21/5/08

Cuaderno de viajes. Marrakech I. La noche marroquí.


Mi homenaje a Paul Bowles.


Ruido. Excesivo ruido. Coches viejos. Motocicletas viejas. Gente andando de un lado para otro. De allá para acá. Sin destino aparente. Vida. Continuidad. Ir y venir de cuerpos, de miradas, de deseos. La luz es distinta. Casi quema. La luz es pura. De un amarillo tan intenso que duele. Casi marrón. Como la arena. Como el desierto. La luz es el desierto. El desierto es la luz. El desierto es la ciudad. La ciudad es la luz. La ciudad son las personas. Las personas son la ciudad. Las personas son el desierto. Y un río humano cruza la plaza. Día y noche. Nunca para. Colores. Mil y un colores que atraviesan las retinas y se instalan en el cerebro con un poder inmaculado. Todos los colores. El color. Olores. A personas, a especias, a los colores, a los sabores anunciados y deseados, a la vida.

Se hace la noche y un comedor abierto al aire y a todos, invitador, ocupa media plaza. La otra mitad, vacía de mobiliario, es un devenir constante de gente. Menos que de día, pero constante, y que en la noche hierve de nuevo. El humo se esparce por todas partes. Va y viene en función del viento. Huele a carne y a especias. Las personas yendo y viniendo, sentándose y levantándose. De cualquier edad y condición. Mujeres y hombres. Mayores y niños. Lo que de día eran mil puestos de mil productos diferentes y parecidos se ha convertido en otros mil de pequeños restaurantes, o comedores al aire libre más bien, montados en un par de horas, a la caída de la tarde y que cuando el sol se apaga inundan de luz con sus filas de blancas bombillas el espacio rectangular que ocupan, uno al lado de otro hasta perderse casi en el final de la plaza. Los bancos llenos, de gente del lugar que come con las manos directamente en los tajines, en los platos. Los de fuera, los extranjeros, miran sonriendo a los demás, y con cierta aprensión a la comida, mientras se regodean bajo las filas de blancas bombillas, por los pocos euros o dólares que han de dar por lo que comen. Hay avidez, cierto deleite, placer. Los colores y los sabores de la comida llenan los platos. Blancos casi siempre. A veces sin platos, sobre el papel gris de estraza. Los tajines de barro cocido, llenos, de donde se coge la sémola, con los dedos, y la verdura y la carne, con los dedos y con el pan. Cardamomo, canela, llenan, con todo lo demás, las pituitarias, esparciendo el mundo oriental en los cerebros y en las almas.

Corros. Hay corros de gente que miran con expectación y se miran con avidez. Los encantadores de serpientes, sentados, en el mismo lugar desde el amanecer. Los veedores del futuro, con cartas, huesos y libros sagrados, a los que unos pocos se acercan, en silencio, y sin mediar palabra comienzan el rito de pedir que les vea su porvenir. Se acuclillan ante el hombre sentado, tocado de turbante, la chilaba cubriendo su cuerpo. Sentado con las piernas cruzadas. Lanza los huesos, tras agitarlos en el hueco de las manos, a modo de cáliz sagrado, y los interpreta. Le pasa un brazo al pedigüeño de su saber futuro, por los hombros, y con los labios en su oído le cuenta lo que ha sido, lo que es y lo que será. El otro oye como arrobado y se marcha sabiendo o creyendo que sabe. Se incorpora. Le da unos dirhams. Comienza el rito de nuevo, con la lectura de los libros sagrados. Los encantadores de serpientes siguen con la flauta lyra y el pandero y el tebel, su ritmo monótono, moviendo el instrumento de viento ante la cara del ofidio, con medio cuerpo incorporado mientras lo balancea de un lado a otro, como entendiendo la música. A unos pocos pasos de este corro, en cualquier dirección, otros corros, de músicos y personas que les escuchan. Parecen hacerse la competencia unos a otros. Músicas iguales y diferentes. Los mismos instrumentos. Cadencias opuestas y similares que suben y bajan. Y la voz. Omnipresente. Y las palmas. Omnipresentes también. Algún ribab. Los menos. Una música continua, sin solos, con poderes hipnóticos y curativos, dicen. Es un sonido que apabulla, que te lleva si te dejas llevar. Que te transporta fuera de ti. Otros corros comienzan con el sonido grave y profundo del guimbri o sentir, instrumento de tres cuerdas y caja rectangular que da un ritmo continuo, resaltado luego por las cárcabas, especie de castañuelas metálicas, en lo que parece ya un tren imparable sobre el que lanzan sus plegarias y frases a coro. A veces alguien entra en el círculo formado por músicos y oyentes. Baila como poseído siguiendo el ritmo de la música, cada vez más rápida, más estridente. Imparable. Hipnótico. Bailes antiguos. Alrededor del sonido. Dentro de él. Los sonidos llenan el cálido aire. Diversos. Viejos. Interiores. De muy dentro. En busca de la magia. Belleza en movimiento. Movimientos de extrema belleza. Casi derviches. Hay miradas perdidas, de niños y viejos. Sólo se mira a la mujer. Miradas que se cruzan. Cuerpos que se cruzan. Algunos chocan con ella. Rozan con ella. Con sus pechos. Con su culo. Las miradas proceden de personas que están de pie o que están sentadas. Persiguen su cuerpo. Nos movemos para evitar las miradas y los roces. El sentimiento es de desnudez. Miradas obscenas. Libidinosas. Un niño, apenas un niño, se acerca, con la bragueta desabrochada y una mano acariciándose el sexo. Se coloca frente a ella. Nada nunca antes visto. Imposible. Increíble. Incomprensible. Despreciable. Asqueroso. Obscenidad sin límites. Nos movemos para evitar ser espectáculo dentro del espectáculo. La perversidad de la lujuria. El no entendimiento. Desde lejos observamos el rito de la música y del baile, mientras los olores del aire preñados de especias llenan nuestro interior. Los sonidos, los olores y el calor nos introducen en el rito. Otros ojos nos observan. La observan. No hay más. No podemos más. No puede más. Se siente asqueada. Los ojos nos siguen. Los ojos la siguen. Se levantan hacia nosotros. No deja de mirar con la mirada obscena. Invita. Obscenidad. Bajeza. Hace gestos de besos. Eso es Djama El Fna. Noche de Marrakech. Noche marroquí. Noche africana.

Ya no hay ruido. Solo el eco de lo vivido. De lo visto y oído. De lo olido y degustado. De lo sentido. La vida en un sin parar de sentidos. Y ya solo el último. Como culminación. Como nexo. La vida de los sentidos. Bajo el cielo protector.

7/5/08

El sexo en el Arte


Hace unos días leí que en Inglaterra se censuraban determinadas obras publicitarias que tenían relación con el Arte porque dañaban la “sensibilidad” del que mira o del que podía mirar, ya que se pusieron en el metro de Londres, lugar al que accedían todo tipo de personas (edad y condición).
Como este tema, el del Arte, lo que es Arte, ha sido tratado aquí en varias ocasiones, y a raíz de la última (el artículo de Juan Carlos), me lanzo de nuevo por estos vericuetos con la esperanza de cotejar opiniones y decir algo.
Una sociedad se rompe cuando la libertad de expresión se amordaza. Cuando la belleza del ARTE, en su más pura expresión, se censura. En el mundo en general, el ARTE siempre debe estar presente. La belleza, en cualquier forma de expresión artística, nunca ha de ocultarse al ojo del que debe aprender. No debemos ser tan estúpidos como para no admitir que en cualquier lugar no se nos permita mostrar y ver el Arte y así aprender a amarlo, eliminándolo porque nos enseña que existe el sexo. No debemos ser como aquellos papas que ocultaron el sexo de las estatuas desnudas con una hoja de parra. ¿Mandaremos eliminar la Maja Desnuda de Goya, la Venus del Espejo de Velázquez y el Jardín de las Delicias del Bosco?
Cuando el ARTE, en su sentido más puro, aparece ante nosotros, debemos deleitarnos con él, aprender de él. El ARTE es libre, es belleza, y solo esas dos cosas merecen la pena. Pero no se debe ser pazguato. Se debe mirar con inteligencia. La risa estéril es un signo de necedad. Nunca la belleza hace daño.
El fin del ARTE es la emoción por la emoción, por eso estas imágenes están exentas de palabras. La estética hace, o debería hacer, posible la existencia. Vuelve la vida agradable y maravillosa, la llena de formas nuevas y la hace evolucionar, variar y transformarse, pero para ello hay que saber mirar.
Decía Óscar Wilde que al público se le había acostumbrado mal siempre. Le pide al ARTE que sea popular, que satisfaga su falta de gusto, que adule su absurda vanidad, que le diga lo que ya ha oído, que le muestre lo que debería estar cansado de ver, y que le distraiga de sus pensamientos cuando está hastiado de su propia estupidez. Pero el ARTE no debe ser popular, somos las personas las que debemos intentar ser artísticos, y para ello hay que saber mirar.
El ARTE es superficie y símbolo al mismo tiempo. Los que se aventuran más allá de la superficie lo hacen bajo su propio riesgo. Los que interpretan los símbolos también. El ARTE es la forma más intensa de individualismo que conoce el mundo.