29/5/10

Mucho más que algo. Tacto.

Surgió del frío. Surgió de una noche de perros, de lluvia negra, y me hizo sentir viva; por un instante quizá, o quizá, también, por una vida. Lo primero que me dijo, cuando dijo, fue un hauki:

Me derramaré,

En tu beso de auroras.

Lánguidamente.

Le pregunté si le volvería a ver. Y su respuesta fue que la pregunta no era esa, sino si él me volvería a ver a mí.

Se acercó por la espalda, muy despacio, tan levemente que no le supe hasta notar que mi respiración se aceleraba. No quise volver la vista. Era extraña esa sensación. Intuí que estaba. Respiré hondo. Estaba detrás. Algo, dentro, me lo decía. Lo necesitaba, lo respiraba. Aturdía aquella sensación. Un desasosiego que me hacía desear su presencia sin habla. Noté cómo su respiración me movía, muy suavemente, el pelo. Noté su aliento tras de mí, como a violetas y almendras, no sabía bien el porqué, y un escalofrío me erizó la piel. No quería moverme, sólo sentirlo, y quedarme ahí, sintiendo aquello que nunca había sentido. Sabía que si me movía le rozaría, sentiría mi culo contra su sexo, de tan cercano. Sentía calor por todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Quería el roce, lo ansiaba, y no también. Deseaba el contacto, y a la vez me lo negaba, por estar ahí, así, en ese momento intenso, sin palabras, sintiendo tanto con tan poco. Deseaba el silencio provocado, oír sólo su respiración, mi agitación, la sangre golpeando. Notaba el corazón acelerado, su latido constante. Notaba el suyo, acompasado al mío. Apoyé las manos en la mesa y, al hacerlo, el cuerpo se me dobló hacia atrás y sentí su tacto. Lo retiré al instante. Él no se movió ni un ápice. Sabía que tenía los ojos en mi pelo. Siempre miraba, y cómo miraba. Te entraba dentro y te llenaba de mirada. Traspasaba. Miraba el movimiento de mi pelo al contacto de su hálito. Él era así, de detalles. Hacía de un momento una vida, de un detalle, un cuadro de mil colores. Notaba la tensión, la mía y la suya, la contracción de los miembros, el leve temblor, la alteración de la piel, la excitación. Podía sentir todo lo que éramos, lo que sentíamos, con una percepción inhabitual, como si mi piel, como si todos mis sentidos hubieran multiplicado su capacidad hasta el infinito. El silencio era tan profundo que oía el más leve quejido de la madera de los muebles, pero sobre todo lo sentía a él, y a mí. Acercó su boca a mi oído. Noté el cabello en sus labios. Me susurró: Yo he visto germinar lágrimas de cristal negro en sonidos púrpura, cuando te he sentido. En ese momento, cuando te siento, noto un viento dentro, como la caricia de un violonchelo, roto de pena, quebrado. El aire que salía de su boca me acariciaba el cuello. Tenía la piel en carne viva. Respiraba más rápido, con más agitación. Creí que me iba a volver loca. La tensión me estaba matando, y sin embargo no podía ni quería salir de ahí, de así. Apreté las manos con fuerza, contra la mesa, hasta sentir daño, para sentir el dolor, para mitigar, en algo, aquella tensión. Eché la cabeza hacia atrás. Mi pelo le llenó la cara. Noté la calidez de su mejilla. Apreté mi espalda contra su pecho, mi culo contra su sexo. Noté sus manos, rozando apenas, en mi cintura, paseándola, y el subir y bajar de su pecho, su respiración agitada, su aliento. Giré la cara buscando sus labios, buscando la boca que me hablaba, que me llevaba, buscando aquel olor en la garganta que me susurraba, su aliento como de violetas y almendras, para envolverme en él y en las palabras, para bebérmelas, para saborearlas, esperando más, deseándolas. Sabes… -me dijo en voz muy baja-, cuando te veo, cerca o lejos…, cuando te veo, oigo el agua apaciguar la orilla, en su beso largo, y lento. Y quiero acercarme a ti, saberte entera, entrar muy dentro, pero de tus sentimientos. Vivir tu alma, vivir tu carne, ser tú en ti, muy dentro, y no salir, vivir ahí por los tiempos de los tiempos. Teníamos los cuerpos pegados, más aún el alma, que era cuerpo. Noté sus manos en mi vientre, despacio, y después bajando hacia mi sexo, rodeándolo, sin tocarlo, acariciando los muslos por dentro. Sentía mi humedad, y él también. Se quedó ahí, parado, apretando levemente. Respirábamos al mismo tiempo. Giré aún más la cabeza buscando su saliva en el calor de su boca. Apartó la suya, apenas. Me tumbaré en la hierba para oler tu tacto –dijo-. Subió las manos a mi vientre. Lo paseó de nuevo, más lentamente, colocando su dedo anular en mi ombligo y apretando con suavidad, creando círculos pequeños, en él, que me llegaban dentro, y más abajo. Vagó, después, con sus dedos por mis senos, sin apenas rozarlos. Noté los pezones erectos. Noté su tacto, el calor de sus manos a través de mi ropa. Sentí el calor de la pasión de mi cuerpo a través de sus dedos. Sentí la suya, cómo se quemaba por dentro, y cómo me quemaba yo. Me giró hacia él. Los cuerpos enfrentados. Absolutamente pegados el uno al otro. Mi sexo junto al suyo. Puso las manos en mis mejillas, los dedos entre mi pelo. Le rodeé la cintura con mis brazos, atrayéndolo aún más si cabe. Los dos apretando. Respirábamos juntos, al tiempo, sintiendo, siendo en el otro cada uno, siendo la vida, sintiéndola, haciéndola. La belleza de un momento único, de una pasión única, desbordante, antigua, eterna. Le besé como nunca había besado en mi vida, como a nadie lo había hecho. Le cubrí los labios y sentí el tacto de su lengua, el calor de su interior, su saliva. Le sentí entero. Nos separamos un instante. Me miró muy dentro, fijamente. Cada vez que me besas me cubres de estrellas –dijo-, y ahí soy tanto, que quiero morir, morir de ti, morir en ti, siendo. Me besó largo, dentro, suave. Tacto. Era la esencia del tacto. Se separó de mí, despacio. Se fue andando, de espaldas. Siempre mirándome, dentro, como sólo sus ojos saben mirar, cómo no he visto en nadie. Hay un momento para todo -dijo-, y éste es este momento, tan especial, así de intenso, como tú. Sólo así.

Aún sigo dándole vueltas a su respuesta. La respuesta de aquel hombre que surgió del frío.

21/5/10

La vía muerta

Había una persona en un andén abarrotado, como fijado, anclado a cemento. Viendo desfilar el tiempo. Mirando despacio veía pasar una y otra vez aquel tren desaparecido. Persona triste vestida de domingo, como el último domingo, como un domingo cualquiera, como todos los domingos. La mirada perdida, posada en la vía desocupada, rodeado de gente, en el andén; el alma fría, la vida sola, como un sonámbulo de travesías entre personas, eternamente dormido, como ido, descomulgado, desaparecido.
Aquello tan brillante fue una luz cegadora para los ciegos, regalo inútil para una vida ya sin reposo, llena de espejos que sólo muestran espejismos de un pasado que no repite.
Muestra al cristal de la muerte su rostro ahogado ante la vida, cuyo reflejo es una imagen invertida -que es, pero no, como el espejo-, perdiendo de vista la realidad, que ya no es tal, solo fingida.
Y ya todo es nada; quizá ni tiempo. Todo es destiempo y a destiempo. Ya no hay ni hilván que hile palabras ni pensamientos. Apocalipsis de sentimientos.
La esencia de todo, quedó en el pasado, ido, en un tren ausente, perdido.
Este es un tiempo triste, la edad de los prodigios, de la superchería y la impostura. Ya no llueven estrellas. Ya no hay llanto por alegrías, ni canto. Es el mundo al revés, el final de los tiempos, con los jinetes campando a sus anchas por los eriales llenos de almas que no son almas sino desechos.
Cae la tarde, con desgana, sobre la plaza de arena blanca que es la vida. Y los fantasmas gritan.
Una persona yerta, en el andén, anclada, ve cómo se le va la vida, por su pasado, por la vía muerta, por la vía vacía.

19/5/10

El pesado fardo de Atlas

La lírica, por lo visto, sólo queda para los poetas malditos. Lo importante es sobrevivir, parece, guarecerse, obtener un resultado, no arriesgar sino lo justo, no sentir, dejar eso a buen recaudo, y esperar que los sentimientos se aplaquen o sean sustituidos, estar, simplemente estar.

Estoy cansado. No puedo, a veces, con todo. Hay cosas que me superan, momentos en que todo pesa de una manera tremenda, en que todo se junta y se acumula. A veces, como Atlas, levanto el mundo y sonrío, y parece que las fuerzas son suficientes; pero, a veces, también, el fardo es muy pesado, tan brutal que la sonrisa se troca en mueca y se dobla el espinazo.

No puedo con los drogadictos de la abstracción, con los imposibilistas, con los huidizos, con los insensibles, y con los sensatos para con los sentimientos. No puedo, quizá porque no soy como ellos, porque no los comprendo. Yo soy de sueños, de verdades, de sentires. No sé vagar eternamente, aunque a veces lo hago, por los piélagos del pudiera. Necesito tactos, pero no cualquiera, en esos no entro, sino en los de esencia, no en los d3 apariencia, aunque algunos hacen de ellos los otros. Soy de los que miran y ven que lo que es, es, y lo siento, y lo vivo y lo percibo. Soy de miradas, de palabras. Soy de los que quieren que todas esas cosas sean el resultado de los sueños, de los que están dentro, de los que dan resultado. Soy humano.

Solo. Muchas veces solo. No hay manera. Y es que no me conformo. Y todos recurren. Pero en el estar ya es otra cosa. Ahí cuesta, y cuesta por tantas cosas, por tantos miedos, por tantas fijaciones, por tanto evitar para… Y el fardo pesa y se incrementa.

Necesitamos refugio, a veces, resguardo de determinadas cosas de la vida, cuando nos da en la cara su brisa fría, cuando nos hace daño, por tantas cosas. Y lo buscamos y necesitamos. Pero hay momentos. A veces creemos que cualquier cosa nos guarda, y ahí nos quedamos, y equivocamos, y buscamos, y en otro lado nos guarecemos, y seguimos. Y no vemos, nos negamos. Un zigzag continuo. Respeto todos los caminos, pero no comparto algunos, prefiero otros, los que sigo. Tal vez esté equivocado, tal vez, pero prefiero estos, aun más dolorosos, pero que me son más queridos, más sentidos. Tal vez sea una parte. Pero siempre está ahí la razón que ocultamos, y aun así actuamos, una y otra vez, con una cosa y con otra, aunque sepamos. Y en esa búsqueda, a veces equivocamos nuestros pasos; a veces volvemos atrás, a veces nos conformamos caminando en círculos o en zigzag, por no reconocer quién somos y a dónde vamos, lo que queremos, lo que es importante y lo que tenemos, o lo que podemos, lo que perdemos, cómo saber completar, cómo tenerlo todo.

A veces no puedo. A veces me veo como ese Atlas sofocado, abatido, desconcertado por tantos pesos. Con el rictus en el rostro, en la boca una mueca y partido el espinazo.

Necesito de la sinceridad, de la naturalidad, de la sonrisa, de esas personas que saben recibir y dar. Necesito de la verdad, de la naturalidad, no de la artificialidad, del siento pero así, pero cambio, muevo, necesito, estoy así. Necesito un respiro, y lo necesito ya.

Ya no hay lírica. Sólo queda para los poetas malditos. Y eso debo ser yo, un maldito, un proscrito.

18/5/10

Historias sin acabar. I (Lloraré rosas para ti)

Lloraré rosas para ti.

Lloraré rosas para ti, había escrito. Creía que lo había hecho antes de salir, sobre el cristal del espejo del aseo, con la barra de carmín de su madre. Era un niño aún. Había creído que no lo era, pero lo era, todavía lo era. Había crecido rápido, por todos los caminos. Pero no era un hombre, no se sentía un hombre, ya no. Lloraré rosas para ti, había escrito. Dos años de un sufrimiento atroz. Nada ni nadie a su alrededor. La nada, el vacío. Inclemencia. No podía aceptar algo así. Un charco de sangre en una carretera infame. Pinos alrededor, montañas quebradas, y el agua abajo, quieta. Un charco de sangre maquillado por una cabellera azabache. Unos ojos negros perdidos en el cielo. Una sonrisa más brillante que el sol de todos los desiertos, helada, eterna. Tanta belleza, muerta. Lloraré rosas para ti. Era lo único que escribió. Siempre se preguntó por qué él no estaba allí, también. Agonía. Y buscó culpables donde no había. Y buscó salidas por calles vacías.

Se quedó sin dinero a los dos días de llegar a Londres, tras otros dos días cruzando un mundo de carreteras, en autobús, sentado en el incómodo asiento de la lentitud, con los ojos pegados a un cristal cubierto de vaho, que limpiaba con el dorso de la mano, para poder ver un paisaje verde y lluvioso que no cambiaba nunca, ajeno a él. Rodeado de un idioma hostil, extraño. Una habitación triste, fría. Cuatro camas en literas. Se tumbó en una de las inferiores y se quedó dormido. Despertó de noche. Encendió un Fortuna. Cuando lo terminó, se duchó, se puso la otra muda que había llevado y metió la otra en la mochila. Bajó a recepción. Cogió un plano de la ciudad y preguntó por señas, a la chica del mostrador, una alemana, dónde de podía comer. Llegó a un parque donde había, en un lateral, bajo un árbol de hojas rojizas, un carrito que vendía sándwiches y kebab. Estudió a las personas, que se acercaban a él, durante un buen rato. Se acercó y señaló el kebab. Take away, pronunció como pudo. Pagó. Se sentó en un banco y comió. Era el primer bocado en dos días, a parte de dos cafés con leche y un cruasán. Paseó por las calles hasta que se hizo de noche. Entró en lo que parecía una discoteca. Oscura. La música extraña. El dinero era escaso, pero necesitaba alcohol. Pidió un gintonic. Bebió un sorbo. Llevaba mucho hielo y poca tónica. La ginebra era asquerosa. Dio dos tragos más y lo terminó. Estaba muerto de cansancio, pero no quería volver a aquella habitación vacía y helada. Se sentó en un sofá desgastado. Miró a las personas que deambulaban por el local, la mayoría punkies. Una chica, morena, se le acercó y le dijo algo que no entendió. Intentó decirle que no la comprendía. Ella le pasó la mano, abierta, por la cara, y se marcó dejándole una sonrisa a modo de regalo. Salió de allí y volvió al albergue. Se tumbó en la cama y se quedó dormido. Despertaba a cada rato, entre sueños extraños, de colores verde, rojo y negro. Entraron unos magrebíes gritando. Iban borrachos. Les dijo que se callaran, que quería dormir. Le miraron y siguieron gritando. Uno de ellos se acostó en la litera que había encima de su cama. Le despertó, algo después, el sonido constante de una gota que chocaba contra su pantalón. Se levantó asqueado. Zarandeó al de arriba y le dijo que despertara, que era un cerdo. Sólo obtuvo un gruñido. Se cambió el pantalón y salio a la calle. Llovía. Una lluvia tranquila, que no limpiaba. Un frío infernal. El alma congelada. Sentía una congoja tal que le tenía encogido sobre sí mismo, con la cara escondida entre las manos, apretando la mochila contra su cuerpo, llorando como un alma perdida, como sus lágrimas en la lluvia.


Lloraré rosas para ti, escribió en la libreta roja que llevaba siempre consigo cuando viajaba. Una eternidad escribiendo para volver de nuevo ahí, a la misma clase de tiempo, al mismo sentimiento, a las mismas sensaciones. Como si se hallase inmerso en un bucle temporal. Como si no hubiese agonizado suficiente. Como si no tuviese ningún derecho a persistir en la felicidad. Unos ojos que se le iban, perdidos. Una sonrisa trastocada en ira, en desprecio. Agonía. Lloraré rosas para ti, volvió a escribir. Ninguna otra cosa le salía. Creía que había crecido, que las calles andadas le habían dado otra perspectiva, que había aprendido, que los albañales pisados le habían enseñado, que los tropiezos que le habían hecho sangrar le habían abierto los ojos. No era un hombre, sólo era un niño. Todo son veleidades, escribió, simples y tristes veleidades de un poeta idiota. Abandono. Quiero ser sordo, mudo y ciego. Reniego de los sentimientos que me han llevado a creer que merece la pena sentir. Se sentía como un barco varado, partido, con la proa y la popa hacia arriba y el centro hundido, desbastado por las olas, que le hacía escupir de sus entrañas todo lo que llevaba dentro, desangrándose, mientras aquello que salía de sus adentros mataba lo que hollaba.

Comenzó a sonar Kite. Dejó el lápiz. Cerró el cuaderno. Escuchó la música. Siempre sentía algo especial cuando oía esa melodía, que empezaba bajo, suave, deslizándose dentro, calándole por dentro, sacándole las lágrimas. Hay determinada música, determinados momentos en la música en los que no cabe sino ser, ser y morir en ellos. Una canción que habla, de alguna manera, aunque no exactamente o también, sobre las personas que perdemos en el camino de una u otra forma, de la pérdida, quizá del punto de partida. Perturbadora la voz de Bono. Recordó las imágenes y la lágrima recorriendo la mejilla del cantante mientras la interpretaba, mientras recordaba a alguna persona perdida. Había algo en la voz de aquel cantante que siempre le llevaba a interiorizar todo, a vivir lo escuchado y sentirlo como propio, más si tenía que ver con experiencia personales; y ese era el caso.


17/5/10

Relatos de los días de lluvia húmeda y helada. V

En los alrededores del camposanto
Fui con mi madre de la mano a una casa de Laureano donde tenía las cabras. Fue el primer muerto que vi, aunque no lo vi. Era una mujer que le decían Andrea. Había mucha gente y mucho movimiento que no sabía por qué era. No vi nada. Ni te dejaban ver, porque era muy niño.
En otra casa vi a la Tía María, la mujer de Linares. Pasamos a la habitación y vimos a la mujer, allí, muerta. Yo tenía siete u ocho años. Estaban de vela en la casa. Iban de velatorio, a rezar aquella noche y acompañar a la familia. La gente de la aldea. Unos dieciocho o veinte. Rezaban entonces en voz alta. A la mañana, si se enterraba al muerto, en Alcalá, se llevaban a hombros el ataúd, los hombres. Tardaban hora y media. Echaban por lo derecho, por unos caminos que por aquí hay. Entonces no había carreteras. El camino de Alcalá. Se pasaba por Moralejos. Un camino de carros, de herradura. Y se bajaba a Alcalá.
Entonces el alcalde de Alcalá era el padre de la abuela Ascensión. Antonio Miñambres Linares. El cementerio lo hicieron Pepe y uno que le decían Virgilio, que tocaba la bandurria; unos albañiles de Ayoz. Nosotros estábamos siempre de baile con ellos. Íbamos a bailar en muchas casas. El cementerio se hacía a “pionás”. Cada vecino iba un día a “pionar”, con carros y piedras. Se recogió dinero en toda la aldea. Como el cementerio era de la aldea, todos los vecinos tenían derecho a un vodal. Se empezaron a hacer nichos, que se hicieron por el año 45. Entonces todos estaban en tierra. Fue cuando se murió mi mujer, y ya fue en nicho. Por entonces todos iban a tierra. Los vecinos, y la familia y amigos iban a hacer la sepultura y se enterraban en tierra; se ponía una cruz en lo alto, o una lápida, según fueran más ricos o menos ricos. Las piedras se hacían en San Juan y… Se ponía la fecha del que había muerto, y un recordatorio de tu padre, tu madre, tus hermanos no te olvidan.
Nunca me gustó la muerte, qué quieres que te diga. Es muy “jodía”.
Yo tenía seis o siete años cuando murió el primero de mis abuelos. El padre de mi padre, que se llamaba también Jesús. Jesús Bastante García, se llamaba el padre de mi padre. Se murió el día de San Andrés, que decimos aquí, del año 15. El padre de mi padre, porque la madre de mi padre se había muerto ya el año que yo nací. La madre de mi padre se murió el 17 de febrero de 1908. Ana Martínez Martínez era la madre de mi padre. Trabajaban en la agricultura, labrando. Agricultores. Mi abuelo tenía las tierras en Las Peralosas. Tenía dos almudes. Era bastante persona mi abuelo. El año 20 murió mi abuela, con 45 ó 50 todo lo más. 45 podía tener, a 50 no creo que llegara. Yo no lo sé cierto. De calenturas tifoideas, de calenturas malas, porque entonces no se curaban. El que tenía calenturas… le daban medicinas que no eran a lo mejor… Los médicos de entonces no eran como ahora, que hacen análisis de todo y se preocupan y saben. Pero entonces a lo mejor no le daban lo que era bueno para eso. Fue a Alcalá, a San Lorenzo, como vivía su padre, que era mi abuelo, que vivía en Alcalá. Y estando allí alguno se las pegó… Y ya vino malo, de San Lorenzo, que era ese día, 10 de agosto del año 20. Luego se acostó el día de San Roque, y ya no se levantó, y murió el 30 de agosto. El médico de Alcalá me “paece” que era un tal Don Ignacio, el médico que había entonces.
Luego mi padre, como se quedó ya viudo, al año y medio se casó… que fue cuando tuvo a Lino, que se ahorcó hace un año, y una hermana que tengo en La Zubia… No quedamos más que los dos ya. Es como si fuera mi sobrina. Resobrina se llama, porque ella es hija de un primo hermano, y además es sobrina porque yo estoy “casao” con una tía de Dolores. Así que es familia por dos sitios.
Mi padre se casó con una mujer de Las Eras, viuda de un guardia civil. Tenía dos hijas. Estaba en Tolosa y vino aquí, a casa de un “cuñao”, y claro, como estaba, ella, viuda, y mi padre viudo, pues se enamoraron y se casaron, y fue muy bien. Fue una mujer muy buena. La quisimos mucho, porque valía mucho, y vivimos muy bien con ella, muy bien, muy bien, y como tenía familia, a los hermanos los hemos querido igual, aunque eran sólo de madre…
Nosotros vivíamos cerca de la ermita, y allí murió mi madre. Cuando murió nos quedamos muy desmantelados. Vivimos un año o año y medio. Mi hermano hacía la comida y yo le ayudaba. Mi tía nos ayudaba a amasar el pan… Entonces teníamos la harina en la casa. Se amasaba el pan “pa” una semana o “pa” más. Y ella nos ayudaba a amasar. Eran cosas gordas. Luego ya, cuando ya se casó mi padre, entró esta mujer, que era una buena mujer. Y vivíamos muy bien. Ella tenía dos hijas y nosotros cuatro éramos” sais”. Pero aparte de eso vivíamos y estábamos bien. Y luego vinieron cuatro o cinco con la mujer, pero le murieron dos. El primero que tuvo y el último que tuvo.
Y mi esposa y señora también murió. Por eso me casé con la Ascensión. Y mi niña, que era una rosa, con cinco años. Eso fue “pa” la guerra. Y mi Jesús, más listo que el hambre. ¡Joder, qué vida!
Ya sólo quedamos dos. No me gusta la muerte. Es muy “jodía”.

12/5/10

La sombra de los sueños

Te veía tras cada esquina que doblaba, en la lejanía, en cualquier espalda, en una mirada que me miraba, en cualquier sombra que aparecía; pero sólo era eso, una sombra, la sombra de un deseo, la sombra de mis sueños.
Y mientras, seguía, en el silencio, en el silencio quieto, en el silencio lento, en el silencio santo. Esperando. En el silencio, en la sombra de los sueños, en la sombra de mis sueños.

Cuando la luciérnaga levantó el vuelo

Arrastro el sueño o el cansancio, o lo que sea que es lo que me tiene en un estado de estar sin estar, como flotando, desde hace eternidades. Llueve a mares. Me he calado hasta los huesos. Ha caído tanta agua que ni me gustaba pasear la lluvia. He tenido que correr. Estoy empapado, de cuerpo y alma. Tal vez necesite un deceso. No, “joer”, un deceso no, un receso. Me seco el pelo. Pongo música. Saco el Cd de Stigmata y en su lugar coloco The wall. Lo oí en el coche, en la radio, y me apetecía. Hacía tiempo. Hey you comienza a sonar. La sigo mentalmente. Nunca canto en voz alta. Mi voz es trueno. Me siento en el sofá, es cómodo, bonito y cómodo, con la ropa mojada. No importa. Me gusta el salón. Es acogedor, minimalista y acogedor. Bello en sí mismo. Rodeado de libros que acogen. Claro. La mesa de cristal y metal de diseño exquisito, a juego con las sillas, metálicas y negras, sencillas y delicadas. Es una evolución de mis casas. Soy yo. Cojo el libro de Murakami, uno de los tres que estoy leyendo. Es curiosa la manía que me da con los libros. De repente aparece un autor o un país y me paso eternidades en él. Eso es lo que ha ocurrido con Murakami. Antes sólo había leído a Mishima y Oé. Murakami vino de la mano de Miyori. Huele jazmín y violetas. Ella olía a cerezos en flor. Su piel. No sé por qué ha aparecido ahora, de repente. No le doy más importancia. Las cosas son siempre como son, sin más. ¿Quién entiende las razones de las personas, de cómo somos, de los dioses? No seré yo quien entre en ese proceso absurdo, en esa tarea de titanes. Un breve correo. ¿Cómo estás? Te recuerdo. ¿Vendrás a Kyoto? Ahora estoy aquí. Tras más de un año. He buscado vuelos a Bolonia. No cuadran. Y tengo que ir el fin de semana sin falta. No puedo demorar esta situación. Me crea desasosiego. No tanto por mí. No me gustan las situaciones que implican a otros y que yo puedo solucionar. Los silencios matan. Me molesta estar así y tengo que hacerlo, pero los vuelos son los que son. Ir, tomas un espresso, pasar dos noches y hablar. Hablar. Hablar con las palabras y los silencios. Mirar en los silencios y decir. Cómo cuesta estar en determinados espacios y decir, y ser, donde puedes entrar, donde no quieres estar. Tan sugestivos y sin embargo… Se ha de hacer. No quiero que estén, ni estar, en algo que no puedo ser. Me levanto para hacer la cena. Bato un par de huevos y echo pan rallado. Sumerjo en la mezcla los filetes de merluza y los frío en aceite de oliva muy caliente. Me apoyo en la bancada, roja, y miro el cuadro que le compré a Manu por un euro. No podía regalármelo. Nunca regalaba. Vendía. Cuestión de principios, decía. Ni a mí siquiera. El fondo naranja, de papel. Un cuerpo d mujer en verde, tumbada de espaldas y ligeramente escorada hacia el espectador, boca abajo. En ella resalta el pelo, liso, un pecho, el ombligo y el sexo, en negro. Sobre el cuerpo de la mujer, dos bustos indefinidos, aunque parecen de hombre, en negro también. Llevo la comida al salón. Coloco el plato, en rojo burdeos, con el borde en negro, sobre un camino de mesa de bambú. Un vino blanco de Rueda, para acompañar, que vierto en la copa alta, de boca sinuosa, de color verde claro. Las cortinas de seda, granate oscuro, que tapan el inmenso ventanal, acogen toda la habitación, abrigan, dan calidez y ganas de estar, de quedarse, de mirar. La música es una exquisitez, los bajos, la guitarra, la voz:
Mother do you think they´ll drop the bomb
Mother do you think they´ll like the song
Mother do you think they´ll try to break my balls

Me gusta comer lento. Hablar con quien como, degustar el momento. Deleitarme en él, con la persona con la que comparto, y la música al fondo, y el escenario, el todo. El placer de estar. Suena el móvil. Miro el número. Un fijo de Madrid. Imagino quién es. No lo cojo. Me invitó a ir, pero no me apetece. Además, tengo que ir a Bolonia. Sigo comiendo. La música sigue sonando. El solo de guitarra, exquisito, perfecto, armónico. Me quedo en ella.
Mother do think she´s good for me
Mother do think she´s dangeroux to me
Mother will she tear your littlel boy apart

Me quedo mirando cómo la luz de la lámpara atraviesa el vidrio y el líquido, cómo se rompe, cómo crea formas.
Ohh ah, mother Hill she break my Herat
Hush now baby, baby, don´t you cry

Recojo las cosas. Meto los paltos en el lavavajillas. Me hago un café, muelo los granos de etiopía; negro, corto, con agua mineral. Iba a echar azúcar morena. Pero no. Debo empezar a volver a determinadas cosas que eran y que fueron dejadas en el proceso de dejadez, debo volver a como se debe ser en las cosas que son y que dejé de hacer. Demasiadas desviaciones tal vez. Vuelvo con el café al salón. El perro me miro. Me siento en el sofá, en la esquina. Bebo un sorbo. Cojo el libro de Murakami. Me pongo las gafas de pasta negra. Miro al perro. Tengo que sacarlo a dar una vuelta. Iría a correr con él, tal vez subir esa pequeña colina que hay al lado de la casa, pero no me apetece. Además ha llovido y el suelo está encharcado. Algo breve, por la acera, y volver rápido. Una sauna mejor, para transpirar, para limpiar por dentro y por fuera. Suena el móvil otra vez. El mismo número de Madrid. Siempre es así. Tengo que reservar el vuelo esta noche para Bolonia.
Sigo leyendo a Murakami:
Fue mucho más tarde cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiera ocurrido de repente.
Son días extraños

11/5/10

Huele a soledad

Huele a cerrado el bar, a desinfectante y lejía, a música marchita, a luz apagada. La barra llena de taburetes. La espalda de un hombre frente a ella, en uno de ellos. Una mujer se sienta a su lado.
- ¿Qué bebes?
- Soledad.
- ¿Puedo acompañarte?
- Seríamos demasiados. Además, soy fiel por naturaleza.
Se levantó, ella, y se sentó en el taburete más alejado. La mirada perdida en el fondo del vaso.
Todo sigue igual. La música, el olor, la luz, la atmósfera… la vida. Siempre igual.

9/5/10

Relatos de los días de lluvia húmeda y helada.

Cuarto relato.
Los idus de marzo.

Nunca pensé que te volvería a ver.
Ni yo.
Y menos, en el caso de que lo hubiera pensado, que fuese tan pronto.
Fue un impulso.
Ya. Como todos los tuyos.
No he podido quitarte de mi cabeza ni un solo día, y… sin embargo…
Sin embargo…
¿Recuerdas el paseo por los Uffizzi?
Sí.
¿Y la conversación aquella, tan larga, en la cafetería a espaldas de la Galería?
Sí. Recuerdo la conversación. Sobre el poder y el querer, sobre las relaciones, sobre el amor, sobre el compromiso, sobre la libertad… Sí. Cómo no. También recuerdo como ibas vestida, cada detalle de ti aquel día. Me fascinó. Parecía que la ropa acompañara tu mirada…
Se calló. La desazón le ocupó el interior, como aquella vez, en Florencia. La recordó sentada en aquella pequeña terraza, mirando el humeante capuchino, y a él, cuando bebía un sorbo, con aquella manera tan suya de coger la taza y beber.
Andrea… Ahí estaba otra vez. Inopinadamente, como siempre hacía con él. Como la primera vez. Los ojos negros, con aquella línea que se le formaba en las pupilas y que les daba una intensidad que aturdía, mareante, donde era posible entrar para perderse, y de la que creía, no se podría salir, y, sin embargo, tan apenas abierta, tan difícil de atravesar, como un manantial sugerente, prometido, pero ausente, al que había que bajar, despacio, entre marrones y negros…
Nunca debí volver a Florencia, pensó, ni tal vez a Bolonia, o quizá debí aceptar el trabajo allí. Nunca debí acceder a aquella primera vez. Nunca, nunca… demasiados nunca, demasiados tal vez, demasiados quizás. Demasiado todo o más bien demasiado nada, se dijo. Demasiados pensamientos, demasiados recuerdos, demasiadas palabras y su ausencia, demasiados sentimientos, demasiada búsqueda de ellas, de todo, de nada.
Se apretó los ojos, sobre los lagrimales, con los dedos índice y pulgar, hasta sentir dolor. Apareció el color naranja, después unas nebulosas blancas y lilas, en espiral. Todo blanco y negro después, y cuadrados blancos, pequeños, moviéndose en una composición extraña.
¿No te ha gustado que viniera?
No lo sé. Se quitó los dedos de los ojos, mientras le contestaba, y la miró. No lo esperaba, le dijo, ni tan siquiera sé si lo quería. A veces, pensó, no sabía ni si servía de algo hablar, con los paréntesis, con los silencios, con las reglas.

Caminaban despacio, entre la ausencia de sonidos de un parque suyos parterres estaban poblados de margaritas blancas, violetas y anaranjadas, como si buscasen las palabras en el silencio de unos árboles aún pequeños, por entre el tapiz de flores. Unos parterres de color, que se perdían en la inmensidad de un parque lleno de pequeños promontorios elevados, y cubiertos de un césped ralo y amarillento, con pequeñas calvas, falto de riego, bordeados por caminos serpenteantes de tierra ocre, casi amarilla; con árboles, pocos y pequeños, muy separados entre sí, de largas ramas y hojas escuálidas, y demasiadas farolas megras. Un parque de una artificialidad absoluta, como un recorte de revista pegado sobre un cuadro en blanco y negro, un feo y extraño colage que había sido creado con la intención de aportar belleza y que, sin embargo, dañaba la retina de cualquier observador con un mínimo de sensibilidad.
Él iba delante, ligeramente. Recordaba la tranquilidad con que ella paseaba el tiempo, como si se envolviera en el aire, como si éste fuera más espeso para ella que para las demás personas.
Giró la cabeza hacia ella y sonrió, esperando alguna palabra, pero sólo recibió el inició de una sonrisa que se quedó en inicio, inacabada. Se sentó en un banco, y ella, tras pararse un momento, delante de él, lo hizo a su lado. El sol estaba a sus espaldas, proyectando sus bustos en una sombra alargada que se dibujaba en la arena del camino. Alguna vez había fotografiado las sombras, le gustaba el efecto.
Un sin fin de hormigas recorrían un camino que parecía no tener fin y que, al parecer, sólo ellas conocían, perdiéndose en la hierba, en un ir y venir continuo. Le resultó curioso el tamaño de la cabeza de algunas de ellas –exagerado para su cuerpo-, y desproporcionado con respecto a la armonía de las demás, más pequeñas. Llevaban pequeñas briznas de hierba, secas, en sus pinzas; algunas, en su constante andar, se paraban milésimas de segundo para entrechocar sus antenas con otras hormigas, mientras algunas pasaban por encima de otras sin importarles, al parecer, el peso, el posible daño –si es que lo había- o cualquier otra circunstancia. Toda aquella mini autopista, sin señales, terminaba en un pequeño círculo, absolutamente liso, impoluto, que había sido rodeado de una semicircunferencia hecha con pequeños granos de arena más oscura, apilados, formando una especie de muralla o de barrera, en la parte opuesta a la dirección del camino, y en cuyo centro había dos agujeros, uno perfectamente circular, y otro, más grande, ligeramente irregular, donde entraba y salía todo un ejército de aquellos insectos, la mayoría con sus briznas de hierba. Pensó en aquella armonía absoluta, en la necesidad de gregarización, en la necesidad de seguridad ante su pequeñez, en sentirse resguardado, en la búsqueda de no sabía muy bien qué, en ese miedo que nos hace tan gregarios y que nos lleva a la uniformización, al pensamiento único, a ser una hormiga más en un hormiguero gigante, igual que las demás, haciendo siempre lo mismo, pensando lo mismo, ocultándonos, no apartándonos del camino, buscando refugio, seguridad, en la masa, en la apariencia, en el clan, en lo igual.
Miró a Andrea. Tenía la mirada perdida en el color de las flores. Se preguntó dónde estaría ahora, en aquella búsqueda constante de palabras, de palabras que pudieran expresar lo que sentía, pero que se negaba, y de ahí aquella inconstancia, de ahí aquella necesidad de seguridad, aquel ir y venir -a veces sin sentido-, aquel querer y no poder, aquel poder y no querer, o no saber o no atreverse. ¿Y él? Seguramente no podía, pensó; y tal vez no quería. Le dio vueltas a las razones, a las de ambos. Y pensó que quizá tuviera que ver con el comportamiento de aquellas hormigas. Tal vez Andrea fuera como una de ellas, o quizá no. Tal vez él también, aunque no, se dijo, él no. Le molestaba la idea de pertenecer a un colectivo así, tan monótono, tan simple, aun dentro de su complejidad. No, a él le gustaba volar. Tal vez una cigarra. Tal vez. Recordó la fábula de la cigarra y la hormiga y sonrió para sí.
Mañana me voy. Sonó como un martillazo. La miró y se quedó callado.
¿Quieres que me quede?
Lo que yo quiera o deje de querer, carece de importancia alguna. Harás lo que quieras tú, de cualquier forma. Además…
Miró el cielo, roto en los colores de una tarde que se desvanecía en una gama de rojos muy intensos. Una nube, gris oscuro, rompía el sol por su mitad. Volvió a mirar a las hormigas, con su paso apresurado, siguiendo su ir y venir, ausentes a aquella otra realidad suya, y a aquella perfección. Se giró hacia ella, extremadamente bella. Se quedó en sus ojos un instante; era excesivamente preciosa, distinta, y distante y silenciosa.
Ninguno encontraba las palabras que parecían buscar.

7/5/10

Ser

Con mis lágrimas, recubriré tu vientre, de amaneceres.

3/5/10

Pinturas

Hay un perro enterrado en la arena, que mira hacia arriba, a su izquierda, a un espacio vacío, hacia nada. Me pregunto qué ve, qué mira. Todos los que pasan a su lado lo observan, parecen identificarse con él, pero sólo lo ven como si tratase de un cuadro, como si la realidad fuese en dos dimensiones. Y siguen. Tal vez seamos nosotros el perro, me digo.
La carretera es larga. El sol se ha pegado al suelo, aplastándose contra él. Quizá porque se ha caído, derramando todos los tonos posibles del amarillo, y los imposibles también.
No puedo apartar mis ojos de ese perro, ahí, hundido, en la arena de la cuneta, tragándoselo; cautivo, herido ante la ausencia de tantos, ante el abandono, ante el castigo, ante la indiferencia.
Miro al frente y veo ese espejismo de locos que se forma en la línea del horizonte, como una borrachera gris, producida por un cigarrillo eternamente consumido. Una mujer sentada, cuya cara es el proceso de sus emociones, huesos y músculos, el punto final del camino, de su destino, un rostro de Bacon, me mira desde allí.
Todo es rápido a mi alrededor, ahora, y sin embargo veo, como pasa, todo, con mansedumbre, como la lluvia del norte, que hace que los sonidos queden idos, suspendidos en las gotas de agua, desvaneciéndose en el suelo, sin sonido.
Tengo frío, a pesar del sol que quema, que aplasta, con es gama de amarillos.
Tengo frío, y mirar al perro semienterrado en la arena aun me produce más frío. Alargo la mano y no le alcanzo. Dos lágrimas me brotan. Nada más.

2/5/10

El otoño de las rosas

Necesito que apartes el velo, aun de seda, para verte sonreír, para poder hacerlo, para poder reír. Y es que nos queda tanto por decir, por ser y por sentir…
Alimentas mis adentros, en silencio, cuando te siento, cuando te huelo, como un drogadicto de luz, donde busco la verdad que sé, la fuente del ser, del saber, de todo; de eso que no se puede dejar, que se lleva como una oración, prendido en el pecho a fuego y cincel, como una promesa, como un milagro que no puedes creer, pero que es.
No quiero vivir más en tiempos rezagados, en el silencio del mundo, mientras no haya nada. Quiero el brillo de las perlas de lluvia. No quiero el otoño de las rosas, sino el esplendor de su olor, la primavera, tus pasos. Y escribo, por eso, con la nostalgia de un niño, nostalgia de la vida, nostalgia de ti. Y siento, como una pérdida, la vida no hecha. Por eso quiero verte sonreír, para poder hacerlo, para poder reír, por pura necesidad de respirar, de sentir, pero necesito que apartes el velo, para poder seguir, para ver la luz, para mirar la lumbre, para verte, ahí, a ti.