17/2/14

Cuentos de la edad tardía. II

Era un ser femenino, femenino y delgado, casi ausente de tan delgado, casi ausente, sí, desaparecido; con las carnes justas para poder vestir unas ropas coloridas, que tapaban su esqueleto, sin parecer percha o colgador colgado y andante. Poseía, la doña, cierta renquera al andar, tranquila, bien es cierto, pero renquera, que le hacía moverse a descompás, aunque con un innegable gracejo, o que movía a él, mas bien, producto  de una caída de hacía poco tiempo y una peor recuperación, ayudada por unas zapatillas modernas con suela en forma de barca o de abarca antigua, promesa televisiva de felicidad en el andar así como de la recuperación instantánea de cualquier malformación de columna, miembros y de casi cualquier órgano del cuerpo, incluidos el cerebro y el corazón;,promesa, incluso, de la belleza facial, de la belleza total. Es el poder de la televisión, de horas y horas con el culo incrustado en el sofá y el mando televisivo pegado a los pliegues de la mano, con el pulgar a milésimas de milímetro de los botones, moviéndose con rapidez no exenta de elegancia sobre aquellos botones que presentan programas que anuncian objetos que prometen lo imposible, lo inimaginable, y que si se compran ya, te envían dos y a veces tres, más un juego de añadidos para acompañar no se sabe bien qué.
Era un ser provinciano, tonto y renco (que otra vez me fui), cerril de sonrisa, casi de mandril –confieso que esto es una boutade que me he permitido, un desliz, un chiste fácil, rimante, el primer síntoma en mí de que la epidemia es pandemia-. Rodeaba la sonrisa a unos dientes tendente al gris, que guardaba celosa de los enseñar por miedo al qué decir o al qué dirán. Alguna hebra allí, alguna acá y alguna acullá, alguna que otra vez, cuando me dirigió palabra para interesarse por mi avatar, me dejó ver (inquiría por mi enfermedad, no la de la pandemia sino una privada, un mal asunto personal). Me contaba en esas charlas -más monólogos que charlas, he de decir, hubiera hebra o no, eso al margen-, que ella trataba -zapatillas en forma de abarca al margen también-, con un echacartas, comealmas, cuentacuentos (esto es de mi magín, que no sé si es tal, aunque en los tiempos que andamos más bien creo que sí), que le había dado una serie de indicaciones para curar y hacer desaparecer un mal hábito, ese desdén caprichoso, ese descuido al andar, esa, llamésmole por su nombre, renquera pertinaz.

12/2/14

Poesía. Cohen



Este es un regalo que me hizo, hace tiempo, hablando de guitarras, de Poesía, de canciones, de Lorca, quien más quiero en esta vida, y que, aun tardando, ahora lo traigo aquí.
Si ya me parecía enorme por su poesía, por su música, después de esto ya no sé qué decir. Larga vida a Leonard Cohen.





8/2/14

Cuentos de la edad tardía. Elizabeth(I)


Piccadilly Circus. L. S. Lowry
 
Era un ser provinciano, casi de pueblo, si es que este término estuviese en uso real hoy en día, pero los tiempos han cambiado tanto… Y tampoco hay tontos en los pueblos. Ahora la idiotez, el rasgo de deficiencia intelectual acentuada, se oculta en edificios, se aleja de lo social haciéndolo social, como la muerte, apartada de la vista, de la casa, ocultada en tanatorios de hórrida visión, asépticos, lavados con lejía y limón –solo les falta un ambientador de pino colgando del ataúd a la altura de la nariz de los finados-. Ahora la idiotez no existe. Ahora el signo de los tiempos es la estupidez. Estupidez, divino tesoro. La globalización, la pseudo educación generalizada, la televisión, las redes sociales, los cruceros, los viajes low cost. Venecia llena de domingueros rosados, con bermudas anchas mostrando piernas con rodales sin pelo, con manos de las que penden bolsas blancas, repletas de máscaras con plumas verdes, azules y doradas; algunos con gorra, otras con sombrero, y una sonrisa extraña en sus caras que no se sabe si es por la quemazón, por la compra, por la promesa de una porción de pizza recalentada o, lo más probable, por la estupidez del yo estuve aquí, yo lo vi y esta máscara lo demuestra. Horrísono movimiento pendular del mundo que se empeña en que Venecia se hunda, en que deje de existir de una u otra manera. Roma infectada de cámaras de fotografiar, de móviles, de miradas de unas horas, de recuerdos de latón. La eterna Roma, desafiada por las colas para entrar y salir de un Coliseo custodiado por estrambóticos legionarios que se hacen fotografías con los mismos paseantes con bermudas que de Venecia han llegado, o parecidos, y que esperan, estos decuriones modernos, con cigarrillos en los labios y vasos de plástico con cerveza en la mano.
Es el fin de los tiempos, el fin del Imperio Romano. Las huestes germánicas y otras hordas variadas han llegado, y lo han hecho para quedarse. Hasta los gatos se están marchando, ocupando su nicho ecológico las palomas, las ratas y los cuervos, y los pseudohumanos.
Era un ser provinciano –que divago-, casi de pueblo, tonto, tonto del ano, como el célebre Paco, Paquillo, Pacoano, de mi pueblo. Que sí era de pueblo, que sí era tonto, que sí era el tonto del pueblo, con todo su empaque, con todo su encanto. Verdad de las antes, de las auténticas. Era, decía, un ser provinciano.