Se partía la cabeza
en dos, cada mañana, con un peine y un secador, dejando que pequeñas ondas le
acariciasen la frente, hacia la mitad, ayudando a darle al rostro cierto aire
infantil. Cabello marrón, piel blanca, labios carmín.
Sonríe de continuo.
Su sonrisa, la de postín, parece taimada pero es solo un verso suelto, de
aprendiz, como el sonarse la nariz. Machaca el verbo sin piedad, en tanto
muestra sin pudor esa fila amplia y a la vez estrecha de dientes azulgrisáceos
de los que ya hablé, tras unos labios finos, abrasadores de tanto carmín, a
juego con el azul cobalto con que bruñe los párpados para anunciar que allí hay
dos ojos azules, profundos mares donde poder ir pero, cosas de la vida, donde
nunca nadie hay. Azul que vio, en todo su transcurrir, los andares de tantos,
los decires, los… sin que nadie allí quedase y ni tan siquiera lo intentase. Y
así el azul se hizo más azul y el rojo más rojo, hasta conseguir la apariencia
de un maniquí, juego perverso de una vida que nunca fue vida, tan solo carmín.
Ayer murió, me han
dicho, de tanto sufrir, seguro. Y eso que dicen, decía, que era feliz, ahogando
pesares, intuyo, regando tristezas en su jardín, con agua salada, hacia dentro
cuando estaba fuera, corriendo el rímel frente al espejo, cada una de las noches
de cada año, viendo que no tenía a quien decir, cuando dentro era.
Y yo no supe dónde
ir, ni qué decir.
Mañana son sus
exequias, y yo aquí.