10/3/23

                                           Brillos                                                 

                                        Foto gratuita hermosa joven detrás de las persianas de la ventana

                                                                       Free pic 

Y un reguero de despedidas ausentes y lirios apagados, de ojos cerrados y silenciosos dardos...

Inesperadamente, o no, por las rendijas de la persiana que tiembla en el vano, el sol llena mi estancia de brillantes suavidades.

Siempre hay alma. Siempre.

10/2/23



                              La Puerta De El Loco, Pintura por Alfredo Acle Aguirre | Artmajeur

                                                   La puerta del loco. Gonzalo Acle

¿Aún estás loco, verdad? Tienes esa cara de cuando te encerraron. Y te han dejado salir.

Es un mundo extraño este, de hoy, en el que vivimos, donde los locos andan sueltos y los cuerdos encerrados. Vivimos tiempos malditos, aunque quizás podamos sobrevivir. Tengo serias dudas pero la esperanza es terca, siempre. Así nos va, ¿no?

¿Y esa mancha en la entrepierna? A veces vamos como locos por la vida y ni al orinar vemos lo que hacemos. ¿O no es orina? Ponte un poco de agua, como gotas sueltas, y disimula diciendo que al lavarte las manos te ha salpicado. ¿O no es orina? 

Solo es una idea.

Me tengo que ir, van a cerrar. Cuánto tiempo, ¿verdad? Espero verte alguna vez más, por aquí o en algún otro sitio, aunque dadas las circunstancias no sé si pasará.

¿No dices nada? Bueno, lo dicho, espero verte en otra ocasión. Y si no...


24/10/22

 

                                               Ad aeternum, Exposición, sep 2020 | ARTEINFORMADO

S.M... Ad aeternum

Ayer tarde me crucé con la Parca, en la luz caída, y sus adláteres. Iba en silla de ruedas, ella. Ignoro las razones.

Me he vuelto a tumbar en la cama a pesar de ser aún de día. La mirada perdida en un punto que es un reflejo, allá arriba, de lo mismo. La mirada de la ausencia, la mirada del vacío.

Vi su piel seca, apergaminada; su traje gris, gastado, guardando un chaleco de lana de un azul perdido, alrededor de una camisa gris, sucia y ajada. Llevaba, también, a modo de badajo, una corbata de un color que podría recordar al rojo ceniciento de una sangre de tiempo.

Ellos, los adláteres, ciegos en su andar despacio, empujando aquel balancín, de sonido infecto, que era su silla.

No hay más sonidos en esta vida. Solo ese.

Hace milenios que no encuentro nada. Nada ahí fuera. Nada aquí dentro. Arriba veo, al tumbarme intentando el sueño, la mirada del ido, la locura silente del vacío, la nada en la mirada devuelta por el espejo que miro.

La he mirado a los ojos, esperando. Nada. Al cruzarnos bajó los suyos, del horizonte -y no por humildad ni miedo-, hacia mis pies, fijándolos, supongo, en el rojo de mis calcetines.

Me volví un momento después de cruzarnos, quizás para pedirle algo, pero ya no estaba. Solo ese hedor suyo, tan opresivo, que siempre deja a su paso, y el frío sobrecogedor de su presencia, seguían allí, en la niebla.

Hoy es mañana de nuevo, siempre.

9/9/22

Burdeles mentales

  

       Hombre del clavel. Van Eyck 


Había claveles por todas partes, en los balcones, al sol inclemente del estío, que se regaban cuando caía la tarde, y en los arriates del patio; claveles chinos de color amarillo, y comunes también, aunque abundaban los primeros; alguna maceta de clavel turco. Esparcían un olor brillante y vívido, como a clavo, que lo impregnaba todo, tan sugerente, tan feliz. 

La luz intensa del verano siempre me ha traído esa fragancia y la nostalgia de la infancia. Solo es un recuerdo, primario, que aparece de golpe, a veces, como un fantasma,  asaltándome, haciendo más imposible, si cabe, mi estadía vital.

Ahora vivo en la necesidad de profetas, de profecías, del Profeta. La necesidad de leerlas, de escucharlas, de adaptarlas, de crearlas. ¿Y al final? Vacíos llenos de nada, burdeles mentales. Incluso yo fui profeta una noche, uno de ellos. Pero el Profeta no dice nunca profecías, siempre anda callado, ensimismado, huido de sí mismo, sabedor de un destino desterrado, sabedor de que es equivocado, fracasado, un renegado de sí. Nunca escuchado. El resto sí. Y tras ellos legiones de acólitos poseídos por la sed de vacío o del vacío. Gente que huye del silencio y solo escucha a quien habla de nada, que solo habla. Ruido ensordecedor. Ruido.

Esa necesidad que tiene el ser humano de ser amado, de obtener amor. Ese es el gran conflicto. Y si Dios es inseguro, el hombre, un despojo de su pensamiento que arrastra sus miserias por el barro...

No sé si sé atarme los zapatos, pero sé que es lo que tengo que hacer, ahora, aquí, acuclillado, mirando los dedos que sujetan los cordones mientras esos pensamientos atosigan mi ser.

27/8/22

El cazador de invierno

 

 

Lampedusa. Anhelo. Plan A... Me salí de foco y vuelta a empezar. Montañas, montes, colinas. Y ríos. Regaliz. Té. Café. Menta. Parsecs. Comentar. Disputar. Si no te necesitan no estás.

Un conejo blanco, una espiral, una focaccia, unos tacones, el desván. Macondo bajo el volcán. El nogal, los cuervos, seda negra. Vivir todas mis vidas al mismo tiempo. Aceitunas negras. El anonimato sistemático de todas y cada una de las plantas que me rodean.

Arsénico quizá, por compasión, por odio, con bastela dulce para poder tragar, en las arenas de un desierto inventado.

Miranda, que bello nombre para soñarlo.

Son tiempos malditos. Son tiempos malditos estos que estamos viviendo. ¿Dónde está Orión, el cazador de invierno?

3/2/15

Instantes


Safet Zac. Hombre llorando
 
Desde luego hubo de incorporarse. No se puede estar toda una vida sentado en la calle esperando que ocurra un milagro. Le costó. El dolor ese, de siempre, a la altura de los riñones. Y el culo frío y aplanado de horas y horas en la acera. Tenía manos de lunes y ojos de domingo. ¿O eran de sábado? Cabizbajo, como siempre, en busca de algo que surgiera del suelo. Porque una vez vio una yerba intentando salir por una rendija del asfalto de una calle. Del cielo sólo lluvia, y a veces barro. Es lo que tenía vivir cerca del desierto y en él. El tiempo olía a muerto. La lluvia no llegaba y eso hacía que el aire no se pudiese ni respirar. Las personas iban y venían en un lento deambular. Con sentido tal vez, aunque no lograba encontrárselo él. Todas las direcciones llevan a ninguna parte. Recordó aquel botijo -cuando en la infancia- de color teja que provocaba un tráfago constante entre la gente que segaba y que trillaba. Era junio, o tal vez julio, ya no recordaba. Melón y pan era la comida. Vino de una bota, desgastada. Fuerte y seco, como el calor de Castilla en estío, cuando ni las culebras se atrevían. Arrastraba los pies, por el asfalto. Andares lentos. De las enormes puertas a un lado y otro, bocanadas de aire acondicionado envolvían la música que invitaba a entrar en los paraísos del momento, donde se arremolinaban las manos con tarjetas de crédito y los ojos vacíos que las portaban. Sentinas de desesperación. Un perro cruzó la calle atemorizado, mirando de un lado a otro, el rabo agachado, casi metido entre las piedras. Los coches haciendo sonar los claxon. Lo miró despacio. Intentó acercarse a él. Tarde. Desapareció tras la esquina de un MacDonald. Le vino a la memoria aquel su perro, grande, mezcla de mastín y pastor. Bullicioso. Ecléctico. Juan Sebastián de nombre, con apellidos incluso, aunque era un perro. Lo desapareció su padre una tarde de verano, en la sierra. Era molesto. Dicen, aunque quizás fuese por lástima, que lo vieron unos pastores, guiando a otros perros. Manada salvaje de otros tiempos ya perdidos. Nunca supo si la verdad es sincera o solo un arte, un encantamiento, un sahumerio. Ya era tarde. La noche siempre llega aunque lo haga con nadie. Esperó el vacío, que nunca lo es, pero parece. Se arrebujó con él mismo, en la puerta de uno de los nuevos templos, y se quedó dormido. O eso quería creer. Recordó que su madre le hacía rezar por las noches, antes de dormir, mientras él pensaba en el olor de aquella niña cuando por las tardes, en la junquera. Mejor bendecir, pero no comida sino personas. La gente ya no reza. Menos aún bendice. La gente repta por la vida buscando clemencia o demencia para poder soportar el hastío con el que envuelven sus penas.

6/8/14

Rojo de algodón


 
Maribel Piñero. "Padre e hijo"
 
El sol se había puesto tras las montañas hacía tiempo. El bochorno era sofocante. Sudaba. En La camisa, a la altura del esternón, una mancha húmeda comenzaba a hacerse visible. Notaba las gotas correr por su espalda. La frente humedecida, brillante. Una frente llena de arrugas, del tiempo y sus avatares. Una frente que se había ido agrandando en la búsqueda del tiempo. De vez en cuando ella dejaba de empujar la silla y se la limpiaba con un pañuelo de algodón y lino en tonos granate. Caminaban despacio. El mismo camino de todas las tardes de un verano sórdido y aplastante. Nunca hablaban. Ninguno podía. Ninguno pensaba. Ninguno quería. Las miradas en el horizonte. Perdidas en un vacío lleno de nada.
Un reflejo dorado en la izquierda le hizo volver la cabeza. Los colores siempre le provocaban un momento de éxtasis. La elegancia de la perfecta combinación. Y las formas. El regalo de lo inesperado. Tantas conversaciones en la cama, de pequeña, con él, en las siestas de aquellos veranos que olían a higuera y geranios, y en las noches que olían a calor, abrazada a él. Su pequeño cuerpo unido al de él, tratando de sentir lo que él había vivido, sentido. Se recordaba tan pequeña y a él tan grande, tan fuerte. Tan emocionada en sus palabras. Tantas preguntas. El deseo de escucharle, de saberle. La mirada ardiente. La sonrisa abierta. La búsqueda de la belleza en las formas, en los colores, en los olores, arriba. Tenía seis años.
Un maniquí gris, esbelto, con pechos pero sin sexo, ocupaba el centro de un escaparate vacío, enorme, que llenaba con su presencia sola. Tenía un pañuelo dorado en el cuello, colgando disimétricamente entre los pechos, hasta el ombligo, y una pulsera de bolas verdes, no muy grandes, en la muñeca izquierda.
Él también lo miró un instante. Observó su rostro tullido, en el cristal, donde un reguero de baba, blanquecino, que colgaba desde la comisura de los labios, se le había secado. En el lado en que la cabeza se vencía ligeramente. Y una línea, frontera definitiva entre esta vida muerta y el más allá, que no era sino lo que fueron sus labios, un día carne, una vez boca. Después la giró en busca de ese punto inerte más allá de todo. Algo parecido a una lágrima pugnó por salir del amarillo céreo en que se habían convertido sus ojos. Casi apagados. Ciegos a todo.
Sintió ella, ese momento sentido por él. Se acuclilló delante. Las miradas se unieron como hacía tanto. Se entraron dentro. Se sabían desde siempre. Ella lloró en silencio. Se levantó y siguió empujando la silla de ruedas. El bochorno era inhumano. Aquel verano parecía pedir un fin del mundo adelantado. Un final de los tiempos suplicado.
Lo desnudó y lo dejó sentado en aquel remedo de trono impuesto. Se quitó también ella la ropa, despacio, mientras la bañera se llenaba de agua caliente. La espuma surgía al chocar con estrépito el chorro de agua contra las escamas que había esparcido en la que ya había, elevando un aroma a mirra. Cogió el liviano cuerpo, aún pesado y, con esfuerzo, se introdujeron en la bañera. Cerró el grifo. El vapor parecía niebla creando espectros. Se sentó, apoyándose y estirando las piernas. La espalda de él contra su pecho. Puso su cabeza, con sumo cuidado, casi en su cuello, aún vencida hacia la izquierda, inaguantada. Le rodeó el cuerpo con sus brazos. ¿Te acuerdas papá?, le dijo. Como cuando era pequeña. Le miró con ternura. Las lágrimas comenzaron a resbalarle por la cara. Volveremos a entonces, le susurró al oído. Cuéntame cosas de la montaña, le dijo. Le apretó con más fuerza, con ternura infinita.
El agua iba adquiriendo un tono rojo más intenso, algodonoso.
 

 
 

2/5/14

Aquella tarde en el bar gris

Ernest Descals. Bar
 
En realidad no me preguntó nada. En su voz sólo había silencio. La verdad se escapa a veces a la comprensión. Me miró desde la acuosidad y me dijo lo que decía que llevaba una vida tratando de decir. No es que no pudiera, es que se negaba a articular palabra. O eso me dijo, después de mirarme y decirme, sin decir, que me conocía desde hacía una eternidad.
Era aún más gris la atmósfera gris de aquel bar gris al que yo iba desde siempre sentándome en la esquina más alejada de la puerta, donde cualquier luz apenas llegaba. Y lo era por el derrame de palabras silenciosas que desde el otro lado de la barra me lanzaba.
No lo conocía. Nadie conoce a los otros en sitios así.
Ojalá cayese una tormenta de sueños sobre mí, le oí decir mientras me miraba con media sonrisa en la cara y un vaso semivacío en la mano. La noche es opaca aquí dentro, y negra ahí fuera. Las palabras no se dan, se tiran, a pesar de la implacabilidad de las manecillas del reloj. Hay algo aciago en el tiempo, en su pasar.
Me tengo que ir, le dije, yo sí con palabras sonoras, mientras me levantaba. Vi, no sé cómo, unas lágrimas salir de las profundas cuencas que guardaban sus acuosos ojos, y escurrir hacia la sucia barba de días, por su cuarteada piel. Me tengo que ir, le repetí más alto, por si no me oyó, tratando de esbozar un remedo de sonrisa.
¿Por qué nos hemos de ir? Esa es la gran pregunta, me dijo sin decir. Pero, continuó, ¿para qué quedar? ¿Para qué quedar aquí, no aquí? Sí. Yo sólo soy un simple poeta que vengo a olvidarme, aquí. Y quizás a decir, a decirte.
En verdad no me preguntó nada. Yo no supe qué decir.

10/4/14

Adagietto



Sinfonía Nº, Adagietto. Gustav Mahler
A veces deberíamos hacer algo tan simple como pararnos un momento y respirar, cerrar los ojos y sentir, tan solo estar.
A veces la vida nos da cosas tan puras que deberíamos parar y beber, si fuese posible hasta morir. La música, esa cosa tan intangible, tan profundamente humana, casi celestial, casi deífica. Su magia.
Esto no es solo para escuchar, es para morir, ahí, sintiendo, si se es capaz.

3/3/14

Cuentos de la edad tardía. III

Se partía la cabeza en dos, cada mañana, con un peine y un secador, dejando que pequeñas ondas le acariciasen la frente, hacia la mitad, ayudando a darle al rostro cierto aire infantil. Cabello marrón, piel blanca, labios carmín.
Sonríe de continuo. Su sonrisa, la de postín, parece taimada pero es solo un verso suelto, de aprendiz, como el sonarse la nariz. Machaca el verbo sin piedad, en tanto muestra sin pudor esa fila amplia y a la vez estrecha de dientes azulgrisáceos de los que ya hablé, tras unos labios finos, abrasadores de tanto carmín, a juego con el azul cobalto con que bruñe los párpados para anunciar que allí hay dos ojos azules, profundos mares donde poder ir pero, cosas de la vida, donde nunca nadie hay. Azul que vio, en todo su transcurrir, los andares de tantos, los decires, los… sin que nadie allí quedase y ni tan siquiera lo intentase. Y así el azul se hizo más azul y el rojo más rojo, hasta conseguir la apariencia de un maniquí, juego perverso de una vida que nunca fue vida, tan solo carmín.
Ayer murió, me han dicho, de tanto sufrir, seguro. Y eso que dicen, decía, que era feliz, ahogando pesares, intuyo, regando tristezas en su jardín, con agua salada, hacia dentro cuando estaba fuera, corriendo el rímel frente al espejo, cada una de las noches de cada año, viendo que no tenía a quien decir, cuando dentro era.
Y yo no supe dónde ir, ni qué decir.
Mañana son sus exequias, y yo aquí.

17/2/14

Cuentos de la edad tardía. II

Era un ser femenino, femenino y delgado, casi ausente de tan delgado, casi ausente, sí, desaparecido; con las carnes justas para poder vestir unas ropas coloridas, que tapaban su esqueleto, sin parecer percha o colgador colgado y andante. Poseía, la doña, cierta renquera al andar, tranquila, bien es cierto, pero renquera, que le hacía moverse a descompás, aunque con un innegable gracejo, o que movía a él, mas bien, producto  de una caída de hacía poco tiempo y una peor recuperación, ayudada por unas zapatillas modernas con suela en forma de barca o de abarca antigua, promesa televisiva de felicidad en el andar así como de la recuperación instantánea de cualquier malformación de columna, miembros y de casi cualquier órgano del cuerpo, incluidos el cerebro y el corazón;,promesa, incluso, de la belleza facial, de la belleza total. Es el poder de la televisión, de horas y horas con el culo incrustado en el sofá y el mando televisivo pegado a los pliegues de la mano, con el pulgar a milésimas de milímetro de los botones, moviéndose con rapidez no exenta de elegancia sobre aquellos botones que presentan programas que anuncian objetos que prometen lo imposible, lo inimaginable, y que si se compran ya, te envían dos y a veces tres, más un juego de añadidos para acompañar no se sabe bien qué.
Era un ser provinciano, tonto y renco (que otra vez me fui), cerril de sonrisa, casi de mandril –confieso que esto es una boutade que me he permitido, un desliz, un chiste fácil, rimante, el primer síntoma en mí de que la epidemia es pandemia-. Rodeaba la sonrisa a unos dientes tendente al gris, que guardaba celosa de los enseñar por miedo al qué decir o al qué dirán. Alguna hebra allí, alguna acá y alguna acullá, alguna que otra vez, cuando me dirigió palabra para interesarse por mi avatar, me dejó ver (inquiría por mi enfermedad, no la de la pandemia sino una privada, un mal asunto personal). Me contaba en esas charlas -más monólogos que charlas, he de decir, hubiera hebra o no, eso al margen-, que ella trataba -zapatillas en forma de abarca al margen también-, con un echacartas, comealmas, cuentacuentos (esto es de mi magín, que no sé si es tal, aunque en los tiempos que andamos más bien creo que sí), que le había dado una serie de indicaciones para curar y hacer desaparecer un mal hábito, ese desdén caprichoso, ese descuido al andar, esa, llamésmole por su nombre, renquera pertinaz.

12/2/14

Poesía. Cohen



Este es un regalo que me hizo, hace tiempo, hablando de guitarras, de Poesía, de canciones, de Lorca, quien más quiero en esta vida, y que, aun tardando, ahora lo traigo aquí.
Si ya me parecía enorme por su poesía, por su música, después de esto ya no sé qué decir. Larga vida a Leonard Cohen.





8/2/14

Cuentos de la edad tardía. Elizabeth(I)


Piccadilly Circus. L. S. Lowry
 
Era un ser provinciano, casi de pueblo, si es que este término estuviese en uso real hoy en día, pero los tiempos han cambiado tanto… Y tampoco hay tontos en los pueblos. Ahora la idiotez, el rasgo de deficiencia intelectual acentuada, se oculta en edificios, se aleja de lo social haciéndolo social, como la muerte, apartada de la vista, de la casa, ocultada en tanatorios de hórrida visión, asépticos, lavados con lejía y limón –solo les falta un ambientador de pino colgando del ataúd a la altura de la nariz de los finados-. Ahora la idiotez no existe. Ahora el signo de los tiempos es la estupidez. Estupidez, divino tesoro. La globalización, la pseudo educación generalizada, la televisión, las redes sociales, los cruceros, los viajes low cost. Venecia llena de domingueros rosados, con bermudas anchas mostrando piernas con rodales sin pelo, con manos de las que penden bolsas blancas, repletas de máscaras con plumas verdes, azules y doradas; algunos con gorra, otras con sombrero, y una sonrisa extraña en sus caras que no se sabe si es por la quemazón, por la compra, por la promesa de una porción de pizza recalentada o, lo más probable, por la estupidez del yo estuve aquí, yo lo vi y esta máscara lo demuestra. Horrísono movimiento pendular del mundo que se empeña en que Venecia se hunda, en que deje de existir de una u otra manera. Roma infectada de cámaras de fotografiar, de móviles, de miradas de unas horas, de recuerdos de latón. La eterna Roma, desafiada por las colas para entrar y salir de un Coliseo custodiado por estrambóticos legionarios que se hacen fotografías con los mismos paseantes con bermudas que de Venecia han llegado, o parecidos, y que esperan, estos decuriones modernos, con cigarrillos en los labios y vasos de plástico con cerveza en la mano.
Es el fin de los tiempos, el fin del Imperio Romano. Las huestes germánicas y otras hordas variadas han llegado, y lo han hecho para quedarse. Hasta los gatos se están marchando, ocupando su nicho ecológico las palomas, las ratas y los cuervos, y los pseudohumanos.
Era un ser provinciano –que divago-, casi de pueblo, tonto, tonto del ano, como el célebre Paco, Paquillo, Pacoano, de mi pueblo. Que sí era de pueblo, que sí era tonto, que sí era el tonto del pueblo, con todo su empaque, con todo su encanto. Verdad de las antes, de las auténticas. Era, decía, un ser provinciano.

22/12/13

P.N.

Una perla da vueltas sobre sí misma, en un tapete verde. El metal que la atraviesa, una pequeña barra apenas visible, parece desaparecer cuando gira, impulsada por dedos sucios que de vez en vez abandonan la escritura para acariciar la vellosidad de la nariz, o moverla.
Es innecesario decir que todo lo anterior carecería de sentido si pensamos en ambos hechos al tiempo. Aunque realmente, ¿qué ocurre? Todo hecho aislado es un universo total. ¿Si unimos dos hechos se produce una concatenación, una colisión, una suma de procesos o simplemente son dos hechos acaeciendo uno al lado del otro?
La perla gira, impulsada por mis dedos. Mis dedos acarician el vello nasal. Un hecho es posterior al otro. Físicamente ha de ser así, pero, ¿y si se producen al tiempo? ¿Sería posible?
Mi universo, a veces, debería pararse totalmente, como un reloj que dejase de mover sus manecillas en un instante, ausente al tiempo más allá del suyo propio.
Tengo que dejar de beber.