30/3/10

Relatos de los días de lluvia muda y helada

Primer relato.
El desierto es lo único que vive de verdad.
Llevaba demasiados días sin dormir, tantos como recordaba estar vivo, si es que a aquella vida se le podía considerar vida. Se quitó los anteojos y los dejó sobre la mesa de escritorio. Se restregó los ojos, enrojecidos, perdidos en lo más profundo de unas cuencas oscuras, azuladas, con la yema de los dedos corazón de ambas manos. Los abrió. Todo lo que su vista alcanzaba estaba borroso. Parpadeó varias veces y los cerro de nuevo, apenas un segundo, para volverlos a abrir al instante. Los objetos habían recobrado su forma definida, precisa, como el libro que leía. Se echó hacia atrás en el sillón y torció la cabeza a derecha e izquierda, varias veces, hasta que oyó un chasquido. Miró el marrón de la mesa, cogió un papel de color marfil de un paquete que había en el lateral izquierdo. Tomó la pluma que había enfrente y se dispuso a escribir. Apoyó la mano en el papel con la pluma enfrentando el vacío, señalando la ausencia, como un símbolo de lo imposible, de la pérdida, de la incapacidad para encontrar las palabras, como un símbolo del vacío, de la soledad de la nada...

Al entrar, las voces se fueron apagando hasta convertirse en un tímido murmullo que descendía hasta el centro de la sala, en un susurro apenas perceptible. Miró hacia arriba y paseó la mirada. Les despreció. Sabía que pagaban por observar aquel acto, aquella especie de rito que iba a dar comienzo con sus manos, y sabía, demasiado, que el dinero era vital para poder seguir haciéndolo, porque los cuerpos costaban dinero, y cada vez era más difícil encontrarlos, obtenerlos. Se callaron finalmente. El silencio lo presidió todo. Un silencio hermano del silencio.
Se dirigió a sus acólitos. Buenos días señores. Le contestaron a coro, con la misma brevedad. Se acercó a la mesa rectangular que ocupaba el centro del círculo, colocándose ellos en el lado opuesto al que había ocupado el maestro de ceremonias.
La sala, un cilindro grande -coronado por una balaustrada donde la gente se arracimaba, apretadas unas contra otras, con los ojos puestos en la mesa, en la sábana, en aquel hombre, y desde ella, como en cascada, cuatro bancadas de madera cada vez mayores conforme se acercaban al suelo, divididas en tres partes, en unos pasillos estrechos con la finalidad de que las personas pudieran subir o bajar con facilidad-, estaba presidida por un cuadro de considerables dimensiones, en el que la muerte portaba un estandarte donde se leía, en letras mayúsculas: MORSULTI MALIALEA RERUM.
Retiró la sábana, que cubría el cuerpo, con un movimiento brusco, dejando a la vista el cereo cuerpo de una mujer de apenas veinte años. Un oh, de asombro, surgió entre los estudiantes, más de sus ojos que de su boca...

29/3/10

Dentro del aeropuerto

Me siento en los bancos metálicos del aeropuerto de Bolonia y observo a las personas que deambulan de un sitio a otro, mientras leo un libro de Haruki Murakami. Entre el río de personas destacan algunas por su presencia absolutamente distinta. El que más me llama la atención es el típico calvo rasurado, con la cabeza refulgente que va al gimnasio para hacerse un cuerpo perfecto para poder comprarse una camiseta blanca de algodón, ajustada, y poder lucirla aun en invierno. Pasea su camiseta por el aeropuerto de un lado a otro, sin pausa ni miramiento alguno, con paso lento, parándose de ven en cuando y, con displicencia, girando el torso, totalmente, en un escorzo violentísimo, de un lado a otro, ofreciendo el haz y el envés de la susodicha camiseta. Se le salen los músculos por todos los lados. En cualquier momento siento que esa camiseta puede estallar.
Un japonés me mira de hito en hito. Es exactamente igual que los de las películas americanas de la segunda guerra mundial. Tiene una cara de malo fuera de lo común. Se apoya en el mostrador de embarque con una curva del mejor Praxiteles. El pelo rasurado a lo militar; gafas de carey negras; Lacoste, Levis, Nike, en ese orden, le visten de arriba hacia abajo. La cara le delata. Es japonés y mira con cara de defender hasta la muerte el puesto que le han encomendado defender, si es necesario con su propia vida. Tiene muy mal encare.
Una chica alemana, bellísima, con una cola de caballo ligeramente despeinada, y que, en las sienes, lleva unas pequeñas mechas que le caen de forma ondulada, mira al japonés y después a mí. No sé qué pensará de ambos. Mira el nombre del autor del libro que estoy leyendo y después vuelve a mirar al japonés. Tiene unos ojos verdes muy intensos; la boca es carnosa; el cuerpo esbelto y perfecto; viste toda de negro, con ropa ajustada. Los brazos, al aire, están divididos por una sutil línea que separa el maravilloso tono claro de la piel, del rojo que ha adquirido hoy o ayer, a lo más tarde. En la cara ocurre algo similar, predomina el rojo sobre los tonos de blanco, que ocupan los lugares donde los salientes del rostro provocaban sombras. El cuello, esbelto, rectilíneo, largo, es blanco también, y enlaza con el rojo del escote. Todo muy artístico. Se lleva el sol, a trozos, a su país del norte, a las sombras boreales.
Juraría que he visto a Deng Xiao Ping. Pero como no se me ocurre qué puede hacer aquí, en el aeropuerto de Bolonia, deduzco que no es él. Además la azafata acaba de ocupar su puesto. Me levanto y me pongo en la cola.

26/3/10

El color y las formas. Rávena...

Aún hay salas de espera en algunas estaciones de tren de Italia, como las antiguas de España. Al menos en Rávena. Espero mientras atardece. Un niño, abrigado como si fuera a nevar (un inverno lungo, molto lungo, dice su madre), no cesa de gritar como un energúmeno, mientras su madre se desgañita hablando por el móvil con alguien que, al parecer, no debe oírla bien. Extraño caso, o no, quién sabe. Frente a mí, un panel con propaganda institucional, de la Comuna de Rávena: STANZO DELLE COCCOLE. Una stanza per bimbi con mamma e papà. Todo rosa. No sé si esa sala de espera está pensada para madres, aunque una pareja de personas negras están enfrente de mí, y al lado otra de ancianos. El color de Ravena es excepcional. Y lo es por bizantino, por oriental. Mosaico en el interior y ladrillo al exterior. Cromatismo frente a uniformidad, brillantez frente a . Bizancio y Roma. Oriente y occidente. Pregmatismo frente a imaginación. Es la majestuosidad del Paleocristiano, el primer paso a Venecia, pero antiguo, primigenio. El preciosismo del mosaico vidriado, la meticulosidad, el juego de los colores, en tonos de verde, amarillo y azules marino. Tonos y tonos que se mezclan con una precisión y un gusto exquisito, digno de una cultura, de un imperio que se deshace en su decadencia eterna acercándose al gusto de oriente, impregnándose de la luz de oriente; un imperio oriental en su magnificencia y en su opulencia. Edificios pequeños los de San apolinar, San Vital y el Mausoleo de Gala Placidia. Todo mi mundo emocional de los ocho años rescatado de nuevo, y el de hace unos años, cuando vine a esta ciudad por primera vez, ya fuera de la imaginación y de las imágenes de la enciclopedia de arte que mi padre tenía y que me bebía en las mañanas de domingo, frente a la gran ventana de mi casa, en mi niñez. Color, colores. Ojos llenos en busca ya de la belleza, y desde entonces esa búsqueda constante, y tan gratificante. Es tan impactante el paleocristiano de Rávena por distinto al resto de Italia, tan sublime, tan sutil y delicado que aturde. Impactante y desasosegante al tiempo que que da tranquilidad. Es la belleza absoluta del color en las formas estéticas y técnicas del siglo V. La ciudad es tranquila. Excesivamente tranquila. Ausente de turistas, lo que permite estar y mirar. Algunos grupos de niños, italianos, de colegio, que van de un monumento a otro y que miran con asombro al que habla español, tan inusual aquí. Y las sorpresas, inesperadas y espléndidas. Una exposición de prerafaelistas, con algunos cuadros de Rosetti, de Bourne Jones..., aunque sin la Ofelia; con esos rostros de la mujer de Rosetti, tan del romanticismo, con ese aire ausente, melancólico, de vida que se va en la emocionalidad de momentos vividos, perdidos, de ausencias sentidas, del otro, de lo que se ansía, de lo que se quiere y no se tiene, de las pérdidas... Ofelia. La otra sorpresa inesperada, para despedir el día, para regalar el oído, al margen de la musicalidad del italiano, que aquí no lo es tanto (un italiano más seco, sin cadencia, ausente de gestos; personas que andan y miran despacio, que hablan despacio, que están despacio; de mirar serio, adusto en su hablar y mirar; gentes lentas, como antiguas, gente de siglos, como sus mosaicos), la sorpresa del Requiem de Mozart en San Apolinar. La magia del genio de la música, el regalo de su Requiem, la música sublime de la muerte en esta iglesia de siglos, entre el color y el brillo de los mosaicos, en Italia. Un Requiem italiano. Placer de placeres. Y no puedes cerrar los ojos ante tanta belleza. Y sientes las notas como entran en ti, como te poseen, como se hacen uno. Te vuelves color. Eres música. Eres, pero no eres al tiempo que eres. El tren desliza lento por los campos de la Romaña, hacia Bolonia. Campos de tierra negra. Campos de verde. Llanuras inmensas moteadas de algún montículo. Campos que se dividen por vallas de madera. Perales revestidos de blancas flores. Blanco sobre verde y marrón, en hileras. Tierra nevada de flores. Y la noche apaga la luz con el suave deslizar del tren por los raíles. Dos mujeres hablan sonriendo. Los edificios desaparecen con rapidez. Casas pintadas de ocres, en rojo toscana, en color teja. Esas casas típicas de la Italia del norte y del centro, con las contraventanas de madera, en marrón o verde. Contrastes bellos de color. Y el tramonto. De nuevo Bolonia, con su elegancia discreta y la extraordinaria belleza de sus gentes, y ese su estar y moverse. Noche boloñesa. Y suena “The moment of surrender”. Es curioso. Los tiempos. ...the softway... begin to get back... U2. La voz envolvente de Bono. Puro terciopelo. La noche en Bolonia es tranquila. Música en directo.

Es morena, con el flequillo cortada en forma de media luna y ligeramente por encima de las cejas, que sonríen como sus ojos y su boca, casi de una forma permanente; la boca perfecta y el cuello eterno. Chaqueta negra de paño, con bordados en negro, también, pero brillantes, como de terciopelo. Una camiseta blanca con un dibujo de mujer, de contornos negros, donde resalta el colorete de las mejillas, en rojo; en el cuello del dibujo hay un lazo enorme, de seda negra, que cae en cascada, muy elegante; falda larga, ajustada, en negro con pequeños lunares blancos; medias de un tenue gris; y zapatos planos y negros. Pendientes de cristal, en negro y marfil, y una pulsera de madera en rojo burdeos con algunos signos dorados y negros. Un conjunto perfecto. Me encanta la delicadeza con la que me habla, su suavidad, su cadencia, la brillantez de su mirada, sus formas; pero no debí ir a Florencia, porque hay espacios que se te hacen vívidos, de una intensidad tan perseverante, tan acuciante, que te llevan al recuerdo, y ahí, no pudiendo ser no lo evitas, y te acuestas en él, en ese recuerdo que quieres tanto, y te meces. Y es que hay tiempos que son, y siendo son inevitables, únicos, y quieres revivirlos, y los espacios están vacíos pero llenos, y hay otras formas pero siguen y están y los sientes y... Me gusta hablar con Andrea. La música en directo y una cerveza. Me gusta como desgrana este italiano de Bolonia en su voz de mujer, algo grave, tan suave.

24/3/10

La discreta elegancia de Bolonia

Es sorprendente la belleza de Bolonia. Grata. Es una ciudad con clase. Con mucho estilo, al igual que sus habitantes. Probablemente la que más, de todas las que conozco de Italia, en conjunto -incluso más que Milán-. Ciudad tranquila, armónica, llena de tonos de ocre, de soportales; muy italiana del norte. No muchos turistas, lo que permite verla con tranquilidad, pasearla y mirarla, pararte en un bar a tomar una cerveza o un spresso (inigualable). Es bella, como las mujeres italianas, con una cara de una belleza no perfecta, pero con un atractivo inmenso, que me llevan a la antigua Roma, o a la imagen que tengo de ella, a sus retratos. De rasgos marcados. El pelo lacio, fino y sedoso, en tonos castaños. La nariz rotunda, no pequeña, pero no fea; la boca perfecta, intensa, carnal, con delineados labios. Los ojos de una profundidad abisal, que asusta, que aturde, que dan ganas de perderse en ellos; marrones, casi negros; inmensos; enmarcados por unas pestañas eternas que los dibujan y adornan, que crean misterio, un misterio ampliado por el dibujo negro del lápiz, egipcio; un efecto dionisíaco, maravilloso, eterno, perfecto. Sonríen apenas, con inteligencia. Me gusta como me miran, cómo bajan los ojos, con delicadeza, con misterio. Me recuerdan a otros ojos, a otros tiempos. Da la sensación, en la catedral, al andar por la amplitud de las naves, de que las grandiosas columnas llenas de nervaduras que soportan los paños de las bóvedas de arista, acompañan tus pasos, da la sensación de que se mueven al compás de los tuyos, acompañándote desde el tiempo, mirándote. Y el frío te envuelve, un frío que me recuerda a las cuevas del paleolítico, a Covalanas, al templo primigenio, al tiempo de los dioses del tiempo, de la diosa madre, de la madre tierra. Respiras y el vaho se hace presente, como si tu espíritu saliese para hacerse material, y desvanecerse uniéndose al espíritu que todo lo envuelve, como si escapase hacia el dios de los cristianos. Es curiosa la estructura de la iglesia, al margen del formalismo del gótico italiano. Construido su eje longitudinal para obtener la luz del sol en sus muros laterales, la salida y la puesta, el tramonto, esa bellísima palabra italiana que define la puesta de sol; mientras el meridiano que sigue la línea del solsticio de verano la corta longitudinalmente en un ángulo extraño a las naves. Muy sorprendente, muy bella, exquisita. Y el placer de viajar en autobuses metropolitanos, acceder a las gentes, hablar con ellas, entrar en sus días, en sus momentos; ir de una ciudad a otra en tren; el placer de mirarlos, de observar sus gestos y sus ademanes, sus miradas, su estar y moverse, su charla con ellos y conmigo; meterte en ellos, estar ahí, viajar, conocer; y el paisaje de la campiña de la romaña y de la toscana, con sus colores, tan vistos, tan descritos, tan bebidos y vividos, recordados algunos momentos, tan intensos.

23/3/10

La belleza veneciana

Venecia otra vez, y mil veces que la viera y jamás me cansaría. Tiene ese aire -a pesar de los turistas- de oriente, de ciudad dormida, ausente, donde hasta el aire parece de otro tiempo, de otro instante, como si estuvieras en un espacio que no es, que sólo es intuido o quizá soñado. No sé. Es como mirar un cuadro de Canaletto, y cierras los ojos y te paseas en él. Y al tiempo está soñando la voz de Peter Gabriel, porque es como soñada, o me lo parece; y también es, tan suave y decadente, tan nostálgica en esta canción, The boy in the bubble. Y cómo me gustaría poder estar contando todas estas cosas con un vermú en la mesa, delante, de un bar pequeño y bonito, cálido, de luces tenues, rodeado de humos y de voces bajas, y poder decirlas mirando a los ojos y ver los gestos y los cambios de expresión. Pero… Pero son otros tiempos... Y San Marcos se aparece, tan bizantina, ya vista mil veces y que tantas ganas tenía de volver a ver, como Ravenna y sus San Apolinar, y sentarme en el césped, bajo esos pinos que hay en Italia de anchas y altas copas, de marrones, largos y pelados troncos. Cuánta nostalgia de lo no tenido. Cuánta belleza la presente. Cuánta nostalgia de tantas cosas. Siempre se echa de menos lo bueno cuando no lo tienes. A veces tanto que te produce un dolor intenso, tanto que hiere, y a veces, incluso, mata. Pero bueno. Beber lo tenido y recrearse, seguir el camino de la belleza, ese que es, el que se puede, el que se tiene, el que se sabe. De la mayoría no queda ni quedará nunca recuerdo, al contrario o al igual que de determinadas ciudades. De otros sólo se recordará porque fueron en quienes hicieron; del resto, la minoría, se recordará aquello que crearon, fueron y sintieron, porque su vida fue una búsqueda perenne de la belleza, la verdad y la vida, aunque no se lo reconocieron; admirados y por lo mismo envidiados, arrastrados, quemados en esta hoguera de las vanidades, por no ceder a la simplez generalizada, a la idiotez permanente, a la estulticia, a la nada aparente. Qué bella es Italia, Venecia, Ravenna. Sólo, y parece una idiotez, por comerse una pizza rustica, ya merece la pena echar un vuelo, cuanto ni más por pasear los ojos por Venecia y sus canales, por ver lo que vio y pintó Canaletto.

22/3/10

Ese dolor distinto

Cómo aprieta la vida a veces. Cómo constriñe y encoge. Hay aristas que arañan de una forma distinta, más profunda, más terrible. La de los tuyos, la de los niños. Y te mata como un Gólgota opresivo, eterno y silente. Observas los ojos y te arrebatas. Y sabes que no puedes irte, ni, tan siquiera, ausentarte. Iluminas el rostro para mostrar sonrisas aun cuando te llora el alma al ver un llanto que no derrama, que no asoma. Qué lentas se hacen las horas. Cómo desgarran. Cómo duele el alma por el lloro de los niños. Cómo duele y cómo aja. Cómo mata.

21/3/10

Eustaquio. Historia de un asesinato. Final

Y así lo hizo. Salió de su habitación y fue directamente a la cocina. Su madre le miró. Cogió un cuchillo y la degolló. Con el cuchillo en la mano, chorreando sangre, fue hacia el comedor. En el pasillo se encontró con la abuela, vestida de gris, renqueando y apoyando la mano derecha en la pared para desplazarse, en un vaivén que aquel día le pareció gracioso. Levantó la vista del suelo y se quedó mirando. ¿Adónde vas con ese cuchillo hijo mío?, le preguntó. Él le puso la mano izquierda en la cara mientras le clavaba repetidamente el cuchillo en la barriga. La dejó desplomarse en el suelo. Siguió adelante. Entró en el salón y su padre, temiéndose lo peor, intuyendo tal vez lo que se avecinaba, se levantó de un salto del sillón en el que, apoltronado, disfrutaba de un partido de fútbol en la televisión. No le dio tiempo. La barriga grande, las piernas lentas, y el cerebro abotargado por tanta desidia y tanta abulia, dieron lugar a que la rapidez del hijo, dada su juventud, llevase el cuchillo al ojo derecho del padre en primer lugar, quien mientras se debatía entre gritos de dolor, fue atravesado en segundo lugar y repetidamente, sin pausa alguna, por el acero, en el corazón y en el vientre, y en los brazos cuando trataba de oponerse a ello. Dejó la masa sanguinolenta tirada encima del sillón mientras el locutor cantaba un gol del Betis y los jugadores se abrazaban con su autor. Se fue después a la habitación de las niñas y las encontró en la cama de María, a las dos, abrazadas, llorando. Cuando le vieron entrar dijeron que no, dijeron: Eustaquio no, por favor. El oír su nombre le enardeció más aún. Se fue hacia ellas y las acuchillo sin piedad. Abrió el aseo de una patada. Su hermano se encontraba en la taza del váter con una revista en la mano izquierda mientras con la derecha se dedicaba a su pasatiempo más querido: el onanismo (acción que siempre realizaba tras defecar). Eustaquio siempre pensó que ese hecho era producto de cierta tendencia homosexual. Felipe, su hermano, levantó la revista para protegerse, cerró los ojos y juntó las piernas, girándolas ligeramente hacia la derecha. Una mulata desnuda le cubría la cara. El cuchillo atravesó el pecho de la mulata y se clavó en el cuello de Felipe. Otra cuchillada en el corazón le provocó la muerte instantánea.
Reunió todos los cuerpos en el comedor. Apagó la televisión. Encendió un cigarrillo y esperó a que la policía llegase. Y lo hizo, tirando la puerta abajo y con las pistolas en las manos. Le gritaron que se tendiese boca abajo. Se tumbó. Lo esposaron. Lleno de sangre, con una ligera sonrisa y con la cabeza alta salió de su casa. Los vecinos le gritaban: ¡Eustaquio, mal hijo, asesino! Él no comprendía nada. Y la sonrisa se le fue desapareciendo de la cara. Buscó cámaras y periodistas pero nadie había. En la comisaría le preguntaron el nombre. Eustaquio García Rodríguez, dijo, producto de nerviosismo. Eustaquio, deletreó el policía lentamente. Hay que joderse, dijo el policía, vaya mierda de nombre. Vaya mierda de nombre, volvió a repetir. Te vas a pudrir en la cárcel, E-u-s-t-a-q-u-i-o.
Al día siguiente, en su celda, pidió un periódico. Le fue difícil encontrar la noticia. En una columna pequeña, de las páginas interiores, se contaba que Eustaquio García Rodríguez, peón de albañil, en paro, de 23 años, y con las facultades mentales algo dañadas, había asesinado a toda su familia sin razón aparente.
Cuando le llevaron la comida lo encontraron colgado, con la sábana, de los barrotes de la ventana.

20/3/10

Eustaquio. Historia de un asesinato.III

Finalmente decidió, tras arduas deliberaciones consigo mismo, matar a los gérmenes patógenos de su enfermedad, que no eran otros que los actores de la vida, de su vida; los seres que le habían dado la razón de su infelicidad, los seres que no habían pensado en él, que habían decidido por él, que a su parecer, lo habían hecho a propósito, sabiendo o intuyendo el destino que le depararía el nombre. La suerte estaba echada. Ya no había vuelta atrás. La decisión estaba tomada y no quedaba más salida que hacer lo que tenía que hacer. Además, un asesinato familiar era más morboso que cualquier otro. Si además le añadimos que iba a ser un asesinato múltiple, el morbo se acrecentaba, y lo hacía, la multiplicación, por el número de muertos. Por esa razón decidió cargarse a toda su familia, padre, madre, abuela y hermanos. En total siete muertos. Y siete muertos, pensó, era una cantidad suficiente como para salir en las noticias de orden nacional, y porque no, internacional. Todos los rotativos se harían eco de su hazaña. Quizás en primera página. Quizás en color. Cuando llegase la policía al lugar de los hechos un cuadro macabro esperaría a ser visto por los ojos de todo aquel que viviese de eso, del dolor ajeno, de la tragedia ajena, amparándose en la miseria de los demás para ocultar sus propias miserias. Seis muertos le llevarían a la fama. Seis fenecidos por su mano le harían pasar a la posteridad, le permitirían el cambio de nombre que tanto ansiaba. Cuando llegase la policía y le viesen allí sentado, fumando un cigarro, con las piernas cruzadas, tranquilo, sereno, comprenderían la magnitud del hecho, quizás la razón; verían en él a un ser inteligente que había hecho algo fuera de lo común, algo que la mayoría de la gente era incapaz de hacerlo, aunque, también la mayoría lo hubiese maquinado. Le preguntarían cual era su nombre. Ahí encontró un cabo suelto. ¿Qué nombre? Debía pensar uno. Atractivo, sonoro. No grandilocuente. Un nombre corto, que sonase bien, que fuese fácil de recordar y que quedando asociado al luctuoso hecho que iba a realizar, todo el mundo uniese el nombre con su cara. Comenzó a darle vueltas al asunto y a unir nombres con apellidos para dar con lo que buscaba. Después de mucho ajetreo mental se decidió por Roberto Mengual del Valle Inclán. Quería recordar de los pocos momentos que pasó en la escuela y de las pocas cosas que se quedaron de ella, que Valle Inclán fue alguien importante y que el nombre se asociaba bien a su obra. Por tanto lo adoptaría. Mengual era el apellido del médico de su pueblo. Y como todos los apellidos raros que siempre estaban en manos de la gente importante aquel no iba a ser de otra forma. Y Roberto de nombre, sonoro, ni corto ni largo, con una “r” delante para darle sonoridad y terminado en “o”, lo que le daba enjundia. La policía preguntaría: ¡Su nombre! Y él respondería pausadamente, con tranquilidad, con armonía: Roberto Mengual del Valle Inclán. Después vendrían los periodistas y las televisiones, avisados por los vecinos cotillas. Intentarían preguntar, y él, en lugar de esconder la cabeza como suelen hacer los indignos, sacaría pecho, levantaría la testa, cual orgulloso toro, y proclamaría a los cuatro vientos: He sido yo, Roberto Mengual del Valle Inclán. Y cuando todos le inquirieran el porqué, se limitaría a no contestar y sólo mostraría una sonrisa de superioridad.

19/3/10

Sólo quiero

… dormir junto a tu espalda, mecerme entre tus manos, danzar con tus andares, abanicarme con tus gestos, beber toda tu agua, mojarme con tu vida, nadar en tu cabello, prenderme entre tus dedos, soñarme con tus ojos, perderme en tu silencio, acompañar tu sombra donde vaya, fundirme con tu alma, morir en tu mirada.
... mirarte, sentirte, vivirte…

18/3/10

Eustaquio. Historia de un asesinato. II

Perdió el trabajo, y su alma no encontró otra disculpa que el hecho atroz que le castigaba desde su infancia, y que no era otro que aquellas horrísonas nueve letras: E-U-S-T-A-Q-U-I-O.
Si las noches eran un suplicio continuo, ahora se le añadían los días, con su interminable número de horas llenas de pesadillas, durante las que se veía perseguido por seres inhumanos con el nombre tatuado en mayúsculas en la frente y en los brazos, por especimenes informes hechos con aquellas letras, acosándolo con pancartas que lucían su nombre, gritando como energúmenos el apelativo maldito.
No cabía otra posibilidad si quería sobrevivir que la eliminación del elemento origen de sus desgracias. El problema era cómo hacerlo. Le dio vueltas y más vueltas hasta casi rozar la locura. Se interesó en el registro civil sobre la posibilidad de cambiarlo, pero un ser engreído y jactancioso, oculto tras unas gafas de culo de vaso, le negó la posibilidad de hacerlo.
Eustaquio no se desanimó y, en un momento de lucidez, producto de su escasa inteligencia o del delirio provocado por los años dedicados a aquel tema, le surgió la idea. Si en un principio la desechó, con el paso del tiempo se fue acercando a ella hasta verla no sólo como algo plausible sino incluso como justa. De los primeros momentos de horror frente a la fantasía que había surgido en su mente pasó a la admisión de su posibilidad en un primer instante y a la adhesión sin límites pocos días después. Tan sólo quedaba pulir el hecho, redondear aquel proyecto, hacerlo perfecto, que no cupiese la posibilidad de error alguno y su vida daría un giro absoluto, pasaría de la nada al todo, de ser un don nadie a ser un personaje conocido, único, especial, posiblemente querido o al menos temido; cabía la posibilidad de ser odiado, pero desde luego, lo que ya jamás sería es menospreciado por algo en lo que él no había participado en modo alguno.
Matar. Tendría que matar. Un asesinato llama siempre la atención. El nombre del asesino pasa de boca en boca. Genial. La idea era genial y la había pensado él, solo él, sin ayuda de nadie.
Comenzó a dar vueltas al tema buscando a quién o quiénes eliminar de este mundo inicuo y transportarlo a otro menos problemático. Primero pensó en el jefe que le había despedido, pero comprendió que tan sólo era un personaje más de la cadena de la vida y que su acto no era nada más que la consecuencia lógica del sistema, dada su escasa preparación intelectual de toda índole y dada la competitividad existente en el mundo capitalista donde impera la necesidad de producir y producir lo más posible para que el empresario se forrase a costa del pobre trabajador. Por todo ello la desechó. No merecía la pena gastar energías en una simple biela del sistema. Además la prensa no le daría la publicidad que él deseaba, toda vez que se trataba simplemente de la muerte de un empresario mediocre, dedicado simplemente a la construcción (actividad no muy tenida en cuenta en lo que popularidad se refiere por parte de común), a manos de un simple peón de albañil.
Pensó en los vecinos, pero fueron desechados también, por feos, por garrulos, por ineptos, y porque no se merecían pasar a la historia a manos de alguien tan célebre como él lo iba a ser: un nuevo Jack el destripador a la española, salvando las distancias, el tiempo histórico, la formación del asesino y el objetivo final de uno y otro. Esos vecinos que siempre le habían mantenido fuera de su círculo, que siempre se habían reído de él, que siempre le habían menospreciado, que siempre le habían vilipendiado, a quien siempre llamaban Eustaquio, lentamente, como saboreando cada una de las letras del nombre, con malevolencia, con una sonrisa socarrona en los labios, con maldad, en suma. No, no lo merecían.

16/3/10

Eustaquio. Historia de un asesinato. I

Tan sólo una persona necia es incapaz de seguir el camino de la felicidad cuando lo tiene delante mismo de sus narices. Esto siempre es así, tan sencillo, tan fácil, o al menos tan aparentemente fácil, y sin embargo la mayoría de las personas se comportan de esa manera. ¿Es una ley universal o es que somos idiotas?
Eustaquio era un hombre apacible, de pueblo, de los de antiguamente. Como la mayoría procedía de una familia emigrada de la Andalucía profunda a una ciudad industrial. Cuatro hermanos más formaban, junto a sus padres y una abuela, la recua que se había desgajado de la tierra de sus ancestros para buscarse la vida en otros pagos.
Poseía ciertas carencias físicas y mentales, pero lo que más le molestaba era el nombre; Eustaquio no era el adecuado para, a su entender, una vida cada vez más competitiva, donde incluso el nombre era importante para desenvolverse con cierta facilidad.
De eso se dio cuenta ya, cuando, en los últimos años de la enseñanza primaria, los compañeros de clase se reían de él por el patronímico. Al volver a casa, con los ojos enrojecidos por el llanto, había de soportar la ira de su padre, que no sólo no aguantaba la mansedumbre de su hijo sino que además consideraba dicho nombre como el sello familiar. Eustaquio se llamaba él, su padre y el padre de su padre; todos hombres hechos y derechos que se habían dejado la vida en la tierra para sacar adelante a su progenie y que jamás habían tenido el más mínimo problema con el nombre como para que ahora viniera aquel mocoso a dejarse intimidar por los niñatos de la ciudad por una cuestión tan baladí. Y no era óbice, según el padre, que la falta de altura le impidiese hacer frente a aquella pandilla de energúmenos para defender el honor de la familia. ¿Era menos importante Eustaquio que Jonathan, que Vanessa o que Eric? No, ni mucho menos, pensaba el padre. A su entender aquellos nombres no eran sino el símbolo de la degradación de todas las personas que los ponían, el signo inequívoco de la imbecilidad de las personas.
Pero Eustaquio, el hijo, era de otra opinión. El nombre podía perfectamente ser el sello del clan, pero también era la matrícula individual del que lo poseía, y como tal marcaba no sólo el presente del individuo sino también su suerte en los tiempos venideros. Es por ello que aquellas nueve letras se habían convertido en el emblema de todas sus desgracias en el presente y mostraban malos augurios para el porvenir. Aquel sello se había convertido en una lacra que anegaba su existencia en un continuo sufrimiento del que no sabía o no podía salir. Por más vueltas que le daba no encontraba la solución, y mientras su cerebro deambulaba por el mundo de la onomástica, su cuerpo iba ingresando en un proceso de disolución que no tenía visos de disminuir.
Su pubertad discurrió por los senderos habituales de los seres apocados y cortos de entendederas, de los humanos hundidos en su propia miseria. Jamás tuvo amigos, aunque también es verdad que jamás quiso tenerlos. El miedo le impedía acercarse a alguien por temor a la hilaridad, y ello le creaba una desazón que le hacía volverse cada vez más hacia sí mismo. Esa timidez, que pudo volverle intimista o misógino, le convirtió en un ser temeroso, de pensamientos vacuos, y aunque la mayoría del tiempo aparentaba ser una persona repetitiva, durante sus momentos de soledad podía llegar a la excentricidad.
Entró en una empresa de construcción como peón de albañil, donde echó los mejores años de su vida subiendo y bajando espuertas de cemento. Unos dolores de espalda horrorosos y una alopecia brutal fue todo lo que consiguió de la vida en aquellos tiempos. Y todo aquello, pensaba él, tan sólo por llamarse Eustaquio.
Aquella idea se le había enquistado en su cerebro de tal forma que vivía por y para ella. Los días, pero sobre todo las noches, los pasaba haciendo funcionar sus neuronas en busca de un plan para terminar con sus desgracias. Debía acabar con aquella situación y debía hacerlo cuanto antes. A la extrema delgadez había sumado ahora unas ojeras del tamaño de un puño y de una coloración cercana al morado nazareno, producto, obviamente, de las múltiples noches en vela. Después de tantos años, tan sólo, o por fin, depende de la perspectiva con que se mire, había llegado a una conclusión: el autor de su desgracia había sido su padre con su maldito empecinamiento en mantener aquel horrible nombre en su descendencia. Ni que decir tiene que su madre participaba de la culpabilidad, pues no debió mostrarse jamás favorable a la hora de colocar aquel patronímico vomitivo sobre su alma indefensa.

15/3/10

Tus pensamientos

Guardo los pensamientos en un pequeño hueco, holgado, tranquilo, caliente, el que merecen; para que no se derramen, para sentirlos dentro, como a raudales, para que estén conmigo, siempre, en este tiempo de espacios abiertos, de agua clara, de sonidos eternos, de pasiones de siempre; fuera de los inviernos lentos y densos, fuera de los silencios que interrumpen los pasos hechos.

13/3/10

El tenue reflejo de la porcelana. I

Aquella vez sintió el dolor más dentro, más profundo, de otra forma. Como un dolor perdido en la noche de los tiempos, como cuando careces de nombre, como cuando andas ido, vacío de todo, con la mente ausente, paseando por las calles como mendigo, sin bienes, sin alma, como cuando pierdes a un hijo.
Miró a su perro, pero no le dijo nada, ni tan siquiera, esa vez, con la mirada.
Una hilera de cipreses se erguía en el camino, perdiéndose allá, en la lejanía más lejana, y en el tiempo, en la línea del horizonte, anunciadores de algo, símbolo de sueños fallecidos, el último reducto de la intimidad cercenada, sus sueños. Un espacio desaparecido, un tiempo desaparecido, una vida desaparecida, todo diluido, incluso la palabra, en una nada ausente de luz. Los miró y fijó la vista en el final hasta que sintió dolor. Cerró los ojos y se los restregó con el dorso de las manos.
Recordó aquel poema:

Las imágenes
se amansan en el agua,
pero no descansa el alma,
sino que fluye sin fin,
portadora del enigma
de su constancia.

10/3/10

Y el dolor es negro

Los pasillos largos, en tonos de ocre, claros. Baldosas blancas y grandes que se pierden en perspectiva, lejana. Pasillos eternos, vacíos, cuyo suelo refleja las rectangulares claridades de las luces del techo. Silencio roto de vez en vez por las ruedas de camillas empujadas por mujeres con ropa azul. Silencio. Olor a hospital que se te mete en el cuerpo y no te abandona, que te envuelve. Conversaciones ausentes. Ojos inquietos que esperan e inquieren, que miran a cada ruido que se escucha. Cabezas que se elevan y miran hacia la puerta, esperando. Caras ahítas, semblantes serios, gestos adustos. Esperas. La sala pequeña. Una tos constante y persistente. Una cabeza entre las manos. Nadie mira a nadie. Nadie habla. Todos esperan. Olor a hospital. Sensaciones de ausencia. Cuerpos lentos. Espíritus traspasados por el momento. No es lugar para sentir, no es lugar. Te apaga. Te vacía, te aturde, te queja. Extraño lugar de ausencias, de languideces lentas, de dolor contenido, de miradas secas.
Y siento, cómo siento. Y el dolor es negro.

9/3/10

La extraña mirada del dolor

Cuando el dolor se instala en tu cuerpo de una forma brutal, repentina, sin solución, cuando todo se te trastoca y tienes que asumir una nueva situación vital, y estar y luchar con algo que nunca habías esperado, con algo dolorosamente opresivo, terrible y continuo, todo, absolutamente todo se te remueve. Vives en un estado de alerta, de preocupación, de sinsabor, de sinsentido, hasta que logras superar un alto umbral de dolor y consigues un estado personal de asunción del hecho y sus consecuencias. Readaptas la vida intentando no modificar ni las formas ni los estados ni tu visión de ella, para no perder calidad aun perdiéndola, para no dejar de ser tú, en esencia, aun cambiando. Te haces más fuerte, valoras más… Y todo ello a pesar de estar ahí, de reaparecer con constancia, de existir agazapada, mostrando su poder, su existencia, a través del dolor constante, casi permanente, y brutal en ocasiones. Pero sonríes, vives y sigues. Se necesita voluntad para ello, y carácter, y ganas de vivir como sabes hacerlo. Te haces muy fuerte.
El problema es cuando eso, eso mismo o peor, surge de repente, también sin avisar, en alguien muy cercano a ti, en lo más cercano, en lo más personal. Más si es un cuerpo no hecho, con un carácter no formado y en la infancia. Y el dolor ajeno, ese, se te clava en el alma y te apaga la mirada. Te mata. Es dolor sobre dolor. Lo sientes como propio, pero multiplicado. Y te duele el alma. Y te preguntas y te maldices e imprecas a los hados y a ti mismo. Y sin embargo sabes, por vivido, que no hay más sino seguir y estar, enseñar, y amar y dar. Ayudar con todo. Enseñar a vivir en ello y con ello, a sacar la enseñanza que te da, a hacerte fuerte, a superar. El problema, te dices, es si sabré, si él sabrá.
Dolor. Enfermedad. Es como pasear por una ciudad donde las calles carecen de nombre.
La vida es brutal a veces. Y sin embargo me encanta vivirla, encararla, superar. La vida es como la montaña. Pero siempre te queda la duda de si él podrá.

7/3/10

Respecto al orgullo, al diálogo y otras cuestiones.

Hace tiempo, leyendo sobre el tema del orgullo, para matizar determinados aspectos de un personaje que estaba creando, me encontré con frases de una profundidad absoluta y de una verdad incontestable. Lamento no haber tomado nota de sus autores, pero es lo de menos. Lo importante no es quién lo dijo sino qué se dijo.

Son estas:

El orgullo hace que se mantengan las posiciones por propias ante que por verdaderas.

Cada vez que actúas con superioridad o humillante condescendencia para con los demás, has caído en el orgullo.

Cuando produces o intentas actitudes serviles frente a ti, degradas a esas personas y te degradas a ti mismo. Te domina el orgullo.

Cuando uno, en un diálogo, trata de imponer su criterio, con vehemencia, con gestos de altanería o suficiencia, lo único que hace es tratar de imponer su criterio con una subjetividad asombrosa.

La humildad nunca puede violentar la verdad; la sinceridad y la humildad son dos formas de designar una realidad única.

La humildad no va unida al victimismo ni a la inconstancia.

Cuando hay que contrastar ideas hay que hacerlo con elegancia.

La soberbia se camufla, a veces, de deseo de justicia, cuando lo que la mueve es el revanchismo. Se les ha metido el odio dentro, y en vez de esforzarse en perdonar, calman su ansiedad con venganza y resentimiento, con desprecio.

Hay ocasiones en que la soberbia se disfraza de afán de defender la verdad, de una ortodoxia altiva y crispada, que avasalla a los demás; o de un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo, de querer tener opinión firme sobre todo. Todas esas actitudes suelen tener su origen en ese orgullo tonto y simple de quien se cree siempre poseedor exclusivo de la verdad. En vez de servir a la verdad, se sirven de ella –de una sombra de ella–, y acaban siendo marionetas de su propia vanidad, de su afán de llevar la contraria o de quedar por encima.

No deberíamos hacer un análisis somero de la realidad. El olvido y la ignorancia son la estrategia más habitual para la mayoría de los que creen que tienen, ahora, una vida y que la otra no fue. La distracción como huida y el mantenimiento de su estatus es su dogma. No cambiar para que nada cambie. Orgullo inadecuado, desprecio por la verdad de su pasado.

A veces parece que nos tomamos la existencia a broma, y necesitamos de la tragedia y de la desgracia para convertirla en un asunto serio; y es que somos demasiado precarios de espíritu para detectar lo que pasa, lo que sentimos, lo que queremos, de verdad.

Decía Ortega y Gasset que “yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo me pierdo con ellas”.

El mundo termina siendo lo que cada uno piensa, siente o percibe. No hay más realidad que mi propia experiencia de la misma, y la fantasía y la imaginación pueden ser un buen punto de apoyo para eliminarla, sobre todo si encontramos apoyo en otros. ¿Por qué sufrir una vida miserable eludiendo la verdad, si puedo inventar otra?

Y olvidamos, muchas veces, la mejor versión de nuestra condición humana, la compasión. Y olvidamos, muchas veces, que la solución está en el diálogo, lento, largo, sosegado, desde la aceptación de los errores propios, de los errores de los demás, de la necesidad de mostrar nuestros puntos de vista y aceptar los de los demás, de pensar que podemos estar equivocados, de pensar que los demás también lo piensan y que la clave, de todos, está en el deseo de mejorar, de cambiar si se ha de cambiar, de aceptar los errores si están, de eliminar las formas inadecuadas, de pensar que todo es susceptible de mejora, de aprendizaje, de crecimiento. Diálogo. Hablar, siempre hablar, fuera del orgullo, de la falsa humildad. Mostrar lo que pensamos, lo que somos, lo que creemos, y analizar lo que nos dicen sobre nosotros y los demás. Entrar en ello, con verdad, con sinceridad, aceptar. Hablar, no una sino mil veces. No basta con dar un paso sino caminar.

El orgullo es terrible, lleva a la inacción; la falsa humildad también. Hablar con la mente abierta, con el espíritu abierto. Aprender y enseñar. Mostrar. Creer en los demás, en su deseo de avanzar, de mejorar, de crecer, de cambiar. No basta con un leve momento si crees no ver, pues se vuelve a caer en el mismo error, pensar que los demás siguen anclados, cuando lo más posible es que no. Casi siempre solemos pensar que nosotros si hemos cambiado y los demás no, que nosotros si nos analizamos y los demás no, que nosotros si vemos nuestros errores y los contrarios, y los demás no. Lo ideal es hablar, en el sentido de dialogar, no de debatir, porque no es lo mismo sino todo lo contrario. Porque el diálogo consiste en colaborar para llegar a un entendimiento común mientras que en el debate se trata de oponer ideas y probar lo malo del otro; porque en el diálogo encontrar el sitio común es la meta, mientras que debatir es intentar ganar como meta; dialogar es escuchar para entender, buscar el sentido y llegar a un acuerdo, en tanto que cuando debatimos buscamos los fallos de los otros para contrarrestar sus argumentos; cuando dialogamos encontramos elementos que hace que volvamos a reevaluar nuestras ideas, provoca causas que nos llevan a la introspección en nuestras posiciones, mientras que si debatimos defendemos nuestras suposiciones como verdad y sólo tenemos causas para la crítica de la otra posición; porque dialogando se puede llegar a una solución mejor que las que teníamos, mientras que el debate excluye otra solución y defiende la propia como la única y mejor; porque el diálogo provoca y viene de una mentalidad abierta, el pensar que se puede estar equivocado y estar abierto al cambio, mientras que el debate es una actitud de mente cerrada, basado en el determinismo de tener la razón; porque cuando se dialoga uno llega a pensar mejor, pensando que las reflexiones de los demás nos pueden ayudar a mejorar y no al contrario, en tanto que en el debate se presentará la propia y se defenderá contra la posibilidad de que está equivocada; porque cuando se dialoga uno debe suspender durante un tiempo sus propias creencias, mientras que en el debate sólo se cree en las propias, ya que si dialogamos buscamos acuerdos básicos pero si debatimos sólo buscamos las diferencias, porque si dialogamos lo que buscamos son los puntos fuertes del otro y no los débiles y evidentes como hacemos al debatir. Dialogar implica preocuparse realmente por la otra persona, no tratar de ofender ni quitar ni culpar ni humillar mientras queIn debate, one searches for flaws and weaknesses in the other position. en el debate se lucha contra la posición del otro, sin centrarse en los sentimientos o de la relación desaprobando o despreciando, a veces, al otro. Porque dialogar implica que varios tienes elementos de lo que se busca y que quieren unirlos para llegar a una solución, y viable, mientras que si debatimos presuponemos que sólo hay una respuesta válida, la nuestra.

El diálogo siempre está abierto, nos permite crecer, mejorar, aprender, solucionar. El debate implica una conclusión: no hay solución, yo llevo razón. Hemos hablado y he demostrado, me has demostrado que no la llevas, que sólo yo la tengo; asunto zanjado.

Orgullo, falsa humildad, diálogo, debate. Hablar para dialogar, para crecer de verdad, para llegar a ser y ver a los demás como lo que son, como nosotros. Voluntad.

Si todos fuésemos así, qué facilidad. Pero no lo somos. Yo, todos. Ese es el camino, creo. Hablar dialogando, una vez y otra y otra más.

4/3/10

Suaves palabras por entremedias

Sentir que siento no es suficiente. No todo es algo, ni todos quién, ni el siempre, siempre. No todo fluye de las entrañas ni hacia ellas. No todas las puertas lo son, e incluso, la mayoría, no están abiertas; cerradas, a cal y canto, pudriendo estancias, enrareciendo aires, secando almas.
Como con un galope seco tiembla la tierra en la noche eterna, rumor de sangre, de heridas viejas que se reabren y nunca callan. Adarga antigua clavada en almas que lloran penas.
Y en los entretantos un Hauki pasea lento, como un aroma de despertares, acariciando:
Me hundí en tus ojos,
para navegar mares.
Vivir y morir.

2/3/10

Cuatro gotas

En la guerra no hay ninguna lección moral que aprender; no existe la redención. La guerra es una tragedia, sólo eso, una terrible e insana tragedia. Cuando te quitan todo, cuando lo pierdes todo, sólo queda la elección como ser humano de ser bueno o malo con tus semejantes.

En una sola noche, en una frase o en un silencio nos jugamos la vida entera. La imposibilidad, en suma, de controlar el tiempo presente. Ahí es donde morimos o vivimos, donde la mayoría fracasamos.

Destiló rocío una rosa de exquisita pureza. Se evaporó, se agotó en sí misma, en el reflejo de un rayo de sol excesivo. Hay seres que brillan cuando la luz incide en ellas. En su ausencia se hacen opacas y frías, oscuridades ausentes, sin vida.

Entre claveles
murió un noviembre frío.
Desposeído.