Avanzó por la calle hasta llegar a un parque cuyo fin no veía, lleno de árboles sin hoja, como esqueletos gigantes de árboles muertos por algún desastre y condenados a una vida estática en un mundo quieto. Toda la superficie estaba adoquinada, y en los lugares donde faltaba alguno de ellos había cemento, al igual que al lado de los árboles, casi aprisionados en su circunferencia por el gris de la argamasa. Todo quieto. Todo gris. Todo inerte.
En una esquina, sobre un taburete marrón de madera, un hombre se dirigía a un grupo de personas con suaves ademanes. Se acercó despacio para escuchar. Tal vez mereciese la pena oír, tal vez pudiese aprender algo, tal vez supiese a dónde ir, a dónde llegar o cómo ir.
Penitentiam agite, decía aquella especie de predicador. Penitentiam agite. Es la esperanza la que convierte la desesperación en moral. Y no hay esperanza. No hay moral. Volved la vista hacia vuestro interior, buscad la maldad que habita en él y arrepentíos. Mirad en derredor. La nada. Penitentiam agite. Ese es el camino de la salvación. No hay otro. Penitiam agite. La lluvia púrpura lavará vuestra alma y os conducirá por el sendero de la Luz, por el sendero de la salvación. ¿No la sentís? No hay tiempo. El tiempo se agota.
El apóstol desgranaba sus frases mirando a un público expectante, de ojos enfebrecidos por el alcohol y el frío, por el ambiente que todo lo envolvía, por las vidas soportadas, por la desesperanza enquistada.
Un hombre gordo gritó, y el predicador hizo una pausa mientras le miraba con suavidad. Llevaba una jarra de cerveza en la mano de la que daba grandes sorbos. Gritó: Sí, la lluvia púrpura. Tenía los brazos al descubierto, tatuados en su totalidad. Movía la cabeza de un lado a otro y miraba a los que estaban a su lado, al predicador. Bebía. Mírame, dice, cúbreme, lo necesito, estoy perdido, estamos perdidos. Se movía como si una música, en su interior, le guiase.
La lluvia caía y había reflejos dorados, púrpuras, provocados por las farolas encendidas, en los charcos que se iban formando entre los adoquines de la calle.
El hombre gordo se calló y el predicador continuó con su soflama. Levantó la mano derecha hacia el melancólico cielo, que se había abierto para derramar su agua, el llanto de los dioses, con la palma hacia arriba, en forma de copa, hacia la lluvia que caía sobre los presentes, mientras en la izquierda sostenía un libro de piel marrón, desgastado. La cabeza absolutamente rasurada, de la que escurría el agua en diminutos hilos que resbalaban sobre el abrigo de paño, negro, que le cubría, bajo el que llevaba un traje, negro también, y una corbata delgada y negra sobre una camisa blanca, impoluta, de la que emergía una soberbia cabeza de piel blancuzca, casi nívea. Todo empapado. Brillante por el agua, lo que le daba un aire especial, llamativo, como si no fuera de ese mundo. Miraba atravesando los cuerpos, empujando las palabras, incrustándose dentro de los que le escuchaban. Les hablaba sin dirigirse, con la mirada, a ninguno en particular, y a todos en general, paseándola, no dejando que se fijase en nadie más allá de unos breves segundos.
Dice Timoteo, continuó, que tengamos cuidado de nosotros mismos y de la doctrina, que persistamos en ella, pues haciendo eso nos salvaremos a nosotros mismos y a los que nos oigan. Y yo os digo, Penitentiam agite. El tiempo se agota. No hay más camino que el camino. La lluvia púrpura lavará vuestros pecados. Miradla ahí, en el suelo, derramada en lágrimas eternas. Penitentiam agite. Nadie podrá redargüir vuestras palabras, vuestros sentimientos, vuestro interior, vuestro camino de salvación…
No pudo estar más tiempo allí, mirando cómo aquel ser absorbía las almas de aquellos desesperados, de aquellos desterrados, bajo las ramas vacías de los olmos, en aquel parque adoquinado, sin vida, gris y frío como todo lo que allí había, como ellos. Se meció en el dolor, en el suyo, en su dolor irredento, y se dirigió a una boca de metro que divisó a su derecha.
Siempre sintió aversión a este tipo de personas, vestidos de predicador o de individuos normales, que adornaban sus palabras con los vocablos de los demás, con los deseos de los demás, con las esperanzas de los demás, para aspirar el alma, para desposeerlos o para anclarse en ellos ante su incapacidad para vivir por sí mismos, por ellos mismos. Vampiros de almas. Espectros.
Del interior de la boca de metro salía un débil rumor y un calor agradable frente al frío que todo lo incluía. Grafitis en negro en las paredes de las piedras desnudas, con líquenes dibujando formas por ellas. Huecos de cantos arrancados en algunos lugares. Cables sueltos. Hierros retorcidos. La marquesina llena de herrumbre, en donde el nombre había desparecido por completo. El rumor crecía conforme bajaba por unos escalones sin forma. Cuando llegó abajo, una tenue y amarillenta luz dominaba todo el angosto espacio. La gente iba y venía en todas direcciones, andando rápido, sin mirar a nadie, siempre adelante. En una intersección un músico desgranaba notas con una guitarra americana desgastada por el tiempo. Mientras se acercaba recordó el nombre de la canción que se escuchaba, My funny Valentine, de Chet Baker, que, con su voz apagada y romántica y con aquel aire frágil y lánguido que tenía, con esa desnudez con que interpretaba y que entraba en el alma con apenas nada, susurrando apenas, casi rompiéndose al cantar una estrofa, hacía que te elevaras en las notas, que te mecieras en ellas, que las amaras. Era la canción, era el recuerdo, pero no el intérprete. Era el pasado, no el presente.
Le llamó la atención una mujer, una mujer o una niña, de apenas dieciocho años, que miraba, apoyada sobre el hombro en la pared, y que sostenía una caja de zapatos con la tapa agujereada. No dejó de observarla ni un instante mientras escuchaba la canción. Tenía unos ojos de color verde oscuro, de una intensidad como hacía tiempo que no había visto. Unas pestañas negras que los envolvían en un halo de misterio y de profundidad y de delicada exquisitez. El cuerpo menudo y agradable. Vestía vaqueros, con los bajos rotos, y un suéter azul oscuro de cuello alto sobre el que caía una melena negra, sedosa y corta. Le miró y una especie de sonrisa asomó a sus labios. Cuánto tiempo sin ver algo así, se dijo.
Cuando terminó la canción metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda que dejó en la funda de guitarra que había a los pies del músico.
Gracias, le dijo éste.
Gracias a ti, le contestó ella, por este momento de placer.
Se dio la vuelta y se paró. Se giró y comenzó a acercarse al recién llegado.
¿Te gustan las mariposas?
Miró aquellos profundos ojos. El dolor se diluyó en él por un instante. Le recordó la intensidad de otros ojos.
Sí.
Las mariposas son los únicos seres vivos de la tierra que se comunican directamente con Dios, porque son los únicos que no pueden emitir ningún sonido. Yo las he visto. Pero quedan tan pocas y es tan difícil encontrarlas. Apenas vuelan ya. Necesitan de la luz para hacerlo.
Se quedó callada. Bajó la vista al suelo y, al levantarla, una lágrima le mojaba la cara cayendo despacio.
Son hermosas, continuó diciendo, muy hermosas. Me gusta la aparente fragilidad de su vuelo. Esa forma de planear, como inerte, para de repente batir las alas, algunas veces, y elevarse y planear de nuevo en busca del néctar de las flores bellas, que se visten de gala, de exquisitos colores, para llamar su atención, para que se posen en ellas, para ser libadas. El amor es un juego de colores entre las flores y las mariposas.
Sí, es un espectáculo de una belleza exquisita. Demasiado para los tiempos que suceden, le contestó. No las merecemos. Por eso no hay nada. ¿A dónde va el presente cuando se convierte en pasado muerto, vacío y olvidado, como si no hubiera existido? Por eso no hay ya mariposas.
¿A dónde va? A la nada. Al desastre. A ninguna parte, si es que va, si es que hay presente. De lo que si estoy segura es de que hay pasado. Un pasado siempre presente. Yo lo sé, y veo que tú también lo sabes.
Se quedó callada, mirándole fijamente, muy dentro, tanto que le hizo sentir incomodo. No quería que le supiese, no quería mostrarse.
Pidamos un deseo, dijo ella de repente.
¿Un deseo?
Sí, un deseo. ¿Tú qué pedirías?
Se quedó desconcertado. Hacía tiempo que no pedía, que no quería, que vivía ausente. Recordó cuando pedía deseos a las estrellas, cuando repetía acciones para obligar a que otros actos acaecidos en igual situación se repitiesen de nuevo por el efecto de la similitud de los acontecimientos, como hacían algunos primitivos que vivían en las oscuras selvas.
Vamos, dime, ¿qué pedirías?
Si te lo dijese no se cumpliría.
Sí, eso es cierto. Se calló durante un instante y miró al techo gris y desconchado que sobre ellos había. Bueno…
La luz, le dijo interrumpiéndola. Pediría la luz en mi vida, la luz en este cielo que ahoga. La luz para ver, para romper la oscuridad, para quebrar las tinieblas, la soledad… La luz.
Le sonrió.
Hay una leyenda nahualt que dice que cuando quieras convertir tu deseo en realidad debes susurrárselo a una mariposa y dejarla libre y así, ésta, agradecida, volará hasta los dioses para comunicar tu deseo y este se cumplirá.
¿Crees en ella?
Sí. Si no creyese no podría seguir en esta vida. Mira, dijo abriendo la caja de zapatos. Había cuatro capullos de un tono ocre, casi dorado. Y sé dónde hay más. Aquí está el futuro. Lo sé. ¿Quieres verlo?
Cerró la caja y se la puso bajo el brazo. Le cogió la mano y le miró a los ojos. Le sonrió. Toda la inclemencia de un mundo absurdo y petrificado, anclado en el gris, desapareció al ver aquella candidez en su mirada, llena de ingenuidad, de inocencia, al ver la verdad de aquellos ojos que se le abrían. Comenzó a nadar en ella.
4 comentarios:
Como siempre un deleite leerte. Preciosas descripciones de soledades y de esperanzas.
Te cuento un secreto, de ese tipo de predicadores que describes no me fío un pelo.
Besos Diego.
Gracias Ruth. Me alegro de que te gusten.
Lo peor no son los predicadores que predican, que sí; lo peor son las personas que no predican ni se visten como ellos y que hacen lo mismo. Y de esos, millones, unos con más fortuna que otros. Esos si que dan miedo. El problema es que muchos pasan desapercibidos y consiguen vender lo que no son, lo que no tienen.
Un beso.
Diego
Vaya, por fin me deja comentar, tenía problemas para entrar a tu blog y por eso te envié un correo ayer, lo has recibido? Pues coincido con Ruth en que ese tipo de predicadores no son de fiar, como siempre, tus relatos me atrapan hasta el final, un abrazo!
Hola Andrea. Muchos problemas con el blog últimamente, pero bueno.
Recibí tu correo, gracias, todo un detalle. Te contesté.
Los predicadores y los que parece que no predican y visten sin sotana, que son peores...
Me alegro de que te guste,
Un abrazo para ti también. siempre es un placer.
Diego
Publicar un comentario