Sin título. Francis Bacon
El pelo negro, la piel suave y ligeramente
amarillenta; sentada, con las piernas abiertas y una hebra de hierba en las
manos; media sonrisa. Un paraguas verde la cubre entera, como si la pudiese
salvar de la vida, aislarla, protegerla. Ajena a todo en medio de una
carretera que nadie sabe a dónde lleva, pero que está llena, en un tráfago de
personas sin fin que van a ninguna parte, ausentes. Ella allí, quieta, como si
esperase, como en la noche pero en el día, que le sonrían las estrellas.
Mis sueños son, a veces,
así, imágenes muy vivas y reales, pero con un sinsentido aparente y elementos
conceptuales ininteligibles. No me gusta entrar en ellos, darle vueltas,
pensarlos. Después ya no logro conciliar el sueño. Me muevo de un lado a otro en el camastro, un jergón mínimo, estrecho, sobre tablas de madera, duras, cubierto con tres mantas y unas sábanas de franela que yo traje sabiendo del
tiempo. Cuando me agota el cansancio, mental, de dar vueltas de un lado y de
otro, me levanto, arrastro los pies sobre las heladas baldosas y me acerco a la
cocina. Un tequila ayuda a ciertas horas. Me apoyo en el quicio de la puerta y
dejo que el frío inunde mis fosas nasales para llegar, después, a lo más
profundo de mi ser , y así llenarme, haciendo despertar todas y cada una
de las células de mi cuerpo. Es una inspiración lenta y profunda. Bebo y
compenso. El tequila viejo es amplio y denso, y siento cómo llena, cómo calma,
cómo vive en mi dentro.
Ojalá abajo fuese siempre como es arriba.
Incluso con una sola vez me habría conformado, pero nunca fue así, salvo, tal
vez, aquí, a veces, en la soledad del mundo, en la soledad de uno, en la
ausencia humana.
Venus casi se esconde en la línea del horizonte,
y Marte acompaña con su débil fulgor a una luna, enorme, blanca, pura, en ese
camino lento que recorre y que muestra, quizás, el donde debería, allí, más
allá de todos los mares, bajo las estrellas, para morir con Venus o acompañarla
a ese lugar que va y que no quiero y que apenas he sentido y cuando lo he hecho
no sé si ha sido y que quiero que sea y que no sé cómo pero siento que es ahí.
Termino de un sorbo mi tequila. Me apetece beber
otro, pero me da pereza volver a la cocina. Sigo la luz que aparece y desaparece
sobre el mar, una línea argenta y dorada.
Me descalzo y salgo posando los pies sobre la
húmeda hierba, mientras espero el alba.
Una niña de no más de tres años está llorando,
de rodillas, junto al cuerpo de su madre, vestido de morado como un nazareno,
rota por los impactos y roja por la sangre. Le han volado la cabeza. Apenas queda
algún resto de ella, solo jirones de pelo, lacio, negro, manchados de sangre,
roja. La niña llora mientras se mueve hacia delante y hacia atrás en un vaivén
continuo, al tiempo que dice palabras que no acierto a entender, en un idioma
extraño, entre los estridentes ruidos de alrededor. Mira, a veces, a un lado y
otro, como inquiriendo, buscando no sé qué.
Cuando sueño esto y despierto, alterado,
siempre me recrimino el no haberme bebido otro tequila. A veces, el haber soñado.