Camila Salinas. Bodegón, Vanitas.
Por tantas razones el llanto. Y hoy es hoy y es
tanto. Mi nombre no nombrado, alejado. Es otro tiempo fuera de espacios
andados.
No hay nada más fértil para el alma que un paisaje
infinito, yermo y desolado. ¿Qué hay más allá del vacío, de la nada, entre los
ropajes de la necedad, de la oscura sensación de nada en sí?
Ya nada es como era, en casi ningún aspecto. Ni las
palabras apenas, puro ejercicio estilístico con ínfulas de algo, pura
banalidad, pura vacuidad, pura vanidad.
No siempre la mirada al pasado debería llevarnos al
desasosiego, aunque a veces, por razones que se nos escapan y que son más
profundas de lo que podemos imaginar, además de ignotas, nos hace estremecer.
Es en esos momentos que la dirijo a la tibieza de aquellos ojos, a la
primera. Necesitamos la franqueza para reconocernos y, en ese aspecto, yo nunca
me engañé, aunque por necesidad, a veces también, le puse un velo de ausencia
para sobrevivir.
Siempre, solo, hubo una. Y la muerte, tan contumaz
como esclava, aparece a golpes, aun sabida, y se te clava y se te hunde.
Alrededor de la dulzura viví momentos excelsos, y
todos, al margen de en los márgenes, con ella. Miradas y tactos, palabras. Ahora
miro fuera de ella y es como si viese la vida apoyado en el alféizar de una entreabierta
ventana y observase el erial de un cementerio de mí delante, plagado de cruces,
algunas vencidas, desvencijadas otras, escuchando el horrible graznido de un cuervo escarbando en la tierra
en busca de lombriz o alguna defecación.
El humo elevándose, de un cigarrillo que pende entre
los dedos de la mano, en volutas deformes que enmarcan su rostro y lo conforman
más allá de la necesidad, casi hasta el éxtasis, con la sonrisa siempre en una
boca que me fijaba como una serpiente cuyo veneno deseaba sentir bajo la piel,
recorriéndome las venas, ahogando mi alma. El sabor de un beso tras otro,
siempre dentro, en ella, en mí, en nosotros. Era pasión sentir los labios,
acariciarlos, incluso en los lugares, en los tiempos, en que Dios no se sentía
a gusto. ¿Los hay algunos? Era esencia de tacto y de más. Y lo buscábamos. Nos
gustaba sentirnos. Nos gustaba gustarnos. Morir ahí dentro. Comulgarnos. ¿A qué
saben los labios? Los suyos eran a mirra y a incienso, a viento y a mar, a
silencio. Me bebía su aliento temprano de tabaco rubio y de saliva y de deseo.
Hermoso atanor la boca donde se bebe el brebaje vital del que nos alimentamos
como posesos, ansioso del otro hasta los días de la calamidad, cuando el sonido
de las trompetas anunciaron la llegada de los últimos días, cuando una estrella
ardiente secó todas las fuentes donde habíamos bebido con la delectación propia
de la inconsciencia, de la ingenuidad, del desconocimiento. Nunca nada fue tan
hermoso como aquella risa en la que mecí una vida, como aquella espiral de
pétalos que envolvieron de aroma los años más hermosos de todo tiempo, donde
todo era comienzo y el final solo entelequia, mera apariencia, inexistente si
no era para despertar y comenzar de
nuevo. Nunca una risa dibujó líneas más livianas, más perfectas sobre piel
alguna. Y jamás palabra de ninguna boca evocó pasiones como la que en mí hubo.
Solo ella y hacia ella. Todo, ella era todo. Solo ella y desde ella. Universo.
El tiempo te hace claudicar. Mirar hacia fuera como
hacia el pasado, y no encontrar. Observar las gotas de una lluvia que se
desgana sobre la tierra, una a una, despacio -con cierta calidez si fuere
posible, me atrevería a afirmar, si no fuese porque, fuera, hace frío-, mojando
la tierra, manchando las blancas paredes de un gris casi desaparecido, invita a
la ausencia, al ensimismamiento, a la huida a los paraísos perdidos.
Es un otoño hermoso este en que me hallo, preñado de
amarillos y de rojos, de ida entre las hojas, de llanto quedo por aquello ido
de hace tanto que ya un manto blanco comienza a cubrir los espacios donde soy.
Y ella es muerta y yo aún estoy.