Se arrodilló junto a él. Le cogió la cara con ambas manos y le miró fijamente y en silencio. Le regaló su interior y él lo aceptó. Se calmó. Se supo, como ella le sabía. Le acarició el pelo metiendo los dedos por él y arrastrando la mano hasta la nuca y siguiendo hasta el final, una y otra vez, suavizando, alejándole de aquel llanto, dando, dándose. Acercó la cara con lentitud, con extremada lentitud, temiendo el rechazo, pero esperando no serlo. No dejó de mirarle ni un instante. Puso los labios sobre los suyos, suavemente. Los dejó allí posados. Ninguno de los dos cerró los ojos. Seguían viéndose.
Te he estado esperando océanos de tiempo. ¿Por qué has tardado tanto?
Las lágrimas volvieron a fluir del interior de sus ojos como ríos de agua aplacados por el tiempo, por el dolor, por el deseo de ocultar, de ocultarse, de ocultárselo sin que ya pudiera hacerlo. La miraba entre el fulgor salino de las gotas, cegado por esa imagen distorsionada que se le entregaba, perdido en esa mirada que le daba todo, lo cierto y lo incierto, la esperanza y la desesperanza que temía, el vacío y el absoluto, la plenitud, el principio y el final.
¿Por qué has tardado tanto? ¿Dónde estabas? Le volvió a preguntar. Cuando te vi, en el metro, cuando te paraste y miraste la música y viste sus colores, supe que eras tú, que habías venido para mí, a mí. Vi que los veías, como yo. Eres tú. Por eso nunca he estado con nadie, porque te estaba esperando. Y nunca estaré si no estás tú.
Seguía mirándola fijamente mientras hablaba. Perdido en ella, en su interior, deslizándose por sus ojos hacia su alma, mecido en ella, arrullado en sus palabras, en aquella voz que le adormecía y le calmaba y le sonreía.
¿Sabes?, continuó al no obtener respuesta, ¿recuerdas lo que hablamos ayer? Yo nunca he comprendido, tampoco, a esas personas que mudan con tanta facilidad en el amor, que abren y cierran sentimientos en el tiempo con facilidad, más aún en la escasez de un momento. O no saben amar o no aman, o mienten como salida. El amor es mucho más. O tal vez yo amo de otra forma, o lo siento de otra forma, de verdad, como tú. Tal vez por eso somos. Por eso te esperé siempre, por eso siempre estaré. Tal vez esté equivocada, sin embargo no me cambio. No hay nada como eso. Así es como se siente, creo. La profundidad de un sentimiento lo mide el tiempo, y es o debe ser eterno. Creo que cuando se ha amado de verdad nunca se deja de hacerlo.
Se calló. Le besó en los labios de nuevo, con la fugacidad de una estrella, con el alma de un ángel.
¿Tú también sientes así, verdad?
Sí.
¿Me estabas buscando?
¿Eres tú?
Sí.
¿No eres ella?
Yo soy todos los nombres. Yo soy el nombre. Yo soy todas y cada una de las mujeres. Yo soy la mujer. ¿Soy ella?
Dímelo tú. Tú sabes mirar y mirarme dentro. Tú me ves.
Los cristales habían desaparecido. El dolor se había ido. Miró el vuelo de las mariposas. Se quedó ahí un momento, en la dulzura del color, en la gracilidad del movimiento. Se giró hacia ella. Lloraba.
¿Por qué lloras?
Soy feliz.
¿Crees en la felicidad?
En la de las pequeñas cosas, en la de los momentos especiales, de las personas especiales, en la de la mirada que te ve, en la de lo sencillo, en la de la sonrisa, en la de la música que acaricia, en la de las manos que te cogen, en la que acompaña, en la suave cadencia de la vida, que hace que el gris adquiera tonos de color, de rojo y amarillo, de amapolas y margaritas, de violetas. En esa sí. En la absoluta no. Esa sólo está en el mundo de las ideas, donde todos quieren ir y nadie llega.
Desgranas las palabras como si hubieses vivido mil vidas.
Tal vez ya las haya vivido. Sin duda las he vivido.
Le cogió la mano y la acarició con las suyas, suave, jugando lento, paseando las yemas por las suyas, paseando los dedos entre los suyos.
Cuéntame tus lágrimas, le dijo. Dime tu llanto.
Hay tanto en ellas que me da miedo entrar, y sentir y ahondar. Es un mundo de cristal que se rompió hace milenios en mil añicos que se clavan en la carne y en el alma. Y el dolor de la carne, si lo persigo, me tapa el otro, que aún duele más, y que no claudica.
¿Desde cuándo arrastras el dolor?
Hace tanto tiempo que ya ni sé el tiempo. Perdido en él pervivo, y sigo, y ando, y vivo.
Y nada apaga el gris. Y el frío es intenso y el mirar amargo, destemplado. Es tiempo a destiempo. Rígido. Y el espacio no ayuda, ni los cuerpos con que nos cruzamos, porque no tienen alma.
Se miraron largamente, y lento y hondo, y en silencio.
Ven, quiero que veas algo, le dijo.
Salieron a la calle, de un mundo de colores, otoñal, al mundo gris que todo lo cubría, al plomizo cielo, al intenso frío, a las gélidas miradas, a las tortuosas vidas, al viento, a la lluvia, al vacío.
El gris del interior del edificio era aún más oscuro que el del exterior. Subió tras ella por las escaleras. Dos mujeres estaban apoyadas en la pared del descansillo. Cubiertas con un pañuelo blanco la una y violeta la otra. Llevaban falda. Hablaban en ruso. La mirada suave. Ojos claros y profundos. Les sonríen al cruzarse. Abrió la puerta y un intenso olor a incienso les llenó el olfato. Era una habitación de tres naves cuadrangulares, divididas por columnas de madera, de regulares dimensiones; todo recubierto de madera oscura; el techo alto; seis ventanas en el lateral, rectangulares y terminadas en un arco de medio punto, decoradas con iconografía ortodoxa, iluminaban tenuemente el espacio, en una luz que venía de arriba, oblicua, por la que se movía el humo de los cirios y las velas, repartidas por las esquinas y en el pequeño altar, que se encontraba bajo un andamio, lo que le daba un aspecto de provisionalidad, en el ambiente de eternidad del conjunto.
El humo ascendía lento hacia el techo hasta que alguien lo hendía, creando espirales sinuosas que seguían a los cuerpos como para asirse a ellos.
Se sentaron en una bancada frente al altar, al final del espacio. Miró un icono que había a su lado. El rostro de cristo, en formas sencillas. El pelo largo, lacio. Barbado. Pensó en su propio rostro. Oro rodeando la cara. Preciosista. Exquisito como todos los iconos ortodoxos. Arte preclaro que surge del devocionario interno del hombre hacia los miedos, hacia el más allá, hacia el allí, hacia la nada o el todo.
Escucha, le dijo ella, ¿lo sientes?
Sí.
Está aquí. Es difícil sentirlo, pero está si sabes escuchar, si sabes mirar, si sabes sentir. Me envuelve este lugar. Vengo a menudo a perderme en mí misma, a soñar.
Te he estado esperando océanos de tiempo. ¿Por qué has tardado tanto?
Las lágrimas volvieron a fluir del interior de sus ojos como ríos de agua aplacados por el tiempo, por el dolor, por el deseo de ocultar, de ocultarse, de ocultárselo sin que ya pudiera hacerlo. La miraba entre el fulgor salino de las gotas, cegado por esa imagen distorsionada que se le entregaba, perdido en esa mirada que le daba todo, lo cierto y lo incierto, la esperanza y la desesperanza que temía, el vacío y el absoluto, la plenitud, el principio y el final.
¿Por qué has tardado tanto? ¿Dónde estabas? Le volvió a preguntar. Cuando te vi, en el metro, cuando te paraste y miraste la música y viste sus colores, supe que eras tú, que habías venido para mí, a mí. Vi que los veías, como yo. Eres tú. Por eso nunca he estado con nadie, porque te estaba esperando. Y nunca estaré si no estás tú.
Seguía mirándola fijamente mientras hablaba. Perdido en ella, en su interior, deslizándose por sus ojos hacia su alma, mecido en ella, arrullado en sus palabras, en aquella voz que le adormecía y le calmaba y le sonreía.
¿Sabes?, continuó al no obtener respuesta, ¿recuerdas lo que hablamos ayer? Yo nunca he comprendido, tampoco, a esas personas que mudan con tanta facilidad en el amor, que abren y cierran sentimientos en el tiempo con facilidad, más aún en la escasez de un momento. O no saben amar o no aman, o mienten como salida. El amor es mucho más. O tal vez yo amo de otra forma, o lo siento de otra forma, de verdad, como tú. Tal vez por eso somos. Por eso te esperé siempre, por eso siempre estaré. Tal vez esté equivocada, sin embargo no me cambio. No hay nada como eso. Así es como se siente, creo. La profundidad de un sentimiento lo mide el tiempo, y es o debe ser eterno. Creo que cuando se ha amado de verdad nunca se deja de hacerlo.
Se calló. Le besó en los labios de nuevo, con la fugacidad de una estrella, con el alma de un ángel.
¿Tú también sientes así, verdad?
Sí.
¿Me estabas buscando?
¿Eres tú?
Sí.
¿No eres ella?
Yo soy todos los nombres. Yo soy el nombre. Yo soy todas y cada una de las mujeres. Yo soy la mujer. ¿Soy ella?
Dímelo tú. Tú sabes mirar y mirarme dentro. Tú me ves.
Los cristales habían desaparecido. El dolor se había ido. Miró el vuelo de las mariposas. Se quedó ahí un momento, en la dulzura del color, en la gracilidad del movimiento. Se giró hacia ella. Lloraba.
¿Por qué lloras?
Soy feliz.
¿Crees en la felicidad?
En la de las pequeñas cosas, en la de los momentos especiales, de las personas especiales, en la de la mirada que te ve, en la de lo sencillo, en la de la sonrisa, en la de la música que acaricia, en la de las manos que te cogen, en la que acompaña, en la suave cadencia de la vida, que hace que el gris adquiera tonos de color, de rojo y amarillo, de amapolas y margaritas, de violetas. En esa sí. En la absoluta no. Esa sólo está en el mundo de las ideas, donde todos quieren ir y nadie llega.
Desgranas las palabras como si hubieses vivido mil vidas.
Tal vez ya las haya vivido. Sin duda las he vivido.
Le cogió la mano y la acarició con las suyas, suave, jugando lento, paseando las yemas por las suyas, paseando los dedos entre los suyos.
Cuéntame tus lágrimas, le dijo. Dime tu llanto.
Hay tanto en ellas que me da miedo entrar, y sentir y ahondar. Es un mundo de cristal que se rompió hace milenios en mil añicos que se clavan en la carne y en el alma. Y el dolor de la carne, si lo persigo, me tapa el otro, que aún duele más, y que no claudica.
¿Desde cuándo arrastras el dolor?
Hace tanto tiempo que ya ni sé el tiempo. Perdido en él pervivo, y sigo, y ando, y vivo.
Y nada apaga el gris. Y el frío es intenso y el mirar amargo, destemplado. Es tiempo a destiempo. Rígido. Y el espacio no ayuda, ni los cuerpos con que nos cruzamos, porque no tienen alma.
Se miraron largamente, y lento y hondo, y en silencio.
Ven, quiero que veas algo, le dijo.
Salieron a la calle, de un mundo de colores, otoñal, al mundo gris que todo lo cubría, al plomizo cielo, al intenso frío, a las gélidas miradas, a las tortuosas vidas, al viento, a la lluvia, al vacío.
El gris del interior del edificio era aún más oscuro que el del exterior. Subió tras ella por las escaleras. Dos mujeres estaban apoyadas en la pared del descansillo. Cubiertas con un pañuelo blanco la una y violeta la otra. Llevaban falda. Hablaban en ruso. La mirada suave. Ojos claros y profundos. Les sonríen al cruzarse. Abrió la puerta y un intenso olor a incienso les llenó el olfato. Era una habitación de tres naves cuadrangulares, divididas por columnas de madera, de regulares dimensiones; todo recubierto de madera oscura; el techo alto; seis ventanas en el lateral, rectangulares y terminadas en un arco de medio punto, decoradas con iconografía ortodoxa, iluminaban tenuemente el espacio, en una luz que venía de arriba, oblicua, por la que se movía el humo de los cirios y las velas, repartidas por las esquinas y en el pequeño altar, que se encontraba bajo un andamio, lo que le daba un aspecto de provisionalidad, en el ambiente de eternidad del conjunto.
El humo ascendía lento hacia el techo hasta que alguien lo hendía, creando espirales sinuosas que seguían a los cuerpos como para asirse a ellos.
Se sentaron en una bancada frente al altar, al final del espacio. Miró un icono que había a su lado. El rostro de cristo, en formas sencillas. El pelo largo, lacio. Barbado. Pensó en su propio rostro. Oro rodeando la cara. Preciosista. Exquisito como todos los iconos ortodoxos. Arte preclaro que surge del devocionario interno del hombre hacia los miedos, hacia el más allá, hacia el allí, hacia la nada o el todo.
Escucha, le dijo ella, ¿lo sientes?
Sí.
Está aquí. Es difícil sentirlo, pero está si sabes escuchar, si sabes mirar, si sabes sentir. Me envuelve este lugar. Vengo a menudo a perderme en mí misma, a soñar.
2 comentarios:
Sigo enganchada a este color de las mariposas.
Sobrecogedor relato que hace que las emociones y los sentimientos sacudan el alma.
Besos.
Hola Ruth.
Un placer tenerte aquí, como siempre.
Me alegro que lo disfrutes tanto como yo al escribirlo, a pesar de que, tmbién, me está costando tanto.
Las emociones y los entimiento siempre son así, sobrecogen el alma, de una forma u otra, si la tenemos, si somos capaces de emocionarnos.
Un beso.
Diego
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