Ernest Descals. Bar
En realidad no me
preguntó nada. En su voz sólo había silencio. La verdad se escapa a veces a la
comprensión. Me miró desde la acuosidad y me dijo lo que decía que llevaba una vida
tratando de decir. No es que no pudiera, es que se negaba a articular palabra.
O eso me dijo, después de mirarme y decirme, sin decir, que me conocía desde hacía una eternidad.
Era aún más gris la atmósfera gris de aquel bar gris al que yo iba desde siempre sentándome en la esquina más alejada de la puerta, donde cualquier luz apenas llegaba. Y lo era por el derrame de palabras silenciosas que desde el otro lado de la barra me lanzaba.
No lo conocía. Nadie conoce a los otros en sitios así.
Era aún más gris la atmósfera gris de aquel bar gris al que yo iba desde siempre sentándome en la esquina más alejada de la puerta, donde cualquier luz apenas llegaba. Y lo era por el derrame de palabras silenciosas que desde el otro lado de la barra me lanzaba.
No lo conocía. Nadie conoce a los otros en sitios así.
Ojalá cayese una
tormenta de sueños sobre mí, le oí decir mientras me miraba con media sonrisa
en la cara y un vaso semivacío en la mano. La noche es opaca aquí dentro, y
negra ahí fuera. Las palabras no se dan, se tiran, a pesar de la implacabilidad
de las manecillas del reloj. Hay algo aciago en el tiempo, en su pasar.
Me tengo que ir, le
dije, yo sí con palabras sonoras, mientras me levantaba. Vi, no sé cómo, unas
lágrimas salir de las profundas cuencas que guardaban sus acuosos ojos, y
escurrir hacia la sucia barba de días, por su cuarteada piel. Me tengo que ir,
le repetí más alto, por si no me oyó, tratando de esbozar un remedo de sonrisa.
¿Por qué nos hemos
de ir? Esa es la gran pregunta, me dijo sin decir. Pero, continuó, ¿para qué
quedar? ¿Para qué quedar aquí, no aquí? Sí. Yo sólo soy un simple poeta que
vengo a olvidarme, aquí. Y quizás a decir, a decirte.
En verdad no me
preguntó nada. Yo no supe qué decir.