Era un ser
femenino, femenino y delgado, casi ausente de tan delgado, casi ausente, sí,
desaparecido; con las carnes justas para poder vestir unas ropas coloridas, que
tapaban su esqueleto, sin parecer percha o colgador colgado y andante. Poseía,
la doña, cierta renquera al andar, tranquila, bien es cierto, pero renquera,
que le hacía moverse a descompás, aunque con un innegable gracejo, o que movía
a él, mas bien, producto de una caída de
hacía poco tiempo y una peor recuperación, ayudada por unas zapatillas
modernas con suela en forma de barca o de abarca antigua, promesa televisiva
de felicidad en el andar así como de la recuperación instantánea de cualquier
malformación de columna, miembros y de casi cualquier órgano del cuerpo,
incluidos el cerebro y el corazón;,promesa, incluso, de la belleza facial, de
la belleza total. Es el poder de la televisión, de horas y horas con el culo
incrustado en el sofá y el mando televisivo pegado a los pliegues de la mano,
con el pulgar a milésimas de milímetro de los botones, moviéndose con rapidez
no exenta de elegancia sobre aquellos botones que presentan programas que anuncian
objetos que prometen lo imposible, lo inimaginable, y que si se compran ya, te
envían dos y a veces tres, más un juego de añadidos para acompañar no se sabe
bien qué.
Era un ser provinciano, tonto y renco (que otra vez me fui), cerril de
sonrisa, casi de mandril –confieso que esto es una boutade que me he permitido,
un desliz, un chiste fácil, rimante, el primer síntoma en mí de que la epidemia
es pandemia-. Rodeaba la sonrisa a unos dientes tendente al gris, que guardaba
celosa de los enseñar por miedo al qué decir o al qué dirán. Alguna hebra allí,
alguna acá y alguna acullá, alguna que otra vez, cuando me dirigió palabra para
interesarse por mi avatar, me dejó ver (inquiría por mi enfermedad, no la de la
pandemia sino una privada, un mal asunto personal). Me contaba en esas charlas
-más monólogos que charlas, he de decir, hubiera hebra o no, eso al margen-,
que ella trataba -zapatillas en forma de abarca al margen también-, con un
echacartas, comealmas, cuentacuentos (esto es de mi magín, que no sé si es tal,
aunque en los tiempos que andamos más bien creo que sí), que le había dado una
serie de indicaciones para curar y hacer desaparecer un mal hábito, ese desdén
caprichoso, ese descuido al andar, esa, llamésmole por su nombre, renquera
pertinaz.