¿Qué pongo? A veces no sé qué decir; incluso, a veces, no sé qué hacer. Incomprensible en una persona como yo; pero qué decir, nada, evidentemente nada. Como Schwob, no busco la fama, escribo para los happy few. De ahí mi atracción por el Arte, ese elemento desclasificador, que decía Borges que era, que sólo desea lo único. Pero no sé, realmente, qué tiene esto último que ver con lo primero, o sí, pero no deseo extenderme en ello. A veces, mientras estoy en estos estados de inútil transparencia, me veo físicamente, como si estuviera fuera de mi cuerpo. Y sé, es evidente, que no estoy fuera de mí, pero me veo. En ocasiones como esa miro a mi alrededor y busco imágenes de cosas o personas que ocuparon espacios. Sonrío. Sé que sólo son recuerdos, pero son tan vívidas, tan reales, que llego a asustarme. La locura o el deseo. Malos compañeros de armas para la lucidez, para el vacío. Y sin embargo tan agradables y encantadores que me sumerjo en ellas y sonrío plácidamente como un niño. En ocasiones, incluso, huelo determinados olores. Me embriago en ellos. Son tan pocos y tan delicados esos momentos que me llevan atrás. Me sobrecogen las imágenes que veo, las personas con las que me cruzo, con todas y cada una, En todas veo. Un perro ladra en la lejanía, con desconsuelo. Veo cómo mira, con tristeza, pero sólo encuentra abandono. Apatía y abandono, esas son las normas de lo actual. Paseo las calles. Palmeras a un lado y otro. El mar poblado de mástiles a la derecha. Edificios sin luz, formales, sin nada que añadir, que dar. Miro a las personas, no las personas sino a ellas. Miro a sus ojos. Intento entrar en su interior. Sólo hay barreras. Barreras y vacío. Rapidez. No hay estancias. ¿Y para qué? Por otra parte, ¿para qué? No hay nada, sólo vacío. Tan sólo una sonrisa, la de una anciana de ojos acuosos, de andar suave, de andar lento. Viste con elegancia, como sus andares que regala. Alegra el hecho. Camino despacio buscando un alma. El ruido es ensordecedor, lo que ayuda en este aislamiento que todo lo cubre, que todo lo llena. Silencios. Incluso los que hablan lo hacen para no decir nada, y lo que dicen es pura apariencia, palabras vanas, frases vacías que visten de apariencia para ocultar su puerilidad. La estética de lo amorfo, la estética de la simplez. Cojo un autobús. Me lleva a la universidad. Parece un ataúd gigante poblado de seres inertes. Personas incomunicadas. Barreras personales. Barreras de música que aísla. Barreras de palabras en tono alto, de gritos para ser oídos aunque no digan nada. Todos intentan hablar más fuerte, más alto, aunque sólo salga vacío de sus gargantas. Oírse uno mismo. Imponer un criterio sobre nada, de nada. Hablar sin escuchar. Es la oratoria de la incapacidad, de la nada, de la estulticia. Objetivos materiales, superficiales, absurdos, banales. Parece un velatorio en un tanatorio cualquiera. Yo debo ser el muerto. Decía Marc Twain que cada vez que te encuentres del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar. El síndrome de la normalidad, que decía Fromm. Demasiadas citas. ¿Será que me estoy quedando vacío yo también? Quizá ya no salga nada de mi interior. Quizá esté muerto de verdad. Tal vez me hayan matado. Me bajo en la universidad, o la “uni”, como la denominan los simples, los que recortan, los que simplifican perennemente para eliminar contenido, razón y sentido a todo, vaciando las palabras, eliminando la belleza que hay en ellas, simplificando las frases hasta no decir nada. Paseo por el “campus”, que dirían los snobs. Deambulo bajo los árboles de la universidad, por sus avenidas, sintiendo la hierba, oliéndola, mirando los parterres. Me siento bajo la inmensa sombra de un ficus, cargado de años, y dejo pasear la mirada por los colores, entre el claroscuro que la luz crea en ese espacio que cubren sus ramas, sus hojas, atisbando apenas el azul en algún hueco. Quietud. Placer. Es un regalo. Hay personas cerca que hablan de nada, de lo de siempre, de nada, que no se dan cuenta de ese espacio que ocupan, de esa asombrosa emoción que desprende todo su alrededor. Silencio y rumores lejanos. No ven la multiplicidad de los colores de esta estación que los regala a manos llenas; no ven la particularidad de cada hoja, el detalle de cada una de sus nervaduras, o el brillo de plata que un caracol ha dejado con su baba en su suave deambular por ella; ni verán el movimiento armónico de las hormigas, sin tregua, sin pausa, ajenas a ese mundo que parece todo, como ellos, del mundo donde habitan. No, no se dan cuentan de nada. No hay nada fuera de ellos y de sus cortas miradas. No hay nada. Universidad vacía de contenido, vacía de alma y de almas, llena de personas que no tienen nada, que no buscan nada; llena de almas en pena. Llena, pero llena de nada. Y un hálito de tristeza inunda mi alma, de amargura y de pena. Y qué importa si sólo estoy yo, si no hay nadie. Y qué importa. La vida está llena. La vida regala. Paseo la vista por entre las briznas de hierba, y se me muestran manchas de trebolillo, delicadas, perfectas. Mil matices de verde. Algo más lejos azaleas y un hibisco. Se oye, a lo lejos, entre los susurros lejanos de esas palabras de nada, el agua de una fuente que derrama sus sonidos lastimeros por no escuchada, el bello canto del agua. Me recuerda Granada. Me recuerda el sonido del Darro paseando en la noche por la rivera de los tristes, abrigado por el frío, por la sonrisa, por el encanto de tantos regalos. Me recuerda, vagamente, el sonido de las fuentes entre la arboleda, y una pareja de ancianos, gente de fuera, que entretiene sus sentidos en esos sonidos, en esos colores, en esos olores; olores que regalan, allí en la Alhambra. Pero nosotros, los de ahora, ya no somos los de antes. Ya no somos los mismos. Quizá, algunos ni tan siquiera sean. Tal vez sea ya la hora de levantarme y reemprender el camino. No quedan almas. Sólo vacío, vacío de nada. Algunos se quedarán, algunos se quedaron, algunos no llegaron ni a abrir los ojos. El resto, la gran mayoría... Esto es para los happy few, para la inmensa minoría, o para, como diría Borges, maestro de tanto, los menos. Y vuelvo a una cita. Algo me está pasando.
2 comentarios:
No me ha hecho falta leer a Pessoa para sentir el desasosiego interno. Forma parte irremediable de mi vida. Es extraño sentir así, estar vacío por dentro, pero es divertido mirar al mundo con esos ojos. Te encuentras posicionado en otro costado de la realidad. Ves belleza, la rozas, la sientes, pero solo un momento, dos. La nada como un todo.
Me resulta extraño que siendo como dices que eres, te resulte “divertido” vivir estando vacío por dentro, y ver la belleza, sentirla y tocarla una o dos veces, sólo un momento, y te conformes con eso. Y más que no prefieras lo otro. Pero cada uno hace el camino que elige. Y puedo comprenderlo. La facilidad de vivir vacío, de vivir en la nada. Todos hemos estado ahí en algún momento, pero cuando lo miras, cuando abres los ojos, te das cuenta de lo que es. Pero es fácil dejarse ir y vivir en ese vacío, no pensar, no sentir, no buscar lo que merece la pena, y en ese camino vivir, sentir con intensidad; eso sí es vivir.
La nada en el todo, no. La nada en la nada. Pero respeto todo, aunque me parece asombrosamente triste, pero respetable. Cada uno hace lo que quiere. Quien pudiendo vivir de verdad se conforma auto convenciéndose de que vive, lo que hace es sobrevivir, no vivir. Y lo triste es que sabe y puede, pero… Respetable, como todo. Y es triste y lo será aún más cuando eche la vista atrás y vea que no ha hecho nada, que no ha vivido nada que merezca la pena, y se diga que no ha vivido nada de verdad sino sucedáneos, sólo vacío. Prefiero ser de los menos que de la masa informe. Prefiero vivir de verdad que vegetar, creyendo que vivo, que no es nada.
A mí un momento de lo otro, una persona de esa minoría, me compensa más que toda una vida en el vacío, que toda una multitud de personas que vegetan, que no son nada, vacías. Prefiero subir una montaña que quedarme en el sofá, tirado, viendo nada en la televisión, aunque de vez en cuando salga alguien que sube una montaña y me parezca divertido. Prefiero un abrazo de una persona de verdad, de quien hacen sentir, que mil de esos “divertidos”, de un instante, y que no dicen nada. Prefiero una mirada que te embriaga el alma por todo lo que te hace sentir, que mil de esas que no dicen nada, que sólo te sacan una risa o dos, un momento tan sólo. Prefiero las estrellas que las luces de una discoteca muchos días, por brillantes que puedan parecer éstas. No hay comparación. Prefiero el amor que mil sucedáneos de un instante.
Joer, qué largo me ha salido. Quizá por esa afinidad que noto en ti y que sin embargo me hace sentir triste al ver que prefieras el vacío, la nada. Y si te he entendido mal lo que decías, disculpa.
Un saludo.
Diego
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