2/5/14

Aquella tarde en el bar gris

Ernest Descals. Bar
 
En realidad no me preguntó nada. En su voz sólo había silencio. La verdad se escapa a veces a la comprensión. Me miró desde la acuosidad y me dijo lo que decía que llevaba una vida tratando de decir. No es que no pudiera, es que se negaba a articular palabra. O eso me dijo, después de mirarme y decirme, sin decir, que me conocía desde hacía una eternidad.
Era aún más gris la atmósfera gris de aquel bar gris al que yo iba desde siempre sentándome en la esquina más alejada de la puerta, donde cualquier luz apenas llegaba. Y lo era por el derrame de palabras silenciosas que desde el otro lado de la barra me lanzaba.
No lo conocía. Nadie conoce a los otros en sitios así.
Ojalá cayese una tormenta de sueños sobre mí, le oí decir mientras me miraba con media sonrisa en la cara y un vaso semivacío en la mano. La noche es opaca aquí dentro, y negra ahí fuera. Las palabras no se dan, se tiran, a pesar de la implacabilidad de las manecillas del reloj. Hay algo aciago en el tiempo, en su pasar.
Me tengo que ir, le dije, yo sí con palabras sonoras, mientras me levantaba. Vi, no sé cómo, unas lágrimas salir de las profundas cuencas que guardaban sus acuosos ojos, y escurrir hacia la sucia barba de días, por su cuarteada piel. Me tengo que ir, le repetí más alto, por si no me oyó, tratando de esbozar un remedo de sonrisa.
¿Por qué nos hemos de ir? Esa es la gran pregunta, me dijo sin decir. Pero, continuó, ¿para qué quedar? ¿Para qué quedar aquí, no aquí? Sí. Yo sólo soy un simple poeta que vengo a olvidarme, aquí. Y quizás a decir, a decirte.
En verdad no me preguntó nada. Yo no supe qué decir.