Salió temprano. El frío se agudizaba al respirar debido al aire que entraba por su nariz, hiriendo por dentro como un témpano de hielo que atravesase el cuerpo helando todo lo que tocaba. Apenas se veía. El negro iba haciendo lado al gris en una transición que más que anunciar el día avisaba del nacimiento de una noche más clara, acuosa y lenta, aterradora y larga, que la noche negra que agonizaba ya.
Caminó sin una dirección fija, sin importarle dónde llegaría pero intuyendo que ese era el camino. Llegó a una calle ancha, amplia avenida vacía de todo, con árboles, vacíos de hojas, en el centro y flanqueada por espaciosos edificios de amplios ventanales. La cruzó despacio hacia uno de ellos, rodeado por un espacio vacío que en algún momento debió estar cubierto de césped, pero que ahora era tan sólo una dura capa de tierra ocre, compacta y cuarteada por multitud de grietas, muertas venas de una tierra yerta.
Una mujer estaba sentada, con la cabeza gacha, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol, seco, yerto, como los ojos de los muertos. Murmuraba algo. Se acercó a ella. Se sentó a su lado.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!
Repetía las expresiones una y otra vez, como una salmodia, como si con ellas intentara exorcizar sus demonios interiores, sus miedos o sus pesares. La miró pero no recibió respuesta a su mirada.
¿Cuándo abren? ¿Lo sabe? Le preguntó sin mucha convicción.
Nunca. Siempre está abierto, pero nadie entra. La Belleza no está de moda. La gente no sabe mirar, ni tan siquiera quiere. Solo quieren un momento de vulgaridad, una porción de idiotez momentánea, la fugacidad de la nada aparente. ¿Tú quieres entrar?
Sí, le contestó.
Le miró con cara de sorpresa. Incrédula.
¿Para qué? ¿Qué quieres ver? ¿Qué buscas?
¿Ahí? La Belleza, la verdad.
Le volvió a mirar con incredulidad.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad! Volvió a decir ella, en un tono esta vez más bajo mientras los ojos se le vidriaban.
Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. !Oh Bartleby! !Oh humanidad! Recitó él la última frase del cuento de Melville, metiéndose en su interior, en sus cristales, recordando al escribano Bartleby, en su ruptura hacia dentro, en ese proceso eterno de implosión, en un empequeñecimiento de su sensibilidad como individuo para reducir la cantidad de dolor, en un proceso que nunca termina, ni tan siquiera con la muerte. Tal vez era otro Bartleby en un proceso semejante, buscando ese punto de fuga, pensó. Tal vez ella también lo buscaba.
¿Conoces el cuento de Melville, Bartleby el escribiente?
Sí, lo leí hace tiempo. Tú también, parece.
También. Una, mil veces. Buscando. Desentrañando el proceso. Y los de Kafka. Buscando. Tratando de eliminar el dolor que te ahoga. Tratando de salir de aquí.
¿Qué haces, ahora?
Solo espero.
¿Qué?
A alguien. Tal vez a ti, aunque no lo creo. La esperanza ha muerto, o está muriendo.
¿Llevas mucho tiempo aquí? ¿No tienes frío? No pareces tener buena cara.
¿Importa? No. Es mayor el frío del alma, la pérdida de humanidad si que me produce frío, pero dentro, denso.
¿Vives cerca?
Si, ahí al lado, en una calle gris y retorcida como una culebra de agua. En una casa amarilla con flores en el balcón: geranios, orquídeas y una planta de hibisco. Son de plástico. Ya no quedan vivas. Desde abajo las miro siempre, antes de entrar en el portal.
Se quedó callada y dejó la mirada prendida en la fachada gris del edificio. El viento comenzó a soplar con fuerza. Algunas personas, envueltas en chaquetones de cuero negro, en abrigos oscuros, en gabardinas largas de color caqui, comenzaban a aparecer por todas partes, saliendo de portales, de bocacalles. Andando rápido, sin mirar a ningún lado, siempre hacia delante.
Por dentro la casa es hueca, continuó diciendo, lo mismo que una cáscara de nuez. Hay una humedad y una penumbra constantes. A veces pienso que vienen de mí.
Se quedó nuevamente callada. La cara se le estaba transformando en un rictus de amargura intensa, de desesperanza absoluta, de atenazadora querencia hacia un desenlace deseado pero imposible, denegado por ella misma. De pronto una escasa sonrisa dibujó su rostro. Miró el opaco cielo.
Me gustan los pájaros, sobre todo los gorriones, aunque ya no están. Ni siquiera quedan cuervos. Bajó la vista de nuevo. Y el mar en invierno, siguió, pero está tan lejos. ¿Será azul aún o se habrá transformado en gris, como el cielo que nos cubre?
No podía apartar la mirada de aquella mujer. Sus palabras le aturdían a la vez que le hipnotizaban como llamaradas en la oscuridad absoluta, como gritos inclementes en una habitación vacía e insonorizada de la que no puedes escapar, de donde quieres huir pero al tiempo no quieres abandonar.
¿Qué tienes dentro?, le dijo, ¿qué te pasa?
Nada. Al mundo es al que le pasa. Yo solo describo.
Giró la cabeza en la dirección donde estaba él, pero más allá. Él hizo lo mismo para ver qué veían sus ojos. Una mujer andaba lento, con una careta redonda, tapándose la cara con ella. En la máscara había impresa una fotografía de mujer, en blanco y negro, de una belleza sobrehumana. La cara blanca, los ojos negros, y una gargantilla a juego. Ojos tristes, opacos; la mirada perdida, hastiada de vida, gris, como el espacio, como el cielo, como el día, como la vida. Se perdió entre las personas que cada vez eran más y que andaban por la calle sin pararse, rápido, hacia delante. Nadie hablaba. Nadie miraba.
Me marcho. Ya es tiempo. La gente…
¿Tienes que hacer algo?, le preguntó con la esperanza de seguir hablando.
Quiero mancharme de barro y de hierba, pero ya ves, creo que solo lo podré hacer de barro y ni tan siquiera.
¿Qué haces?
Soy amanuense. Era bióloga, pero no son tiempos. Ahora…
¿No hay esperanza o es que no la tienes?
Mira a tu alrededor. No eres ciego. Aprendí, hace tiempo, la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma. No hay almas, y las pocas que hay están encadenadas. Ni tan siquiera, ya, hay manos, manos para dar, para acariciar, para sostener. Por eso soy amanuense. Por eso me gusta el barro, para moldear, para acariciar. He de marchar. Ya es tiempo. Que tengas suerte. Quizá tú lo encuentres, o te encuentres. Quizá…
Se levantó dejándole helado, sin aliento. La miró alejarse hasta que dobló una esquina. Miró la entrada del edificio. Seguía cerrada. Decidió esperar un rato. Tenía tiempo.
6 comentarios:
Querido Diego, todo tu relato me sugiere la descripción de un mundo tan real que me apena profundamente. No estamos lejos de esos rostros opacos, grises, vacíos y casi sin vida, como tampoco lo estamos de esos paisajes carentes de significado y de esperanza.
Siempre consigues estremecerme.
Besos.
Angustiadas palavras que nos levam por estas ruas cinzas, desvendando o que resta da humanidade em inquietantes sugestões, gostei muito.
El estremecimiento, Ruth, ante unas imagenes es lo que pretendo, y dice del que se estremece porque tiene alma.
Sin embargo, aunque llevas razón, en parte, en cuanto a que esas personas existen, también es cierto que ahay otras, las menos, es verdad, pero que están, y que alegran la vida y muestran que es una maravilla estar vivo, vivir, respirar.
Muchas gracias por estar. Un placer.
Diego
Me maravilla tu lengua, Tania. Me lleva y me acuna. ¡Que preciosidad! Creo que voy a estudiarla y aprehenderla cuanto pueda.
Ese es el sentido de "El color de las mariposas", y espero que el final sea acorde a ello.
Me alegro que te gustase.
Espero hacer, la próxima contestación, en tu lengua, tan hermosa, tan brillante.
Un placer, como siempre.
Un beso.
Diego
Hola Diego, si, la narración sigue transmitiéndome desolación, algo de angustia, poca esperanza, por suerte y como bien dices existen esas personas que alegran la vida, que aman y sienten a pesar del gris. Un gran abrazo Diego, espero la continuación.
Hola Andrea.
Sigue mostrando eso, sí. Pero siempre está presente la esperanza. Es algo que nunca muere, y la persigue con denuedo. Esperanza frente a la desesperanza, frente al hastío, frente a ala desesperanza. Pr ahí va el camino. Y esaspersonas dan esa luz, son pocas pero están, y eso ya es.
Otro para ti.
Diego
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