Piccadilly Circus. L. S. Lowry
Era un ser
provinciano, casi de pueblo, si es que este término estuviese en uso real hoy
en día, pero los tiempos han cambiado tanto… Y tampoco hay tontos en los
pueblos. Ahora la idiotez, el rasgo de deficiencia intelectual acentuada, se
oculta en edificios, se aleja de lo social haciéndolo social, como la muerte,
apartada de la vista, de la casa, ocultada en tanatorios de hórrida visión, asépticos,
lavados con lejía y limón –solo les falta un ambientador de pino colgando del ataúd
a la altura de la nariz de los finados-. Ahora la idiotez no existe. Ahora el
signo de los tiempos es la estupidez. Estupidez, divino tesoro. La globalización,
la pseudo educación generalizada, la televisión, las redes sociales, los
cruceros, los viajes low cost.
Venecia llena de domingueros rosados, con bermudas anchas mostrando piernas con
rodales sin pelo, con manos de las que penden bolsas blancas, repletas de
máscaras con plumas verdes, azules y doradas; algunos con gorra, otras con
sombrero, y una sonrisa extraña en sus caras que no se sabe si es por la
quemazón, por la compra, por la promesa de una porción de pizza recalentada o,
lo más probable, por la estupidez del yo estuve aquí, yo lo vi y esta máscara
lo demuestra. Horrísono movimiento pendular del mundo que se empeña en que
Venecia se hunda, en que deje de existir de una u otra manera. Roma infectada
de cámaras de fotografiar, de móviles, de miradas de unas horas, de recuerdos
de latón. La eterna Roma, desafiada por las colas para entrar y salir de un
Coliseo custodiado por estrambóticos legionarios que se hacen fotografías con
los mismos paseantes con bermudas que de Venecia han llegado, o parecidos, y
que esperan, estos decuriones modernos, con cigarrillos en los labios y vasos
de plástico con cerveza en la mano.
Es el fin de los
tiempos, el fin del Imperio Romano. Las huestes germánicas y otras hordas
variadas han llegado, y lo han hecho para quedarse. Hasta los gatos se están
marchando, ocupando su nicho ecológico las palomas, las ratas y los cuervos, y
los pseudohumanos.
Era un ser
provinciano –que divago-, casi de pueblo, tonto, tonto del ano, como el célebre
Paco, Paquillo, Pacoano, de mi pueblo. Que sí era de pueblo, que sí era tonto,
que sí era el tonto del pueblo, con todo su empaque, con todo su encanto.
Verdad de las antes, de las auténticas. Era, decía, un ser provinciano.