y donde perdemos. Tú y yo somos iguales, o muy parecidos por dentro y diferentes por fuera, creo. De ahí los convencionalismos, de ahí los conflictos. Pero tú y yo somos, y somos iguales, por ello estamos, y nos vemos. Somos, y somos diferentes. Sentimos, y sentimos diferente. Por eso…

Se quedó callado al ver hacia el lugar a donde devenía el discurso. Ella dejó de mirarle a los ojos. Se ruborizó y bajó la cabeza intentando ocultar la cara. Él no dijo nada y ella se lo agradeció.

Le despertó una sensación extraña, como si alguien hubiese pasado levemente la mano por delante de su rostro y el aire se hubiese movido tras ella. Abrió los ojos. Algunas mariposas se movían en la tibia atmósfera, donde miles de motas de polvo parecían flotar entre las volutas del humo y la luz, que el final de algunas velas esparcían, junto a unos palillos de incienso recién puestos. Dedujo que ella se había despertado ya. Dejó que la mirada se perdiese en el aleteo de las mariposas. Parecían monarca, pero no lo eran. Más pequeñas de tamaño y con una especie de fina y larga cola en el final de cada ala, terminando en un ensanchamiento con forma de ojo.

Su vuelo parecía un juego. Armónico. Delicado. Algunos movimientos de ala para ascender sin aparente gracia, para dejarse caer nuevamente, buscando las apenas perceptibles corrientes de aire cálido. Acercándose entre ellas. Alejándose. Como una danza ritual. El símbolo de la vida. Moviéndose en una danza eterna al son de una música que sólo ellas eran capaces de oír, de apreciar. La máxima belleza en un mundo opaco, gris, sin capacidad de comunicación. Seres bellos, eternos, lúcidos, mudos, que se movían entre todo un enjambre de otros en los que la belleza es mera apariencia, pura hipocresía, sin capacidad de comunicación, de comprensión, necios, vacíos, en los que la palabra es el medio para provocar dolor, para la falsedad, para obtener. La vida reducida al espectáculo que se le abría a los ojos. El regalo de una niña, el regalo de una mujer, el regalo de la vida.

La vio acercarse. Vista desde abajo, tumbado sobre el suelo, le pareció más alta. Se había cambiado de ropa. Llevaba un suéter negro de cuello alto que le marcaba el busto; un vaquero gris, ajustado también, muy estrecho en la parte del pie. Iba descalza. Le encantó el detalle. Siempre le habían gustado sobremanera los pies. Estos, y las manos, pensaba que eran la esencia de la belleza humana, su límite, su expresión. Si ambos eran bonitos lo demás encajaba armónicamente. El pelo corto, sobre el cuello, lacio, sedoso, con la ralla en el lado izquierdo. La cara angulosa. Los labios estrechos y delicados. Los ojos negros, de una profundidad que absorbía, que le llevaba. Tan densos que impedían toda huida. Los ojos del martirio. Los ojos que debe ver el suicida en su huida hacia el color, hacia su todo o hacia su nada.

Una punzada de dolor le hizo incorporarse de golpe. Un dolor que le taladró los músculos, el corazón, el cerebro, el alma. Dolor de siempre. Dolor eterno. Una lágrima se le derramó hacia la mejilla, entre las imágenes que poblaban, en ese momento, su mente. Árboles. Nieve. Blanco. El negro derramado sobre el gris. Asfalto frío. Rojo sobre negro. Llanto. Todo y nada ya. La nada, el vacío. El dolor. El corazón destrozado. Todo vuelve. Siempre vuelve. Todo, Madre. Madre, no todo es fácil. No siempre es fácil. ¿Por qué? Sólo soy un niño. Ahora no hay sueño. Rotura. Ya no hay nada. Sólo imágenes. Cristales rotos que se hunden, que se clavan. No es el momento. Ya no hay rosas. Estoy abajo. ¿Dónde estás? Tu padre llora. Ven. Toma mi mano. Ayúdame. Estoy solo. Todo está roto. Sólo queda dar vueltas. Esperar. Oigo un ruido. Alguien ha muerto. Algo ha muerto. Tengo una pistola. ¿Qué hago? ¿Qué espero? Ya no queda nada. Ya no es tiempo. Sólo oigo pasos que se alejan. No hay nada. No tengo nada. Rojo sobre negro. Ojos perdidos.

La música que acompaña las imágenes le golpea la mente distorsionándolas, punzando aún más, agrandando la herida, hincándose hasta dentro, horadando.

¡No!

Su propio grito, la negación, le salió de dentro, largo, alto, intenso. Ella se volvió asustada.

¿Qué? ¿Qué pasa?

Nada, le contestó aún en tensión, aún con el corazón acelerado. Nada. Una pesadilla.

Estabas despierto.

Esas son las peores.

3/9/09

Dinamarca. Costa norte, Helsingør, Copenhague-Cristianía-.


Dinamarca es un país pequeño, frío y lento, de luz mortecina, apagado y triste. Brumoso y con un viento constante, molesto. No sé a qué se dedica y no parece dedicarse a nada. Parece sobrevivir en sí mismo, retroalimentándose. Parece sólo subsistir en una lenta monotonía. Las personas son serias, adustas. Y, entre ellas, un número ingente de vagabundos, borrachos, drogadictos, colgados, solitarios en un país de solitarios. No hay apenas miradas, sonrisas, apenas niños. Son amables, sí, pero solitarios, lejanos, fríos, como el país. Todo lo contrario de los suecos. Tan cerca, tan lejos.

Copenhague es una ciudad pequeña, decepcionante para la capital de un país. Sucia, con poco que mostrar. No hay apenas color. Paredes oscuras, grises o marrón apagado, lisas, frías. Está mal hecha y mal organizada, mal señalizada. La vida que hay se reduce a tres calles. Tal vez tenía otra imagen del país y de sus habitantes, pero no, no da mucho de sí, aunque lo intento.

País pequeño, ventoso, abúlico, lento y frío. Casi siempre cubierto de nubes. La primera ciudad a la que llego está desierta. Nadie en las calles. El vacío es absoluto. Viento. Un único sitio para comer, y, al parecer, el único donde se puede fumar en el interior, de todo el país. Está abarrotado. Una especie de minibufet medio italiano, medio autóctono, que se reduce a tres formas de preparar el salmón (rarísimas), y dos de carne. Cerveza Tuborg. Mejor que la Calsberg, o más a mi gusto. Todos los colgados de la ciudad se han concentrado allí. Los actuales y los que han ido quedando con el devenir de los tiempos desde los años del hipismo. El espectro de edad es amplio. Todos fuman. Todos beben, cerveza solo. Pocos comemos. Todos beben en solitario, o de a dos como mucho, y sin hablar entre ellos. Sentados frente a una Tuborg. La barra, de madera, llena de cuerpos sentados en taburetes. Humo, cervezas y miradas perdidas. Al salir, el ambiente no mejora mucho. Vacío, viento, frío, humedad, soledad, colores apagados.

La costa norte es impresionante, pero por sí misma, y por el windsurf. Al menos se puede navegar y eso es un placer en esos días lentos, de nada. Algo de bosque, mar, roca y el fuerte viento y la tabla en la punta norte. Está bien. Me gusta. Buenas olas. Me alegro de encontrar ese momento, y esas personas.

Copenhague de nuevo, y la gran decepción, Cristianía. When you see long hear and funny people, like you, me decían cuando preguntaba por el lugar. No fotos. Terrible. El experimento fallido. Esperaba un sitio libre, de creatividad, de personas con deseos de libertad, de ansias de superación del sistema, de organización autónoma con proyección, alegre, divertido, con sentido. Es un lugar libre, pero disoluto en la nada, en el vacío, sin creatividad; lo escaso creativo son puestos de artesanía como los que te encuentras en cualquier parte de España; los grafitis son lamentables, las pinturas pésimas, los ¿”museos”? para llorar; el ambiente creativo es nulo, absurdo y lamentable; la libertad ha pasado a una pseudolibertad para emborracharse libremente, para fumar libremente y para que nadie te lo impida. No hay diversión fuera de un canuto tras otro sentados en torno a los bares, mil. Fumar y fumar, y beber, no hay más. No se ha superado el sistema. Es otro y sin sentido, muerto, vacío. No hay alegría, sólo tristeza con sonrisas de marihuana o hashis. Sucio, feo, deprimenete. Nada. Personas de cualquier edad, desde sesenteros a catorceañeros, y algún niño de tres o cuatro llorando y pidiendo a su madre que la lleve a casa, mientras ellas beben entre gente que se tambalea, vomita y se cae por la calle, que va hacia un lugar y que cambia la dirección porque ha chocado con otra persona y se ha girado sin querer al no tener fuerza. Alcohol y droga. Vacío. Muerto.

Aarhus es otra cosa. Más viva, más alegre, pero sin estridencias. Para ser más pequeña me gusta más que Copenhague, aunque sin alardes.

País frío, ventoso, lento, apagado.

2/9/09

Juego de luces


El reflejo de la luz de una candela en el rostro me hace soñar con colores imposibles, con sonidos de otro tiempo, entre sombras que se mueven al compás de una mirada. Me hace sentir. Es real. Hay un cristal que deforma los juegos cuando brillan entre las burbujas rompiendo en la superficie. El oro de tu cara, la dulzura de una sonrisa que acicala, el suave tacto de unos ojos que se te clavan y te miman y te llaman. Porque es así. Me haces soñar. Haces que sea real.

Es como una vela que se ahueca henchida de viento contra el azul del cielo en medio de este mundo gris, que pinto de agua, alrededor de mí, para ti. Es otoño y hay matices llenos de palabras. El firmamento no tiene conclusión si tú las dices. Y es alrededor de ellas que se tejen armonías de inmensidades, de arrebatos descarnados, de sonrisas inmateriales. La vida es así cuando estás. Río que mece el alma desgranando sentimientos, acariciando en el cristal de unos ojos que dicen en el fulgor de una mirada; que suavizan, que derraman. Todo lo que la vida es, está ahí, cuando miro y veo esa mirada, cuando está en mi alma. Solo ahí. Apreciándola como debe ser apreciada. En el juego de los juegos. En la llama de la vida. Ven conmigo, danza en mí, como siempre. Nunca se apaga. Déjala que prenda. Déjala que arda. Será así por siempre. Magia, pura, excelsa.