30/8/11

Hambre



"Es noble intentar lo imposible". Borges.

Lo lamentable es que casi nadie hacemos, tan siquiera, lo posible.

27/8/11

La oscura estupidez de una manzana. III

Simpsons y Magritt. Matt Groening


Ayer no había papel en el aseo, nuevamente, repetición constante de un acontecimiento que no por ser habitual deja de sorprenderme. Comienzo a preocuparme seriamente. Seriamente. Lo reponen a diario, dos rollos. Lo sé porque inquirí ante su ausencia. Le pregunté a ella, también, a pesar del malestar de estómago que me produce ver sus dientes y sentir su pútrido aliento, pero sólo me sonríe con esa sonrisa sin sentido, meliflua, que sólo Dios o el Diablo sabrán lo que quiere decir, y esa mirada perdida y retorcida al tiempo.
La noche pasada me quedé despierto para averiguar qué hace con él, pero debí dormirme en algún momento pues esta mañana no había -papel me refiero-. Tal vez se levante en sueños, o despierta, no sé, y se enrolle con él cual momia egipcia; tal vez se lo coma, tal vez… No quiero pensar lo peor. Lo dejaré ahí. Me preocupa seriamente.
Hoy, mientras miraba el tiempo en el ordenador, he notado una presencia detrás de mí, y como una leve, fría y continua corriente de aire en mi brazo derecho. Tenía miedo, pavor más bien, y temía girarme. Pero… al final la curiosidad, o ese impulso que nos lleva a hacer cosas que no queremos o la morbosidad o vaya usted a saber qué, me hizo girar la cabeza tras esos minutos eternos de vacilación, o segundos quizá, momento en el que ella puso la suya en paralelo a la mía al tiempo que introducía su mirada en la pantalla utilizando sus ojos de sapo, tanto que casi la roza con ellos, dándome un susto de muerte.
Es un ser extraño. Tal vez ni sea de este mundo. Por ventura ni un ser siquiera. Quizá una pesadilla, una de mis peores pesadillas. Acaso mi karma, si creyese en él, quién sabe, pero no creo, por tanto...

21/8/11

La oscura estupidez de una manzana. II

Fernanda Pringles. "Mujer de bombín"




Sigo pensando qué hacer y cómo hacerlo.
Una fugaz aparición suya desvía mis pensamientos y me distrae en algo que le cuelga del mentón, una incipiente papada a modo de cresta desprendida, resbalada por la cara pintada de rojo, y enganchada a la mandíbula, pequeñísima; agarrada, moviéndose al compás de la música que el masticar compone en una especie de tenebroso vals, lleno de chasquidos (apenas perceptibles), guturalidades constantes cuando es ausente, con los saltones ojos clavados en el brócoli, y un cuchillo en una mano -que nunca deja- y el tenedor en la otra, mientras está masticando. En la cama (yo pegado a una esquina de la mía, la más alejada de su cuerpo -presto para cualquier eventualidad-), mientras Morfeo trata de huir de ella, pequeños chillidos surgen de sus adentros, como un ratoncillo afligido o como una rata famélica que hubiese obtenido algún placer largo tiempo anhelado; y esas respiraciones, que incitan a uno mismo a dejar de hacerlo.
Dios, no puedo más. Y sin embargo aquí me hallo, sin poder salir, o sin saber cómo.
Y clavo la vista de nuevo, en esta sala de espera, mientras el tiempo pasa con una cerveza en la mano y el tren no llega, buscando en un panel que anuncia líneas que no puedo coger, a Amsterdamas, a Bremenas, Londonas, Minskas, Paryžas, Kaliningradas… Todo recogido en la Tarptautiniai maršrutai. Qué extraño lenguaje el de estos paises que recorro despacio.
Y para qué, me digo, si los lagartos acechan detrás de las paredes, con una constancia aterradora, implacables. Seguros de su poder, seguros del tiempo y de su inevitabilidad.
Trata de ahogarme en la putridez. Tal vez busque mi desfallecimiento, que baje la guardia, que me abandone a lo inevitable.



Tras ir al baño, éste se ha convertido en un vertedero. Miles de pelos enroscados, sinuosos, se esparcen por el suelo, por las paredes de la ducha, del lavabo, de un inodoro nunca bajado, donde a veces deja un pequeño regalo, redondo, amarronado, que algún significado tendrá pero que no acierto a dar con él y sólo puedo quedarme con el detalle, lamentable detalle, por otra parte, de lo que es, restos de su defecación para el que detrás venga, que sólo soy yo; y forman, también, los pelos, una pequeña colina en el sumidero de la ducha. Pelos cortos, anaranjados.
El agua moja casi todo el suelo, encharcado. Hay que entrar con botas katiuskas.
Cuando sale, si no se ha secado el pelo con secador, lo hace peinada, o repeinada más bien. Una obra de imaginería. La Roldana se sentiría orgullosa si su discípula fuera. Una raya en medio le parte la cabeza en dos (figuradamente), hasta donde debió estar la fontanela y que probablemente se le cerró antes de tiempo, pues es imposible que haya alguien tan lerdo, tan estúpido e idiota, con un cerebro formado con normalidad. A partir de ahí el pelo cae hacia delante para formar un flequillo que tapa la frente, aunque siempre he pensado que esta es ausente, pero debe haberla, aun mínima. ¿Cómo será? ¿Qué habrá en ella? Cae, el pelo, sobre la figurada frente, en mechoncillos diminutos, en hileras con espacios entre ellas. Mil son, ni uno menos. El resto hacia los lados, en mechones extraños cogidos con una pinza en los laterales, en tonos naranja oscuro y algo reflectante. Previamente se ha vaciado un bote de espuma para poder hacer algo así y que con el tiempo el efecto siga. ¿Las razones? Oscuras, sin duda, siniestras.
He renunciado a mis queridas palabras tratando de mantenerme cuerdo, pero dudo de mi cordura ya. Y es que es de locos seguir hablando y no buscar el fin rápido. Las plantas, los árboles, dijo un día con cara de sentar cátedra, no son seres vivos. Y se quedó tan pancha. No sufren, porque no tienen sistema nervioso, ni sangran, porque no tienen sangre. Inmóvil el rictus, indiferente al resto de las expresiones en el resto de los presentes. Inmune a las palabras, las de los demás, a los razonamientos, a las demostraciones, a la ciencia, al saber, a la lógica.
Decía, afirmaba, dogmatizaba, que ella como buena vegetariana, budista/hinduista, mezcla o engrudo de no se sabe muy bien qué, no comía seres vivos, ni a los que se les había hecho morir (que tiene su lógica tras la primera afirmación). Recalcaba que sólo, entre otras cosas por eso, comía plantas. Un plátano no está vivo. ¿Y cuando lo arrancas del árbol? Me atreví a contestarle. Tampoco. Fue rotunda. Y no sufre, apostilló. Claro, si no está vivo, pensé para mí.
Me veía en ese piélago de absurdez, hablando con alguien como ella sobre algo como eso, sabiendo hacia donde me llevaría o me podría llevar. Y sin embargo seguía. Había algo que me impulsaba a seguir. ¿Y si las plantas no son seres vivos, qué son? Me atreví a preguntar. Un silencio se hizo ante mi gigantesca cerveza. No sufren, respondió al rato. Casi me ahogo con el trago que estaba bebiendo. Cuando me repuse la incité, ¿Son minerales entonces? El silencio se hizo de nuevo. Yo he leído… Hay un escrito de un médico vegetariano… Deberías hacer una nueva taxonomía, le dije interrumpiéndola, pero no me oía. Nunca me oye, jamás escucha. Decía…



He renunciado a todo y sin embargo me siento ausente. Los alacranes son augures siniestros, la suciedad me invade y ya no veo con claridad.
Juro por Dios que es verdad, y sin embargo no sé, ya, dónde radica la verdad. Hacia dónde voy no lo sé. Y espero salir, pero las fuerzas son cada vez menos y no sé, realmente, ni quién soy.
Tallín ya no es lo que era. Siniestra ventura su llegada.





17/8/11

La oscura estupidez de una manzana. I

La manzana. Rene Magritte




Y juro por Dios que es verdad.
Me encontraba debajo del alero de un tejado, en la hermosa Tallín, resguardado de la lluvia, con ella detrás, en el silencio grato que provocan las gotas entre el gris plomizo, sumida la mirada en la belleza estática del juego de volúmenes que la geometría de los techos de la ciudad y sus torres provoca, cuando, de repente, como por ensalmo, aparece ella (otra ella, es evidente, salvo que no esté cuerdo), por delante, con un hombre al lado, de pelo blanco y corto, y perilla, blanca también. Enfundada en un chubasquero, dejando al aire su extraña cara de mil picos, con su gesto agrio; con sus ojos saltones, caídos, rodeados de mil rayas gigantes como cañones del colorado; con sus pegotes de colorete rojo teja sobre los pómulos blancos, como aquellas muñecas antiguas o como esas viejas, blancas, pajizas, antiguas también, casi muertas o céreas; con su pequeñísima boca de bordes caídos, a juego con los ojos y sus rayas, y que esconden unos dientes semiverdosos; y con unas guedejas encuadrando ese extraño óvalo, o lo que sea, que surgen de debajo de la capucha que la resguarda; uedejas de color teja, también (tal vez en productos naturales, como la otra –hena-). Viste una especie de pantalones pirata que dejan ver los huesudos tobillos. Anda como a descompás, con cierto vencimiento a la izquierda. Una ligera cojera que no lo es, y como golpeando con toda la planta al pisar, quizá debido a la curvatura del cuerpo, con un ligero abombamiento de la espalda, a la altura de los omoplatos, hacia atrás, en tanto que los hombros están como disparados hacia delante. Tal vez sea ese desastre lo que provoque el extraño balanceo lateral y su cuasi renquera. No lo sé a ciencia cierta, pues no soy anatomista, ni experto en andares, ni traumatólogo, ni… no sé. Pero que así es es algo que a la vista salta como un sapo a destiempo en días de calor.
Me mira y la mira. Le sonríe, deduzco, porque conozco bien esa mueca que no es sonrisa pero sí, aunque no. Extraña, asaz extraña. Él me mira tras verla a ella, la de detrás de mí. Me sonríe con tristeza y sigue.
Me giro hacia ella, la que me acompaña, y está ahí. No es un salto en el tiempo. No he envejecido quince años, aunque ella es la otra ya. Pero yo no. Ella sí. Tal vez haya sido así durante toda su eternidad. Tal vez nació así ya. Tal vez sea una premonición, un aviso de algo o de alguien. Algo como corre cuanto puedas. No me lo puedo creer. es aterrador, una pesadilla, un juego macabro de mi mente.