En el siglo XVII pasaban estas cosas en el gobierno de Francia, y como es lógico en cualquier otro gobierno. Cuatrocientos años después todo sigue igual, nada cambia. Siguen haciendo lo mismo y seguimos comportándonos igual. Doscientos años de lucha obrera no han servido de nada; todos los esfuerzos de esos luchadores, todas sus vidas dadas y entregadas, todas las ilusiones, todas sus conquistas nos las quitan una a una y callamos como borregos. Somos lo que decía Mazarino a su misnistro de Hacienda. Así nos va y así nos irá. Quizá sea eso lo que nos merezcamos, por borregos, si seguimos callando y aguantando.
Para los que piensan que debemos "jodernos", que no debemos quejarnos, que debemos aguantarnos, y para los que piensan que debemos hacer lo contrario y debemos decir y hacer algo, entre los que me encuentro, ahí va esto:
Colbert: Para conseguir dinero, hay un momento en que engañar al contribuyente ya no es posible. Me gustaría, Señor Superintendente, que me explicara cómo es posible continuar gastando cuando ya se está endeudado hasta el cuello... Mazarino: Si se es un simple mortal, claro está, cuando se está cubierto de deudas, se va a parar a la prisión. ¡Pero el Estado...! ¡Cuando se habla del Estado, eso ya es distinto! No se puede mandar al Estado a prisión. Por lo tanto, el Estado puede continuar endeudándose. ¡Todos los Estados lo hacen! Colbert: ¿Ah sí? ¿Usted piensa eso? Con todo, precisamos dinero, ¿y cómo hemos de obtenerlo si ya creamos todos los impuestos imaginables? Mazarino: Creamos otros. Colbert: Pero ya no podemos lanzar más impuestos sobre los pobres. Mazarino: Es cierto, eso ya no es posible. Colbert: Entonces, ¿sobre los ricos' Mazarino: Sobre los ricos tampoco. Ellos no gastarían más y un rico que no gasta, no deja vivir a centenares de pobres. Un rico que gasta, sí. Colbert: Entonces, ¿cómo hemos de hacer? Mazarino: Colbert, ¡tú piensas como un queso de Gruyere o como un orinal enfermo! Hay una cantidad enorme de gente entre los ricos y los pobres. Son todos aquellos que trabajan soñando en llegar algún día con enriquecerse y temiendo a los pobres. Es a esos a los que debemos gravar con más impuestos..., cada vez más..., ¡siempre más! A esos, ¡cuánto más les quitemos, más trabajarán para compensar lo que les quitemos! ¡Son una reserva inagotable!
Toda una lección para inútiles, para estúpidos. Toda una lección de la Historia, esa ciencia que no sirve para nada, que no enseña nada.
¿Y os llamáis a vosotros mismos seguidores del Cristo? Vosotros, seres pagados de sí, ocupados en comer bien y en beber mejor.
Dediqué buena parte del tiempo que ha durado el viaje desde mi querida Galaecia a ver a los hijos de Dios y hablar con ellos. Y sentí su sed de amor, su hambre de llegar a Dios. Pero también sentí el dolor que le inflingís y sentí el peso de los diezmos con los que los esquilmáis para llenar de monedas vuestros arcones y vivir ociosamente en la molicie. También sentí el miedo que les producen los sermones con que les obsequiáis para evitar el pensamiento, la duda y la verdad.
Y aun así, y a pesar de todo, sentí la esperanza en sus ojos, el ansia de Dios.
Yo os recuerdo las palabras del Cristo. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: "Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas!" Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!”
Cuán lejano queda vuestro lecho del jergón, cuando lo tienen, que ocupan los campesinos obligados a trabajar de sol a sol por un mísero sustento que a veces no les llega ni para la supervivencia de sus hijos y que vosotros, pastores del rebaño de Dios, justificáis falseando la Palabra de Aquel a quien decís servir.
Cuán lejana queda vuestra morada, llena de servidumbre, con ricos muebles y ricas telas bordadas, de las humildes cabañas donde se hacinan aquellos a quien obligáis a procrear como conejos para ayudar en el sustento.
Yo os pregunto a vosotros, doctos de la Ley, pastores de la grey cristiana, seguidores de los apóstoles, interpretes de la Palabra, ¿por qué dedicáis vuestro tiempo a discursos estériles sobre banalidades, cuando esa grey que decís guiar por mandato de Dios se muere de hambre y de sed, cuando viven de la forma más infame, comidos por las pulgas, los chinches y los piojos, llenos de pústulas y enfermedades, muriendo en los caminos como perros, que ni entierro tienen, cuando no esperan nada en su interior porque está vacío desde su nacimiento y desde éste condenados a una muerte en vida, en un envilecimiento del alma que Dios les dio, y que vosotros, intérpretes de la ley, la pervertís por miedo a que sepan la verdad y os echen del solar que ocupáis?
Cuando llegué a Tréveris, no para oírme sino para ser juzgado y sentenciado, lo sé, entré en una iglesia para agradecer a Dios el haberme permitido llegar aquí sano y salvo, y sólo encuentro pastores orondos y perdidas ovejas famélicas.
Necios. Cuán necios sois. Vivís sumidos en la ceguera más abisal, ahogados en la más profunda necedad. No veis sino por los ojos de los sentidos, que ni tan siquiera sabéis usar, perdidos por la gula, la avaricia, la envidia y la lujuria. No oís sino por los oídos de la adulación, abandonados a la molicie de las palabras vanas. No sentís sino por el tacto de la carne, hundidos en el cenagal putrefacto de lo perecedero.
Y me acusáis a mí de herejía. Vosotros, la encarnación perfecta del mal sobre la tierra. Vosotros, que lleváis el sello del maligno impreso en el rostro, impuesto a fuego. Vuestra sonrisa de autosuficiencia y de autocomplacencia no es sino un signo de lo que digo. Vosotros, que me habéis traído con falsedad para un juicio ya decidido, no sois sino el perro rastrero que obedece el eructo abominable de vuestro amo. Vosotros, la hez de la tierra, que os complacéis en la blandura más absoluta, limitando vuestro entendimiento a los mandatos del poder político, me acusáis a mí de seguir filosofías desviadas de la verdad. Vosotros, que os plegáis a la más leve brisa para evitar el movimiento, me acusáis a mí de seguir los vientos de la herejía. Vosotros, que vivís en el pecado de la carne, regodeándoos en él cual cerdos hozando en la inmundicia, sin importaros el vivir en la fornicación del alma.
Yo os digo que no hay más verdad que la verdad y que la verdad es una e indivisible. Que la verdad duele. Que la verdad mata. Pero también os digo que la verdad libera. Que no hay más cárcel que vivir en la oscuridad. Que no hay nada más opresivo que la mentira. Y vosotros sabéis, tan bien como yo, cuál es el camino. Vosotros sabéis, tan bien como yo, cuál es la verdad.
Y aquí me tenéis porque no tengo miedo. Aquí estoy, solo, sin más armas que mi palabra, con el alma limpia de malicia, con la verdad en la mano. Y aunque sé cuál es mi final y aunque he sido advertido de lo que me aguarda, he venido desnudo de prejuicios para hurgar en lo más profundo de vuestro interior y liberar vuestra alma amortajada por tantas y tantas miserias.
Y apelo al emperador Máximo, aunque sé, porque ya nada espero, porque poco o nada puedo esperar de alguien aturdido por tanta palabra vana, por esa verborrea fluida con la que habéis llenado sus oídos y vaciado su mente y su alma, que no servirá de nada.
Y yo me pregunto y os pregunto: ¿Por qué tratáis de constreñir, de encerrar y de ocultar aquello que no tiene límite, medida ni conclusión?
Todo ha sido. Es tiempo de morir. Acabad ya. Estoy preparado.
(Algo que escribí hace algún tiempo en otro sitio, allá por el Carnaval, y que rescato para éste).
Señores, y señoras -no se me vaya a enfadar alguien; ¿O debería empezar con un señoras..., por aquello de...?-. La Literatura ha entrado en la política española. Y por la puerta grande, por la Puerta de Alcalá. Madrid, capital del reino, da salida al Carnaval (que mola más, como dice Sabina) y entierra la Cuaresma (que mola menos). Y lo hace de la mano de su alcalde, al que no imaginaba en el papel de Quevedo en su agria disputa con Góngora allá por los años del Siglode Oro Español. El señor alcalde se lanza al ruedo de la chanza y nos deleita con un discurso cargado de guiños y denuestos hacia su enemiga, la señora Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, con una fina ironía que alegra el corazón de los oyentes y lectores. Celebro esta intrusión de la gracia y el salero en una política tan obsoleta y aburrida como es la de la España actual, país que se va, como tantos otros, por la cloaca de lo tonto. Y, en su discurso del entierro de la sardina, el señor alcalde se marca unos pasos de Literatura, más propios de un Quevedo venido a menos que de un político al uso. Desde aquí mi bienvenida, señor alcalde. Que cunda el ejemplo. Hoy me ha divertido leer el periódico.
Reproduzco el discurso íntegro del Señor Gallardón:
"No somos nadie, y bien que nos lo recuerda la difunta sardina. ¿Qué fue de las alegrías pasadas? ¿Qué se hizo de las chirigotas y las chanzas? ¿Dónde quedan los proyectos y los sueños, cuya zozobra ni siquiera la solemnidad de este Patio de Cristales puede disimular? Se fueron en un soplo, como ceniza de miércoles. Algunos dirán, tratando de consolarnos en este trance, que al menos la sardina ha vivido. Magro consuelo. Porque, como dijo el célebre replicante de esa obra sobre el carnaval del futuro que es Blade Runner, al final de tantas fatigas, "¿quién vive?" Ella, desde luego, no. Toda una existencia de discreción y estrechez para terminar ahora como la veis, apenas acompañada de unos pocos fieles, vosotros, alegres cofrades del Entierro de la Sardina, y yo, humilde servidor de esta Casa (Consistorial). Y que siempre tengamos que reunirnos con motivo tan triste... Aunque seamos justos. Puede que la sardina no haya visto arder naves más allá de la puerta de Orión, pero tal vez haya conocido algunas experiencias extraordinarias como las que hemos vivido los demás, que para eso Madrid se transmuta en escenario de ficción cuando quiere. Los antropólogos no se ponen de acuerdo sobre el significado de la sardina, no saben si milita en el bando de Don Carnal, en el de Doña Cuaresma, o en ninguno, pero yo me resisto a creer que nunca se haya tomado ninguna licencia. ¿Quién nos asegura que tras una máscara de gesto adusto, en algún baile de disfraces, en un pasacalles junto a gigantes y comparsas, murgas y desvaríos, no se escondía este pescado sencillo? Y aún así, ¡ha sido todo tan rápido, tan quebradizo y volátil, como es siempre la alegría del pobre...! No ha transcurrido ni una semana desde que yo mismo le cediera las llaves de la ciudad a Su MajestadCarlos IV en la Plaza de la Villa, y ya Don Carnal, después de arrebatárselas con malas artes, ha perdido la batalla contra Doña Cuaresma. Fugacidad de la política... A mí, la verdad, no me parecía un mal gobierno, aunque sólo fuera porque por unos días me ha dado un respiro, pero, como tantos, el suyo ha caído, deprisa y ante la conmoción general... de los que aquí lloramos a la sardina. ¡Cuántas vueltas da la vida, y qué imprevisibles son, en medio de la mudanza, los sentimientos, capaces de regalarnos un destello de ilusión en un momento difícil, o de refrenar el optimismo con un punto de inquietud! ¿Acaso sabían Carlos IV y los madrileños de hace doscientos años lo que se les avecinaba después de aquel último carnaval en paz? Ni la sardina lo imaginaba. Porque nunca hay que aventurar que la dicha de hoy dure hasta mañana. Ya lo dice Gaspar de Lucas Hidalgo: "Martes era, que no lunes, / martes de Carnestolendas, / víspera de Ceniza, / primer día de Cuaresma. / Ved qué martes y qué miércoles, / qué víspera y qué fiesta; / el martes lleno de risa, / el miércoles de tristeza." Pero lo importante, en fin, es que Madrid supo seguir adelante y sobreponerse al dolor de la guerra, como nos sobreponemos todos a nuestras congojas, y que estos días, al mirar hacia atrás sin ira, no nos hemos tomado en serio ni siquiera el famoso bicentenario. Una cosa, eso sí, hay que agradecer a Don Carnal, Doña Cuaresma, la Tarasca y los matachines: que nos han ayudado a demostrar, otra vez, que Madrid es la mejor cuando de combinar tradición y modernidad se trata, mezclando acentos y renovando la fiesta. Y eso que ésta ha sido una ceremonia de antiguo perseguida, y que Alcalde hubo, según cuenta Pedro Montoliú, que tuvo que dimitir por haber puesto trabas a esta ceremonia fúnebre. Prejuicio escandaloso que llegó al mismísimo Congreso allá por 1851, y que habría de costarle el bastón de mando al marqués de Santa Cruz. Así que no seré yo, queridos cofrades, quien os ponga peros. Vais a enterrar a la sardina, por lo demás, a la vera de nuestro Manzanares, aunque no sé si es para vosotros consuelo que repose en la más magnificente zona del nuevo Madrid, un río renacido que será nuestra imagen ante el mundo y que nunca sospechará ? ay, ingratitud de la vida? qué clase de sentido panteón esconde. Pero el carnaval es catarsis. Y ahora, hecha la limpieza, ventiladas las estancias del alma, satisfechas las expansiones emocionales, toca entrar en un tiempo de entereza y contemplación. Sí, amigos: ha triunfado Doña Cuaresma, la del gesto agrio y estricta conducta, y no queda más remedio que plegarse al triste designio que a los alegres y buenhumorados nos depara. Pero no os deis a la melancolía: sabemos que su victoria es pasajera, porque, en el peor de los casos, representa sólo la mitad de la vida, y dentro de un año estaremos celebrando de nuevo, junto a la rediviva sardina, nuevos días de fantasía y esplendor. Madrid volverá a reír, porque ésta es ciudad fértil y risueña, que a diario se sacude la ceniza con su propio nervio y su quehacer incesante. Así pues, y como que hay otra vida, enterremos ya a la sardina, y con ella todas nuestras zozobras y quebrantos, que no hay mal que por bien no venga. Requiescat in pacem".