14/7/09

La mujer que vino con la lluvia. Completo

Los ojos, acuosos, le impedían distinguir con claridad el vaso que sostenía entre los dedos de la mano derecha. Cada cierto tiempo notaba como la pierna izquierda, recta, se le distendía produciéndole un desequilibrio momentáneo que, rápidamente, tendía a disimular irguiéndose de la barra, separándose ligeramente y mirando en derredor, como si buscase a alguien, intentando con aquel ritual que cualquiera que le hubiese visto le notase normal, a pesar de que sabía, y por eso iba allí, que nadie le miraba, porque nadie allí miraba a nadie, y que la borrachera pasase inadvertida.

Nueve tequilas eran muchos tequilas, incluso para él, pensó. Y de garrafa, para ayudar más. Pero allí no había tequila viejo. No le importaba tampoco. El sitio era el adecuado a su estado de ánimo o, casi amplificando, a su estado de vida. El “Elvis” era un espacio cutre, de un barrio cutre, de una ciudad cutre para gente sin esperanza. Había sobrevivido, si a aquello se le podía llamar sobrevivir, a la época de gloria de toda aquella zona, cuando algunos años atrás se había convertido en el lugar de moda para la gente entre quince y veinte años. Ahora tan sólo tres o cuatro bares abrían algunos fines de semana y solamente aquel lo hacía por la tarde. Mantenía la música. Aquella música de la década anterior, cálida, envolvente, sugerente. Música oscura que acompañó su ascenso y que custodiaba su descenso. Un descenso a lo más profundo del hombre, a lo más negro. Al lugar oscuro como la tumba donde yacen el amigo, el amor, el hijo muerto. Profundo y vacío, vacío y profundo como el sendero que su alma, en esos tiempos, recorría. Ascenso y descenso. Hastío. Abandono.

El neón deformaba los tonos, los colores, metamorfoseando el espacio y las formas de sus habitantes, desdibujando los rostros, ocultando las emociones. El hedor a orines y lejía impregnaba todo el bar mezclándose con el olor del desinfectante que le habían puesto al agua con que habían fregado un momento antes de abrir. Y el humo de los cigarrillos, sempiternos compañeros de sus dueños, subiendo en volutas decadentes mimetizadas por el neón, dibujaba formas apenas entrevistas y seguramente no observadas por nadie de los allí presentes. Cuerpos apoyados en la barra, dos y el suyo, mirando al vaso, buscando en él o a través de él no sabían muy bien qué o a quién; o al frente, a la nada, al vacío no oferente, perdidas las miradas o intentando perderlas en la delicadeza o la violencia de su silencio.

Solo bebía tequila desde hacía milenios. Era una pose que se había convertido en su vestimenta. Casi nadie lo hacía, y él había creado toda una mitología en torno a esa bebida. Escenas, vivencias, algunos libros y determinadas películas adornaron aquella nueva religión. Él era el sumo sacerdote y legión sus seguidores. Ahora el tiempo había acabado con ella. El Apocalipsis llegó y con él el final de los tiempos, los cuatro jinetes y las trompetas anunciándolo. Era su catábasis. Y lo era porque el pasado no estaba verdaderamente muerto y hacía irrupción, en todo momento, amenazador, en el presente, aposentándose en su alma, hiriendo, desgarrando lento, profundo y lento, abriendo las carnes, despedazando el alma, pudriendo. De ahí la necesidad de aquel rito tranquilizador por repetido, por sedante. Porque cuando el dolor, la pérdida y su recuerdo se desenmascaran hasta un punto indecente, cuando se desacraliza, el hombre corre el riesgo de caer en la desesperación o en la locura, al verse privado de la liturgia que le da dignidad, seguridad e identidad. Ejercía la paciencia en aquella ceremonia con el propósito de un monje de clausura, para adueñarse, sin éxito, de sí mismo, pensando que si lo hacía olvidaría y no tendría miedo a que el pasado fuese su dueño porque no lo tendría, lo olvidaría, especulando que el camino del exceso le llevaría al palacio de la nada, del vacío, de la sabiduría. Qué necio, pensaba al despertar del sueño cada día. Qué necio, se repetía. No hay sabiduría en un vaso, y sin embargo bebía y bebía buscando el descanso, porque en otro lado no podía, porque prefería la tristeza a la muerte a pesar de no poder, apenas, con su vida.

Optó por salir a tomar un poco el aire. Pidió la cuenta al camarero, que estaba en la otra punta de la barra y que le miró con desgana, levantando la vista de la revista que miraba. Alargó la mano para coger el vaso. Llénalo, le dijo, cambiando de idea. Se volvió el camarero con displicencia, cogió la botella de “3 rifles” y llenó el vaso. Lo cogió con los dedos índice y pulgar y se lo bebió de un trago con un impetuoso movimiento hacia atrás de la cabeza. Alargó el brazo y cogió una rodaja de limón de un cuenco de cristal que había en la barra. Se lo metió en la boca y lo chupó hasta que perdió su acidez, para terminar masticándolo.

Impulsándose con ambos brazos, y en la cara un rictus de imposible definición, se apartó de la barra. Se quedó un instante parado, como para ordenar todas y cada una de las partes de su cuerpo y ponerlas en movimiento y, girándose lentamente, avanzó hacia la puerta. Apoyó el hombro en un lateral del quicio, sacó el paquete de cigarrillos y, abriéndolo con parsimonia, cogió uno poniéndoselo en los labios, caído, como desganado; volvió a meter el paquete en el bolsillo y cogió la caja de cerillas; prendió una y acercándola al pitillo lo encendió, aspirando el olor del fósforo y sintiendo como se adueñaba de él, interiorizándolo, volviendo a los recuerdos, que apartó de inmediato como si poseyese una mano invisible, de su cerebro. Aspiró el humo con toda la fuerza de que sus pulmones eran capaces, dejando la boca abierta cuando separó, con la mano en que tenía las cerillas, el cigarrillo de los labios, dejando que el humo se escapara para después aspirarlo de nuevo hasta tragárselo todo.

Abrió los ojos, que había mantenido cerrados mientras notaba como el humo entraba hasta los órganos, calentando por dentro, y los posó en el plomizo cielo. Bajo, excesivamente bajo. Le aplastaba. Le oprimía el alma. Bajó la vista y la dirigió a la calle. Vacía. Gris. Eterna. Con un horizonte infinito que no llegaba a ver. El adoquinado sucio y oscuro. Restos de basura. Y vacía, sobre todo vacía. Vacía como su alma, como su vida. Ningún sonido.

Llovía. Pero ni tan siquiera la lluvia producía sonidos al golpear contra los charcos formados y contra el empedrado. Detrás la música, como siempre, acorde con él. El contrapunto al silencio de fuera, de su interior. Siguió fumando, con la mirada perdida, sin pensar en nada, sólo mirando, fumando.

Del punto donde parecía perderse la calle, donde la vista no llegaba, comenzó a surgir una sombra, como una mancha que se iba haciendo progresivamente más grande. Aguzó la mirada intentando distinguir entre las sombras y la cortina de agua que la lluvia prolongaba durante todo el día. Una mujer o una niña, de edad indefinida. Se paró unos pasos delante de donde él estaba, en el centro de la calle. Los brazos caídos, la cabeza gacha. Desnuda. El pelo azabache, empapado, como témpanos negros apuntando al adoquinado, polifonía de la blancura excesiva de la piel, dejaba caer gotas que se perdían entre las del cielo gris y las lágrimas que le escurrían por las mojadas mejillas. Levantó la vista y le miró. Tenía esa mirada de las personas antiguas, de aquellas que han arrastrado toda una vida en un corto espacio de tiempo, la mirada de una existencia perseguida, de una vida clavada, hendida por el tránsito del alma por el paraíso, el limbo y el infierno a la vez, un día tras otro, y todo en un espacio de tiempo tan corto que hacía que todo fuese más intenso, más brutal, si cabía. La miró él y se quedó perdido. Hundido en aquellos que tan bien sabía, que conocía por vistos, a diario, cuando se miraba en el cristal. Muerto al ver el reflejo, al sentir que estaba allí, pero con otro cuerpo y otros años, con otra vida que no sabía pero que conocía. Y al verla la vio y se giró hacia dentro por no llorar, por no sentir, por seguir huyendo. Entró en el bar dando la espalda a la imagen que parecía le perseguía. Se paró un momento, indeciso. Se giró y la vio de nuevo, inmóvil, mojada, triste icono de una realidad vendida, de una existencia sin sentido, de una herida en un alma que apenas empezaba. Avanzó hacia la percha, descolgó el abrigo y salió a la calle. Se lo puso sobre los hombros, la abrazó con ternura y, con extrema suavidad, andando lento, se fue con ella hacia su coche.

Metió la llave en la puerta y abrió. La miró. No habían hablado nada. El trayecto transcurrió en un total silencio, acompañado tan sólo por el sonido que la lluvia hacía al golpear contra el vehículo y el débil arañar del limpiaparabrisas en el cristal delantero, que apenas quitaba agua, que apenas dejaba ver. Entraron. Le puso la mano, con suavidad, en la espalda, dirigiéndola hacia el baño. Le quitó el abrigo, empapado. Miraba al suelo con pudor, no queriendo dañar aun sabiendo que no lo hacía, y sin embargo su sensibilidad le indicaba el modo de hacerlo. Dejó la prenda sobre el lavabo y llenó la bañera con agua caliente. El vapor llenó el espacio. Cuando se hubo llenado la tina metió la mano. El agua estaba caliente pero era agradable al tacto. Esparció sales, desde hacia tanto no usadas, en el agua. Se volvió hacia ella, la tomó del brazo y le ayudó a meterse. Le acercó una esponja roja y dejó el gel y el champú en la cabecera. Toma, le dijo, te sentirás mejor después. Salió de allí dejando la puerta entreabierta.

Se sentó en el sofá del salón, un espacio amplio apenas iluminado, a pesar de la gran cantidad de lámparas que había en él. Tan sólo una, en el rincón opuesto a la entrada, estaba encendida. Un pie alto, de metal grisáceo coronado por una especie de trapecio, con el lado más grande, el que daba al exterior, curvado, de cristal, con un suave color azul que impartía una tenue luminosidad hacia arriba y en derredor, pero que se perdía a los pocos pasos dejando una sensación de quietud en el claroscuro creado, matizando la mesa, que descansaba sobre una alfombra de lana afgana en tonos de azul marino, amarillo mate y rojo burdeos, de metacrilato, rectangular, apoyada sobre patas de acero y madera lacada en negro, en forma de tronco de pirámide. Se levantó y se dirigió a la cocina, sacó una botella de tequila José Cuervo añejo de la nevera, cogió un vaso pequeño y lo llenó. Paseó la mirada por los cuadros, sus cuadros, de cuando pintaba hacía ya tanto, y comprobó con extrañeza cuánto hacía que no los había mirado. Le seguían gustando. Aquellos diez años dedicados a la pintura habían sido intensos, creativos. Siempre, en los momentos de mayor ardor emocional, su capacidad creadora había sido excepcional. Siempre había creado. Tenía una especial capacidad creativa y una imaginación exultante, fuera de lo normal, lo que unido a una educación basada en la exquisitez de la música clásica, la Literatura y el Arte, le había llevado a la creación, a veces de una forma imperiosa, casi rayana en la posesión, en el deseo insatisfecho de poseer lo que en su interior había, de vivirlo, de aprehenderlo a través de la realidad exterior, no conformándose con verlo, simplemente, dentro. Pintaba siempre en silencio, en absoluto silencio, sintiendo la delicadeza y la violencia de su poderoso silencio interior. Quería sacar, expresar, mediante la pintura, como a veces en aquellos tiempos y después, cuando abandonó los pinceles y tomó la pluma para escribir, con la escritura, el caos, su mundo interior, porque consideraba que era mucho más profundo y real intentar expresarlo, ya que el orden que podía imponer o aportar a las cosas que le rodeaban, como hombre, era algo trivial. El número, el caos, color y forma. Repasó uno a uno todos los cuadros. Bebió un trago y se fue hacia el salón. Se acercó al baño y miró por la puerta entreabierta. Allí seguía ella, con la cabeza apoyada en la curvatura de la bañera, envuelta en el vaho, como una figura espectral surgida de la niebla; el pelo azabache que le caía sobre la nívea piel en un contraste exquisito, delicadamente eterno; los ojos cerrados, con las largas y sedosas pestañas guardando celosamente el negro que su interior escondía y que apenas había atisbado cuando se paró delante de él, en la calle, frente al bar; los brazos extendidos sobre el agua, dejando las manos sobre las rodillas, que sobresalían, como con timidez, en la superficie, por tener las piernas ligeramente dobladas; unas manos elegantes, terminadas en unas uñas muy cuidadas, ligeramente largas, rectas y bien recortadas; el cuello largo y fino, bellamente moldeado, que se alargaba hasta los senos, pequeños, redondos, terminados en el suave tono rosáceo de los pezones, de pequeñas areolas, erectos por el agua, que subían y bajaban por efecto de la pausada respiración, tranquila, sosegada. Hacía tiempo que ninguna imagen le producía la sensación de paz que en aquellos momentos experimentaba. Respiró profundamente y se alejó, sintiéndose culpable por mirar de aquella forma, por mirar sin ser invitado, hacia el salón, donde se sentó de nuevo. Saboreó el tequila. Notaba que sentía algo en su interior que apenas reconocía, de tan lejano, de tan olvidado, de tan enterrado. Se acercó al aparato de música que había sobre uno de los muebles bajos, de madera de bubinga y líneas rectas, dividido en tres espacios verticales, con el de en medio, a su vez, dividido en otros tres, horizontales estos, en uno de cuyos huecos había una escultura de madera con forma sinuosa, que recordaba al cuerpo de una mujer retorcida por el éxtasis; otra de metal, en otro, un cubo de Chillida, pequeño; y un jarrón de cerámica, en el tercero, cocido a fuego altamente reducido, con un dibujo de mujer en grises y azules y una especie de cenefa en la boca, rodeándola con casetones en ocre. No supo por qué en aquel momento necesitó la música. Hacía eternidades que no se oía ni una nota en aquella casa. La música, su fiel amada, su compañía, se había quedado olvidada, desde hacía tiempo. Dejó la soledad de la música, en la soledad sin compañía del alma, por la soledad del silencio, de un silencio autoimpuesto. Para saberse primero, para flagelarse después, para eliminar a aquel Dios postrero e inmisericorde, por último, vengativo y cruel, que le había dejado sin alma, sin vida, sin aliento, por su necedad, bien es cierto, pero sin tener en cuenta que era, a pesar de tanto, un simple ser humano, y a pesar, también, del camino recorrido con posterioridad para lograr el cambio, para tener su anhelo, para recobrar su alma, perdida en el marasmo de otro tiempo, un tiempo de hacía tanto tiempo, y que de nada le había servido. Fracaso sobre fracaso. Dolor sobre dolor. Pulsó el botón de play y le sorprendió el sonido, no por desconocido sino porque era la última canción que había oído. Seguía ahí. Años, siglos, milenios. El tema de Vangelis, Roxanne´ Veils, un desasosegante tema de amor, le hizo estremecerse de emoción, como siempre. Una música extremadamente apasionada y con momentos de una brillantez inmensa, y con otros intimistas y cierto exotismo. Con una melodía sencilla, casi minimalista, y con instrumentos étnicos, lo que le daba una gran carga lírica y mágica al conjunto; paisajes sonoros atmosféricos y cargados de erotismo explícito de clara inspiración oriental, como no podía ser de otra forma, dado el lugar y los personajes que confluyen en el tiempo que acompaña. Se sentó con el vaso en la mano. Cerró los ojos y se dejó mecer por la armonía, imaginando la escena, los actores, la luz, el color, la melodía. Se quedó dormido.

Se despertó sobresaltado. Ella le miraba desde arriba, de pie. Parada frente a él como la primera vez. Mirándole dentro, desde dentro, con una profundidad que asustaba y que adormecía, que movía y que calmaba. Desnuda. Un cuerpo que llevaba al abismo. Una belleza exquisita. Blanco de lirios coronado de negro azabache. Líneas que unían el espacio en que se encontraba con su propio cuerpo, con su propia alma. El tema de Roxanne estaba a punto de terminar. Apenas había dormido. Apartó los ojos de su cuerpo y le hizo un gesto para que se sentara. Se levantó y se dirigió al dormitorio. Abrió una de las puertas del armario y repasó las camisas. Cogió una de color cárdeno y se agachó para mirar los pantalones. Les pasó la mano notando la suavidad del tacto. Se paró en unos azul marino, anchos, de lino. Los sacó con cuidado. Al levantarse vio su imagen reflejada en el espejo de la puerta. El pelo moreno, lacio, largo y descuidado; la barba de días, ligeramente encanecida; las ojeras profundas por el inestable sueño poblado de pesadillas y ensueños no cumplidos, frustrados, que enmarcaban unos ojos de insondable mirada, adusta y aterciopelada en verde, delicada, triste, desengañada; delgado, enjuto y ligeramente encorvado; los vaqueros claros y la camisa negra, ajustados ambos, le marcaban las líneas del cuerpo; los zapatos marrones, de piel vuelta. Se quedó un rato allí, mirando. Aún se gustaba a pesar del desastre físico, pensó, producto del fracaso, de su tremendo fracaso, de la pérdida de la vida encontrada tras tanto y tirada por la inconstancia y la inconsistencia, por la ceguera, por el colapso de tantas y tantas cosas, unidas y separadas.

Volvió al salón con la ropa y la vio allí sentada, con las piernas recogidas, apoyada una contra otra y cruzadas por los tobillos en una postura de un encanto que le hizo estremecer de placer por dentro. Hacía tanto que no sentía, que no veía porque no miraba, que aquello le traspasó el alma. El vello azabache, del pubis, que apenas asomaba, como hilos negros sobre la nieve blanca. Ponte esto, le dijo, acercándole las prendas. Ella se incorporó y se puso la ropa que le tendía. Se vistió con lentitud, como si acariciase el atavío. Te sienta bien, parece que sea tuya, le dijo. ¿Quieres comer algo? No le respondió. Le miraba como siempre, con esa mirada que parecía no comprender nada y comprenderlo todo, pero que tan sólo estaba, mirando con unos ojos que mecían y se mecían donde se posaban. Le puso la mano en el codo y, con suavidad, la acompañó a la cocina. Le indicó una silla, de ratán verde, y abrió la nevera. Sacó queso de gruyere, emmental, de cabra al romero y gorgonzola. Lo sirvió en tacos cuidadosamente cortados; partió pan en tiras largas y rectangulares y otros trozos finos y grandes, para untar; dispuso el queso en una fuente amplia, roja y negra, en cuyo centro colocó una rama de menta que cortó de la planta que había sobre la encimera verde oscuro, en la esquina que daba a la ventana, mientras el pan lo sirvió en una fuente cuadrada, blanca, que resaltaba su color ocre. Ponía, siempre, sumo cuidado en las formas, en la disposición de los elementos, en los colores a utilizar, buscando la armonía, buscando estimular el placer que los objetos, su disposición y su color, provocan al mirar. Era uno de las pocas cosas que aún le quedaban, que aún mantenía, aunque no entendía muy bien por qué éste sí en tanto que el resto los había abandonado en aquel proceso febril de eliminación de los gestos, de la poesía que utilizaba antes en todas y cada una de las cosas que hacía. ¿Quieres vino o agua? Ante la ausencia de palabras, a lo que se iba acostumbrando ya, sacó una botella de Rioja que conservaba fresca en la nevera y escanció agua en una jarra de color violeta con iridiscencias de oro, al color de la luz que en amarillo suave descendía de la lámpara metálica que del techo pendía sobre el centro de la mesa de haya. Se sentó enfrente y la miró mientras comía. Lento, suave, moviendo las manos con una delicadeza absoluta, como si cortase el espacio en el acto de llevarse un trozo de queso a la boca. Movía los labios mansamente, con fineza. Le miraba de vez en cuando mientras recorría cada uno de los cuadros que en la cocina había. Se dio cuenta que dejó largo rato quieta la mirada en el de Manu, soberbio fondo de verde pistacho sobre el que se derramaban un cuerpo lánguido, de mujer, sin brazos, dibujado en líneas rápidas de negro, y una cabeza, en negro también, sobre los pies, de mayor tamaño, de sonrisa taimada y mirada viva. Admiraba ese cuadro que le había regalado él hacía tanto tiempo, dos años antes de su muerte. Se sirvió vino en una copa de cristal negro y siguió mirando, con placer, los gestos de sus manos mientras comía. No sabía qué hacer, así es que esperaría a la salida del sol, al nuevo día. No entendía los hechos. No entendía la vida. Esperaría. Pensó que el presente, un límite, era el verdadero protagonista del tiempo, al igual que el límite era el verdadero protagonista del espacio. Por tanto se movería en esos límites. No tenía más desde hacía tiempo. Y ahora ambos estaban ocupados por ella. Se sentía bien. Tenía paz como no la tenía en mucho tiempo. Cuando hubo terminado la acompañó al dormitorio y le dijo que se acostara. La vio que se detenía ante un cuadro suyo que ocupaba toda la pared, en vertical, desde el techo al suelo, frente al lecho. Acrílicos sobre madera. Un ángel sin alas, estilizado, de formas perdidas, su quintaesencia tal vez, de cuello sinuoso y largo, en ese, que acababa en una cabeza pequeña, representada por un círculo alargado; un cuerpo ovoide y oblongo, rojo, en cuyo interior había una espiral negra que lo ocupaba todo; y unas piernas eternas, una más larga que otra; curvas armoniosas y ligeras en todo el conjunto; todo sobre fondo de tonos de gris y vetas casi blancas. Sonrió ella. Parecía sentirse bien al ver la belleza que él había intentado plasmar allí. Se alegró de que algo suyo le produjese aquella emoción. Apartó el edredón de color añil decorado con flores en azul y rojo con suaves y pequeños tonos amarillos. La vio como se quitaba la ropa y se tendía en la cama, desnuda, oferente, bellísima. Parecía que la entendiera siempre, sin palabras. La cama era de madera oscura, con el cabezal en negro y marrón y elementos horizontales de caña. Le miró como esperando que él hiciera lo mismo. Se agachó hacia ella y le acarició el pelo. Buenas noches, le dijo, yo dormiré en el salón. Si necesitas algo no tienes nada más que decirlo. Apagó la luz y se marchó.

Se duchó nada más despertar. La miró mientras soñaba. Aún no había despuntado el sol y como cada día ya estaba despierto, fuese la hora que fuese en la que se dormía, que siempre solía ser tarde. La mente tenía costumbres a las que era imposible evadirse. El café cargado para empezar el tiempo, como siempre aunque diferente. Notaba en el alma cierta armonía a la que quería negarse, pero que sabía existía. El caprichoso encuentro le había producido un vuelco dentro que no entendía muy bien, o sí, pero que notaba y sentía como le impulsaba, como le movía. Se fue a su biblioteca y allí, rodeado de las estanterías llenas de libros se sentó en el sillón giratorio de cuero negro, cogió unos folios y un lápiz y los puso sobre el tapete de color burdeos que cubría la mesa de trabajo, colgando inerte casi hasta el suelo, y encendió la música y dejó que las notas de U2 le rodeasen. Se quedó pensando en la canción, Stay. Una canción que hablaba de conocerse a sí mismo, de no esconderse, de aceptarse tal cual se es y de aceptar a los demás tal cual son, donde la protagonista no se sabe si es una extraña, una amiga, una esposa o una amante, aunque probablemente tuviera parte de cada una de ellas. Fantasía y realidad entremezcladas. Donde la posibilidad de cambiar quién se es radica en quién está a tu alrededor, como dice la canción: A vampir or a victim, it depends on who´s around. Recordó el vídeo donde se fantasea con el juego inexplicable de los ángeles entre nosotros y que quizá sean ellos los que nos ayudan a forjar nuestro destino; ángeles que quieren ser humanos y quedarse en la tierra. Era grandiosa la canción, hermosa hasta el dolor. Un dolor presente y ausente al tiempo, inexplicable. Le recordó el momento que vivía. Le recordó a ella. La imaginó en la cama, tendida, dormida. La vio en la calle, empapada, con aquella mirada que no pertenecía a este mundo, que lo trascendía. Miró la punta del lápiz, golpeó el canto del paquete de folios que había cogido contra el tapete y comenzó a esparcir las palabras. Se paró al darse cuenta de que había abordado la historia que dijo iba a escribir cuando dejó de hacerlo definitivamente, cuando comenzó su fin, Thera. Sonrió. Dejó que el lápiz se moviera y se dejó llevar por aquel íntimo placer de enlazar unas palabras con otras, buscando hacer saltar la chispa, intentando habitar la materialidad de las palabras, dejándose llevar por las veladas resonancias de las imágenes que en su imaginación había, y por las veladas reverberaciones de las palabras, limando sus aristas, tratando de encontrar la frase imprevisible, abandonándose en el arrullo del ritmo, palpando cada sílaba, cada palabra, cada línea, hasta llegar a la obtención del placer total tras inculcarle su alma, su emoción personal. Se olvidó del tiempo.

Con la mirada acuosa mira, en derredor, tratando de descansarla. Observa el espacio, roto por las columnas de fuste cónico invertido. Pasea la vista sin posarla, o posándola sin ver, atravesando los frescos de las paredes, tan vistos que ya la memoria los describe sin necesidad de verlos. Frescos carentes de profundidad; frescos de colores encantadores, donde las líneas pierden importancia para dársela a aquellos, tan hermosos, sugestivos y audaces en su mezcla, en su composición, en su sonido. Observa sin ver, aun cuando en su memoria siempre está el estilizado toro, encabritado, del que una esbelta niña se coge de las astas esperando que la bestia, enfurecida, la suspenda en el aire como ha hecho ya con el joven que está en su grupa, apoyado en ella con sus brazos en inestable equilibrio, y la lance hacia atrás, en ese momento de extremo peligro en que los atletas, que arriesgan su vida para el deleite ajeno, para alimentar a los dioses, aprovechan el impulso recibido para caer en la grupa, en el suelo, detrás de las ancas. Ya no le placen, o no como solían hacerlo; casi más las posturas que la realidad de la taurokathapsia. Amaba los colores, el torbellino que la luz, tras incidir en los azules, le producía en la vista y, a través de ella, en el alma. El blanco de los cuerpos femeninos limitando la figura del toro; los marrones del animal y los muchachos, rodeados todos por el azul, tan deslumbrante, tan hondo, como el mar azul, que a fuerza de azul era negro, como el oscuro Ponto, el mar amigo, aliado, inmenso camino en el que se sustentaba su estirpe, lleno de regalos, de colores rojos y amarillos, en formas abstractas…

Notó su presencia detrás. Su olor era inconfundible, especial, sensual. Pocas veces había sentido esa atracción por el olor de una mujer, aunque pocas veces tanto mujeres como hombres poseían un olor especial. Tenía esa facultad de apreciar el olor en grado extremo, de degustarlo. Le gustaba saborear cada detalle de los aromas, en concreto en la mujer. Se giró y la vio allí, tras él, parada, vestida con la misma ropa que la noche anterior le había dado, con la misma mirada, como perdida, posada en las negras letras que sobre el papel había escrito. Dejó que acabara de leer. Esperó que el leve movimiento de las pupilas terminara de recorrer las líneas. Me gusta, dijo. Se sobresaltó al oír aquella voz. Ligeramente grave, suave y agradable. Era una voz aterciopelada, baja y modulada. Me alegro, le contestó, aunque apenas está comenzado. Tengo el principio y el final, y este en mi cabeza, pero queda todo el desarrollo y no sé cómo será, sólo sé que será. Sigue escribiendo. No, ahora no, prefiero estar, hablar, y estás aquí y… Dejó la frase sin terminar. Ella le miró a los ojos esperando que finalizase. No me importa, sé esperar, y me gusta leer, saber, conocer, y tu historia tiene encanto, está viva. Más adelante quizá. Ahora tienes que desayunar y me gustaría saber de ti. Los ojos de ella se apagaron ligeramente y la imperceptible sonrisa se borró de sus labios.

En la cocina se sentó frente a ella con un café cargado delante. El silencio instalado. La mirada de ella en el oscuro líquido, la de él en la cara de ella. Le preguntó para al poco desistir. Tal vez necesitaba más tiempo, y él se encontraba a gusto así. No quería que se marchase. Le hacía sentir bien por primera vez en mucho tiempo. Ocurriría lo que tuviese ocurrir. Se dejaría llevar por las circunstancias, por el devenir de las cosas. No sabía si era lo correcto, pero tampoco tenía alma para decidir por ella o contra ella. Y ella no parecía quererse ir. Lo haría cuando quisiera. Pensó girar y hacer, mover la mente a otro lugar, traspasar el límite de lo correcto, transgredir, aunque sabía que esa no era la palabra; pensó en caminar por ese sendero, hacer cosas para ella, hacerla reír, verla feliz, sacarle del alma algo que creía que llevaba pero que había celado. Trataría de iluminar aquella mirada que le obsesionaba y que le recordaba tanto a otra, y que ahora le era idéntica a la suya, a la mirada de sus circunstancias, tan paralelas, tan inmisericordes, tan condenadas.

Se levantó de golpe. Sonrió, sorprendiéndose a sí mismo. Vamos a comprar ropa, le dijo. Ven, termina el café. Y esta noche nos iremos a cenar al restaurante más bello de la ciudad. Pasearemos, miraremos la noche y sus estrellas, beberemos de una forma distinta, reiremos, cantaremos, seremos. Vamos, bébete el café, le apremió. Este es el comienzo de una vida que no sabemos si acabará esta noche. Apurémosla. Rompamos las líneas. Vamos a sorprender al mundo mi niña. El universo, por un día, será nuestro, y todas las personas, aunque sea por un solo día, nos tendrán envidia, morirán de celos al ver como nuestro rostro irradia vida, vida vivida, como esa que la mayoría tira por la cloaca de sus días, por sus cañerías mohosas y podridas.

La tienda era un antiguo caserón, palacete o algo parecido, de antigua familia de alcurnia seguramente y venida a menos, que había sido retransformado en el establecimiento de un diseñador conocido, novedoso, trasgresor pero con gusto, apegado a los volantes, con cierta tendencia por lo clásico y dotado para el color. Muy de su agrado. Muy visitado en cierto tiempo. Los techos altos, con arañas de cristal colgando y estratégicamente situadas; los muebles bajos y escasos. Un espacio minimalista sabiamente utilizado. Los maniquíes con vestidos de noche, de fiesta, de largo, asomando a los grandes ventanales rectangulares; tules, gasas, lino, sedas; en añiles, verdes oscuros e intensos, dorados, azabaches, tonos de hueso, blancos brillantes, solos o bellamente combinados. La dependienta era hermosa, perfecta, de sonrisa blanca y siempre puesta. ¿Les puedo ayudar? Buscamos… Giró él levemente la cabeza y le preguntó, como si supiera su respuesta, ¿te dejas llevar? Volvió a mirar a la dependienta. Buscamos un traje sastre, pero distinto a lo normal, en la línea del maestro apuntó, intentando adular sin sonar afectado. En marrón oscuro mejor, me gusta el marrón, siempre me ha gustado, por su intensidad, por… Se quedó callado viendo el cansancio en los ojos de aquella mujer que escuchaba por deber, no por placer. Marrón oscuro, sí. Les pidió que se sentaran y al poco apareció con varios modelos y unas camisas. ¿Nos podría dejar solos, por favor? Por supuesto. Gracias. No hay por qué. Les echó un vistazo. Enseguida supo cuál era el adecuado. Tomó la chaqueta y los pantalones y le tendió ambos junto a una camisa blanca, de lino y un pañuelo a juego con el traje. Pruébate este. Entró en el probador y se lo puso sin cerrar la puerta. No terminaba de acostumbrarse a aquella falta de pudor por parte de ella, a su normalidad en mostrarle su desnudez. Tampoco quería acostumbrarse al placer de ver su cuerpo, extremadamente bello, excelso. No quería entrar en laberintos recorridos, en posibilidades, en dolores inmensos, en el abismo del placer, de los sentimientos, en el dolor del abandono, del fracaso, de lo negro. Temía todo aquello, por vivido, por sentido. Temía el tiempo que viene después, tiempo a destiempo, rígido, negro y eterno. Además, se dijo, tampoco podía, tampoco quería. Se sabía en demasía.

La miraba mientras se vestía, cómo introducía las piernas en los pantalones con suavidad, con lentitudes que las hacían aún más largas. Los brazos, al elevarse, alzaban sus pechos, atrayentes, sugerentes. Se abrochó los dos botones que tenía la corta chaqueta, bajos, para resaltar el busto, y que iban en paralelo a otros dos formando un cuadrado. Alrededor del cuello de la camisa, que se había levantado, se colocó el pañuelo, del mismo color, en una lazada amplia, que dejaba ver toda la gracia del fruncido en que limitaba. Se bajó el cuello cuando terminó de hacerlo. Las manos en jarras, apoyadas en las caderas. La pierna izquierda ligeramente doblada, creando una suave curvatura en la figura, casi praxiteliana. Descalza. El corte recto, ajustado, entallado en la cintura; un fruncido que caía desde los hombros hacia el codo a modo de volantes pero que no lo eran, dejando un rombo estrecho en su centro, liso; delicadas formas que resaltaban el brazo y los hombros, que ensanchaban la figura sin deformarla, elementos contrapuestos con delicadeza a la esculpida cintura. La camisa dejaba ver unos volantes pequeños que caían en cascada bajo el pañuelo, como si fueran la continuidad del plegado que tenía. Los pantalones rectos. Pensó que, a pesar de la belleza de aquel atavío, aquel cuerpo lo embellecía, lo resaltaba. Ella lo había hecho suyo. Parecía como si estuviese allí para ella, esperándola. Vistió al vestido, lo engalanó con su cuerpo. Marrón sobre blanco coronado de negro y unos ojos sonrientes viendo el espectáculo que aquella belleza había provocado en los que tenía enfrente, en los de él. Lloró callado, henchido de turbación ante aquel cúmulo de emociones desatado. Demasiado intenso todo. Demasiado irreal para ser cierto. Quería beberlo antes de despertar de aquello y encontrarse, de nuevo, en la barra del “Elvis” con un tequila en la mano.

Escogió unos zapatos de tacón alto, puntiagudos, elegantes, provocativos y audaces, a juego con la ropa. Se arrodilló frente a ella, oferente. La miró desde abajó. Ella le devolvió la mirada. Le tomó el pie derecho con la mano izquierda y lo observó con detenimiento. Siempre había admirado la exquisitez de un pie perfecto de mujer. Siempre se había sentido fascinado por la belleza que encierran los pies pequeños, perfectos, armónicos en todos sus elementos y con el conjunto del cuerpo. Miró extasiado aquel que tenía posado en su mano, dúctil, fino, con dedos rectos y delicados; uñas cuidadas; perfectos. Le puso un zapato y después el otro. Se apartó ligeramente y la miró para observar el efecto total. La totalidad entre la nada. Pareces venida de un imposible, como una perla de un país donde nunca llueve. Iluminas el espacio, le dijo arrobado, lo llenas, lo ensalzas. Eres. Le sonrió ligeramente y musitó un gracias. Un liviano toque de rojo le pintó la cara, apenas perceptible, apenas nada en aquel tono de lirios que destacaba entre el marrón de la ropa y el azabache del cabello. Si descalza era ligeramente más alta que él, con los zapatos le sobrepasaba con holgura, pero le encantaba el hecho. Le gustaba ver el efecto que producía en los demás el caminar con una mujer más alta a su lado. Le gustaba la sorpresa en las miradas, la envidia provocada, el sentirse el elegido entre tantos. La belleza está en el Arte, y este ahí estaba, en su máxima expresión, la sabiduría de la naturaleza escrita en forma de mujer, vestida por la belleza creativa del hombre, por su alma, puesta al servicio del cuerpo, creando el compendio, produciendo un acto completo, terminando lo creado o completándolo o matizándolo.

Volvieron a su casa. La miraba de reojo intentando descubrir alguna variación en el gesto, esperando alguna palabra. El sol asomaba con timidez entre las grises nubes, perennes en la bóveda. Un ligero rayo entre un roto del algodón que envuelve. Algo de luz en aquel invierno acuoso y largo.

Se fue directamente hacia la cama. Se desvistió y se quedó dormida, boca abajo. El pelo negro esparcido sobre la almohada, azabache sobre blanco. La miró despacio. Se giró y, con cuidado, intentando no hacer ruido, salió del dormitorio y se fue a su biblioteca, a su centro, al útero primigenio, al lugar de sus mundos, de sus espacios internos. Se sentó. Encendió un Cámel que dejó sobre sus labios, notando el calor del humo que ascendía en volutas hacia lo alto dibujando formas deformes y sinuosas en el espacio, entre la luz que la tulipa de color amarillo derramaba en aquel lugar, hacia abajo. Se lo quitó de los labios y lo posó en el cenicero de cristal azul, grueso, que había sobre la mesa. Cogió el lápiz y comenzó a escribir donde lo dejó. Tenía la necesidad imperiosa de hacerlo. Estaba dentro y sentía que debía sacarlo. Thera, el mundo de la decadente belleza, el del final anunciado.

Tumbado sobre almohadones dorados mientras bebe en una copa de oro repujado, admira el movimiento de la bailarina, cubierta apenas por ligeras telas, dejando ver los incipientes senos de oscuras fresas sobre la piel oscura. El rizado pelo sabiamente trenzado deja caer unos tímidos bucles a los lados. Las manos rompiendo el aire, cortándolo, en gráciles movimientos que anuncian promesas. Dedos que se incurvan, que parece que se rompen buscando efectos de color entre el calor que todo lo cubre, bajo las telas que gimen al viento, entre las columnas de rojo teja, en la pesada y ardiente atmósfera. Hipnotizado por el movimiento, por los pasos de la nubia que allí se mueve; hipnotizado por los ojos que le miran al son de los pífanos y los tambores. Drogado ante la belleza de esa esclava apenas púber. La quiere, piensa. La hará suya esta noche. Su hermana lo mira y reconoce. Tiembla mientras le mira. Le sabe. Le teme. Y teme el desastre que se avecina. Lo ha visto en la oquedad de los dioses. Se levanta de su banqueta y se acerca a él. Se reclina a su lado, entre almohadones, mostrando unos pechos que surgen sobre el corpiño añil que alarga una falda verde, de volantes paralelos, estrecha en la cintura. Ten cuidado, le dice, mientras mira a la joven belleza nubia que no deja de cimbrear el cuerpo al compás de la música. Ten cuidado. Acabará contigo, acabará con todo. Prohíbete ese jardín, tienes más donde elegir. Será, si la tomas, tu principio del fin. Calla y bebe, le replica su hermano, disfruta del sonido y recréate en las formas. ¿Hay algo más sagrado? No aparta los ojos del cuerpo que danza, que seduce, que mata. Después de ella, si no haces caso, nadie te creerá rey-sacerdote, dominador de la naturaleza. Ya nadie te amará rey-sacerdote, dominador de la humanidad. Ya nadie… Y todos verán lo que eres, en lo que te convertirá… y… todo acabará… Lo sabes. Sabes que lo sé. Lo siento como fuego en el cuerpo. Veo el desastre al que te arrastrará. Aléjate de ella.

Una ráfaga de aire más fuerte agitó las telas que impedían al sol entrar con fuerza, trayendo olores de romero, de espliego y de lavanda, y el sol incidía en el cuerpo perlado de gotas de sudor que le escurrían, brillando por los afeites, por un cuerpo que se agitaba más y más con el sonido cada vez más rápido de los instrumentos y que le transportaba a él a paraísos de avidez. Ebrio de deseo se giró hacia su hermana. Si no te callas te mandaré al exilio. Calla. Sube a tus cuevas, implora a tus dioses, sacrifica al minotauro, y deja que el rey aplaque sus sentidos, que calme su sed en la fuente que surge de ese cuerpo que aparece como el regalo oferente de otros dioses, que me es dado y que no rechazo…

Se paró en seco. Dejó el lápiz sobre las hojas. Apoyó los codos sobre el rojo paño tapándose la cara con las manos. Lloró. El recuerdo. El recuerdo que todo lo puede. El recuerdo que siempre lo asaltaba y que reaparecía en cualquier momento. El recuerdo de su Evangelio, de su todo, perdido en el espacio y en el tiempo y siempre presente en su sentimiento. La visión de unos ojos que le miraban tan dentro. El pecho agitado por el temblor del llanto. Las lágrimas escurriendo, dejando regueros salinos, cayendo sobre las hojas y desdibujando los trazos. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Se fue al salón y se tumbó en el sofá. Se meció en ellos, en los recuerdos que tanto quería, en sus sueños. Se quedó dormido soñando el sueño.

Despertó y allí estaba ella, de nuevo, de pie como siempre, a su lado, mirándole en silencio. Era de noche. Le sonrió. Hola, le dijo. La miró largo rato desde abajo. Eres un ángel, no hay duda. No eres de aquí ni de ningún lado. Sólo eres. ¿Nos vamos? He leído tus notas, lo que has escrito, le contestó. Me ha gustado. Me alegro, le dijo él esbozando una ligera sonrisa. Y ahora vamos a vestirnos, a pintarnos, vamos a mirar la vida, a sentirla, a… Cogió un cd y lo metió en el aparato de música. Concierto para piano en G menor de Bach. Nada más apropiado que el maestro de maestros, el de la música sagrada, inspirada, mediante la que el hombre roza recámaras secretas del rayo divino; el maestro del sentimiento. Una música pictórica, que trasciende el mero entretenimiento de un esteta para convertirse en pura necesidad; creada por un espíritu arquitectónico que expone la armonía del todo, la armonía con que el detalle opulento y vivaz parece introducirse de por sí en el conjunto. Es el espíritu de su obra lo que se introduce en el que la oye, no la perfección en su ejecución. Su espíritu se distendió y notó el cambio que se produjo en ella. Haría de esa noche algo parecido a la música de Bach, para ella, para él, para el mundo. Un instante de espiritualidad sustentado en la belleza. Fundiría los sentidos en uno solo y lo exaltaría. Crearía Arte de un instante, de un momento. Haría Arte con la vida. Para ella.

Tras ducharse se puso unos vaqueros claros, una camisa negra de algodón con ribetes de terciopelo en los cantos y un pañuelo blanco de satén al cuello; un cinturón de ante marrón y zapatos negros. Se mojó el pelo y se lo echó hacia atrás. Lo ahuecó metiéndose los dedos dejándolo partido en dos por el centro. Se pintó una débil raya de negro en los párpados y miró el conjunto. Adecuado. Cogió una chaqueta negra de lana fría y se miró con ella. Perfecto, pensó. Unas gotas de Azzaro tras las orejas y en las muñecas para crear el efecto deseado, para dar un matiz de olor a su olor natural, para acentuarlo. Un olor que le agradaba y que sabía que era muy apreciado. La vio en el espejo, tras él. Vestida con el traje recién comprado. Se había cortado el pelo sobre los hombros. Te sienta mejor, le dijo. Te hace más humana, pero aun más atractiva. ¿Me dejas que te pinte? Buscó una caja de pinturas entre el cúmulo de objetos del mueble de baño. Cogió un pincel grueso y lo pasó por el verde aceituna. Cierra los ojos. Le pintó una línea ancha, sobre ellos, sin pararse en el puente de la nariz, continua, que intensificó con dos trazadas más. Miró el resultado. Cualquiera quedará hechizado por esos ojos negros envueltos en el verde de los campos. Y ahora ponte rojo intenso en los labios. Le tendió un pintalabios y miró el movimiento de sus manos al hacerlo. Se acercó a ella y le puso los labios en la mejilla. Estás preciosa, le dijo. Eres una locura. Ni el mejor artista de imaginería podría jamás lograr algo así. El regalo de la luz en mi sombra. Todo un presente para los ojos. Tienes alma de diosa. La cogió de la mano y se marcharon.

La calle oscura. Apenas una débil luz de una farola lejana y la que salía por la rendija de la puerta entreabierta iluminan el acceso. Una puerta de doble hoja, de madera antigua, probablemente marroquí, exquisitamente tallada. La abrió y la invitó a pasar con una sonrisa. Entró. Apartó el inmenso cortinaje en color rojo toscana que franqueaba la entrada a la sala y poniéndole la mano en la espalda, con delicadeza, entraron. Una camarera, toda de negro, con un mandil que le llega a los pies, negro también, y que resalta el rubio de su pelo, los recibió con una amplia sonrisa.

Se sentaron en una mesa pequeña, en el centro de la sala, tras una columna. Él al lado de ella. Le gustaba la cercanía. Nunca le gustaba hacerlo enfrente porque le restaba calor al instante de la comida, un momento íntimo para él, cercano, casi sagrado. Pidió un fino manzanilla como aperitivo mientras leían la carta. El restaurante era sugerente, en tonos teja, intimista y tenue. Cálido como la música que se oía, relajante.

Pidieron unas entradas variadas y de segundo erizo de mar para ella y maigret de pato para él. La presentación era soberbia. Me encanta el erizo, le dijo. Nunca lo he probado, ni imaginaba que se comía, le contestó ella. Dalí era un amante casi compulsivo de ellos, le respondió. Garotes, les llaman allí, en su tierra. Incluso creo que hay una fiesta en donde se degusta este manjar. Te gustará, seguro. Saben a mar. Se comen las gónadas, de un color rojo amarillento precioso. Son carnosas y con una textura granulosa que resalta el sabor yodado de las algas marinas. Y el maigret es exquisito también. Si quieres el mío… No gracias, no como carne, le interrumpió, no puedo con ella, es de familia.

Observa como todos les miran, en especial a ella. La ve cómo mira y cómo le mira. Una mirada agradecida y un punto de algo más o mucho más. Y no querría. No quiere el daño ajeno. Quizá tampoco el propio. Pero menos el ajeno que le destroza el alma como nada. Y esa mirada, por conocida, por presentida, por temida, le aleja la sonrisa.

¿Por qué escribes? Le espetó de pronto con la mirada fija en sus ojos. No lo sé muy bien, y lo he pensado, pero no sabría contestarte de una forma absoluta, ni tan siquiera de cerca. No lo sé. Sólo sé que lo hago, que escribo por necesidad, para sacar cosas que pienso o que siento, que veo. Hizo una pausa. No lo sé. Siempre he tenido la necesidad de expresar lo que veo, siento e imagino. De ahí la pintura, la música, la escritura. Le gusta como se queda cuando le escucha. A veces con un cubierto en alto, vacío o lleno, esperando que él haga una pausa para metérselo en la boca. De vez en cuando sonríe con los ojos. Es inmensa la capacidad de expresión que posee con ella. Y el cuento de ahora, ¿Thera? Sí, Thera. Cuéntamelo. No está terminado, ya te lo dije. Pero lo sabes, sabes la historia. Sí. Pues cuéntamelo. Verás, un hombre, un rey en Creta, está hastiado de la vida, de una vida de opulencia, sin sentido, una vida vacía con dioses vacíos, y de repente se encuentra con una mujer, una niña apenas, una artista de la seducción, del arte, del baile, de la música, del amor y del deseo. Esa niña, la nubia, le pierde, le absorbe, se lo lleva por los laberintos de la pasión, del sexo, del dominio a otro. Abandona su puesto de rey, su responsabilidad, a su pueblo. No hace caso a las señales. Los dioses le castigan. Una erupción volcánica, un maremoto. Desastre. La isla destruida, su pueblo perdido, muerto, el rey abandonado, errante… Thera. Es triste la historia, le dice ella. La vida no siempre es de película. La vida no siempre es bella. A veces se te hinca y te mata lento, dolorosamente lento. Lo sé, lo sé, yo lo he vivido, dolorosamente lento, terriblemente lento, dice mientras cierra los ojos tras el verde. A veces he querido estar muerta, pero nunca he sabido hacerlo. Era la primera vez que hablaba de ella, de sus circunstancias. Se calló para incitarla, pero ella se calló también. Y una especie de velo lo hizo sobre la mesa cubriendo el momento, un velo oscuro lleno de tristeza, de la tristeza de sus respectivos mundos.

Sin embargo está el Arte, está la vida que aun con esas tristezas y a veces sus apatías, es bella y merece ser vivida, le dice, acariciándole con suavidad la mano que ella tiene sobre el mantel. Si tú lo dices, aunque siempre hay personas como tú. Yo no soy, le contestó. Hizo una pausa. Sólo soy un náufrago que intenta subsistir en el proceloso mar, en la tormenta que es mi vida, en un barco sin rumbo, sin timón, perdido, buscando la luz del faro que me guiaba y que no encuentro. Un náufrago en un mar de emociones, roto por la vida.

La música era envolvente, suave y envolvente como el tacto de la seda. La voz de Sade, aterciopelada, grave y delicada, se desparramaba entre los tonos de luz, entre el leve rumor de la conversación, acompañando. Melancolía de ausencias, de amores perdidos y recobrados. La música era y era con ellos. Todo lo que allí había era el fresco de una vida intensa, vivida en el sentimiento y en el sufrimiento de aquellos dos personajes salidos de un cuadro romántico, eternas almas sumidas en una tormenta sin límite, pero mecidos, en lo más profundo de sus almas, por la esperanza, vista en sus miradas, en un leve punto brillante que en sus ojos aún quedaba.

¿Te gusta la música? Me encanta, le dijo ella, es como una brisa fresca con dulzura de alma. Sí, es dulce la melodía de su voz, elegante, tierna, con un ritmo suave que te hace soñar, entrar en tus sueños estando despierto.

Cuando acabaron les sirvieron un sorbete de limón. ¿Lleva champán?, le preguntó a la camarera. Por supuesto, le contestó ésta, unas gotas de Champán Cristal. Claro, lo había olvidado. Se quedó callado. Tanto tiempo, pensó, tanto tiempo y ya hace tanto.

Amas la música, ¿verdad? Quería sacarlo de allí, de ese pozo hondo, sin fondo, en el que entraba a veces, por detalles que aparecían, por casi cualquier cosa. Parecía que todo en la vida le llevaba a ello. Tal vez fuese oscuro, pero para él, pensaba ella, debía de ser de una brillantez inmensa. De ahí su estancia en esas sombras de su mente, en ese pasillo al que reducía, de una forma casi absoluta, su vida.

Como cualquier Arte, como todo, como la vida, le contestó tras un tiempo. Sólo hay una forma de vivirla, viviendo, y eso sólo se puede hacer amando, pero con pasión, poniendo todo en ello, degustando, bebiendo, sabiendo estar, sabiendo mirar, sabiendo amar. Fíjate, sólo un detalle. Cuando amueblé el salón, que es donde me gusta escuchar la música, busqué encontrar el sonido perfecto, aquel que me hiciese volar en ella, mecerme en ella, dormir en ella, y con ayuda de un amigo, arquitecto y melómano al tiempo, coloqué unos hilos por el techo, buscando evitar las reverberaciones, buscar ese sonido perfecto. Casi lo logramos, pero faltaba algo. No terminaba de ser perfecto. Pero la vida te da, a veces. Leí en un libro antiguo algo que un emperador bizantino había hecho en su palacio buscando el mismo sonido que yo. Soltó veinte mariposas que aleteaban en la bóveda cuando sonaba la música. Ahí estaba la solución. ¿Tú también lo haces? No, prefiero verlas en el jardín, no me gusta enjaular a nadie. Todos los seres deben ser libres. A veces olvidamos ese detalle y tratamos de imponer un criterio, incluso por razones que creemos adecuadas, pero es un error. Es malo, no es justo, ni tan siquiera bueno. Todos deben ver las cosas por sí mismos, nunca obligados. Y los animales no tienen capacidad tan siquiera de oponerse, de razonar con nosotros. No quisiera ver esa belleza envuelta en un mundo que no es el suyo, por más bello que sea. El aletear de las mariposas es para el verde de la primavera, para estar fuera, en los campos en flor, en los ocres trigales, en las amapolas, en las violetas...

La ve como se bebe sus palabras, como amplía la sonrisa, como se adentra en sus ojos para capturar las imágenes, para quedarse con ellas o en ellas, para aprisionar la poesía de las palabras, de las frases, de la vida.

Se marcharon a la playa. La luna brillaba en el mar derramando manchas de plata. Inmensa. Arriba. Las olas rompiendo en la arena. La brisa en la cara les apartaba el pelo hacia atrás. Las miradas perdidas en los reflejos, mirando el negro perlado del mar por el regalo de la luna. Se abrazó a él y comenzó a llorar.

No llores por favor, le dijo, acariciándole el negro pelo mientras la ponía enfrente y la abrazaba con fuerza. ¿Por qué? Es de felicidad, no te preocupes, le dijo entre el llanto y los movimientos de su pecho. Soy feliz, me siento feliz por primera vez desde hace mucho tiempo; casi, te diría, desde que era niña, muy niña. La abrazó con más fuerza. La besó en la frente. No te preocupes mi niña, estoy aquí. Sé feliz, te lo mereces.

Túmbate a mi lado. Hace tiempo que no tengo un cuerpo amigo, cerca, que me de calor, que me abrace, que lo sienta mío, que me haga sentir segura, tranquila. Todos los que han pasado sólo me han poseído. Ojos que se alimentan de carne, que te extraen el tuétano, que quieren lo mismo, carne y alma para más carne, como vampiros. Ser ellos, sólo para ellos. Que te adulan, que se muestran para obtener mi cuerpo y mis caricias. Que se esconden tras sonrisas melífluas, que te engañan con vanas palabras, que te hacen creer que son lo que no son, que están vacíos. Vestidos de apariencia. Te escuchan, te copian, te imitan, para después decirte lo que necesitas, lo que quieres, lo que te gusta, sin sentirlas, sin saber siquiera lo que significan esas palabras, esos conceptos. Ruines sombras de persona. Egoístas. Solitarios miopes que se agostan en la pedantería camuflada de verdad, de personas distintas, en el prejuicio, en la apariencia de lo que no son y que les gustaría, pero que no saben porque no pueden, porque carecen de alma o la tienen vacía. Túmbate a mi lado, aunque sea solo un momento. Deja que te abrace. Deja que te sienta. Quiero oír el sonido de tu sangre corriendo por tus venas, tu sonido igual al mío. Quiero unir mi sonido con el tuyo y ambos al unísono en esa orquesta que es el sonido de la humanidad. Sé que podemos. Tú y yo, si queremos. Lo siento así, absolutamente verdadero. Te siento dentro, sé cómo eres. Te sé sincero. Ven junto a mi cuerpo. Necesitas un lugar, necesitas un sitio donde reposar, donde descansar de esta vida que llevas y que te está consumiendo, que te está dejando inerte. Tú tienes un alma infinita y una sensibilidad fuera de lo común. Te ahoga la pena. Te mata el martirio. Un martirio que alargas, que guardas con celo. Te sientes vacío cuando estás lleno, cuando podrías no sentirlo. Sé qué te falta. Lo perdido. Sé lo que ansías. El amor es un regalo y tú lo has vivido y lo has perdido. Yo nunca lo he sentido, pero sé lo que es porque lo llevo dentro, en mi alma, enquistado. Empecé a entregarlo, pero nunca he encontrado la respuesta a ese don. Siempre me lo han quitado. Empezado y acabado. Y cada vez más cerrado. Cercenado hasta dejarlo seco. Pero tú si sabes lo que es, lo has vivido de una forma intensa, se nota en tu forma de mirar, si no hubiera sido así no te quedarías de repente tan callado, ido a lugares fuera de aquí, fuera de mí cuando me miras, cuando me hablas y de repente te ausentas a esa página de tu vida que tanto quieres, que tanto anhelas, revivida una y otra vez porque la sabes sublime, intensa, perfecta, plena de armonía y de belleza. Ven a mi cuerpo, mi lugar. Mi cuerpo es un lugar, nadie lo cree, nadie lo sabe, pero así es, porque las cosas que vives sólo las vives tú. Y quiero que sea el tuyo también. Que estés conmigo. Tú eres diferente al resto. Si no lo fueses no sentirías como sientes, no vivirías esta vida. Algunos te podrán tachar de cobarde, de negarte a vivir la vida, de quedarte anclado en un pasado que no eres capaz de superar, de querer vivir o morir, de autocomplacerte en la melancolía. Pero yo sé que no es cierto. Que lo que haces lo haces sabiendo, sintiendo, porque prefieres la vida vivida que cualquier sucedáneo, porque has vivido lo cierto y sabes que tras ello no hay nada o sólo meros espectros redundantes de aquello. Y tú no quieres eso. Prefieres las sombras del pasado que la nada ausente de la apariencia mustia del presente, que sabes sólo te conducirá al vacío. Te sé, y sé que eres sublime, que tu mente está llena como tu alma de cosas hermosas. Se ve en tus cuadros, en la poesía que derramas en todos tus escritos. No he visto nunca una sensibilidad tan extrema, una pasión tan desatada. No es una máscara lo que llevas puesto, es la vida lo que vistes, y si es una máscara esa es la de tus sentimientos, profundos, verdaderos, inmensos. Nunca he visto a nadie vivirlos así, sentirlos así, mirar las cosas, por pequeñas que sean, de esa manera tan intensa, tan absoluta. Nunca he visto a nadie poner lo que pones en cada cosa que haces, en cada cosa que dices, aun la más pequeña. Te mereces sentir lo que quieres, tener lo que tienes. Y yo te doy esto. Te regalo mi alma como la más hermosa prenda que poseo y con ella mi cuerpo, donde habita. Ven a mi lado. Mírame como cuando miras un paisaje y te quedas extasiado. Me gusta ver cómo miras, como piensas el silencio, ahí, tan callado, como si estuvieras asustado ante la magnificencia que se te da a la vista. Me gusta ver tus ojos cuando miras. Mírame así, quiero sentir lo que sienten los árboles, las montañas y los ríos cuando los miras, cuando los posees, y las personas, los viejos y los niños, las flores y los insectos. Mírame así, como algunas veces lo has hecho. Quiero sentirlo. Quiero sentirte dentro, muy dentro de mis sentimientos.

Se quedó callada. No había apartado los ojos de los de él. Apenas había parpadeado.

Un mundo se abría en su interior. Notaba un cúmulo de emociones que le trascendían. Sentía, casi podía oír la sangre por sus venas. El corazón acelerado. Temblaba. Creía que se moría. La muerte tenía que ser algo parecido a aquella sensación, pero sólo si has vivido. La miró despacio. Apartó la vista para mirarla de nuevo. Había algo en su mirada que le podía. Había algo en aquel torrente de palabras que le hacía sentir lo no sentido, lo no esperado. Había sentimientos encontrados en su interior. Había cosas que no entendía o no quería entender, que no sabía o no quería saber. Se quería negar, quería olvidar. Olvidar para empezar. Y quizá sólo con ella podría ser. Quizá. Temía. Sentía. Quería.

Comenzó a desnudarse ante ella. Dejó su cuerpo vacío. Desnudo de ausencias, desnudo de vestidos. Se tumbó a su lado. Cerró los ojos. Notó como un brazo le cubría el pecho y como el cabello le acariciaba su cuello, y el aire expelido, calido, que le mimaba el vello del pecho; los senos pequeños, redondeados, de ella, posados suavemente en su brazo y sintiendo el leve movimiento producido por la respiración tranquila que ella tenía. Sintió aquella piel tan suave contra la suya y el olor que expresaba. Sintió todo aquello y agradeció el regalo. Se giró hacia ella y lloró mientras la abrazaba. Lloró mares encerrados. Lloró por cada uno de los días de todos aquellos años. Agua de tiempo, retenida en esclusas de tequila. Lloró sobre su cuello. Lloró sin medida.

Recordó en el llanto otro cuello, otra piel, otro olor, otro tacto, otros ojos, otra vida. El palpitar de un corazón junto al suyo, unas manos sobre el pecho. Y lo sintió como si fuera en ese mismo momento. Un momento repetido, retenido y recordado como perfecto y que seguía sintiendo como algo vívido. Aquel era el sentimiento. No había otro, nunca lo habría. Cuando se tiene la perfección el resto no son sino imitaciones que sólo conducen a un momento, a irse, poco a poco y lentamente, al vacío. Un cruel engaño contra sí mismo, un intento falaz de andar, sabiendo que todo es tropezar y volver a hacerlo, una y otra vez y una vez más. Mirando atrás y sabiendo, o no queriendo mirar para seguir mintiendo. Una comunión así sólo se da una vez en la vida. Él había tenido la fortuna de vivirla y no era tan loco ni tan necio como para intentar encubrirla, para ensuciarla. Prefería el tequila a ese triste proceso. No lo haría. Nunca lo haría. Aquello era demasiado fácil, excesivamente sencillo. El regalo era inmenso, exquisito. ¿Quién no daría la vida ante eso? Pero él era él, su alma y sus sentimientos.

Se calmó mientras ella le acariciaba el pelo. Se giró y se tumbó boca arriba.

Se acodó a su lado y le miró con suavidad infinita, con una ternura sin límites. ¿Cómo es ella? Se quedó pensativo. Dios… Ella es poesía. La miras y…. Mirarla es ver la vida, perderte en ella… Y ella te mira y te mata, te eleva, te hace sentir como nunca has sentido, como jamás podrías… Ella es vida, pero vida de verdad, para ser vivida… Te invita, te acuna, te duerme, te da los colores, te hace ver la música, oír los olores… Es como mirar y dejar que el aire se quede inmóvil a su alrededor. Hace que la atmósfera adquiera tintes de locura, impensables fuera de ella. Pero de una locura lúcida. Te invita a la ausencia. Y te dejas ir. Miras y te deleitas. Observas. La sinuosidad de las formas con que dibuja el cuerpo, tumbado, como a descompás. Sugerente, invitador, atrayente. Desde el imperio de unas piernas infinitas, moldeadas como a cincel, etéreas, marmóreas en su color y tersura, en una ángulo de cuarenta y cinco grados; la izquierda ligeramente sobre la otra, y ambas dirigidas hacia la derecha. Las caderas, terminándolas, y en su centro el Monte de Venus. Espesura que invita. Color de la tierra. Tenues sugerencias de lo que parece. Promesas. Lentitudes. Altares. Todo lo inmanente en él. La cara y la cruz. El principio y el fin. El alfa y la omega. La vida. El origen de la vida. De toda vida. De mi vida. La fascinación que asciende a base de una cintura que se cierra en torno a la unión, al centro, al eje alrededor del cual gira el cuerpo que eleva, mi centro gravitacional, el hecho sobre el cual hace que todo nazca y todo muera. Centro de centros. Y en su plano los senos. Hermosos. Suaves y esbeltos. Blancos y con un ligero color de ocre en su centro. Brillantes. Excelsos. Abiertos. Y la mirada sigue deslizándose, hacia el rostro, en un tobogán infinito que no acaba nunca. Que se detiene en el continuo repique antes del cuello. Eterno. Y ahí el mármol se hace pétreo. Locura de siglos. Círculo de espirales sin fin. Sin principio ni final, sin origen ni destino, sin ida ni retorno. El lugar donde quedarse. El lugar de todo comienzo. La locura perfecta. Pedestal de un óvalo clásico. Italiano. De puntales marrones que te observan con hondura, que te mutilan. Que hieren de tanto que entran. Que queman. Que destrozan. Ojos antiguos. Ojos serenos. Ojos. Y sobre el blanco de las sábanas, a modo de corona, negro el pelo. Desparramado. Azabache sobre satén. Negro sobre tonos de blanco. Todo lo que la mirada bebe no es sino el espejo de mi vida. La luz. Mi alma reflejada. El alma. Todas las almas. El lugar donde quiero vivir. El lugar donde quiero morir. El sitio. Mi hogar. Ella es Ella.

Se calló y vio las lágrimas de ella escurriendo por las mejillas y como se tumbaba a su lado. Parece que la estés viendo, le dijo ella. Lo siento, le contestó. Hizo una pausa. No quería dañarla. Sólo quería estar, verla sonreír, hacerla feliz mientras quisiera, pero sólo donde podía, como podía. Y en su alma sólo cabía así. Lo siento, volvió a repetir. No puedo y sin embargo te mereces todo, lo mejor de la vida, pero yo sólo puedo darte esto. Y te agradezco tanto… Me has dado tanto que… Pero no puedo, lo siento en el alma, y me mata, pero no puedo. Soy así, me has conocido y me sabes. Tienes la capacidad de verme, de entrar en mi alma y sabes como siento… Silencio.

Se quedó dormido, profundamente dormido.

Cuando despertó, el sol entraba por la ventana a través de las rendijas. Hacía tiempo que no salía. Se giró. No estaba allí. Era algo que sabía, que presentía. Se fue a la biblioteca y sobre el escrito de Thera encontró unas palabras en una redonda y dulce grafía: Yo tampoco quiero hacerte daño y sé que si me quedo lo haría, y me lo haría, aunque sé que fuera de ti la vida es muy fría, excesivamente fría. Me tengo que ir. Ojalá la vida te de lo que ansías. No pierdas la esperanza, sigue tus sueños, sigue viviendo y se cumplirán. La vida siempre da una última oportunidad, o debería. María.

Se fue hacia el aparato de música con el humeante café en las manos. Cogió el cd de Radiohead y buscó una canción. La seleccionó y pulsó el botón de play. Reckoner surgió llenando el espacio. Se sentó en el sillón. Cerró los ojos y repitió para sí las palabras de María, la mujer que vino con la lluvia, la mujer perdida. Le dio las gracias mientras unas lágrimas le escurrían viendo su imagen, mientras la imaginaba con el traje por la calle, mirando la vida. Reckoner sonaba. Siguió la letra.

You can't take it with you

Does it for the pleasure

You were not to blame for

Bittersweet distractors

Dare not speak his name

Dedicated to all you

All your needs

Because we separate

the ripples on a black shore

Because we separate

the ripples on a black shore

Reckoner

Did I cater to all you

All your needs.

Se meció en la melodía. Terminaré el cuento de Thera, se dijo. Por ella, para ella, el regalo de la lluvia, el regalo de la vida.

6 comentarios:

Andrea dijo...

Gracias por terminarlo, he soltado algunas lágrimas al leer el monólogo de ella, te aplaudo, Diego, por tu capacidad de escribir largo, suave, y con una sensibilidad especial a la hora de describir los sentimientos de una mujer. Un beso..

Anónimo dijo...

Hola!
Este cuento me ha gustado mucho, me encanta con la magia que describes a la mujer. Gracias a ello me la imagino con una facilidad exquisita. Me gusta meterme en los cuentos tanto que pueda llegar a vivirlos, y mas si hay mujeres con esos cuerpos curvos que incitan a la inspiracion y el deleite de los sentidos. Gracias por deleitarnos con este cuento.
besos!


Llum

Anónimo dijo...

Gracias a ti, Andrea, por leerlo y valorarlo como lo has ido haciendo. Ha sido un placer.
Escribir sobre la mujer es un placer, y una dificultad extrema. Sois de una complejidad absoluta. Pero yo os veo así, quizá porque tengo algo de esa sensibilidad vuestra, quizá por mi admiración más profunda por vuestra inteligencia, sensibilidad etc., quizás porque me gustais demasiado; quizá por todo junto.
Un beso y gracias otra vez.
Diego

Anónimo dijo...

Hola Llum, guapa.
Un placer verte por aquí y ver esas cosas bonitas que dices.
Me alegro de que entres en ellos y te deleites en las sinuosidades...
Un beso.
Ya hablamos.
Diego

Virginia dijo...

Emocionante. Capaz de llegar a lo más hondo. Pocas palabras quedan por decir ya, pero te hacen vivir lo que está escrito. Es como un billete de ida y vuelta por la piel del protagonista. Hacía tiempo que buscaba algo que mereciera la pena comentar para decir "He vuelto a escuchar el corazón y los sentidos después de esto".

Espero que te esté yendo bien el verano, Diego. Un beso de tu alumna.

Anónimo dijo...

Hola Virginia.
Me alegra verte por aquí. Todo un placer.
Mil gracias por tus palabras. Muy halagadoras y profundas.
Miraré lo tuyo en cuanto saque un rato.
El verano bien, de momento, y espero que siga así. Y espero, también, que a ti vaya muy bien.
Un beso.
Diego