29/6/10

Pareidolia

La fotografía es mía.
Un pequeño homenaje al único cuadro de Dalí que me gusta, “La ventana”. Y sé que decir esto implica mucho, por lo que de icónico tiene Salvador Dalí, pero qué le vamos a hacer, no me gusta casi nada de lo que hizo, y aún más, y más tremendo, ni cómo lo hizo.
Existimos para la búsqueda, para conocernos a nosotros mismos, y ello para buscar la paz, leí en algún lado, con nosotros mismos y con los demás. Los niños ayudan, los perros también, y algunas personas, aunque pocas, muy pocas.
Pero la mayoría de las veces nos creamos ilusiones que nos permiten ver formas ambiguas como figuras definidas, para engañarnos. Ciegos en un mundo de ciegos. Elegimos caminos, personas, para evitar, para seguir, tratando de encontrar las pérdidas, los ríos, las bifurcaciones, los avatares del destino, de la vida, y vemos que no es ahí, ni por ahí, o deberíamos darnos cuenta de ello, pero erramos; es la esencia humana, aunque también es humano, o debería serlo, reconocer, aprender, rectificar. Jugamos al azar, a veces, y hay cosas con las que no se debe jugar, y ello a pesar de lo atractivo del juego, del placer de hacerlo, pero hay cosas que están po encima del juego, donde hay que saber mirar y hacerlo con mucha profundidad, siendo, escuchando y escuchándonos de verdad, oliendo. No me quiero equivocar más.
Una pareidolia es una interpretación arbitraria de la mente humana, producida al asociar un patrón o forma con una figura reconocible de una persona u objeto. Puede ocurrir naturalmente, como por ejemplo ver un una nube y en ella reconocer un perro o cualquier otro animal, o puede ser inducida artificialmente, como cuando un pintor oculta en su obra alguna que otra figura, casi imperceptible, en el agua o la corteza de un árbol. Con ellas nos autoengañamos muchas veces, para seguir o para intentarlo, en vez de hacer lo que deberíamos hacer.

27/6/10

Mis pequeña sacrificio

Qué pedazo de luna. Qué maravilla. Es de una belleza que aturde. Inmensa, eterna. Rota a veces por jirones de nubes negras. De un blanco inmaculado. Serena, tranquiliza. Es soberbia. Merece la pena pararse un momento y contemplar, deleitarse en ese espectáculo. Un momento, tan sólo un momento, y maravillarse de algo tan aparentemente simple, tan al alcance de la mano, y sin embargo tan ignorado. Pero no es de esto de lo que iba a escribir, sino de una mujer que conocí hace tiempo; y es que se me va la cabeza.

Era una mujer impredecible, arbitraria. De esas que cuesta entender el código ético por el que se rigen, si es que lo tienen, que lo dudo, y que, caso de tenerlo, se basa en el simple y llano deseo de satisfacer los suyos, primordialmente emocionales, pero sin olvidar, momentos después, los puramente carnales. Era esa típica dama de bien, a veces, sobre todo cuando se bañaba en lágrimas, pero era puro esnobismo, o deseo de llamar la atención, de enganchar mediante los sentimientos. Teatralidad sin más. Al igual que su adicción a jugar a los Reyes Magos.

Era el tipo de mujer más autodestructivo con que me he tropezado. Y lo malo no era su destrucción, que sólo repercutía en ella, sino que arrastraba, con ella, a todos los que podía consigo, destruyendo a todo aquel que se le arrimaba. No sabía de soledad, a pesar de que siempre estaba sola. Pero buscaba como un vampiro, para dormitar en el ataúd que era su alma, regodeándose con la sangre que había sorbido.

Y en tensión era un infierno, inaguantable.

Se vestía de puerilidad para camuflar su vacío, y avanzaba con pasos seguros, a base de tropiezos que achacaba al destino, al sino o a cualquiera con que se enconntraba en su camino, hacia ningún lugar; y es que la inteligencia tiene sus límites pero la estupidez no. Con un frío en su interior que helaba. Cuanta tontez en la noche, cuanta chatarra. Vendía su alma y su cuerpo como si no fueran nada, a cambio de un poco de atención, de calor.

Daba la sensación de que su estilo no era ni más ni menos que cansina expresividad. Su interior, un universo tan retorcido como pueril.

Sus conversaciones, de aparente felicidad o terrible desaliento, de aparente profundidad, parecían recitadas al azar, sacadas de retazos de otras conversaciones, de lecturas, de citas, de muchas citas sacadas de aquí y allá, buscadas para aparentar ser, en un intento forzado de parecer natural y profunda, pero que no eran sino simple y llanamente insoportables.

Esa aparente modélica mujer, mujer sacrificio y sacrificada, ella misma y por los demás, tenía anclajes emocionales, de los cuales había derivado a la mentira, de la que se alimentaba, hacia ella misma y los demás. Olvidando la realidad, la vida, tergiversando lo que estaba bien y estaba mal, concluyendo en el adulterio consigo misma y con los demás, cuando podía y con quien podía, mental, espiritual y físicamente. Esas adicciones emocionales son las que te pueden llevar a comprender su verdadera naturaleza.

Quería ser sugerente, penetrante, compleja, para lo que se vestía con una fachada de perfección armónica, casi minimalista en ocasiones, barroca en otras, pero que, a lo único que conducían era, en momentos, a preguntarte, con cierta intriga, sobre su personalidad, y en la mayoría de ellos sólo conducían al bostezo.

La conocí en un viaje, a Lisboa –cosas del destino-. Iba solo, en tren, desde Madrid. Se sentó conmigo, enfrente. Viajaba sola, también. Yo leía. Al poco comenzó a hablarme y, como suelo hacer, la escuché. Al principio me pareció interesante. Me preguntó las razones de mi viaje, si trabajo, amigos, amiga, placer… Cuando supo que era esto último me dijo que ella también. Hablamos sin tiempo, más ella que yo. Al final pasó todo el fin de semana conmigo. Terrible error. Demasiadas horas de oír, de saber, de ver todas sus interpretaciones, su teatralidad, su… todo, que no era sino nada, una terrible nada vestida de apariencia, un querer aparentar, un intentar tener u obtener. Pero me hizo preguntarme por mi ser. ¿Y si yo soy así también? Espero que ella no llegase a esa conclusión. Después de pensarme, yo creo que no, aunque nunca se sabe cómo te ven. Pero eso es lo de menos, o al menos eso creo yo.


25/6/10

El miedo a vivir de verdad

A veces pienso que realmente nos merecemos lo que tenemos, lo que somos, el vivir en la mediocridad. Y lo lamentable es que personas que pueden, que saben, que ven, de repente las circunstancias de la vida les da la posibilidad de tener lo que ansían, lo que han deseado, a quien han querido, lo aparentemente imposible, y se echan atrás, huyen, se esconden; se conforman con un pequeño momento de brillantez, con saber que han podido tenerlo, que lo han tenido al alcance de la mano, que lo han rozado. El miedo es libre, y el miedo nos atenaza. No somos capaces de asumir determinados riesgos y preferimos vivir en la más simple y abúlica normalidad, en la tranquilidad de lo de siempre, como siempre, donde no pasa nada, y lo que pasa lo adornamos o intentamos hacerlo para que sea más digerible. El miedo al qué dirán, a si sabré, a si podré, a si estaré a la altura, a todas las circunstancias que puedan rodean los hechos importantes, a los convencionalismos sociales. Y no nos damos cuenta de que sin riesgo no hay placer, sin riesgo no hay vida, sin él no avanzamos sino que nos quedamos estabilizados, anclados en la rutina de la abúlica normalidad. No hay gloria sin sufrimiento. A veces nos comportamos como unos simples cobardes estúpidos, y escondemos lo que deseamos en lo más profundo tapándolo con un montón de “es que…”. No nos atrevemos a dar el siguiente paso, aunque nos pongan un puente de plata. Nos matan los convencionalismos, los miedos. Somos demasiado débiles, demasiado cobardes, demasiado normales. Nos conformamos casi con cualquier persona, cuando soñamos con la ideal, y cuando ésta la tenemos al alcance de la mano, pero hay que asumir un esfuerzo, enfrentarse a los convencionalismos, arriesgar, aparece el miedo y nos echamos atrás. Es que…, nos decimos. Y toda la vida recordaremos lo que pudimos, lo que perdimos, y seguiremos braceando en la marea, con personas que nos darán un poco, pero nada más. Nos conformamos con cualquier estatus, y cuando nos ofrecen la posibilidad de cambiarlo, de dar un salto cualitativo, pero que entraña un riesgo, que implica cambiar, asumir, enfrentarse a la sociedad, aparece el miedo y nos echamos atrás. Es que…, volvemos a decirnos. Siempre igual. A veces somos capaces de hacerlo, durante un momento, por determinadas circunstancias, pero fuera de ellas, cuando desaparecen, nos diluimos como azucarillos, el miedo nos arrebata y preferimos esconder la cabeza como el avestruz, y volver a la tranquilidad de la nada, donde nos nadie nos diga nada, donde no pase nada, donde no tengamos que arriesgar, con quien todo es nada… Preferimos seguir viviendo en la vulgaridad, en la normalidad, pudiendo tener, pudiendo saborear, pudiendo cambiar. Y, sin embargo, somos tan absolutamente cobardes que cuando hemos tenido lo deseado, la brillantez, en las manos, el pánico a tanto y lo que lo rodea nos hace echar a correr despavoridos hacia atrás. Recordaremos esa posibilidad a menudo, lamentaremos el haberla perdido, pero nos conformaremos, adornaremos la cobardía con muchos “es que”, y seguiremos malviviendo, sobreviviendo, a la espera de algún otro momento de brillantez, de alguna otra persona brillante. A veces pienso que no merecemos más de lo que tenemos, y que no tenemos ningún derecho a quejarnos. Ser cobardes no es un mérito, aunque ayude a sobrevivir sin sobresaltos. Prefiero otro tipo de vida, otro tipo de personas, prefiero asumir riesgos y vivir, aunque me pueda caer, aunque puedan decir, aunque pueda perder; prefiero saborear, prefiero lo brillante, prefiero mirar y tocar, que esconderme y estar por estar. Pero cada cual es cual, y el miedo es libre. Todo es respetable.

22/6/10

He visto tus ojos

Juraría que he visto el reflejo de tus ojos sobre el agua clara de un estanque; del color de la yedra en primavera, de los tonos del sol entre la lluvia, por la tarde. Delicados, suaves, de mirar amable, como el deslizar del terciopelo. Ojos de otra vida, de otro instante. Y me ha gustado.

20/6/10

Wroclaw. El paisaje polaco. II

Hay personas, ciudades, que con solo estar, con solo mirar, con apenas una sonrisa, crean alrededores. Me dio la impresión de que las conocía de mucho tiempo atrás. Era algo parecido a la nostalgia…
Hay paisajes que, como las personas, tienen talento. Hay quien lo tiene y quien no. Hay una línea entre ambos.
Hay quien puede cruzarla y quien no. Por eso, si se encuentra alguien con talento, si se encuentra, también, un paisaje así, hay que tratarlos bien para que no se vayan, hay que estarlos, para degustarlos, para saberlos, para sentirlos, para aprender; hay que beberlos hasta el último sorbo, como el vodka polaco.
El tren, de Wroclaw a Berlín, es de una lentitud pasmosa, atraviesa la zona boscosa, inmensa, de los Sudetes. Obras constantemente a ambos lados. Más vías, más carreteras. Y es que el país está en obras, está a medio hacer. Las casas de campo con estética alemana. Me recuerdan el cuadro American Gothic de Grant Wood, o las construcciones de los Amis, en el medio oeste americano. Pareciese que esté en el siglo XIX. Lento, es lento el tren. Para en todas las estaciones.
Eterno. Seis horas hasta Berlín. Pero hay miradas mientras se juega. Alguna iglesia, de vez en cuando, perdida en una zona de pastos, rodeada de casas sueltas, con rodales boscosos. Algunos toques de rojo, de amapolas, colorean los distintos tonos de verde de los campos de cereal, y de vez en cuando el blanco de las trepadoras. El trigo empieza a amarillear. La tierra es muy gris. Obras y obras. Obreros por todos lados, vestidos de naranja, serios. Y el horizonte, al final, eterno, lejanísimo en la plenitud de la llanura; con una transición entre el verde oscuro hacia un azul muy denso, tendente al gris blanquecino de las nubes, como los ojos de las polacas. Parece su reflejo. Es un mundo plano. Preciso. Precioso. Como los duendes de Wroclaw, como el duende de la noche polaca, de Wroclaw. Hay una línea en ese paisaje, en esos alrededores creados, y yo la crucé.

19/6/10

Wroclaw, la ciudad de los duendes. I

Con una plaza mayor de las más bonitas que he visto en mi vida, la Plaza de las flores. Color y color, y una geometría extraña, especial, paseada. Te rodea de formas, de ventanas, de color, y en el centro otro edificio deslumbrante, lleno de formas cálidas, de ocres. Flores por todas partes, y veladores abarrotados, llenos de bebedores de cerveza. Los ojos se llenan de esa luz y ese color y esas formas. Es curioso la cantidad de cojos y de problemas en el andar que hay en las personas que se ven en Wroclaw. Y la rareza, para suavizar, en el rostro de los hombres. Una tipología eslava, tal vez, pero muy alejada del canon al que estoy acostumbrado, de lo que me resulta atractivo; y me sorprendió la plenitud de su parte de atrás de la cabeza, que había visto en dibujos de antropología sobre razas, pero que ahora he confirmado; con el pelo muy rapado. Las mujeres, en cambio, son excepcionalmente bellas, sobre todo las morenas, y sus ojos, exquisitos, en una gama del azul al gris, inmensa, de sobrecogedora mirada.
Parece un país a medio hacer, o empezando. Con la estética de los años cincuenta, de la era comunista, de la guerra fría. Edificios grises, calles grises, el cielo gris, la gente gris. Serios, de poco hablar y mucho moverse, mirando hacia delante o hacia abajo; taciturnos. Gente muy respetuosa, acostumbrada a ese estar, tan silencioso, tan obediente, de otros tiempos. Las personas mayores parecen sacadas de una película en blanco y negro de la guerra fría. Todo muy limpio. Los barrenderos se agachan para recoger una a una las colillas del suelo, y los papeles. Siempre mirando al suelo. Tranvías por todas partes; en su mayoría muy antiguos, con su sonido característico, por las calles adoquinadas, antiguas y grises, y como un techo de cables que cubre todo el espacio entre los edificios, altos edificios, antiguos por dentro y por fuero, que se van reparando a detalles, con escaleras de madera, oscura, pisada, gastada enmoquetados -con la moqueta más sucia que he visto en mi vida-, con habitaciones de techo alto, ascensores sin puerta de seguridad. Pobres por todas partes, mendigos, de los que apenas unos cuantos piden, sólo deambulan, y miran el suelo, buscando algo, tal vez lo que hay más debajo de él, están, sólo están, ni siquiera son, o no lo parecen, sólo están. Las palomas son gordas, están como hinchadas, tal vez, de noche, se comen a los mendigos. En algunos pasillos de la ciudad, en algunos de sus espacios, algunas mujeres hacen flores, naturales o de papel, y las venden, sentadas, sin mirar, sin pedir. Sólo están. No hay extranjeros, apenas algunos alemanes, algunos españoles, erasmus –chicas-, y qué curioso, llenas de altivez y de estupidez.
Cereveza, cerveza, miles de litros de cerveza, tirada de precio. Sólo se bebe cerveza, o yo sólo bebí cerveza. Sobra el agua. Y vodka, claro. Magnífico, suave, delicado, con cierto aroma a fruta. Me gusta.
La ciudad de los duendes. Y descubrí que existen. Y me acompañó hasta el final, con dos botellas, pequeñas, de vodka, en un viaje suave, sobre raíles, hasta the last parada, como diría aquel, para estar y oír la voz que sale de dentro, en el frío de la noche, bajo una marquesina, en una BP. Noche de palabras y de sonrisas, y de mirar. Existen los duendes, yo lo sé, los he visto

11/6/10

Las ratas no se enamoran

Era una puesta de sol tan hermosa que parecía un milagro, que no conseguía explicarlo si no era así. Como si una parte del mundo, de mi vida, se tiñese de rojo, de un rojo tan granate que te hiciese llorar, de placer, de felicidad, como si no pudieses encontrarte, sentirte apenas. Y sentí un estremecimiento interior tan intenso, tan poderoso, un anhelo tan fuerte, que no tuve más remedio que cerrar los ojos y dejar de respirar, aunque sólo fuese un momento, y detener mi vida. Ese hecho despertó en mí algo que llevaba guardado mucho tiempo, tanto que lo había olvidado por completo. Me di cuenta que había estado dormido, como muerto, y aquello me hizo sentir tan triste que no pude sino llorar, llorar con desconsuelo. Recordé a Aiko mientras sonaba Wish you where here. Cuando abrí los ojos y volví a mirar hacia arriba, el rojo casi desaparecido, y vi una inmensa línea blanca, estrecha, de nube, como el rastro que deja un avión, pero más ancha, cortando el cielo. Había pasado demasiado tiempo y apenas me había dado cuenta. Era tarde. El tono era hermoso, un azul oscuro, azul medianoche, profundo, luminoso. Recuerdo la primera tarde que quedamos. Me dijo, sin venir a cuento, que en el mundo, hoy, sobra el olfato, que parecía que las personas no oliesen, como si careciesen de nariz. Y ello es porque son frías, carnales pero frías, y que ni tan siquiera el olor que desprenden merece la pena. Decía que las personas se buscan, se juntan, pero no se miran. Me contó que la mayoría de las personas que había conocido seducen, pero que su atracción era mecánica, fría, terriblemente fría, como la de los robots, personas sin alma, o con ella, pero un alma mecánica también. La mayoría de las personas que habitan este mundo son outsiders, que viven en la vida pero fuera de ella, al margen de ella, aunque no lo creen y se niegan admitirlo, y ello es porque no huelen, porque no saben hacerlo, porque no tienen esa capacidad, no tienen olfato, son personas transparentes, ausentes, cazadores cazados que viven en los confines de la ciudad, en espacios donde todo es frontera, en lugares cambiantes contínuamente, donde se disuelven las líneas de lo real y lo imaginario, de la belleza y la fealdad, donde se confunden los sentidos con los sentimientos, en la modernidad líquida que dice Baumann. Por eso, me decía, es tan importante el Arte, apreciarlo, sentirlo como lo haces tú, como símbolo de la Belleza, de lo esencial, del alma, de su creatividad, y que, en el arte, sólo una cosa importa, aquella que no se puede explicar. Por eso hay que ir a las obras, a las acciones, a las creaciones que son fruto del silencio, a las formas silenciosas que no paran de decirnos cosas. Hay que mirar las obras, las personas que andan por los límites de lo indecible, y que en silencio nos producen millones de sensaciones. Hay que ir a lo intangible de la existencia, y en ello conseguir palparla. Escuché de nuevo la canción: So, So you think you can tell Heaven from Hell,
blue skies from pain.
Can you tell a green field from a cold steel rail?
A smile from a veil?
Do you think you can tell?
And did they get you trade your heroes for ghosts?
Hot ashes for trees? Hot air for a cool breeze?
Cold comfort for change? And did you exchange
a walk on part in the war for a lead role in a cage?
How I wish, how I wish you were here.
We're just two lost souls swimming in a fish bowl,
year after year,
running over the same old ground. What have we found?
The same old fears,
wish you were here.
La recordé a ella, con aquel tono de voz tan característico, dibujando las palabras, suavizándolas, haciéndolas casi tangibles, coloreándolas, cuando me tradujo la letra. Y no pude sino emocionarme de nuevo. La oí hablar del butoh, otra tarde, tras servirme un té, sentados sobre el tatami de aquella habitación de líneas, de espacios, llena de vacíos, y mientras lo hacía desgranaba movimientos con las manos, cortando el aire en un baile de silencios, de silencios tristes, como era aquella danza, la danza de las tinieblas, inspirada en el caminar desorientado de los supervivientes de Hiroshima, y la repulsión que provocaban sus cuerpos destrozados. Y lloró, mientras lo hacía, delicadas lágrimas por su piel blanca y extremadamente suave, tan delicada que me quemaba de sólo mirarla y verla llorar. Sé lo que quiero, o no, a veces no. Pero sé, exactamente, lo que no quiero. Llegado aquí, a esta historia presente, sólo necesito un pedazo de amor para inventar futuros. No busco héroes, busco personas reales, no huidos ni gente que huye y rehuye, que teme, gente a la que el orgullo le puede, que teme mirar atrás y ver, y sentir, que se refugia en los sentidos, en las guaridas, en los subterfugios del ser; busco gente real, donde la sencillez esté por encima de la apariencia, las emociones por encima de la aparente racionalidad, la verdad sobre lo que nos negamos, los sentimientos reales sobre los aparentes, sobre los sentimientos camuflados de sentidos para buscar, para ocultar. No quiero ciegos, ni tuertos, pues ya hay bastantes ciegos en este mundo de ciegos, quiero personas que sepan mirar y sobre todo admirar, que sepan vivir y apreciar lo que se les da, lo que se les ofrece, con sus luces y sus sombras, y que sepan dar; quiero personas que amen la vida de verdad, no sólo de palabra, que sepan afrontar, no sólo que sepan decir que saben vivir, sino que lo hagan de verdad, que sepan buscar y mirar. No quiero vivir en el lo que hubiéramos podido ser, ni en lo que fuimos, bueno, malo o mejor o peor, sino en lo que somos queriendo ser, en lo que podemos ser, sin subterfugios, luchando por ello. Es la única forma de ir, de andar, de ser, el único lugar donde todo puede ser, donde no hay lágrimas. Decía Proust que, en determinados mometos, un poco por amor propio, otro poco por picardía, las cosas que más deseamos son las que fingimos no desear; por ello perdemos tantas. ¿Hacia dónde? ¿Creer en quién? ¿De qué manera y cuándo? Esto es lo que tengo, lo único que sé. Y por ahora es, sólo es. Un absoluto devenir, una espiral. El azar como como una constante. Ir y venir. Líneas que se cruzan en el espectro de color que es la vida. Desdibujadas a veces, continuas otras, y con discontinuidades las más. A veces aparentemente absurdas. Es un no saber, y sin embargo un caminar, donde mirar es una constante, absolutamente necesaria y exigente. Observo mi piel y veo talladas, como con cincel, las expresiones de una vida, los alegatos contra la muerte en vida, contra el destino, las negaciones a la suerte y sus compañías, los retratos de miradas, las expresiones que las sonrisas reales han dejado, los regalos, los bienes dados, los sentimientos entregados, y los actos sin sentido también, a veces absurdos, o incomprensibles sólo para mí. Observo los surcos que los desastres han dejado, también; hendiduras que han curtido el decurso de un tiempo a veces lento, a veces rápido, pero vivido y sentido con una constancia cierta y con la esperanza, siempre, de lo necesario de estar vivo y hacerlo. Negar la irreverencia del fracaso consentido. Saber qué he sido y quién he sido, quién es y quién puede ser. Sentir lo que se puede y debe hacer. Lo real, no las fantasías de un idiota. Moverte en mares en calma y en los embravecidos. Buscar los caminos con el alma abierta, y esperar, siempre esperar. Sabia Aiko, cuánto sabías, cuánto me enseñaste, cuánto he aprendido contigo. Confiando en que, al final, antes que después, el alma nunca miente si sabe ver, si se sabe mirar -pero ¿quién sabe?, la mayoría es inmune a ese acto, y muchos de los que pueden hacerlo se lo niegan, como ciegos que prefieren mirar con los ojos cerrados para no desmerecer en este mundo de normales anormales, los más, de mi Borges querido-, y que los cruces de camino sólo pueden hacer dudar, un momento tan sólo, para después estar, y confiar en que no todo es lineal; que las líneas paralelas son infinitas, pero que se vuelven a cruzar; que no todo es naufragar, y que los laberintos no son callejones sin salida, que la tienen; que es mejor no buscar ni esconderse en guaridas, que eso es sólo para necios, y que lo mejor es buscar en lo real y saberlo ver y apreciar; lo malo es saber dónde y no confundir, y no mirar y caer en la estulticia de la facilidad, de la comodidad, de la estupidez, de la mediocridad, que es lo que la mayoría hace. He buscado tu mirada en el laberinto de todas las flores, y es inútil engañarse. Sólo hay un olor que hace desangrarse, sólo uno y un color, no hay más, por más que te devanes los sesos, que te rompas el alma y pierdas la vista. El resto sólo es respirar. Y, como siempre decía Miyori, Aiko, las ratas nunca se enamoran, no lo hacen de verdad, todo es superficial, mecánico, pura impulsividad, sólo instinto, sentidos, sin sentimiento, vacío al final; nunca saben ni sabrán lo que es de verdad, y aunque lo hayan tenido nunca lo sabrán mirar. Y no sé por qué me vienen todas estas cosas, pero lo hacen, y aquí están. Y ahora me voy, cansado de escribir, a estar por ahí, a mirar, a ser, a ver, por unos momentos ,el mundo oriental, qué son, cómo son, qué dicen, qué piensan, qué sienten. Me voy a viajar, de verdad, a lo distinto, a lo no conocido. Voy a descansar y disfrutar, un momento, tan sólo un momento, para después seguir entre esta masa que absorve y mata, y luchar, seguir luchando contra la marea, y esperar sintiendo, sintiendo de verdad, no como la mayoría, aunque algunos dirán...

7/6/10

La mecánica de la razón

- ¿Qué animal te gusta más?
- El águila.
- ¿Por qué?
- Porque vuela, porque es libre para volar, y casi siempre va sola ya que arriba casi nunca hay nadie que quiera estar, que pueda hacerlo. Cuando encuentra el compañero adecuado siempre van juntos.
- ¿Y a ti?
- El león, la ballena, la jirafa, la cebra, la vaca…
- ¿Por qué?
- Porque vuelan…
- ¿Las vacas vuelan?
- Las que no dicen muuuu y no dan leche sí.
- ¡Ah!

2/6/10

De repente. Miyori

Y de repente el campo florece, y no se sabe muy bien por qué, o sí, pero lo hace, y de qué manera. Miyori aparece, como los cerezos en flor, como las flores del almendro bajo las que se mecía, y aún hace, o eso dice, mirando las montañas verdes. Hay sorpresas de repente, delicadas, que engalanan, o que dicen lo que miran, lo que regalan, lo que son, como un presente en presente, real, no imaginario.
Miyori. Aiko Ueda, de nacida; como el blanco de un kimono de seda, y ese toque de azabache que corona su cabeza y cae en cascada acariciando su piel, tan delicada, casi ausente; más alma que otra cosa. Con ese mirar que se te queda. Y ese dulzor en su hablar, tan considerado, tan tierno, tan suave, tan lleno de silencios llenados con la mirada y con los gestos. Con ese su andar, tan pausado y elegante, con la punta de los pies hacia dentro, tan cierto y sugerente.
Es como la recuerdo. Toda de negro, sin sonrisa casi siempre, y ese brillo en las pupilas, espejo de esa fuente que lleva dentro y que mana por ellos en un derramarse sugestivo. Toda de negro, ajustado a ese cuerpo, tan delicado y fuerte, tan especial.
Miyori, como las flores, de repente, en primavera. Tan sugerente. Delicado como ella, casi como sólo ella. Sólo unas letras, así, de repente. Siempre fue así, y no ha cambiado, parece. Miyori, silenciosa, de repente, como siempre lo hizo.
En estos días de silencios, donde es tan difícil encontrar la sinceridad, la naturalidad entre la gente, donde todo o casi todo es apariencia y deslealtad, donde es tan difícil sentir lo que se siente y decir, pero sobre todo sentir, y hacer que los sentimientos sean el motor del ser.

Miyori, de repente, en la distancia, en sus breves palabras. Surge así, en los días de frío, en esos que apenas te sientes, que sólo tienes vacíos, que buscas y no encuentras a nadie, que llamas y no se te oye, que las personas pasan a tu lado con gesto indiferente.
Y ellas es, y era, y cumplió su promesa y se buscó fuera y encontró la razón de ser, y por eso volvió al lugar del sentimiento, donde se sentía y se siente ella, al lado de lo que le llenaba, y le llena, al lugar de las emociones y a la persona que las provocaba. Tuvo que salir de allí para saber la certeza. Nada la arredró en su vuelta. Y es, ahora, y siente, dice. Y la creo, porque siempre fue cierta. Es ella, sintiéndose, sintiendo, en donde sólo podía ser, con quien sólo podía ser, completa.
Miyori, de la que escribí todo un poema, de alegrías y de penas, adornado, imaginado, ampliado e inventado, de vida, de lucha, de ser, después de tanto hablar y escuchar, de percibir, de silencios y mirar, de aprender con y de ella. Toda una mujer, de las que ya pocas quedan. Tan lejana, tan ausente, tan distinta, tan distante y tan cercana, tan de verdad, tan presente. Como ella decía, incluso a miles de kilómetros, la distancia es un segundo entre dos corazones, un espacio inexistente que te acerca por la emoción, que te une, que lo quieres. El sentimiento une, acerca, enriquece, y debes multiplicarlo, sonreírle, degustarlo, como el plato más sugerente. Dejarte llevar por ellos, por los sentimientos, por las emociones; vivir es eso, es así como se debe; luchar por esos sentimientos y emociones, inexplicables, profundos, verdaderos, que nunca se desvanecen sino que crecen con el espacio y el tiempo. No hay espacio, no hay tiempo si hay senimieno verdadero. El amor todo lo puede, el de dentro, el verdadero.
Así era, y es, Miyori. Y aparece de repente, para recordarme aquellas lecciones, para recordarme aquellos ratos.
La de la fotografía es ella.

1/6/10

El sonido roto de un violonchelo

Éste iba a ser un cuento largo, escrito por una escritora, que crearía el papel de una mujer, y yo, que escribiría el del hombre; pero determinados factores han hecho que se quede así, que tenga este final, que sea corto. Una lástima, porque iba a ser una buena experiencia, me hacía ilusión, y prometía; espero que en algún momento se pueda retomar la idea y, espero, en cualquier forma, que haya quedado bien, aunque no era la idea buscada.

Como un desterrado. Así se sentía. Arrodillado en el primer banco de la capilla de la Pasión, en la iglesia de il Gesu, en Roma. Solloza en silencio. Parece que, bajos sus pies, todo el mundo temblase. El pecho es un constante movimiento de ascenso y descenso, como espasmos, producto de algo que pugna por salir de su interior y que se niega, enquistado a su alma como una lápida de mármol que pesa y oprime. Duda. Duda de todo y de todos, de sí. Inseguridad. Angustia. Es un sentimiento áspero el que le domina, el que le agosta los canales del espíritu, impidiendo, que le lleva a quedarse dentro, en una desazón sin forma; acre, como el desagradable olor que exhala el pútrido aliento de los cenagales, de las cosas perdidas, de las ausencias, de los vacíos descompuestos. Siente como si todo su mundo, un mundo creado para asir la luz, se hubiese roto en mil pedazos, en multitud de partículas de cristal, de difícil recomposición, imposibilitadas, en ese estado, para reflejar una luz que rozó con la yema de sus dedos, y que ahora es ausencia, vacío y oscuridad. Una rotura anclada en los piélagos de su interior, que repite hasta la saciedad, casi con impudicia, el sonido de las cartas rotas por un amante despechado. Y esa ausencia se recrea en la atmósfera que le envuelve, la de la capilla, la de la iglesia, donde por una vez es incapaz de absorber la belleza que hay en ella, ni tan siquiera de sentirla, de reparar en ella. Ausente de los olores a incienso, a perfumadas velas; ausente de los colores de la pasión de Cristo, en los lunetos de la capilla, los frescos de Pozzi en la cúpula; ausente de las formas, de la Trinidad de Pozzo, en la capilla de San Ignacio. Ausente de todo, rodeado de tanto, vacío de todo. Ausente. Ido. Perdido. Sólo está para sentir su adentro. Con una sensación de estar, de no querer morir sin sentir aquello. Levanta la vista y mira, como un alucinado. La vuelve a bajar. La música, surgida como por un ensalmo, le hiere dentro, royendo los adentros, mascullando aullidos alrededor de sus preces. No le dice nada esa perfección que tanto amara, esa magia surgida del ánima de Bach. Es la sonata en Trío BWV 525 en mi bemol mayor. La recuerda de tantas veces, y ahora es como un réquiem. El sonido es suave y llena el espacio, un sonido poético, claro y detallista, cuyas frases destilan humanidad. Lo sabe, pero no es capaz de aprehenderla; se le escapa como el agua entre las manos, como cuando era niño y jugaba con el cubo y la pala, en la playa. Esa música, sin ampulosidades, tan llena de sentimiento y profundidad, acorde a él, y sin embargo… ahora… no logra sino apagar el murmullo de los escasos turistas que se han perdido en las sombras de il Gesu, cuando cae la tarde, en el tramonto, sus susurros, sus débiles pasos dados en la sonrosada luz que un sol que se apaga deja que entre por la cúpula, y que casi es ausencia en las capillas. Solloza. Lágrimas vacías, lágrimas negras, escupen sus ojos, hacia nada, hacia nadie; surgidas de ese sentimiento tan denso, tan claustrofóbico, tan intenso. Y el temblor del cuerpo se acrecienta ante la angustia que su pensamiento genera, que sus sentimientos desbordados reiteran, como un martillo inclemente golpeando sobre el yunque de su alma. Un sentimiento denso, como la atmósfera de la iglesia, como el dios clavado bajo esa luz que se pierde, indefenso en su altar dorado, tan manierista, tan romano. Muerte pensada y negada. Tal vez encontrarse en otro mundo mejor, pensó y desechó. Esperanzas, sentidas, queridas, casi perdidas, o perdidas ya. El pecho se le levanta en busca de un aire que no respira. El cuerpo le tiembla. Tiembla por tanta angustia, entre tanto desasosiego, ante la necesidad imperiosa de lo perdido, ante una ausencia tan absoluta, por tanta falta. Se siente solo, vacío y hastiado, perdido en un camino hecho y ahora sin rumbo, sin sentido, como una pesadilla de lúcida desesperanza, de tedio aplastante. No sabe como aprovechar el decurso del tiempo, de su tiempo -tan sabido antes, tan sentido y bebido-, de la existencia, de su existencia, de ese camino en el que está, dentro, ineludiblemente. Y le agota. No puede más, y de ahí la contrición. No sabe muy bien por qué, ahí, ahora. O sí. Quizá los hados, quizá el sino. Y qué importa, se dice, entre sollozos amargos, si lo que es, es, y es sólo ausencia. Como un desterrado. Vivió la vida en su máxima expresión y fue expulsado del jardín, del festín de la vida. Y ahora sólo queda una vida amarga, infecunda. Intentada una y otra vez para nada, tras la salida, tras la expulsión, carente de gratificación, perdido en la pérdida y en los absurdos caminos recorridos. Desazón. Es él y no se siente él. Caminos repetidos, caminados una y otra vez. Siente que los ha repetido hasta la extenuación, como antes otros, que como él, no se han librado de ese cruel destino. Y el llanto es amargo, y no cesa. Como un desterrado. Expulsado de la vida, de la música, del color, del jardín vivido. Como si asistiese a sus propias exequias. Llorando en soledad. Él, su única y propia plañidera. Solo. Como un desterrado.
Se sentó. Sacó un pañuelo de seda, azul índigo, del bolsillo de la chaqueta de lana fría, azul marino, que llevaba puesta; el pelo oscuro y ligeramente largo; la barba de días. Se secó las lágrimas de unos ojos enrojecidos por el llanto, perdidos en unas cuencas huidas, con ojeras de tiempos ocupados en su desastre interior. Hundió la cara en el azul, dejando el rastro de su calvario. El momento de la derrota es cruel en exceso y golpea extremadamente fuerte, pero el murmullo del fracaso, de la cobardía, de la huida, es aún más terrible, porque es constante, seco, y nunca desaparece. Era, pensó, y no le cabía la menor duda, una agonía digna de su pasado, de su fracaso. Triste, eternamente triste, infinitamente triste por saber que nunca volvería a aquella ternura que fue, a aquel baile bajo la noche sola. Sintió el olor del perfume, Azzaro, de las dos gotas que ponía cada mañana en él, cuando escogía un pañuelo -como le había visto hacer a su abuelo, hacía ya tanto-. El olor le suavizó. Y es que a veces los sentidos producen ecos que hacen desviar los tiempos. Enjugó las lágrimas y se levantó despacio. La sonata había acabado. Todo era silencio. Apenas nada. Apenas nadie, salvo un par de turistas japoneses despistados. Miró el Cristo, la luz roja, el efecto lumínico. Otro calvario. Tanta belleza, tanta vida, tanto dado, tanto desastre, tanto tirado, tanto perdido, tanto derramado. Tanto. Y en el silencio, oyó como un gemido, como un llanto, delicado. Un llanto dulce, triste, desolado, acompañando el cuerpo del Cristo. Y un gemido más intenso, más hondo. Miró en la dirección de la que provenía. Una mujer, reclinada, derramando llanto. Sintió su lamento cálido. La sintió cercana, conocida, quizá por él, presentida, por el dolor del llanto, tan cercano, y se sintió humano. La miró con una mirada que la vistió de ternura, de amor, de un amor distinto, porque el amor dignifica, te hace humano. Buscó sus ojos para buscar su alma. Ocultados tras unas gafas negras, de pasta, pequeñas, que impedían junto al llanto. La cabeza gacha. El pelo oscuro, lacio. Vestida de negro y rojo. La miró despacio, mientras salía, acariciando esa alma que conocía o que intuía. La sintió lento, despacio; la acarició con la vista, como esperando. Siguió su paso.
Se sentó en las gradas, ligeramente apartado de la puerta principal. Miró la plaza que ante sí tenía. Nada vistosa, nada especial, salvo el palacio de su izquierda. Una plaza ni grande ni pequeña, sin ornamentos, con poco tráfico. La iglesia lo era todo, no necesitaba más y realzaba el lugar. Esperó que saliera. Quería decirle. Quería mostrarle. Quería contarle lo que sabía, lo que saben únicamente los que lloran. Le contaría como en las inmensas praderas de Mongolia se necesita un morinhor para que un camello llore, y así devolver el amor quitado, se necesita de ese instrumento para hacer que el viento dialogue con él y así hacer llorar al animal para producir felicidad, para devolver lo perdido, lo abandonado. Esperó en la tarde, temblando. Pero nunca salió o no la vio salir, ensimismado en sus pensamientos hacia ella, o fue tan sólo un espejismo, algo deseado pero inexistente, falso, producto de su febril imaginación. Miró a lo lejos. Era de noche. Se levantó y se marchó despacio, caminando lento, arrastrando los pensamientos, los sueños, tristes, derrumbados, como el sonido roto de un violonchelo.