Vamos, le apremió su padre. Abrió la caja con una lentitud extrema, y un olor especial, jamás olido, invadió su nariz. Un olor que jamás olvidaría. El sonido se hizo más intenso, pero apenas algo más. Miró por la rendija de aquel mundo que había abierto, pero la luz que pasaba era tan escasa, tan tenue, que apenas dejaba ver lo que guardaba su interior. Ligeros movimientos de formas indefinidas, y un murmullo constante, como si mil bocas diminutas estuviesen murmurando una oración. El sonido de un mundo en miniatura, de un mundo ajeno al suyo, ausente; las preces silenciosas a un dios disminuido; en éste, y ausente, a la vez, de éste.
La levantó del todo, vio, y la luz se hizo. Movimientos incesantes y un ligero aumento del sonido, más nítido, más intenso, más cierto y real, más música que sonido. Un mundo verde y blanco, como un campo de lirios. Pureza. Nunca había visto tanta belleza en un espacio tan pequeño, en un mundo tan aparentemente intrascendente. En ese momento supo lo que debió sentir Dios cuando separó la luz de las tinieblas e iluminó el mundo. Hágase la luz, dijo en voz baja -para que su padre no lograse entenderle-; y la luz se hizo, continuó sin dejar de mirar aquel cuadro de extrema belleza, limitada a una pequeña caja de zapatos Gorila, blanca y gris. Tan sutil, tan perfecto. Pureza.
Tenía un breve recuerdo en blanco, como aleteos, como si pequeños papeles, cortados con cuidado, cayesen revoloteando en una pesada atmósfera, entre motas de polvo en suspensión, movidas a impulsos de aire, que las elevan levemente para volver a dejarlas caer hasta posarse, casi con timidez, en el suelo. Pequeños papeles blancos posados en el suelo. Plumas blancas de extraños pájaros, pequeños como mariposas.
El mundo es frío y oscuro, desapacible, fuera. Es como si toda la tierra hubiese sido cubierta por millones de kilómetros de hilo de araña y sus habitantes se hubiesen convertido en seres abúlicos, esperando a ser devorados por los señores del gris, arañas que tejen eternamente las mentes. Ya sólo quedaba el interior. La muerte es un don en este mundo gris, donde hasta el simple hecho de andar se convertía en un mero trámite, en un estar esperando en el pasillo que conduce al Averno, si es que el Averno no lo había ocupado ya. La muerte es un don, y sin embargo nadie hacía uso de ello en beneficio propio. Ahí radicaba la extrañeza del hecho.