29/6/09

La despedida

Ahora sí, ya es llegado el momento de la despedida. No sé si para siempre o para un tiempo, y en este caso no sé por cuánto. Por ello no me voy con un hasta siempre sino con un hasta luego. Las despedidas son tristes en exceso, y en este caso más, pues aquí he dejado mucho de lo que siento y me he encontrado con personas de verdad, de dentro.

Tengo un reloj roto que no puedo arreglar, un corazón abierto, un alma excesivamente sensible, una imaginación prodigiosa, una mirada que sabe mirar y un ansia de vivir extrema. Me falta, ¿qué me falta? Lo que no tengo. Lo que toda la vida he buscado.

Necesito encontrar lo encontrado, y quiero mirar la música, oír los colores, saborear los olores, sentir, sentir sintiendo, sabiendo que sé hacerlo y que lo quiero. Quiero estar donde quiero estar, donde necesito estar, donde soy de verdad y con quien soy feliz y lo siento.

Quiero beber un chianti en las suaves colinas de la Toscana, un té con menta en Djema el Fna, un sake a la sombra del monte Fuji, una Bud en la inmensidad ocre de Glen Canyon. Quiero coger la ola en el Mar de Tasmania, ascender los Andes, vadear los ríos, sentarme en Karlovy Vary, pasear Venecia y Roma, mirar Lisboa, vivir Nueva York y Calcuta, adentrarme en Saskatchewan, cruzar el Perito Moreno, adentrarme en Chiapas, descansar en México D.F., navegar mil mares, subir otras tantas montañas. Quiero mirarlo todo. Quiero mirar y ser mirado. Quiero mirar la vida y sus personas, hablar y estar con ellas, conocerlas y aprenderlas. Quiero beberme la vida. Quiero vivir, sabiendo hacerlo.

Ahora, en breve, me marcho a Perú, para conocer la cultura, el paisaje, las personas, y a subir los Andes, a ver que es eso de ascender un seis mil, a probar el Huascarán. Cualquiera que quiera sabe donde encontrarme, aquí o en cualquier parte.

Dejo algunas de las palabras que más me gustan: amor, vida, sueños, miradas, ternura, sensibilidad, delicadeza, alegría, esperanza, sonrisa, extrañar, perdón, entregar, caminar, recibir, comunión, belleza, armonía…

Y ya, para terminar, lo hago como comencé, con unas palabras de algo mío, de Champán Cristal, del cuento que da título a esta bitácora, a esta la ventana de mi alma al exterior:

“Quizá, cuando pase el tiempo, recordaré esos momentos con tal añoranza y desconcierto que pensaré haber sido feliz. Y, por Dios, que tal vez lo fui. Intensa e inmensamente feliz. Pero fue tan sólo eso, un momento. Y ahora es el momento para guardar tu distancia, el momento para alejar tu mirada, el momento para inclinar la cabeza, el momento para decir el nombre que apenas puedo, ni tan siquiera, deletrear. Recuerdo las palabras traducidas del italiano, como una premonición no vista: Dices que el río encuentra el camino al mar, que como el río vendrás a mí; más allá de las fronteras y las tierras áridas el amor llegará. Pero ya no puedo rezar más, y ya no sé confiar más en el amor, y ya no sé esperar más a aquel amor. Aunque siempre me gustaron más en italiano. Tal vez por ella:

Dichi che il fiume trova la via al mare

Che come il fiume giungerai a me

Oltre i confini e le terre assetate

L´amore giungerá

E non so più pregare

E nell´amore non so più aspettare

¿De qué sirve todo? ¿Tengo que preguntarme las razones de mis obsesiones? ¿Tengo que bucear en mis recuerdos para ello, para poder curar mis miedos y mis frustraciones? ¿Y qué importancia tiene ya buscar culpables o soluciones? Si la vida es lo que es y ha sido, y tan sólo eso. (…) Cuando cierro los ojos para buscar sólo encuentro la nada. Y las pocas cosas que quiero no están. Quizá porque nunca han estado y son, tan sólo, recuerdos. O quizá porque no he admitido que son tan sólo recuerdos. Recuerdos anquilosados en un pasado perdido del que no me quiero desprender y del que no quiero salir, pero al que no quiero volver, aun sabiendo que no puedo, que lo que hay es lo que hay y que no hay nada más. De las visiones que busco sólo obtengo lágrimas que mojan mi cara hasta llegar a la almohada, donde forman un círculo de humedad salina. Tan distintas en su olor, en su color y, sin embargo, tan similares a las gotas de lluvia. Siempre busco en ese espacio que hay entre la razón y la demencia, donde se encuentran los recuerdos que más daño me han hecho, pero que tanto quiero, y donde siempre está ella, la última, la especial, Ella. Aquellos que he ocultado para evitar el daño del amado y la amargura de saber que ya jamás, por las consecuencias que los hicieron posible. Para evitar el dolor de la pérdida de lo vivido, y sobre todo cuando lo vivido ha sido la fuente de todo placer, un placer no repetido. Ahí, en el espacio de la memoria, del subconsciente o del inconsciente, donde se almacena lo inservible, lo repudiado, lo despreciado, todo aquello que quiero ocultarme de mí mismo, lo que quiero velar, a mí y a los demás, pero sobre todo a mí mismo, ahí es donde se encuentran amontonados, superpuestos, ordenados y desordenados, sin esquema aparente y con él. Las manos de la muerte son eternas, y ya siento que me agarran por el manto. Por eso vuelvo al tequila, en las sombras de esta muerte, y tan sólo desgrano en mi recuerdo el Champán Cristal, como un sedante.”

Hasta luego. Mil gracias a todos. Ha sido un inmenso placer.

28/6/09

Invierno en Madrid

El sol iluminaba el frío día de enero de una manera agradable. Sonreía pensando en el encuentro mientras subía por la Gran Vía. La vio arrastrando la maleta de ruedas. Sonrió. Ella también. Le gustaba su sonrisa. Era una de esas sonrisas que hace que todo se ilumine al hacerlo, como si el mundo se te mostrase en una explosión de burbujas doradas. Hablaron mientras se dirigían al coche para ir al hotel y dejar las maletas. Le habló de lo que había hecho en Madrid esos dos días, del grupo, de lo que había visto en la feria. Rieron. Siempre hablaban y reían. Era una constante entre ellos. Conversaciones sin fin, sonrisas, silencios de miradas, caricias…

Volvieron a Madrid y se fueron a tomar unas cañas. Por la tarde al Prado, para ver a Velázquez y El Bosco. La exquisitez de la pintura con la delicadeza que le provocaba su presencia a su lado. Le gustaba mirarla mientras ella miraba, fijamente, lo que le enseñaba. A veces la dejaba sola para verla moverse. Le hechizaba como andaba, como movía el cuerpo convirtiendo el espacio en un escenario de esencias delicadas. Era para él la quintaesencia de todo lo que amaba. Pasearon, después, haciendo tiempo para el concierto. Quería que sintiera lo que sintió él por primera vez cuando escuchó uno en el Auditorio Nacional. El éxtasis de la música reverberando por cada uno de los poros de su piel hasta llegar a su alma. La miraba de vez en cuando para verla, para sentirla sintiendo todo aquello. Miraba su perfil y se transportaba al verla allí, a su lado, creyendo la vida que emanaba de la belleza de las notas, como se introducía en el cuerpo recorriendo las terminaciones nerviosas hasta llegar al cerebro, al centro del placer. No podía sino quererla como a nada, como nunca a nadie, como jamás podría hacerlo.

Cenaron en un restaurante italiano, al lado. Decoración en verde. El restaurante abarrotado. Reían hablando, mirando. El lenguaje de los gestos, de las palabras, todo era allí expresado. La similitud de dos personas. El acto. Los sentimientos. La verdad representada como en un sublime teatro, el de la vida.

Después se fueron a tomar unas copas. Calle Huertas. Mojitos. El pub oscuro. Música en español. Unos homosexuales le miraban a él. El culo les resultaba atractivo y él les provocaba. Ella con su sonrisa eterna. Placidez. Risa.

Volvieron al hotel, que se encontraba en un pueblo de la periferia tarde. Vueltas y revueltas por los cinturones de Madrid para llegar. Al final dieron con el camino adecuado, tras repetirlo varias veces. Se acostaron. Los cuerpos desnudos. Caricias. El tiempo eterno, el espacio inexistente, el placer elevado. Delectación. La miraba mientras la acariciaba. Se hundía en sus ojos mientras se movía. Entraba en ella buscando su alma, vaciándose dentro para ser uno en ella, para serlo todo, para no ser siendo. Uno en dos. La verdad absoluta, lo indisoluble. Y sin embargo… Había algo que le lapidaba. Y no pudo. Aquello le rompía el alma. Repetido. Y aquella noche no pudo más. Era como si todas las estrellas se le apagasen dentro por el dolor de no tenerla entera. Lo dejó. Se levantó y se sentó en una silla, desnudo, mirando la noche a través de la ventana, buscando en la oscuridad las razones, sintiendo que no podía más, que se le moría algo interiormente, llorando por dentro la amargura de otro momento sumado a los de antes, vertiendo la última lágrima que colmaba aquel cáliz que era su espíritu. Ella se levantó y le abrazó por detrás. ¿Qué te pasa?, le preguntó. No puedo más, le contestó. Te juro que no puedo. Así no puedo. El dolor se le hacía más agudo por dentro y un nudo en la garganta casi le impedía respirar. Las lágrimas a punto de salir, el cuerpo de sucumbir, el alma de morir. Ella le acariciaba el cuerpo y el pelo, por detrás, con dulzura. Trataba de calmarle, de consolarle, de comprenderle. No puedo más, de verdad, me muero por dentro. No puedo seguir así. Palabras y silencios. Dos cuerpos y sentimientos. Me siento usado, le dijo. Aquellas palabras le llegaron, a ella, dentro, muy dentro. Hubo un nuevo silencio. Luego ella se apartó y se fue a la cama. Se tumbó boca arriba. Le pareció que lloraba. Se acercó hacia ella y se sentó, en el lecho, a su lado. La miró a los ojos. Esos ojos que le mataban. Esos ojos donde le gustaba mirar para perderse en ellos, dentro de ella, para encontrarse; el lugar donde se hallaba más feliz, dentro de ella, en el piélago inmenso de sus sentimientos. Y la vio como se le quebraban, como se le vidriaban, como las lagrimas le brotaban y escurrían por sus mejillas mientras le miraba. Le acarició el pelo y la cara. Le besó las lágrimas. Se las bebió como si bebiese la vida, de ella, dándole la ternura, toda la devoción que en él había y que por ella sentía. No llores por favor, no llores, le dijo mientras la acariciaba delicadamente, con dulzura extrema. Supo, entonces, que le daba igual todo, que estaría y sería como ella quisiera, siempre. No podía vivir de otra forma. Era ella. Siempre lo había sabido. Desde que se dio cuenta, aquella vez, hacia casi un año, cuando al mirarla supo, y una canción, de repente, le vino, sin saber por qué. No podía vivir sin ella. Sería, siempre, como ella quisiese. La besó en los labios, suavemente. Se puso encima de ella. No pasa nada, le decía. No llores más, por favor, no llores. No podía verla así. Nunca había podido ver la tristeza en sus ojos. Le derrotaba. Le podía. Siempre había querido sacarla de esa melancolía, darle la vida y hacer que en ella fuera, que pudiera estar y ser sin sentir, sin padecer sus miserias. Le acariciaba a cara y le besaba el cuello. Se amaron nuevamente. Se besaron en los labios, en la boca. Saliva, piel, sexo. Sexo profundo, antiguo, excelso, perfecto. El sexo de los dioses. Con la levedad de una pluma que flotase en el viento, con la profundidad de los arcanos, de las simas más insondables de la tierra. La pasión sublime y sublimada, creada por ellos, entre ellos y para ellos. Todo fue de nuevo. Roma otra vez. El encuentro de lo ocultado, de lo negado, de la verdad indisoluble, del tiempo y del espacio. Todo fue nuevo y viejo al tiempo. Todo fue profundo. El proceso alquímico en el atanor sagrado. La comunión del alma y del cuerpo. La creación. La vida y la muerte. El principio y el fin. El sacrificio más sublime y excelso en el altar que los dioses les legaron. Todo. La unión perfecta. Cuando terminaron se quedaron así, uno encima del otro, mirándose, bebiéndose, sabiéndose, amándose como nunca, como nadie. Los dos supieron de nuevo. La verdad suprema. El pasado, el presente y el futuro. Siempre sería así. Hasta que se quedaron, en esa paz, dormidos y abrazados.

Por la mañana fueron al Rastro, a pasearlo, a mirarlo. El cielo gris, denso, como el frío, intenso. La sonrisa, de nuevo, en los labios y en la mirada. Las caras de la gente, los tipos, la variedad. Puestos y puestos con miles de productos, viejos y nuevos, como las personas. Todas y cada una de las tipologías, de las edades, de las condiciones. El mundo en pequeño, reducido a aquel laberinto de calles por las que se movían cogidos de la mano, sintiendo el tacto del color y del calor de sus cuerpos entre la muchedumbre, mostrando la pasión que exhalaban, que vivían y sentían, que mostraban, entre ese mar de colores y gente apagada. Buscaron un restaurante que él conocía, pequeño, antiguo, con la decoración de principios del siglo XX. En un puesto ella comenzó a reírse. ¿De qué te ríes?, le preguntó. Es que te imagino con esas… Le inundaba el alma verla tan contenta. Nada le producía más bienestar que verla así, sentirla así, saber que era feliz, que la hacia feliz. Siguieron andando en dirección al restaurante, hablando sobre el tema. Ella metiéndose con él por aquel hecho y él riéndose de la ocurrencia. Se pararon a ver un músico en la calle. Desgranaba las notas en la esquina con un virtuosismo impropio del lugar, o digno de él, fuera de la comercialidad. Cuando se iban un grupo del Hare Krisna se acercó en su dirección. En fila, con sus cánticos pegadizos, sus telas anaranjadas, su sonrisa placentera, sus cabezas rapadas. Una chica, de ellos, al final de la fila, de una belleza extraña, imprecisa, extremadamente atractiva, que se le quedó mirando a él, y él a ella, amplió más, si cabe, su sonrisa, y le dio un tríptico de la comunidad. Se miraron mientras se alejaba. Se volvió, al poco, y le pasó el brazo por la cintura a ella. Le hizo un gesto con los ojos y le sonrió. Cruzaron la calle y entraron en el restaurante. Cocido madrileño. Sin carne para ella. Palabras, miradas, sonrisas en un rincón recoleto, rodeados de silencio, de color, donde todo lo que era se reducía a un hombre y una mujer sentados en una mesa con una buena comida, un buen vino, y la verdad a través de lo que se veía en los ojos del otro. El sentimiento. La vida.

Todo el camino de vuelta fueron momentos de palabras y de silencios. Los dos lugares donde ella y él tan bien sabían estar, donde ella y él querían estar. Él con la mano entre las piernas de ella. Ella con su mano en la de él. Viaje largo. La perfección de determinados momentos hace que el tiempo y el espacio se unan junto a las personas formando un todo, la unicidad. Aquel era uno de esos momentos. Un momento que presentía a los que vendrían, que retomaría el pasado, que lo superaría, y haría el tiempo perpetuo. La esencia de la vida sería la comunión de ambos, de sus almas, como siempre, por siempre, a pesar de las vicisitudes y con ellas o a pesar de ellas. La perfección si existe pensaba él. Aquella era la esencia de la vida. Lo sabía. Ella era la vida. Ella. Tras cruzar océanos de tiempo, tras la travesía del desierto, estaba allí, de nuevo. Todo merecía la pena por aquello, por ello. Sabía que era el lugar donde quería vivir, donde quería morir, en ella. Ella era el verdadero sentido de la vida. A partir de entonces todo fue y siempre, ya, sería.



27/6/09

Ternezza

Ven despacio aquí abajo. Se tú misma. Baja de las estrellas que miro. Engalánate con ellas. Rodéate de guirnaldas y abre tu alma. Tú eres la primera que me hizo sonreír. Si miras puedes ver que estoy aquí. Río mientras bailo. No pido nada. Tu mirada. En cualquier sitio, donde tú quieras, se abrirán las puertas para mirar los colores y oír la música que te invita. Dame la llave.

Algunas cosas de las que puedes hacer me hacen creer que algunas personas son todavía niños, como yo, que sonríen a la vida, que la degustan, que la imitan.

Tu dedo señala lo que debo crear, suavemente. Mirar y aprender. Siento. Aquí. Abre la puerta para que entre la luz.

En cualquier lugar que estés, estoy, ahora, como antes, como siempre. Y yo, contigo. Por eso, ven despacio aquí abajo. Se tú misma. Quiero oír tu música. La música que da la vida.

25/6/09

Lentitudes


Es tiempo de apagar el fuego y detener las tormentas que atraviesan con sonidos inclementes. Tiempos que abrasan los caminos hasta su final. El fuego en el hueco negro. El amor. Rendición. Locura. Ya siento el alma como un agujero negro. El principio sólo es volver hacia atrás, al principio, a las riveras del alma, a las orillas de lo insondable. Necesito nombres. Ahora puedo ver todo, cuando todo vuelve a mí. Me rindo. Sigo los pasos que me llevan. Floto en el agua del río que me lleva. Oigo los sonidos de una guitarra que llora por “soleás”. Es real el camino de la realidad, pero incompleto. El final es el momento de la rendición. Siempre hay sorpresas cuando la mirada te eleva la cara que mira, sólo, al suelo que pisas. La ves y entonces lloras. Placer.

Necesito los sonidos, la música. Yo nací sintiéndote, esperándote. Ven para hacer, solo, lo que tengo que hacer, colorear el corazón de colores brillantes. Sólo quiero sonidos, los tuyos. Lo igual es lo que era, la verdad, cuando te vuelves y me das el regalo de tus ojos que expresan. La soledad es eterna. La búsqueda es agotadora. Ven y dame los sonidos para que se abran mis entrañas a la vida y grite. Escucha el silencio, me dices, y desaparecerá la soledad. Levántate y anda. Hazlo y estaré a tu lado, como las burbujas del champán ascienden, doradas, hacia la luz, hacia la paz. Juntos haremos la danza que acalla, que eleva. El alma será tan pura, tan grácil, tan nívea, que podremos mirar con los ojos limpios desde ella. Ven ahora y dame el aire para que pueda respirar el calor de esos ojos de otro mundo, profundos, eternos, que me hieren y me matan, que me dan la vida, que me hacen despertar, que me hacen ser lo que soy, lo que eres, lo que somos.

Si el arco iris hace que tu vida se convierta en una locura, me gustaría estar ahí, a tu lado, para mirarte, porque cada cosa que tú haces es lo que me da la vida, incluso las locas, o quizás más. No sé por qué, pero es. Cambia mi alma cuando eso sucede. Las montañas están ahí para que el cielo las corone y te muestren que esta noche yo puedo volverme loco si el mundo no entiende que todos los colores que te adornan son el color de tu mirada. Color que los reúne todos, como tu alma, mar donde quiero despertar dormido, para ver la vida. Yo las subiré para verte desde lo alto, arriba, donde todo es. Allí estaré, mirando.

24/6/09

La magia de la noche de San Juan

La noche de San Juan, la noche mágica por antonomasia, del renacimiento; la del tránsito de lo viejo a lo nuevo; la del sincretismo cristiano del solsticio de verano. La noche de San Juan, donde se quema lo viejo para dar entrada a lo nuevo, a la esperanza de una mies fecunda.
De niño, cuando era muy niño, allá en mi pueblo, rodeado de montañas, de pinos y agua, en las frondas, abajo en el valle, había una peña casi redonda, enorme, o entonces me lo parecía más; y me contaban las viejas la leyenda de la princesa mora, que allí estaba encerrada por amor. Era la leyenda de la Peña de la “Encantá”. Una historia triste y hermosa al tiempo. Me contaban, en las frías noches de invierno, a la luz de la lumbre, con los ojos clavados en el sortilegio del fuego, que en la mágica noche de San Juan, todos los años desde hacía siglos, se abría la peña, a las doce, saliendo de ella una princesa mora de increíble beldad, vestida de sedas y coronada de flores, de tez blanca y pelo azabache, como sus ojos enormes, a esperar la llegada de su amado caballero; y que al alba, con los primeros rayos, se volvía a meter de nuevo, a la espera de otra noche, de otro año.
Y yo soñaba a la princesa y esperaba la llegada de esa noche con la ingenuidad de la infancia. Cuando lo hacía, con los calores del verano, cuando todos dormían, me apostaba en el alfeizar de la ventana, arrullado por los olores del espliego y la hierbabuena, del jazmín que trepaba desde el patio, con los colores de las rosas y las gitanillas que de las macetas que había en ella colgaban; y miraba a la peña con mis ojos de niño ilusionado hasta que me quedaba dormido sobre mis brazos, sin haber visto a mi princesa y sin poder haberla salvado. Así año tras año. Océanos de tiempo esperándola. Toda una vida de ilusión nunca cerrada, hasta encontrarla. Nunca he dejado de ser un niño. Nunca he dejado de soñarla.
Es la noche mágica de San Juan. Quemar lo viejo y esperar lo nuevo. Dar las gracias. Renacer de las cenizas como el ave fénix. Extenderé mis alas y volaré hasta el cielo. Miraré desde arriba la vida y veré los problemas como lo que son, puntos pequeños. Los eliminaré de ella. Henchiré mi corazón de gozo por la vida que se me ha dado y la viviré como sé hacerlo. Sonreiré a todo y a todos como el hombre que soy y sabe hacerlo. Me acercaré al fuego y resurgiré de las llamas como un hombre nuevo, aprendido, crecido, sobre la sapiencia de lo viejo, mejor persona, más profundo, más sereno, más alegre, más vivo.
Encenderé una vela en el tránsito de las doce, hasta que la llama se apague en su suave lentitud, como me decían las viejas. Pediré un deseo y se cumplirá. Las viejas son sabias y nunca me mintieron. Si hay Dios y si hay Justicia se cumplirá. Estaré en lo cierto. Por merecimiento. La rueda es sabia. Se cierran círculos y se abren nuevos.
Y la luna, en su inmensa belleza, allá en el cielo, apunta apenas una línea circular, estrecha, que la hace, aun, más bella. Es la magia de la noche de San Juan, donde todo sucede si lo deseas con fuerza y tu alma lo merece. Me tenderé sobre la hierba y la miraré junto a las estrellas. Me dormiré en esa vista. Amaneceré despierto.

El paso por la vida. Inclemencias. Despertares.

El camino para llegar al vacío es excesivamente tortuoso. Los espíritus sublimes necesitan de la belleza para poder andar entre tanto sinsentido vital. Belleza visual y espiritual. La belleza está en el Arte, decía Óscar Wilde. Y en el alma, añadiría yo. ¡Pero es tan difícil encontrar un alma bella!

El tiempo es inclemente cuando la pérdida de lo amado es una fuente de intranquilidad, más si lo amado es necesitado. Todo es superficie, y las razones para aceptar el resto no son sino el mero deseo de suplantación, de superposición, y de eliminación incluso. El problema es que el tiempo, también, saca a relucir la verdad, y la verdad siempre es cruel y real. O no, si la sabes mirar y aceptar. Pero qué difícil es reconocer. Te la puedes negar durante un tiempo, pero al final…

¿De qué sirve tener talento, un don, la fama, el dinero, cualquier cosa, todo, si no tienes lo que de verdad merece la pena tener? Si la aparente razón, el miedo, el dolor, el no creer o confiar en los demás, se imponen a los sentimientos; si dejas pasar la vida creyendo que lo quieres no puede ser verdad, que no es posible porque las personas no ven lo que merece la pena ser y hacer; si las personas que queremos las perdemos. Y perdemos. ¿De qué sirve todo lo demás? Perdemos el alma, la vida, por dejar que lo razonable o lo aparentemente razonable domine al corazón, a lo que sentimos, y que, en el fondo, sabemos que es lo que queremos, lo que nos da la vida. ¿De qué sirve el perdón, la redención, si no hay una última oportunidad? No sé que es peor, que te perdonen y te dejen morir, lentamente, en él, sin poder hacer nada más o seguir en el infierno de la culpa no redimida. Por eso los griegos exiliaban y no mataban, porque duele más el exilio de lo que amas que la muerte.

Me acodo en una esquina de la vida, queriendo decir qué siento, y miro las calles y la gente. La virginidad de mi alma, al parecer, la noto sólo yo mismo. Un paso cierra las puertas al viento, un paso no dado cierra el camino. Un paso no cierra nada, si quieres. No cierra. ¿Cómo? Dando un paso.

Estoy loco. El futuro es para mí si bailas conmigo. Escucha. Acaricia. Mira. Vuela. Los dedos tocan el corazón como las rosas se abren a la mirada. Un paso puede cerrar el paso al viento. No hay viento. Solo camino si lo haces conmigo…

22/6/09

Una bala

Si tuvieses sólo un disparo, una oportunidad para morir o vivir, para dar o quitar la vida, ¿qué harías? Es sólo un momento. Necesitas ser feliz. Realmente es sólo un comentario, pero ¿qué harías si lo tuvieras? El mapa no te muestra el camino. ¿Sobre qué? La realidad es la que es. Un agujero negro es lo que tienes en el cerebro. ¿Qué es lo que hay, ahora, en tu alma? ¿Verdad? La verdad es. Oyes música en este momento y dices: voy. Pero ¿a dónde? Ven. Ven rápido. Es tu oportunidad. Un disparo. ¿De quién? ¿De ti? ¿De mí? No, por favor. Piedad es lo que necesitas. Padre, ¿por qué me has abandonado? La próxima parada. Lo necesito. Lo necesitas. Música en este momento. Dispara. Es tu última oportunidad. La vida se te acaba. Lo sabes. No hay nada. Tuviste un principio. Este es tu final, salvo que sepas qué hacer. Vida o muerte. El final nunca es de película. La vida no es eso. La vida es otra cosa. Es más, mucho más. Dispara ya. Realmente no sabes ni donde estás, ni a donde vas. Tuviste una oportunidad. Desperdiciada. Y ahora… Una bala. Dispara ya. ¿Te darías una última oportunidad? ¿Darías una última oportunidad? Si tuvieses sólo un disparo, una oportunidad para morir o vivir, para dar o quitar la vida, ¿qué harías?

21/6/09

Por "El jardín de las delicias".


Algo de Arte, de uno de mis pintores favoritos, de una de mis obras preferidas. El Jardín de las delicias, de el Bosco. Y para relajar. Nada mejor que el Arte. La belleza está en el Arte, decía Wilde.

Se ha tenido poco en cuenta la capacidad de el Bosco para transmitir diversión. En la tabla central de El Jardín de las delicias no hay una representación del mundo grotesco de la concupiscencia y la condenación. El Jardín de las delicias nos muestra, cuando seguimos la línea de visión del enorme ojo flotante de las puertas, un parque de juegos de Otros. Pero ¿dónde está? Las parejas, los grupos, ¿son amantes? ¿Qué son esos abrazos? Si están desnudos lo que hacen tendrá que ver con la voluptuosidad. ¿Serán milenaristas? Viven en la inocencia pues no se tapan. Hay una pareja, en la que el hombre mira al espectador mientras empuja a la mujer como si de un tango se tratase. ¿Por qué mira al mirón?

En cuanto al sexo, hay cuatro piernas que, sugerentemente, salen de la concha del mejillón, y en el orbe central parece pasar algo indecente. Algunas mujeres tienen el abdomen redondeado. Pero no parece una orgía sexual sino de comer, paladear, succionar, esconderse, jugar y disfrazarse en y con las flores y la fruta. ¿Es una metáfora sexual? La fruta sugiere placer, como las bayas que brotan entre las piernas de un hombre, o el pájaro que se las da a un grupo ansioso de ellas, o el pato que mete una roja en la boca de otro hombre sentado en algo como un huevo. Parece un erotismo sutil y desviado. Los intercambios sexuales entre las parejas se hacen como si de vegetales se tratase. Hay una mariposa que liba en un cardo. Las frutas que comen son semillas o grupos de semilla. ¿A qué mundo lleva eso? Pues está claro que no es este. El plan del cuadro exige que el Bosco imaginase un tiempo fuera del tiempo, en ninguna parte, fuera de lo conocido y familiar, un imposible. Quizá haya un anhelo de volver a la edad dorada., un deseo de mostrar la pérdida de la ingenuidad, la inocencia perdida. Tal vez. Tal vez no hay ningún significado oculto. Y hay más, mucho más. Aquí sólo una pequeña muestra, para degustar. Sólo hay que saber mirar. ¿Qué hay en ese cuadro tan imaginativo, tan…?

Sobre la soledad

Uno de los momentos de más intensidad de la vida es la soledad. La soledad te acoge, te envuelve, te penetra como un sudario, te aísla. A veces te enloquece, otras te suaviza. Pero la soledad, si sabes estar en ella, te permite, por otra parte, entrar en la parte más profunda de tu yo, de tu alma. Permite diseccionarte, sacarte fuera. Para ello hay que tener valor y voluntad, porque, si quieres, y es lo que se debe hacer, desentierra los fantasmas más profundos, lo que no se quiere ver, lo que necesita ser visto, mostrando lo oculto. Se necesita ser fuerte para aceptar el reto y quererlo hacer. Se necesita profundidad para ello, para analizar el alma y plantearte el reto de eliminar los caminos erróneos, erradicar las decisiones fáciles, los actos simples y desacertados, los no pensados, el valorar sólo lo negativo del pasado y de las personas y no lo positivo, las actitudes dañinas, los egoísmos lamentables, la capacidad de empatía. Se necesita valor y voluntad para entrar en lo profundo, abrir la carne y diseccionar, extirpar, sacar al aire y demostrarte que se es capaz de desenterrar, eliminar y modificar, aprendiendo de los errores y de los problemas para seguir creciendo y mejorar, para ser y vivir como se debe.

La soledad enseña a vivir el dolor sin que nos bloqueemos, pero hay que interiorizar y controlar el dolor, sabiéndolo parte inherente de la vida, aprendiendo a no tenerlo y a no mantenernos al margen del sufrimiento como si de una incapacidad se tratara. Podemos superarlo, modificarlo, ayudar y ayudarnos para superar y mejorar.

La soledad enseña, y lo hace de una forma brutal. Pero merece la pena entrar en ella. Ser tú mismo, aprenderte y aprehenderte, conocerte y avanzar. La soledad es, a veces, un buen sitio para estar. A veces, en ocasiones. Y te sacará la luz, con dolor y esfuerzo, pero lo hará y te enseñará. A partir de ahí la vida se abre de para en par. Todo es cuestión de saber estar, de saber dejarse llevar, que no ir (lo fácil y que hace la mayoría). Sabremos, entonces, qué, cómo, cuándo y con quién. Sabremos si sabemos mirar, tanto dentro como fuera de uno, como en la vida, como en los demás. Sabremos quién merece la pena y quién no, quién te regala el alma y quién no, quién se entrega y quién no, quién te abre la puerta a todo y quién no, quién trata de hacer lo posible y lo imposible por hacerte feliz y quién no, quien intenta cambiar, aprender y mejorar y quién no, quién te abre los sentidos y quién no. Porque si nos conocemos estaremos preparados para conocer a los demás. Sabremos qué merece la pena y qué no. Sabremos, en general, o estaremos preparados para saber, para aprender a saber. Porque cuando te sabes, eres. Entonces vives la vida. Son pocos los que saben hacerlo, o quieren hacerlo, no ya vivir la vida, que también, sino saberse. No sólo los que se conocen sino los que quieren conocerse. Hay que desterrar los miedos y entrar dentro, profundo y lento, para renacer, después, siendo mejor y sabiendo quién y cómo eres, listo para cambiar y mejorar, sabiendo. El resto vendrá por añadidura. O así debería ser. En cualquier forma no es mal premio renacer sabiéndote para no cometer los mismos errores del pasado. Pero incluso en los que lo quieren, hay veces que se tiene miedo a sentir con total intensidad, miedo al dolor, al precio a pagar, a saber de verdad, al proceso. Se necesita valor y voluntad. Hay un momento para todo, y uno de ellos es la soledad.

20/6/09

la luz de la noche

La noche invita. Es cálida. Aparece con el pelo, negro, aún húmedo, cayéndole en cascada. Eterno. Ligeramente ondulado. Le enmarca la cara. La envuelve. Viene con esos andares rápidos, como si quisiese andarlo todo, no perderse nada, llegar pronto. Un top verde aceituna, fruncido, que le resalta el pecho, dejando espacios al descubierto, en los que un piercing se muestra, pequeño, coqueto. Le gustan. Alguno más. Estética de su estética. Me sonríe con esa sonrisa franca que agradece y se agradece y que le achica los ojos hasta perderse en una línea horizontal que infantiliza el gesto. Te acoge. Derrama las palabras entre sonrisas, como una fuente de agua clara. Refresca.
El local es de madera, con motivos marineros. Viejo. Lo mira todo, buscando, mientras la miro desde la barra, esperando las cervezas. Me gusta como mira, como busca siempre los detalles, el encuadre, las excepciones que rompan el continuo y destapen la chispa en el ojo, en la mente, en el alma de artista que lleva dentro. Las cervezas frías. Heladas. Perfectas para una noche perfecta, de sonidos, de palabras, de visiones, de cadencias.
Hay, enfrente, en un lateral de la máquina de tabaco, una fotografía grande del “American Gothic”, de Grant Wood. Siempre me ha parecido fascinante ese cuadro, por lo que muestra, por lo que esconde. El alma americana, tan hipnótica, tan oscura, tan simbólicamente sencilla y tan terriblemente realista. Miradas adustas. Ausencia de gestos. Rectitud de líneas, fuera y dentro. El tridente en el centro. Rostros de otro tiempo, de otras vidas. Rostros del presente. Rostros de siempre.
La conversación gira y gira por la luz. Y cómo no, por Caravaggio y la luz. Y por los viajes y por la vida. La pasión está ahí. La cara iluminada. Y la mía. El ansia de conocer, de ver, de oír, de vivir. Coge el cigarrillo con una displicencia exquisita. Como si no supiera cogerlo. Te arropa las manos entre las suyas, pequeñas, suaves, para encenderlo. Aspira una bocanada dejando un poco de humo que se deshilacha mientras eleva la cabeza, con la boca ligeramente entreabierta y los ojos semicerrados, de un color que apenas soy capaz de descubrir. Y la conversación derrota hacia el amor, hacia el enamoramiento, hacia las pasiones “arrastrás”, la más bella de las experiencias vividas, de las sensaciones, de los sentimientos, de los sentidos, de la vida, cuando el alma se derrite entre todo ello. Sólo la he vivido dos veces en la vida, le digo, y es… Daría todo por estar ahí otra vez, de nuevo. Te mata. Te eleva. Te da la vida. Vida como nada. Es ser. Me mira con los ojos y con la mirada, arrebolada, bebiendo las palabras.
El resto de la gente desgrana las horas entre alcohol, conversaciones mil veces visitadas en horas vacías. Vidas como siempre, repetidas. Vidas de nada.
Nos vamos al rompiente, a la noche en la noche, al sonido, al arrullo de la vida que te rodea. Al fondo la línea del horizonte, el punto de encuentro del cielo y la tierra en el mar. La nada y el todo. Habla. Hace que el ambiente se deshaga en sentidos y que aquel te envuelva, al tiempo, como una tela de seda, acariciando sin apenas darte cuenta, pero sintiéndolo alrededor. Me mira mientras habla apartando la mirada, dejándola que se eleve a las estrellas, entre las nubes, con el rumor del agua que muere suave sobre la arena, arrastrándose, dejando la blanca espuma, mientras ella mueve las manos, al tiempo, con lentitud, acicalando el espacio. Mira ese fondo oscuro. Le fascina, como a mí, el fondo y esa línea de encuentro del cielo y la tierra, el horizonte nebuloso. Lo mira a través de sus ojos, y de su otra mirada.
Es tarde, o temprano. Apenas queda nadie en ningún sitio. Nos vamos. Al alba he de salir hacia la montaña, a mirar y sentir la mirada del abismo, las sensaciones que de él emanan. En la vuelta, dentro del coche, me cuenta un sueño. Es… En los sueños eres responsable, quizá más aún que en la vigilia, pienso. Yo también sueño mis sueños, mi sueño. Y en él me pierdo. Me gusta mi sueño. Es hermoso. Es eterno. En el sueño suena la música de Vangelis, en el viaje, un coche, dos personas, el verde, la montaña, la mirada, la vida que promete… Ojalá el sueño fuese despierto.
Un placer mi niña. Gracias por la noche. Me despido. Me mira con el alma a través de su sonrisa, de su mirada. Igualmente. Me acerco para besarla poniendo mi mano en su pelo. Tiene las mejillas suaves. Delicada. Ten cuidado, no te caigas, me dice. Lo tendré, descuida. Chao.

19/6/09

Deleite


Cuando todas las golondrinas hayan vuelto comenzaré a pensar que hay bellos sueños. Cuando lluevan pompas de jabón, de mil tonos, miraré al cielo y estaré en lo cierto. Mira. Mira hacia arriba. Ahí está la verdad.

Cuando el silencio me hable, creeré. Seré entonces. Y del desierto traeré un jardín de flores, de tímidas palabras, para que las hilvanes con tu mirada. El color será, en ese momento, todos los colores.

Quiero respirar el aire que de ti emana como el hálito supremo de la vida.

Creo. Pero sólo creo en ti. Fuera no hay nada. Despeja las dudas. Danza. Mueve tu cuerpo al compás de la música. Baila. Eleva tu alma. Ven hacia mí con la mirada que abraza. Envuelta de seda y aromas de espliego. Ven. En la brillantez de la noche, bajo un firmamento nuevo, seremos la vida. Y al despuntar el alba jugaremos a ser lo que somos, unos niños pequeños. Nos daremos la mano. Sonreiremos. Sabré entonces que estoy dentro, muy dentro, de tus sentimientos. Tú serás en mí. Me mirarás lento y me dirás con suavidad, soy en ti, estoy aquí. Me quedo.

La primavera, rodeada de lirios, habrá vuelto. El final será, otra vez, el comienzo. Un bello, perfecto y eterno comienzo.

17/6/09

Un instante nada más

La suave brisa del mar tiene efectos que asientan los sentidos, permitiéndote vagar por los rincones del alma, desgranado los recuerdos y perdiéndote en ellos. Consiente mirar y ver lo que hay, quedarte en la dulzura, admirarla, mecerte en ella. Refresca y relaja. Anima y calma.

El cielo estaba limpio de nubes, tachonado de estrellas. La luna, por encima del horizonte, se reflejaba como si fuese la espuma de Venus sobre el agua oscura del mar, creando efectos de plata que aparecían y se desvanecían. Eran las tres de la mañana. Estaba sentado sobre la roca dejando que el agua acariciase sus pies. Es agradable la sensación de frío en ellos, pensó. El rumor del agua al golpear contra la piedra creaba tonos de exquisita variedad, como una sinfonía natural matizada por los colores del espacio que le rodeaba, sus luces y sombras, todos y cada uno de los colores de la noche en su inmensa e imponente tranquilidad. Música que le inundaba la piel a través de ese rumor en el rompiente.

Hay veces que todo es sorprendente en sí mismo y por nada, o por lo que sucede. En los momentos de desconcierto, de rotura, de abandono, hay elementos que te llevan a la calma, al ensimismamiento, al pensamiento más hondo, a la verdad, a la querencia, a la sabiduría, a lo que de verdad quieres.

Oyó un ruido que se acercaba por detrás. Una moto de gran cilindrada. Le molestó la rotura de la armonía, de los sonidos, del silencio del alma, del momento. Miró hacia atrás y la vio. Paró el motor y bajó. Parecía una mujer quien lo hacía. Puso el pie sobre el suelo y comenzó a acercarse al agua, hacia donde él estaba. Se quitó el casco y dejo el pelo suelto, cayendo en cascada. Pelo oscuro, largo y lacio, meciéndose mansamente con la brisa. Andaba lánguidamente, casi con desgana, mientras se acercaba. Dejó de mirarla, tras la sorpresa, no fuera a pensar que… Esa timidez tan suya para casi todos los momentos. Se paró a unos metros de él, a su derecha, y se quedó, de pie, mirando la oscuridad sin límites, el punto, quizá, donde el cielo y el mar se unían sin solución de continuidad. Llevaba unos vaqueros ajustados y una camiseta verde, de algodón, ligeramente holgada, que anunciaba unos pechos pequeños y bien formados; unas sandalias atadas, muy romanas, sostenían unas piernas eternas, esbeltas; el perfil, clásico, se dibujaba contra las luces de la ciudad, al fondo. Divina. No encontraba otra palabra para definirla. No se movía nada en ella. Tan sólo el cabello, que se agitaba y le tapaba, a veces, la cara, y que se apartaba con la mano desocupada. Estaba nervioso. Ella, en cambio, parecía estar en una total calma. Era como si para ella él no estuviera. Su mirada perdida en el fondo y en la luz del faro, que aparecía y desaparecía a intervalos, como buscando o esperando. Como si en ese punto donde miraba esperase ver algo que la sacase, que la llevase o que la trajese. Él sólo la miraba a ella, de reojo, sin apenas atrever a moverse. No quería romper el encanto de ese momento, que le recordaba a un cuadro del Romanticismo. Un momento que le parecía bellísimo y que quería que se convirtiese en eterno.

Hola. ¿Te importa si me siento a tu lado?, le dijo. Ni se había dado cuenta de que se había acercado. Le parecía, a él, que el tiempo se hubiese detenido en el momento que se había parado a su lado, como un daguerrotipo antiguo que hubiese aprisionado la fugacidad de un momento eterno. No, claro que no, será un placer, acertó a decirle, intentando no mostrar el nerviosismo que le invadía y que se acrecentó ante el desconcierto que sus palabras le produjeron. Así estuvieron un tiempo. Tal vez una hora. Una hora que le pareció un instante. Un instante exquisito.

Hay momentos en que las palabras son absolutamente innecesarias. Hay veces, pocas, que no las necesitas, con determinadas personas y en determinados momentos. Sólo cuando las almas son semejantes, cuando solo la presencia muestra la comunión que hay entre ellas. Pero ese hecho pasa una vez en la vida, dos a lo sumo. Y la segunda, tras la primera, ya no es sino una sombra de aquella. A veces, incluso, tardas media vida en encontrarla. A veces nunca la encuentras. Por eso duele tanto su pérdida. Por eso después sólo hay vacío y nada ni nadie, nunca, es capaz de reemplazarla.

¿Puedo contarte un sueño?, dijo. Claro, le respondió. Soñé que estaba en tu casa, comenzó a decir, sentada en una silla de brazos arqueados, al igual que el respaldo. Preciosa. Negra la madera y burdeos el asiento. Estaba frente a una mesa rectangular, de diseño, de cromo en los apoyos y madera negra, en diagonal, y cristal encima. Tú enfrente. No hablábamos, sólo nos mirábamos. Lo sabíamos todo. El tiempo detenido. Silencio. Era perfecto. Me encontraba muy a gusto. Si tuviera que encontrar una palabra diría que era algo a sí como felicidad. No necesitaba nada más. Me bastaba mirarte. Era una sensación tan agradable que me permitía ir dócilmente, estar y no sentir nada sintiendo tanto. Y todo con solo mirarte. No quería que el tiempo transcurriese. Quería, tan sólo, seguir perdida en esa mirada, adormecida, viviendo esa sensación que nunca había experimentado, nada más que en mis sueños, y que sabía que nunca experimentaría si no era allí, en el pozo profundo de tus ojos, en su suavidad, suavidad que me llevaba a tu alma. Y sabía, también, que tú sabías. Acerqué la mano hacia la tuya y en ese momento tú giraste, levemente, la cabeza, apartando tus ojos de los míos y dirigiendo la mirada hacia la puerta que había detrás de mí. Me giré yo también y vi una figura de mujer que no conocía, pero que no sabía muy bien por qué me era familiar. Quizá por intuida. Vi que te miraba y que lo hacía con una mirada de tiempo, de conocimiento. Parecía tu misma mirada reflejada. Volví los ojos hacia ti y los tuyos estaban clavados en los de ella. Era brutal y hermoso ese juego de vuestras miradas. Te levantabas y te marchabas con ella. Ahí me desperté sobresaltada.

La escuché en silencio durante toda su narración. No había dejado de mirarla ni un segundo mientras ella desgranaba sus palabras, pegado a sus sonidos, a sus gestos, a su mirada. Sus ojos y sus gestos eran como una batuta que dirigiese una orquesta en la nada. Parecía que aquellas palabras, llenas de tristeza y melancolía, las regara con sabores, colores y olores. Tal era la pasión que ponía en ellas.

Cuando terminó volvió, él, a mirar el horizonte, y el sonido reapareció de nuevo. Siguió callado. Hay veces que el silencio es más elocuente que las palabras, aunque a veces, éstas, también son necesarias. Hay personas que se saben con solo mirarse, que alcanzan, con ello, lo más hondo de una persona a través de esa mirada. Hay personas que, al verse por primera vez, al hablarse y mirarse por primera vez, pareciese que llevaran siglos de conocimiento mutuo, que hubieran vivido ya otras vidas juntos. Se reconocen en un instante. Hay personas que sólo pueden vivir en plenitud si están juntos, desmenuzando cada uno de los días de su vida cuando no están con el otro, en una constante búsqueda de ese pedazo de alma, de esa parte de uno que se necesita como el agua para subsistir y que sabe que no está en uno mismo sino en la otra, y que cuando se encuentra llena de una forma absoluta.

Eran las cinco de la mañana. Le rozó ligeramente la mano. Muy suave. Me tengo que marchar, le dijo. La miró de nuevo. Yo también me voy ahora, le contestó él. Me ha encantado estar contigo. Sabía, no sé por qué, que te encontraría aquí, le dijo marcando las palabras, como queriendo realzarlas, darles más significado del que ya de por sí tenían. Por eso vine, continuó diciendo, aun siendo tan tarde, porque sabía que estarías. Me gustaría volver a verte. Se quedó callada, esperando una respuesta. Él no sabía qué decir, ni tan siquiera cómo decirlo si es que tenía algo que decir. Tal vez en otras circunstancias, tal vez en otra vida hubiera sabido qué decir, tal vez qué hacer. Tal vez. Pero los tiempos eran los vividos, los suyos, con los que hacía la vida, con sus bondades y sus tristezas, con su belleza, con todo lo que te da si sabes tomarlo, pero también con sus miserias. Tal vez, le dijo. Tal vez. No lo sé. ¿Dónde podría encontrarte? Tú sabes dónde buscarme, le contestó ella. No podía apartar sus ojos de los de aquella mujer. El regalo de una noche de estrellas, de estrellas y rumores de mar. Un segundo de ternura. Un momento de armonía en un instante de sensibilidad suprema en un momento de terribilidad suprema, el que vivía. Un segundo de algo parecido a la felicidad. Ver y ser visto. Pero sólo un instante nada más. ¿Cómo te llamas?, le pregunto. Tú lo sabes, le dijo. Hizo una pausa. Yo soy todos los nombres, el nombre que buscas, el que tienes en el interior de tu alma, el Nombre. La miró despacio, dentro. Entonces supo. Supo porque se vio. Una canción le llenó la mente. No sabía por qué, o sí. El sonido de Reckoner entrando por los sentidos, llenando su imaginación. Tal vez, le dijo, aunque creo que… creo que sabes.

Ella le miró despacio. Le sonrió. Te esperaré, le dijo. Le acarició la cara. Se giró y se fue con la misma suavidad con la que había venido. Montó en la moto y se marchó. Él se giró y miró al faro. La luz refulgía. Las estrellas llenaban la noche de luces y silencios. El mar rompía. Todo era perfecto. Él sabía su sentimiento, lo que quería. Siempre ahí, el resto no servía, no era nada. Sabía.

16/6/09

Haiku 3

Abrió su alma,

desenterró sentidos.

Puertas cerradas.

15/6/09

La montaña

Cuando asciendes, en la montaña, por la pared, el peligro baña el mundo con un resplandor difuso que hace que todo resalte con más fuerza (la suave curvatura de una roca, el liquen, con sus distintos tonos de color, la textura de las nubes cuando miras hacia arriba). Ahí, la vida late y lo hace con una intensidad absoluta. Ahí el mundo es real.

Cuando estás solo, en la montaña, a causa de la soledad, todo lo que te rodea, incluso lo más normal, lo más simple, parece tener mayor significado. El hielo es más frío, el azul berilo más intenso y misterioso, el cielo más nítido, eterno y profundo, los picos más hermosos, pero también más amenazadores. Ahí las emociones son más intensas. Los momentos de desesperación son más oscuros y los de euforia más exultantes. Todo eso te atrae de una forma abisal, irresistible, te embriaga con un dramatismo atroz.

Hay veces, en la noche, allí arriba, cuando te sientes más solo, cuando el frío es intenso hasta hacerse casi visiblemente mortal, cuando el silencio se adueña del mundo, que te sientes abandonado, perdido, vulnerable, inmensamente solo. A veces lloras. Y tienes que luchar contra ello.

Cuando escalas, lo único que te sujeta a la pared es un débil elemento de metal, una insignificancia, la cuerda y tus manos. Lo sabes. Lo sientes. Pero conforme asciendes te sientes bien, cada vez mejor, más animado. Cuando comienzas una ascensión dura, y si es en solitario más aún, notas, siempre, la llamada del abismo tras de ti. Resistirse a ella supone un esfuerzo brutal. No puedes dejar de estar alerta ni un segundo. Esa llamada suave, y a la vez brutal y terrible del vacío, te enerva y hace que te muevas con torpeza. Pero siempre, al ascender, te haces al riesgo, a ver la muerte a tu lado. Confías en ti, en lo que eres, en quien eres, en tus manos y en tus pies, pero sobre todo en tu cabeza. Estás como en trance y escalar es, entonces, como un sueño de clarividencia total. Las horas son minutos. La vida, fuera de ahí, tu vida, no existe, no está en tu pensamiento. Lo único que ves es la cima, en tu mente, y lo que haces en ese instante. Es algo así como felicidad. Pura, suave y eterna felicidad. En esos momentos estás solo y lo único que mantiene todo es la confianza total en ti mismo.

Cuando coronas y desciendes sientes una euforia absoluta y una sensación de alivio que te supera, pero que se van trocando, con el tiempo, en una melancolía inesperada.

Muchas veces piensas que la montaña es la solución a los problemas, pero apenas los cambia. La montaña no es un buen sitio para depositar los sueños. Y sin embargo no puedes resistir la atracción del abismo y mirar desde el borde el fascinante y oscuro misterio de la esencia mortal. Lo que se atisba, ahí, es aterrador, pero también enigmático por prohibido y desconocido, por elemental. Es tan fuerte y tan desbordante como todo lo oculto, fascinante y mágico que hay tras el sexo de una mujer, tras su esencia, tras su alma. Por eso, muchas veces, cuando estás ahí arriba, cuando sólo eres tú y la montaña, cuando sólo oyes tu respiración y el viento a tu alrededor, piensas, sientes que no importa la falta de calor humano, de intimidad en la vida, pero cuando, abajo, oyes el sonido de la risa de una mujer, el roce de su piel contra la tuya, la profundidad de su mirada profunda, sientes una sensación de vacío al no tenerlas, y lo engañoso de aquel pensamiento. La montaña es mi lugar, mi foco de atracción, mi referencia. Igual que la mujer. Quizá por todo lo anterior. Por lo oculto, fascinante y mágico que hay en ambas.

14/6/09

Ahora


Ahora, que ya nada me queda, que nada puedo, que nada soy. Ahora, que estoy seco por dentro, ante la falta de tu aliento. Ahora, que sólo miro y ni la vida saborear puedo. Ahora, que tan sólo quiero degustar los recuerdos y mecerme en ellos. Ahora, que siento la falta como un puñal, ardiendo, dentro. Ahora, que mis ojos vierten lágrimas que se pierden en la noche. Ahora, que mis oídos sólo escuchan, ya, el silencio. Ahora, que las flores sólo derraman tu olor suave en la memoria. Ahora, que mi boca está cerrada a las palabras, de tan dichas a uno mismo y no oír nada. Ahora, que mis manos se mueven en el vacío. Ahora, que la tristeza no es más triste porque ya no hay nada. Ahora, que mi alma no es sino el más claro signo de una quimera de terciopelo que, como el final de una vela encendida en una noche de hermosos sueños, se apaga.
Ahora…
Ahora, que no puedo ya decirte nada, te susurraría el poema más hermoso con palabras nunca dichas. Ahora, que ni escribir puedo, te daría mi alma, como la más hermosa historia escrita. Ahora, solo, te doy aquellos versos que un día me enseñaste: “Podría escribir los versos más tristes esta noche…”, porque si tú no estás aquí yo no soy yo y nada quiero ser.

Abrumado

Abrumado. Jamás podía imaginar algo así. Sólo comenzaba a despedirme de aquí, de los que me leen y pasan de vez en cuando, y agradecerles el hecho. Pero no me esperaba algo semejante. Indescriptible. No sé de dónde ha partido ni como se ha desarrollado, pero el hecho de haber recibido, tras escribir esa despedida, casi doscientas visitas de toda América y de toda Europa, en tan sólo día y medio me ha dejado sin palabras. No sé qué pensar y menos qué decir. Sólo un par de cosas, que este mundo que hay detrás de todo esto es especial, que quedan personas con sentimientos, con alma, que sigo confiando en las personas, como siempre, y que aquí está la prueba. Y por supuesto que mil gracias a todos. Es un placer.

12/6/09

El principio de la despedida

Me voy a ir despidiendo de esta página y de sus lectores. Hace tiempo que lo vengo pensando y creo que ya es llegado el momento. Las razones es que no hay razones, razones precisas, o sí, pero no las tengo muy claras, al igual que tampoco las tuve a la hora de crearla y mantenerla (sobre todo mantenerla).
No voy a dejar de escribir, porque es lo que me gusta, pero ya no aquí. Seguiré en un proyecto de revista y poco más, y en libros si fructifican los que tengo abiertos o en mi cabeza y me apetece hacerlo. Tal vez ponga algo alguna vez, tal vez, pero no es seguro. Creo que ya no, aunque nunca se sabe, pues las cosas nunca son absolutas, como tantas veces en la vida, en mi vida, en la que aseguré que nunca más y volví, una y otra vez a tantas cosas. Soy así. Igual a los pocos meses, a los pocos días, estoy de nuevo en ella. Nunca digas nunca, porque te puedes equivocar. Los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones, la vida, es lo que te lleva a decidir a veces por un camino u otro. Unas con acierto y otras con fracaso (muchas veces no sabemos rectificar determinadas decisiones). Espero que las mías traigan del primero más que del segundo, aunque me he equivocado tanto... yY aun en la rectificación a veces no se obtiene lo debido. En estos días colgaré todos los escritos cortos que tengo de los últimos tiempos. Los cuentos no. Los reservo para posibles futuros libros. Cuando ponga el último será el final, e irá con una despedida adecuada, breve y sencilla. Ese final será, con toda seguridad, al término de este mes. Ya no habrá más.
Siempre escribí para mí, sólo para mí, y de vez en cuando alguien cercano accedió a una minúscula parte de ello. Sin más, hasta que, en determinado momento, encontré mi alma gemela, esa persona que te hace crecer, que te plantea retos, de la que aprendes y hace que te superes, con la que haces la vida y en ella tus sueños (la escritura entre ellos). Hoy ya no está. Tampoco otra, de menor entidad en ese sentido, pero más puntual. Por tanto… Quizás sea una de las razones más importantes. Quizá la más importante. Tal vez. Pero sin duda hay más, aunque de menor interés. Así que volveré ahí, al lugar donde era en este mundo de la escritura, y de donde nunca, quizá, debí salir, porque me siento bien en él, con mis mundos, mis sueños, mi vida, la vida como la veo, como la siento, como la bebo, como la vivo, intensa, personalmente.
Quiero dar las gracias a todas y cada una de las personas que han pasado por aquí. Unas más tiempo que otras. A las que han dejado sus palabras, buenas, de aliento y de agradecimiento en su mayor parte, y a las críticas, pues todas enseñan, y todas te hacen, si las piensas, ser mejor persona, que es en verdad lo que merece la pena en esta vida; a las que sólo han pasado en silencio; a las que tienen nombre y a las que no; a las que han disfrutado y a las que han padecido con mis palabras; a las que se han emocionado con ellas; a las que han llorado, reído, sentido y vivido en ellas; especialmente a mis amigos, a los de verdad, y a las personas que quiero, que por aquí han estado y con los que siempre, de una manera u otra, han estado, están y estarán dentro de mi alma. Especialmente también a esa alma gemela, que ya no está, con la que tanto disfruté, reí, lloré, aprendí, crecí y viví, en esta página y en este mundo de la escritura, y en el de la vida, y que me hizo sacar tanto, sentir tanto y expresar tanto, pero que ya no está y que nunca lo sabrá.
Soy muy emocional y excesivamente sensible. Me dejo llevar fácilmente por las emociones, por los sentimientos, que creo, por otra parte, que es lo que se debe hacer, sentirlos y vivirlos sin miedo a perder o renunciar. Por eso empezaré a acabar, no sea que me empiece a emocionar (que lo estoy viendo venir, pues me empieza a pasar), y me eche atrás. Soy demasiado ingenuo, a veces, la mayoría de ellas. Sobre todo con las personas que más quiero y en quien más confío. Con las palabras. Y estas, en ocasiones, se las lleva el viento. Incluso las escritas, a veces también, sólo son tinta sobre papel. No me gustan las loas ni los fastos ni los oropeles. Tampoco las despedidas. Sólo quiero una sonrisa, una mirada, un abrazo, un momento de ternura. Estoy cansado y algo perdido, como ido. Necesito salir. Necesito… Quiero vivir la vida desde dentro, los atardeceres rotos, los amaneceres violentos, las noches tibias, los días suaves. Quiero vivir, vivir lento, sencillo y dentro.
Dejaré la página abierta. No la voy a cerrar por si alguien, en cualquier momento, quiere abrir, entrar y disfrutar o penar, degustar las palabras y sus sentidos. Son un fiel reflejo de mí mismo. Mi sola, única y humilde verdad, muchas veces equivocada. Así he sido y soy yo. Aquí estoy yo. Aquí estará para todo el quiera gustar, sentir, vivir, las cosas como las gusto, siento y vivo yo.
Mi gratitud eterna a todos. Ha sido un placer.

11/6/09

Razón/Sentimiento

Si no te dejas llevar por lo que de verdad sientes, vives, pero vacío de una de las partes más importantes de uno mismo, porque en los sentimientos está la verdad, lo que de verdad importa, lo que ensalza todo lo demás, lo que le da brillo, lo que te hace sentir la vida y vivirla con más intensidad. ¿Por qué nos resulta tan difícil? Hay que saber abandonar los problemas, los temores, y ser de verdad, dejarse llevar por los sentimientos y buscar la brillantez en ellos, sabiendo que ahí está lo auténtico. Mirar dentro de uno, del otro y bucear en el alma. Tender la mano y luchar por lo que de verdad merece la pena, con resolución, con voluntad y con humildad. El resto es un martirio lento, una vida cansina, sin sentido, luchando contra ellos, camuflándolos, escondiéndolos, buscando alternativas, porque sabemos donde está lo cierto, por vivido y por sentido, y sabiendo que... Cuando nos tienden la mano y la rechazamos estamos matando y perdiendo un poco de lo nuestro. Cuando no la tendemos, perdemos una parte y nos morimos por dentro, lentamente. Podemos camuflarlo, pero siempre sabremos que eso es lo cierto. Y lo peor es que siempre lo lamentaremos. El recuerdo de ellos siempre estará ahí y el miedo y los problemas que nos atenazan y no nos dejan llevar por los sentimientos harán que sea un dolor irredento. Si no arriesgamos no perdemos, pero tampoco ganamos, y siempre nos mortificará la duda porque no jugamos. Si no hay riesgo no hay placer. Siempre se podrá decir que perdí, pero que arriesgué. Y si se gana, el premio es lo absoluto. Siempre hay que dejarse llevar por los sentimientos. Si no nos dejamos llevar siempre perdemos. Si queremos podemos, porque sabemos. Y sabemos que en los sentimientos, las personas de verdad siempre están y estarán. La vida, la felicidad sólo depende de ellos, de nosotros. No confiamos en el poder del cambio, en la voluntad, en la capacidad, en la querencia, porque no confiamos en los sentimientos. Quizá sólo extrapolamos y nos negamos y negamos. Pero ¿y si fuera verdad? ¿Y si se diera esa posibilidad? ¿Si la felicidad total se pudiera dar? ¿La dejaríamos escapar? ¿Nos la negaríamos? ¿Por miedo? ¿Por inseguridad? ¿Dejamos pasar esa oportunidad? ¿Nos negamos a jugar el juego de la vida? ¿El de verdad? ¿El que sabemos que nos da? ¿El juego de nuestros auténticos sentimientos? Toda la vida nos lo reprocharíamos. ¿Seguir lo que nos dicta la razón y el miedo y los problemas, y su probable solución? ¿Dejarnos llevar por el corazón y los sentimientos, confiando en ellos? ¿Ser uno y seguir los impulsos del alma? ¿No ser y vivir sin confiar en un mecanicismo atroz? Esa es la encrucijada. Avanzar, querer vivir, dejarse llevar, aprender, dar y recibir. Ahí está todo. O debería estar. El corazón tiene razones que la razón no entiende, decía Blas Pascal. Esa es la verdad. ¿Sabemos? ¿Sabemos dejarnos llevar? Ahí, probablemente, está la verdad.