El sol iluminaba el frío día de enero de una manera agradable. Sonreía pensando en el encuentro mientras subía por la Gran Vía. La vio arrastrando la maleta de ruedas. Sonrió. Ella también. Le gustaba su sonrisa. Era una de esas sonrisas que hace que todo se ilumine al hacerlo, como si el mundo se te mostrase en una explosión de burbujas doradas. Hablaron mientras se dirigían al coche para ir al hotel y dejar las maletas. Le habló de lo que había hecho en Madrid esos dos días, del grupo, de lo que había visto en la feria. Rieron. Siempre hablaban y reían. Era una constante entre ellos. Conversaciones sin fin, sonrisas, silencios de miradas, caricias…
Volvieron a Madrid y se fueron a tomar unas cañas. Por la tarde al Prado, para ver a Velázquez y El Bosco. La exquisitez de la pintura con la delicadeza que le provocaba su presencia a su lado. Le gustaba mirarla mientras ella miraba, fijamente, lo que le enseñaba. A veces la dejaba sola para verla moverse. Le hechizaba como andaba, como movía el cuerpo convirtiendo el espacio en un escenario de esencias delicadas. Era para él la quintaesencia de todo lo que amaba. Pasearon, después, haciendo tiempo para el concierto. Quería que sintiera lo que sintió él por primera vez cuando escuchó uno en el Auditorio Nacional. El éxtasis de la música reverberando por cada uno de los poros de su piel hasta llegar a su alma. La miraba de vez en cuando para verla, para sentirla sintiendo todo aquello. Miraba su perfil y se transportaba al verla allí, a su lado, creyendo la vida que emanaba de la belleza de las notas, como se introducía en el cuerpo recorriendo las terminaciones nerviosas hasta llegar al cerebro, al centro del placer. No podía sino quererla como a nada, como nunca a nadie, como jamás podría hacerlo.
Cenaron en un restaurante italiano, al lado. Decoración en verde. El restaurante abarrotado. Reían hablando, mirando. El lenguaje de los gestos, de las palabras, todo era allí expresado. La similitud de dos personas. El acto. Los sentimientos. La verdad representada como en un sublime teatro, el de la vida.
Después se fueron a tomar unas copas. Calle Huertas. Mojitos. El pub oscuro. Música en español. Unos homosexuales le miraban a él. El culo les resultaba atractivo y él les provocaba. Ella con su sonrisa eterna. Placidez. Risa.
Volvieron al hotel, que se encontraba en un pueblo de la periferia tarde. Vueltas y revueltas por los cinturones de Madrid para llegar. Al final dieron con el camino adecuado, tras repetirlo varias veces. Se acostaron. Los cuerpos desnudos. Caricias. El tiempo eterno, el espacio inexistente, el placer elevado. Delectación. La miraba mientras la acariciaba. Se hundía en sus ojos mientras se movía. Entraba en ella buscando su alma, vaciándose dentro para ser uno en ella, para serlo todo, para no ser siendo. Uno en dos. La verdad absoluta, lo indisoluble. Y sin embargo… Había algo que le lapidaba. Y no pudo. Aquello le rompía el alma. Repetido. Y aquella noche no pudo más. Era como si todas las estrellas se le apagasen dentro por el dolor de no tenerla entera. Lo dejó. Se levantó y se sentó en una silla, desnudo, mirando la noche a través de la ventana, buscando en la oscuridad las razones, sintiendo que no podía más, que se le moría algo interiormente, llorando por dentro la amargura de otro momento sumado a los de antes, vertiendo la última lágrima que colmaba aquel cáliz que era su espíritu. Ella se levantó y le abrazó por detrás. ¿Qué te pasa?, le preguntó. No puedo más, le contestó. Te juro que no puedo. Así no puedo. El dolor se le hacía más agudo por dentro y un nudo en la garganta casi le impedía respirar. Las lágrimas a punto de salir, el cuerpo de sucumbir, el alma de morir. Ella le acariciaba el cuerpo y el pelo, por detrás, con dulzura. Trataba de calmarle, de consolarle, de comprenderle. No puedo más, de verdad, me muero por dentro. No puedo seguir así. Palabras y silencios. Dos cuerpos y sentimientos. Me siento usado, le dijo. Aquellas palabras le llegaron, a ella, dentro, muy dentro. Hubo un nuevo silencio. Luego ella se apartó y se fue a la cama. Se tumbó boca arriba. Le pareció que lloraba. Se acercó hacia ella y se sentó, en el lecho, a su lado. La miró a los ojos. Esos ojos que le mataban. Esos ojos donde le gustaba mirar para perderse en ellos, dentro de ella, para encontrarse; el lugar donde se hallaba más feliz, dentro de ella, en el piélago inmenso de sus sentimientos. Y la vio como se le quebraban, como se le vidriaban, como las lagrimas le brotaban y escurrían por sus mejillas mientras le miraba. Le acarició el pelo y la cara. Le besó las lágrimas. Se las bebió como si bebiese la vida, de ella, dándole la ternura, toda la devoción que en él había y que por ella sentía. No llores por favor, no llores, le dijo mientras la acariciaba delicadamente, con dulzura extrema. Supo, entonces, que le daba igual todo, que estaría y sería como ella quisiera, siempre. No podía vivir de otra forma. Era ella. Siempre lo había sabido. Desde que se dio cuenta, aquella vez, hacia casi un año, cuando al mirarla supo, y una canción, de repente, le vino, sin saber por qué. No podía vivir sin ella. Sería, siempre, como ella quisiese. La besó en los labios, suavemente. Se puso encima de ella. No pasa nada, le decía. No llores más, por favor, no llores. No podía verla así. Nunca había podido ver la tristeza en sus ojos. Le derrotaba. Le podía. Siempre había querido sacarla de esa melancolía, darle la vida y hacer que en ella fuera, que pudiera estar y ser sin sentir, sin padecer sus miserias. Le acariciaba a cara y le besaba el cuello. Se amaron nuevamente. Se besaron en los labios, en la boca. Saliva, piel, sexo. Sexo profundo, antiguo, excelso, perfecto. El sexo de los dioses. Con la levedad de una pluma que flotase en el viento, con la profundidad de los arcanos, de las simas más insondables de la tierra. La pasión sublime y sublimada, creada por ellos, entre ellos y para ellos. Todo fue de nuevo. Roma otra vez. El encuentro de lo ocultado, de lo negado, de la verdad indisoluble, del tiempo y del espacio. Todo fue nuevo y viejo al tiempo. Todo fue profundo. El proceso alquímico en el atanor sagrado. La comunión del alma y del cuerpo. La creación. La vida y la muerte. El principio y el fin. El sacrificio más sublime y excelso en el altar que los dioses les legaron. Todo. La unión perfecta. Cuando terminaron se quedaron así, uno encima del otro, mirándose, bebiéndose, sabiéndose, amándose como nunca, como nadie. Los dos supieron de nuevo. La verdad suprema. El pasado, el presente y el futuro. Siempre sería así. Hasta que se quedaron, en esa paz, dormidos y abrazados.
Por la mañana fueron al Rastro, a pasearlo, a mirarlo. El cielo gris, denso, como el frío, intenso. La sonrisa, de nuevo, en los labios y en la mirada. Las caras de la gente, los tipos, la variedad. Puestos y puestos con miles de productos, viejos y nuevos, como las personas. Todas y cada una de las tipologías, de las edades, de las condiciones. El mundo en pequeño, reducido a aquel laberinto de calles por las que se movían cogidos de la mano, sintiendo el tacto del color y del calor de sus cuerpos entre la muchedumbre, mostrando la pasión que exhalaban, que vivían y sentían, que mostraban, entre ese mar de colores y gente apagada. Buscaron un restaurante que él conocía, pequeño, antiguo, con la decoración de principios del siglo XX. En un puesto ella comenzó a reírse. ¿De qué te ríes?, le preguntó. Es que te imagino con esas… Le inundaba el alma verla tan contenta. Nada le producía más bienestar que verla así, sentirla así, saber que era feliz, que la hacia feliz. Siguieron andando en dirección al restaurante, hablando sobre el tema. Ella metiéndose con él por aquel hecho y él riéndose de la ocurrencia. Se pararon a ver un músico en la calle. Desgranaba las notas en la esquina con un virtuosismo impropio del lugar, o digno de él, fuera de la comercialidad. Cuando se iban un grupo del Hare Krisna se acercó en su dirección. En fila, con sus cánticos pegadizos, sus telas anaranjadas, su sonrisa placentera, sus cabezas rapadas. Una chica, de ellos, al final de la fila, de una belleza extraña, imprecisa, extremadamente atractiva, que se le quedó mirando a él, y él a ella, amplió más, si cabe, su sonrisa, y le dio un tríptico de la comunidad. Se miraron mientras se alejaba. Se volvió, al poco, y le pasó el brazo por la cintura a ella. Le hizo un gesto con los ojos y le sonrió. Cruzaron la calle y entraron en el restaurante. Cocido madrileño. Sin carne para ella. Palabras, miradas, sonrisas en un rincón recoleto, rodeados de silencio, de color, donde todo lo que era se reducía a un hombre y una mujer sentados en una mesa con una buena comida, un buen vino, y la verdad a través de lo que se veía en los ojos del otro. El sentimiento. La vida.
Todo el camino de vuelta fueron momentos de palabras y de silencios. Los dos lugares donde ella y él tan bien sabían estar, donde ella y él querían estar. Él con la mano entre las piernas de ella. Ella con su mano en la de él. Viaje largo. La perfección de determinados momentos hace que el tiempo y el espacio se unan junto a las personas formando un todo, la unicidad. Aquel era uno de esos momentos. Un momento que presentía a los que vendrían, que retomaría el pasado, que lo superaría, y haría el tiempo perpetuo. La esencia de la vida sería la comunión de ambos, de sus almas, como siempre, por siempre, a pesar de las vicisitudes y con ellas o a pesar de ellas. La perfección si existe pensaba él. Aquella era la esencia de la vida. Lo sabía. Ella era la vida. Ella. Tras cruzar océanos de tiempo, tras la travesía del desierto, estaba allí, de nuevo. Todo merecía la pena por aquello, por ello. Sabía que era el lugar donde quería vivir, donde quería morir, en ella. Ella era el verdadero sentido de la vida. A partir de entonces todo fue y siempre, ya, sería.
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