28/10/09

Bajo la mirada de la bruma. I

El ambiente era recogido. Aunque era tarde para el horario habitual del país aún quedaban algunos restaurantes abiertos en la calle más turística de la ciudad.

El canal, ancho, se introducía unos ciento cincuenta metros, como una lengua de agua, suave. Lo suficientemente profundo para permitir el amarre de las modernas embarcaciones de recreo y de los barcos de madera antiguos, de hasta dos mástiles. Éstos últimos, junto a las casas de colores que flanqueaban, en el lateral de unos paseos adoquinados, el canal, dotaban al espacio de un encanto que no poseía el resto de la ciudad; tan pausada y fría como sus gentes.

Entraron en uno de ellos y se sentaron al fondo, en una esquina. Una botella de chianti, vacía, con una vela roja que dejaba caer ríos de cera sobre otros ríos ya precipitados, como lágrimas de una madre que llorase desconsolada por la muerte de su hijo, iluminaba con desgana la pequeña mesa que habían ocupado. Unas flores blancas, de plástico, sobresalían con timidez de un pequeño jarrón de cristal, al lado de la botella de chianti, sobre un mantel de color marfil. El suelo de madera vieja, pisada, oscurecida, al igual que las paredes, con algunos pequeños cuadros de motivos marineros, escasamente atractivos, y apliques de latón, expulsando su débil luz hacia abajo, con bombillas de escasa potencia, lentas, cansadas, creaban un ambiente relativamente cálido e intimista. Era como un aparte dentro del restaurante -en la que había, tan sólo, otras dos pequeñas mesas, ocupadas ambas por sendas parejas, singulares también-, comunicado con el resto por un pequeño espacio a través del cual apenas cabían dos cuerpos al tiempo.

Eligieron los platos, entre la duda de aquellas extrañas palabras, apenas comprensibles que había en la carta, jugando un poco al azar, con la convicción de que tan sólo el vino paliaría los sabores (llevaban poco tiempo allí, pero el suficiente como para conocer la limitada y poco atractiva gastronomía del país).

Hablaban de las circunstancias personales de ella, algo que se había convertido en habitual, sobre todo en los momentos de mesa, de vino o de cerveza, girando en torno a la emocionalidad, al qué hacer con la vida de ella, a los miedos de ella. Conversaciones eternas, agónicas a veces, en las que él, en instantes, se perdía por los alrededores, los físicos, con sus habitantes incluidos, y los imaginarios, poblados de imágenes vividas, pensadas o simplemente imaginadas.

Media botella de un pésimo borgoña, y la ausencia de comida, le bastaron para pasear por las palabras provenientes de la mesa de al lado.

Rondaría ella los cuarenta (más cerca de los cuarenta y cinco que de los cuarenta), en tanto que él no llegaba a los treinta. Una pareja de turistas italianos en busca del otro, o del uno; de encontrar algo perdido o no tenido, o no encontrado. La conversación fluía lenta, casi siempre de los labios de ella, vestidos de rosa desgastado, por la comida, por el vino. Apenas hablaba él, siempre con una sonrisa en los labios y la mirada clavada en los ojos de ella, retrepados tras unas elegantes gafas de color negro.

Se entretuvo siguiendo aquella conversación, a pesar del italiano, como mejor podía, pero sin mayor interés, desviando la mirada hacia sus gestos de vez en vez, para no parecer descortés a su acompañante de mesa, mientras con leves sonrisas y muecas de asentimiento le hacía ver que seguía con ella y con sus pesares y sus pensares.

Los vio como compartían el postre, una especie de raro tiramisú, que comían a impaciencias. Los vio beberse el espresso con delectación, como sólo saben hacerlo los italianos ante un buen café. Vio como se inclinaba ella, en determinado momento, ligeramente, hacia el bolso de mano que tenía colgado de la silla, en su lado derecho. Sacó la cartera de piel y de ella unas fotografías que acercó a su acompañante. Vio como la sonrisa de él se congelaba al mirarlas. Y vio como la de ella desaparecía en un rictus imposible.

5 comentarios:

Andrea dijo...

Ya está volando mi imaginación, veo unas fotografías comprometidas, una infidelidad quizá? Habrá que seguir leyendo, como siempre, admiro tu capacidad para situarnos en el lugar, para hacernos vivir la historia. Un abrazo Diego.

Ruth Carlino dijo...

Que bien, otro relato-novela para seguir y sentir apasionadamente.

Por un momento he recordado esas personas que se topan en tu vida, (yo creo que más bien por casualidad que causalidad), personas carentes de oidos que escuchen todos sus problemas cotidianos, y qué comprendo pero a veces llegan a rayar el máximo egoísmo porque hablan, hablan, con un café en la mano, y pueden pasarse más de dos horas casi sin dejarte comentar nada (cosa que también agradezco porque me cuesta mucho dar consejos), pero realmente al final de la jornada son agotadoras. Pero en fin, yo sé que de algún modo les hace bien que les escuches.

Me encantan tus descripciones, tan sencillas, profundas, y sutiles.

¿Qué pasará con esas fotografías? espero averiguarlo......

Besos Diego.

Ruth Carlino dijo...

Quería decir más bien por causalidad que casualidad, pero me salió del revés, pero aclarado queda.
Besos.

Anónimo dijo...

Gracias Andrea, por tus palabras. Muy halagadoras.
No tengo ni idea de qué pasará. Me vino eso y el final, como siempre, el resto es ponerse y sale solo. Espero que me sorprensa a mí también.
Un abrazo.
Diego

Anónimo dijo...

Hola Ruth.
Mil gracias por esas palabras tuyas. No será novela, será cuento, corto. No quiero meterme en algo largo que bastante tengo con "El color de las mariposas", que espero terminar en breve si los tiempos me lo permiten.
y sobre eso que dices. Es difícil encontrar quien te escuche, pero que te escuche de verdad, que sepa escuchar, que tenga cabeza y alma, que sepa callar. Sí, ¿quién escucha y sabe hacerlo?
Un beso.
Diego