28/4/09

Diario de la estupidez suprema. VI (¿Madura sexualidad? II)

Tengo ganas de tumbarme, calentarme y descansar. Dormir y soñar. Pero es tan difícil. No encuentro nada de eso. No hay nada que me lo de, salvo el edredón. A mi alrededor sólo hay vacío. Vacío y hastío. Hastío y abulia. Todo es desolación. Sólo hay que tener fe y determinación para salir de aquí. El problema es que la fe la perdí hace mucho tiempo y la determinación se me fue quedando en retazos de fracaso tras fracaso. El frío es tan intenso que tengo helado hasta el alma. Sé que no debería estar quieto, pero ¿dónde ir?, ¿qué buscar?, ¿quién hay?

Los perdidos aparecieron. Uno, el hombre con Krohn, portaba una sonrisa que no lograba hacer que su cara se reconfigurara, pero que anunciaba la victoria sexual, el yacimiento con una dama que no era la suya. No sé si por primera vez desde hacía mucho, por estos o parecidos lares. El bocachancla traía una sonrisa de oreja a oreja. Era evidente que estaba en su salsa, en su medio. Hizo alarde de su acto, de su victoria. Dos, dijo, y en media hora. Todo un prodigio. El triunfo de la estupidez.
Finalmente nos fuimos. Unas copas más en la zona y a casa. Desolador. Una de mis grandes noches vitales. Jamás la olvidaré. A la mañana siguiente fui a comprar el periódico y me encontré al ínclito bocachancla con su familia, portando, todos, una palma en la mano, pues era Domingo de Ramos, dirigiéndose a la iglesia. ¿Vas a comulgar? Le pregunté. Su mujer era profundamente católica. Él… Me sonrió de una forma que daba a entender, que me pedía que… ¡Dios! Esto es lo que hay. En esto nos movemos. Esto somos. A la vuelta veo el todo terreno del hombre con Krohn, con la mujer, de sonrisa helada y mirada perdida, y el dálmata detrás. Debían ir a comer a un buen restaurante, como todos los domingos. Repetición del hecho, de los hechos, en una vida que gira en el mismo sentido con una monotonía exasperante, que unos aceptan, otros intentan superar de una forma triste y otros no saben ni qué ocurre.

26/4/09

Diario de la estupidez suprema. V (¿Madura sexualidad? I)

Todo acaba en la vida menos mi vida, desastre de vida donde las haya, o desastre en que la he convertido. No lo sé muy bien. Quizás estuvo marcada desde el principio. Me lo advertían de niño, que nunca llegaría a nada. Se lo advertían a mis padres, que no tenía arreglo. Era malo, el malo, muy malo. No tenía futuro. Quizá llevaban razón y lo único que hice durante un tiempo fue vadear el río de mi destino hasta que me faltaron las fuerzas. No se puede luchar eternamente contra la marea. Hay un momento en que fallan las fuerzas.
Debería limpiar de vez en cuando, o alguna vez al menos, esta zahúrda en la que habito, o donde vegeto, o donde escribo, o donde escribo, vegeto y habito a la espera de algo que no sé si es la muerte o un ángel, si es que existen, que me despierte, que me saque de aquí y me lleve al lugar donde fui. Vana ilusión. A veces incluso creo en esos pensamientos. Vanita vanitatis. Debería haber nacido en el Barroco, en el siglo XVII, pero como en casi todo, me equivoqué. Claro que, si hubiese nacido en aquellos tiempos, lo más probable es que hubiera sido un Buscón, un Guzmán de Alfarache o un Lazarillo, y no es que hubiera estado mal, pero sin duda nunca hubiera sido su autor. Lo que si estoy seguro es que tampoco hubiera formado parte de la masa informe.

La cena acabó, sí, porque todo en la vida acaba. Pero en vez de ir donde teníamos hablado tras el ágape, a la zona de copas, la caravana giró en dirección contraria y comenzó a entrar, tras unos cientos de metros, en un club de alterne de lujo (nos habíamos repartido en tres coches en vez de llevar cada uno el nuestro –craso error-). ¡Me quedé asombrado! Entramos atravesando las doradas puertas y la mirada de dos gigantescos gorilas. Nos fuimos hacia la barra. Pedí explicaciones, que no me fueron dadas y un vodka solo, que se me sirvió tras dejar una gran suma de dinero. Me aposté en ella y me dispuse a mirar en derredor. Mujeres. Miles de mujeres. La mayoría bonitas, pero sin estridencia. Ropa ligera, más bien escasa; excesivamente maquilladas. Ninguna superaría los treinta años. Todas miraban con calidez, pero una calidez falsa, artística, y cierto punto de incitación, de provocación. La música era lamentable. Al gusto de un grupo de hombres que se supone es la adecuada para el lugar, y para lo que se supone que se va allí. Y hombres, sobre todo hombres había allí. Triplicábamos en número a las mujeres. Todos o la mayoría de mediana edad. Trajeados. Con dinero. Caras abotargadas por el alcohol y el deseo. Ojos insatisfechos recorriendo vorazmente los cuerpos que se paseaban alrededor. Ojos vacíos, rellenos de dinero. Ojos de vidas vacías, de vidas insatisfechas, de vidas muertas, esperando comprar con su fajo de billetes la carne que allí se mostraba y un poco de satisfacción personal con la que seguir viviendo. Ojos que creen que el dinero puede comprar todo lo que no tienen en sus casas y en sus vidas. Miseria. Abogados, empresarios, médicos… La crema de la sociedad de la ciudad. Mira, me decía un compañero, de la ciudad de toda la vida, aquel es…, y aquel otro… Opté por sentarme en un sofá y esperar a que se decidiesen por salir de allí, mientras me terminaba la copa y miraba, pues no tenía nada mejor que hacer. Caí al lado de una máquina tragaperras. Una mujer con acento portugués se me acercó y me miró, sonríó y me pidió un euro. Le pregunté que para qué. Para la máquina, me respondió. Olía al lugar. Todo olía igual. El espacio, los muebles, las máquinas, el vodka, hasta las mujeres olían a lo mismo. Un olor acre y dulzón, indescifrable y un punto desagradable, al menos para mi gusto. Se lo di. Lo metió en la ranura de la máquina y jugó. Le pregunté que de dónde era y me dijo que brasileña. Le pregunté la edad y me sonrió. La miré a los ojos y le pregunté que por qué estaba allí (idiota pregunta, ya sé). La sonrisa fue de desconcierto primero para después pasar a cinismo. Comprendí. Se había acabado la conversación. Y las tiradas también se le acabaron. Me pidió otro euro. Le dije que no. Me miró más sorprendida aún que antes, me hizo un mohín de desprecio y se fue en dirección a un hombre de pelo canoso y escaso. Me sentí estúpido nada más entrar en aquel lugar. Estúpido en una mar de estúpidos, pero aquella mirada me liberó. Hay miradas que liberan. Miradas y palabras que liberan. Hay actos que te liberan y te redimen, a veces por un episodio, por un momento, a veces por toda una vida. Debí ser el único que le negaba algo en mucho tiempo, allí, en aquel lugar, donde se sentía reina entre reinas, aunque sólo fuera en esos momentos en que era mirada y deseada.
Me levanté en busca de algún conocido para ver si nos íbamos de allí. Localicé a algunos. Bebían y reían. Les pregunté por los que faltaban. Me dijeron que sí, pero que faltaban dos, el poseedor de Krohn y el bocachancla.

24/4/09

Diario de la estupidez suprema. IV (La simpleza pronta)

Sin esperanzas ni sueños reales, sólo concretos. Así se mueven la mayoría de las personas por este insano mundo. Viviendo en medio de apariencias, vistiendo el futuro de deseo de dinero, de un puesto de trabajo que les de eso que ansían, dinero con el que poder comprar la apariencia de una felicidad vana, absurda, en la que poder mecer su cuerpo y descansar su mente abotargada por los mensajes del vacío. Trabajan o estudian, para esperar el fin de semana, emborracharse, ligar y esperar que caiga algo de sexo, vacío, pero sexo, cualquier sexo. Rápido, fugaz. Lo que sea. Reírse de cualquier estupidez, de la nada. Muecas. Ojos vacíos. Almas secas. Pasar al lado de mendigos e ignorar o humillar, o violentar. Esquivar la mirada. Desechar caricias. Eliminar la calidez de un abrazo por sexo fácil. Conformarse con cualquier tipo de relación a cambio de eliminar la soledad. Soledad que carcome. Soledad temida. Soledad que te hace estúpido. Sin darse cuenta que lo que hacen es entrar en la soledad más terrible para ocultarse a sí mismos de la realidad. Acompañar el vacío en una vida sin sentido, en un sinsentido que lo único a lo que conduce es a reunir soledades y matar las escasas esperanzas que se pudieran poseer, añadir la propia soledad a la ajena, aumentándola, multiplicándola, y con ello aumentando el vacío, aumentando la nada y muriendo de complacencia en la miseria y la mediocridad. Vida que no es vida y que roe por dentro hasta el desastre final, hasta el desastre vital. Y yo me moví, durante un tiempo, en esa complacencia, a pesar de mi diferencia, a pesar de saber mirar, a pesar de ser distinto, aunque sin ser como ellos ni hacer las cosas de ellos. Hasta no poder más, hasta saltar. Y fui uno con ellos. No mejor, aunque distinto, y por ello mi culpa es mayor, mi delito más grande.
La edad no es óbice para ser así. Si salgo, de noche, en vísperas de fiesta, a la terraza, puedo ver los grupos de personas haciendo botellón, en cualquier calle, en cualquier descampado. Vestidos de gala. Botellas y botellas de alcohol en bolsas de Mercadona o de Lidl (hasta para eso les falta clase. No hay sentido de la estética). Caras abotargadas. Risas estériles. Gritos sin sentido. Beber y beber. Hombres y mujeres. Ausencia de alma. Yo, que tanto confié en la inteligencia de ellas. Y ahora se escurren por el lodazal masculino. Cada vez se es más joven cuando se entra en esa espiral. Cada vez se llega antes a la estupidez. Ajenos al dolor, ajenos a la belleza, ajenos a la verdad, ajenos a la vida. Viajan porque se viaja, porque hay que viajar, porque está de moda, porque queda bien decir yo estuve aquí o allá. Pero son turistas del vacío. Ven lo que hay que ver, o menos si se puede evitar. Hacen lo mismo que en el lugar de donde provienen. Buscan fuera lo mismo que dentro. No hablan, no escuchan, no miran. Están, se mueven y vuelven. Estuve allí, se pavonean al volver. Y ya.
Hay otros, más tristes aún, más estúpidos aún, que dicen no participar de todo ese mundo porque están por encima de esas cosas, de ese mundo, de esas actitudes. Porque dicen que son diferentes, y lo único que hacen es vestir de apariencia su simpleza. Personas más tristes aún. Personas que engañan con sus máscaras. Personas que se crean una personalidad aparente, vestidas de palabras y de actitudes que copian a otros, a los que son distintos, haciéndose con ellas un vestido de retales, y creyendo, o intentando hacer creer, que son diferentes. Tristes y vacíos sepulcros blanqueados. Tristes remedos de personas, como escapularios de papel de estraza con figuras de santos venidos a menos.

Conocí muchos así. El último, quizás, sea paradigmático. Uno que alardeaba de ser diferente. Escuchaba música diferente para intentar ser diferente. Hacía cosas para llamar la atención; excentricidades, con ese único fin. Que normalmente no salía de borrachera, porque decía ser otro, de botellón, porque decía ser diferente, salvo en circunstancias especiales. Pero que si no lo hacía era por incapacidad, a pesar de la querencia, sino que poseía un complejo de inferioridad inmenso que camuflaba con otro de superioridad. Que se oponía a lo superior, a lo que despreciaba; a lo distinto, tachándolo de chulesco o de pedantería. Que alardeaba de viajero, pero que siempre lo hacía con papá, o en grupo, incapaz de salir solo sin el paraguas de las faldas maternas y la billetera de papá. Y cuando viajaba y entraba en un santuario, todo lo que hacía era deambular sin sentido, hacer idioteces, intentar llamar la atención, apartarse del grupo. Incapaz de mirar. Incapaz de ver. Le surgía la oportunidad de viajar solo y se echaba atrás con mil excusas, hasta que apareció alguien que le guió, que le llevó y de quien esperaba algo. Entonces viajó. ¿Para qué? Para intentar demostrar a esa persona que viajaba, que estaba a la altura, que se atrevía solo. Pero era ella la que le llevaba, la que tiraba de él. Un perro. Un pobre, triste y estúpido perro. Como un dálmata, pero sin sus brillantes manchas. Un perro de casa bien, pequeño, cansino y anclado a las faldas y la correa de la dueña. No tenía problemas de tiempo en los estudios. Siempre estaría el dinero de papá, y en última instancia trabajo en la empresa de papá. Era la típica persona que se permitía el lujo de juzgar, de criticar a los demás, de tildarlos de mediocres, de estúpidos, usando frases oídas a otros, que sabía, aun sin querer reconocer, superiores a él, distintos de verdad, auténticos. Su frase “más brillante” (lo que dice mucho de su pensamiento), fue que no entendía por qué, después de morir, el pelo y las uñas siguen creciendo. Todo un bachiller de ciencias llevaba años dándole al magín a ese tema u otros similares. E iba con la cabeza alta por la vida. Soy distinto, el más distinto. Decía. Orgullo y prejuicio. Su vida giraba, y supongo que seguirá girando, en torno a esa y otras cuestiones. Por pensar en esas cosas, por su distinto gusto musical, por su pose de altanería y desprecio del común, se consideraba superior y juzgaba, criticaba, despreciaba. Era un hombre vulgar, tortuoso, insano. Pero la naturaleza es sabia, y ahí está, y ahí estará, anclado en ese pozo de estupidez suprema per secula seculorum. Lo triste es que, a veces, personas que parecen les creen. Qué cosas. Aunque si él me viera, ahora, en este estado, en esta situación, podría decir lo mismo de mí, tal vez, y tal vez también llevase razón. ¡Quién sabe! Espero que, aun así, no la lleve. Pero qué más da, por otra parte. El escepticismo forma parte de mi ser, por tanto…
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23/4/09

En paralelo


Iremos por el camino lento y largo. En paralelo. Nos miraremos desde la distancia, a través del tiempo. Cuidaremos las formas, andaremos despacio, y a veces rápido. Diremos cosas al viento, esperando que las lleve, que las eleve, que las endulce. Miraremos las estrellas y sonreíremos. Les pediremos deseos. Observaremos las flores, su color; oleremos su aroma, sintiendo. Viviremos la vida como sabemos.

(Para ti, Mireia, por Sant Jordi. No un libro, por la distancia, pero al menos estas líneas, y una rosa roja, virtual).

22/4/09

Diario de la estupidez suprema. III (Gastronomía social)

Me levanto de vez en cuando, los días que no trabajo, de la cama. Son las dos. Enciendo la televisión para matar el tiempo y para tener algún sonido que acompañe mis pensamientos mientras me bebo un café sin marca. Antes siempre me lo hacía de una mezcla de Etiopía, Uganda y un poco de Guatemala. Yo mismo me molía los granos. Enciendo un cigarrillo. Tengo que vaciar el cenicero. Apenas caben ya las colillas y me resulta difícil encontrar un hueco entre ellas y las cenizas, para apagarlos, pero la pereza es mayor que la necesidad. Además la cocina está hecha un asco y me da repugnancia entrar en ella. Hay varias bolsas de basura llenas que ocupan casi todo el suelo. Y platos, platos y cacerolas sucias por todo el banco, el seno y los fogones. Los Simpson. Una ligera sonrisa para pasar una naranja y un plato precocinado que sabe a nada. Yo, el maestro de la gastronomía. Yo, que siempre me recreé en el arte de cocinar, que siempre inventaba, innovaba, que buscaba lo fresco, los sabores, los olores, los colores. Yo, que ahora me conformo con cualquier cosa, con nada.

Siempre me pareció curiosa la mujer del dálmata. Invariablemente salía a las mismas horas. Varias veces al día sacaba al perro de manchas negras sobre fondo blanco. Vida discreta la suya. La de ambos. Vivir al lado de un ser degenerado, como era su marido, por su carácter y por una enfermedad que le había arruinado la vida hasta extremos imposibles y de una forma lamentable, y que él, en su estupidez, no había querido reconducir, aceptar, luchar y mejorar.
Sólo coincidí con él un par de veces, en dos cenas de vecinos a las que sólo íbamos hombres. Las razones de la ausencia de mujeres es que ellas también se reunían, de vez en cuando, solas, desde hacía varios años.
En la primera cena se sentó frente a mí. Me dio la noche. Me contó hasta el exterminio las características de su enfermedad, de su empresa, de su fuerte carácter, de cómo enfrentaba la vida, en suma, me mostró toda su pedantería y su necedad. Perdí el apetito y las ganas de salir en meses. Pero caí de nuevo. Son las circunstancias que te rodean las que te mueven a hacer cosas que, a veces, no quieres hacer. La inercia de lo social. Te mueves en círculos de los que es difícil escapar, y cuando intentas hacerlo, o lo haces, te tachan de asocial, de raro, cuando no de cosas peores, por lo que entras en los círculos con una asiduidad que no deseas, participando en unas formas que te son, y sabes que son, absurdas.
Otra cena. Procuré ponerme lejos del hombre Kron, de aquel hombre de verborrea fácil y horrenda, y de actitudes, hacia todo y hacia todos, insoportables. Pero el destino juega siempre con el viento a favor y te sitúa, cuando tratas de esquivarlo, en lugares extraños y no deseados. A mi lado se sentó uno de esos que no paran de hablar de sí mismos, de los que te clavan la mirada, te la fijan y ya no te sueltan. Un perfecto bocachancla, de risa artificial, que se cree gracioso; orondo, bajito y acomplejado. Un vendedor de puros y cigarrillos, cuya mayor pasión consistía en hablar de sí mismo, de lo fea que era su mujer y de la cantidad de veces que se lo hacía en los clubs de alterne de la provincia, mientras vendía o intentaba vender su producto. Lo presentía y ocurrió. Otro desastre gastronómico y otro desastre gástrico. Y lo peor de todo es que las convenciones sociales te llevan a la obligatoriedad de no levantarte del asiento, de aguantar el tipo, a superar el trance con la mejor de las sonrisas y esperar que acabe la velada lo antes posible, cosa que, por otra parte, nunca suele ocurrir, sino que se alarga y alarga hasta eternizarse. Pero acabó.
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20/4/09

Diario de la estupidez suprema. II (Moscas de bar)

Mientras escribo suena, de repente, Elvis Costello. She. Raramente escucho música, pero hoy la he puesto. Me siento ligeramente complaciente conmigo y con el día. Una vez, hace ya una eternidad, escribí algo muy especial para una mujer muy especial, mientras oía esa canción. Hace milenios. Cada vez hay menos mujeres especiales, o yo no las veo. Es difícil hallarlas. Ya antes me costaba, aunque ahora ya no… Incluso, algunas, se dejan ir, que no llevar, por el camino de la facilidad, de la estulticia, de la mediocridad y de la estupidez. Ellas, el ser supremo de la creación, la esperanza. Triste destino, el suyo y el mío; yo, su más profundo admirador.
Tengo el cenicero atestado de colillas. Todos los ceniceros lo están. El humo del cigarrillo que me estoy fumando asciende formando volutas frente al granate de la pantalla del ordenador creando un bello efecto. Es armonioso. En otro tiempo me hubiese quedado extasiado mirando las formas. Ahora no me dicen nada, o casi nada. Mi vida es un cortejo fúnebre, un velatorio. Y como en todo velatorio, como en todo cortejo, de vez en cuando hay risas, risas nerviosas provocadas por la tensión del momento, por la muerte, por la soledad, por el abandono, por el dolor. Vivo en una casa que es un ataúd. Cortejo a la muerte, pero me es esquiva. Me da largas. Hice un pacto con el diablo y el desgraciado se quedó con mi alma, pero me dejó un trozo, el del sufrimiento. Ahora sólo quiero dormir esperando que pasen los días. Trabajo, bebo, fumo, escribo y duermo. Ese es mi recorrido vital. Muchas veces me he planteado si no hubiera sido mejor estar en la vida de otra manera, si no hubiera sido mejor ser como la masa, informe, sin sentido, dejándome llevar por la mediocridad que nos rodea. Ser idiota tiene sus ventajas. Deambular en una vida que no es hace desparecer el sufrimiento, o al menos el sufrimiento largo y profundo, pues la capacidad para entrar en lo sensible, en la verdad, no existe. Las metas son ilusorias y cambiables de un día para otro. No hay sufrimiento del alma, pues se carece de ella o es de plástico. Estoy terriblemente solo. Soy un Diógenes en busca de una persona. Y en esa búsqueda lo he perdido todo, mujeres, amigos, familia, hijos. Todo se me ha ido quedando en el camino, desgajándose de mí como las hojas muertas de los árboles en otoño. O tal vez he sido yo el que las ha ido arrancando de ese árbol en busca de esa persona, o Dios sabe qué.
La intrascendencia es la norma. Dejamos pasar el tiempo y permitimos la distancia, sin querer, o sin saber, a veces, el vacío en el que nos movemos. Perdemos la vida andando a trompicones, o hacia atrás, incluso no andamos. Somos seres inicuos, amargados por el orgullo y los miedos absurdos. Deseamos pero nos negamos. Egoístas incapaces de aceptar la diferencia en el otro. Damos si nos dan. Nos negamos a aceptar las circunstancias, a tratar de comprenderlas, analizándolas. Sólo nos mueven los hechos, fríos, asépticos. Sumamos los errores ajenos y no contrapesamos la balanza con los aciertos. Nos miramos el ombligo cerrando las puertas a la redención. Esquivamos.
A veces, ya pocas, cada vez menos, voy a aun bar, pequeño, revestido de madera por dentro, acogedor. “Bar de Paco”. Así se llama, sin más, sin estridencias. El camarero, que es a la vez su dueño, es serio, algo gordo, callado y taciturno. Sabe escuchar cuando le hablan. Nunca contesta. Asiente de vez en cuando o se encoge de hombros. Casi nunca hay nadie en el bar. A lo sumo, al menos las veces que voy, por la tarde casi noche, suele haber dos personas. Siempre las mismas. Dos hombres sentados en sendos taburetes. Dos hombres tan absolutamente distintos y tan parecidos, unidos por el tráfago de la vida y sus soledades. Uno, pintor fracasado entre tanto sobredimensionado, viste siempre de blanco. Camisa blanca sobre una camiseta blanca que se ve a través del tejido de la primera; pantalones blancos de pinzas; pelo blanco con toques grises, al igual que la barba, luenga, que casi le llega a la cintura, a modo de corbata, al igual que el cabello, por lo largo, que se recoge en una púdica cola atada con un lazo blanco a la altura del cuello. La única nota de color son el cinturón y los zapatos, negros ambos. Pasa las horas mirando una cerveza eterna. Casi nunca habla. En ocasiones cuenta, su vida, al dueño del bar, o a la cerveza, nunca lo he sabido, pero a nadie más. Vida oscura, larga y amarga, por lo poco que he oído. Triste como su mirada. No se siente ya, y sin embargo ahoga los días entre las personas que ocupan ese espacio contiguo al suyo, en el bar, en busca de algo de humanidad, o de compañía, o de soledad entre soledades, en una sociedad cuyo mayor valor es la falta de ella, de humanidad, cuyo mayor valor es la estupidez. Sin destino o ya alcanzado. Distinto. Es mil veces mejor que toda la ralea de estúpidos que pululan por la vida sin ton ni son. Al menos ha vivido de verdad. Ha vivido y ha perdido, pero ha perdido en los piélagos de un mar tenebroso que no era el suyo, cenagoso, lleno de inmundicia, rodeado de estúpidos. El mar de la estupidez suprema en el que todos navegamos. El otro ocupa un segundo taburete. Un yonki, o exyonki, o ex lo que sea. Treinta años que parecen mil. Bebidos, fumados, inhalados o pinchados en la búsqueda de una ausencia, de algo que le sacase del fracaso vital, de la inconstancia. Siempre lleva una gorra que le tapa un pelo sin lavar. Cara de mil arrugas. Ojos secos por ríos de lágrimas derramadas hace ya tiempo. A veces le hace trabajos a Paco, el del bar, a cambio de bebida y tabaco. Va al estanco y compra paquetes de cigarrillos para el bar. Paco le regala un paquete y le sirve un tequila. Se sienta y fuma. Pierde la mirada dentro de sí mismo y se va, estando. El tercero soy yo. Un hombre o su sombra, que buscó la música en vez del sonido absurdo, la alegría en vez del placer, el alma en lugar de lo material, la belleza en contra de la vanidad, la pasión en vez del jugueteo.
Este mundo no es hogar para personas como nosotros. Este hermoso mundo no está hecho para las personas que sabemos apreciarlo. Nosotros sólo lo padecemos.

18/4/09

Diario de la estupidez suprema. I (El comienzo del fin)

Alcanza la suprema vacuidad, dice el principio del Tao. Accedí a su comprensión. Me puso manos a la obra. Dos principios más tuve en cuenta en el camino que emprendí; uno de Buda: La paciencia es la madre de la felicidad; y otro de no recuerdo qué o quién: Hablar bien, pensar bien, actuar bien. A partir de ellos retransformé mi vida y comencé a escribir mis recuerdos y vivencias en una especie de diario.

Estoy rodeado de idiotas, decía Skar en El rey león. Es una verdad universal. Verdad a la que hay que sumar un largo etcétera de adjetivos de similar índole o peor, tales como gilipollas, estúpidos, hijos de puta… Tampoco quiero ahogar el papel con muchas palabras de ese jaez.
El mundo a mi alrededor está literalmente podrido. Hay una colección de seres sin sentido que espanta. Pero es lo que hay, y no hay más remedio que vivir en él. Quitarse la vida es una estupidez, y por tanto… Me incluiría en ese grupo de personas, en alguno de esos adjetivos, toda vez que me muevo entre ellas y no hago nada o casi nada para variar su situación, pero tampoco es que pueda hacer mucho y fuerzas no me quedan. A parte de que poseo algo que se sale de lo común y que por tanto hace que esté a salvo entre ellos, aunque solo y apartado, hastiado y desilusionado. Sé mirar. No ver, no, sino mirar. Si a ello le añadimos que sé escuchar, es fácil colegir que todo lo que diga sobre las personas con las que me cruzo son auténticas y no dejan lugar a la menor de las dudas. También es verdad que eso era hace ya tiempo. Ahora soy pero no soy. Estoy pero no estoy. Estoy como en stand by. A la espera de algo que no sé cuándo, cómo ni dónde me llegará.

Ayer salí a dar un paseo; bueno, en realidad fui a comprar una barra de pan, pues nunca paseo (ya nunca lo hago); y lo primero que me encuentro es un perro negro, grande, enorme, tumbado frente a la puerta de mi edificio. Estaba tumbado, cuan largo era, mirando fijamente. Una mezcla de pastor alemán, de callejero y de mastín. Al verme se levantó y comenzó a seguirme. No sé si es el que ladra y aúlla todas las noches siempre que me voy a acostar. Al principio no le di importancia al hecho de que me siguiera, pues los perros abandonados, los solitarios, suelen seguir a la primera persona con la que se cruzan, tal es su necesidad de compañía (en eso se parecen mucho a las personas). Pero, al pararme para cruzar la calle y mirar hacia un lado, lo vi por el rabillo del ojo. Estaba ahí, detrás, parado al igual que yo. Eché a correr y el condenado perro hizo lo mismo. Me paré y se paró. Era una situación extraña. No sabía qué hacer, así es que no hice nada. Seguí andando mientras él me seguía. Entré en el tenducho que hay al lado de mi casa y compré el pan. Cuando salí no estaba. Me recuerda el perro de una vecina, pero el de esta era un dálmata. Siempre me la cruzaba cuando salía a determinadas horas. Creo que sacaba al perro para salir ella. Era delgada como el can, y también como su marido, aunque este lo era en demasía, pues tenía Crohn. Era delgado hasta casi desaparecer.
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6/4/09

El Nacimiento de Venus. De Florencia a Sevilla. La Primavera

Gota a gota despedía el tiempo. Un tiempo que pudiera parecer ausente, vacío, silente, pero que no lo era. Al contrario. Era un tiempo…
Hay veces que te encuentras con la mirada y con la sonrisa que te proporcionan un momento, un alto, en el cual pararte a descansar y dejar que el alma se recupere del dolor o del hastío, del paso y del poso que en algún otro momento y en algunas situaciones, la realidad te clava como dardos que impiden a los ojos sonreír y obtener, de la vida, la belleza que hay en ella.
Había de ser Florencia. No podía ser en ningún otro sitio. Repetía el camino hecho como un Vía Crucis, dos años antes, en el mismo tiempo, con los mismos pasos, aunque diferentes actores. Sólo él el mismo, dos años después. Y ella en el recuerdo, en el silencio. Sólo la melancolía rellena esos huecos. No se la negó. Y retornó a ellos. Revivió los recuerdos en una especie de calor amargo que quiso beber, obligándose. Fue como un altar hecho para inmolar el pasado y pedir a algún dios silencioso algo que no sabía muy bien qué era. Se vio. La vio. La miró y se recreó allí, en él, en el silencio de la memoria. Siempre serio. Preciso y precioso el recuerdo de aquel momento que fue tan vivido, tan sublime. Escuchaba a U2 y lo repetía hasta la saciedad.
The moment of surrender.

I tried myself with wire
To let the horses run free
Playing with the fire
Until the fire played with me
The stone was semi-precious
We were barely conscious
Two souls too cool to be
In the realm of certainty
Even on our wedding day
We set ourselves on fire
Oh God, do not deny her
It’s not of I believe in love
But if love believes in me
Oh, believe in me
At the moment of surrender
I folded to my knees
I did not notice the passers-by
And they did no notice me
I’ve been in every black hole
At the altar of the dark star
My body’s now a begging bowl
That’s begging to get back,
begging to get back
To my heart
To the rhythm of my soul
To the rhythm of my unconsciousness
To the rhythm that yearns
To be released from control
I was punching in the numbers at the ATM machine
I could see in the reflection
A face staring back at me
At the moment of surrender
Of vision over visibility
I did not notice the passer-by
And they did not notice me
I was speeding on the subway
Through the stations of the cross
Every eye looking every other way
Counting down ‘til the Pentecost
At the moment of surrender
Of vision over visibility
I did not notice the passer-by
And they did not notice me.

Y se propuso no hablar, sólo sufrir, aunque no era la palabra. Revivir para…, volver para…, ahondar en la memoria para… Las circunstancias siempre son las que son y no otras.
Se rompió el grupo por la necesidad y tuvo que hablar, muy a su pesar, explicar, enseñar el Arte, revelar la belleza, los elementos que enriquecen el alma y que, el artista, esconde y muestra para el que sepa entrar y degustar, desentrañar y beber. La Galería de los Ufizzi. Contrapuso el pragmatismo romano, el realismo, lo italiano, frente a la armonía ateniense, el idealismo, lo griego. Venus, el amor, el sexo, la iniciación al camino, la seducción, la mirada, las manos que tapan y descubren.
Se mostraba, él también, como era. Sus ojos, sus manos, sus palabras, la modulación, todo lo que era, un amante de la vida, de la belleza, un esteta, una persona que vivía la vida con una pasión desbordante, con delectación, que la daba, que la entregaba a manos llenas, que la tomaba, que buscaba.

-Perdona… ¿Te importa que vayamos con tu grupo? Es que te hemos oído hablar en español y…
-Qué va. En absoluto.

Y la mirada, la sonrisa que se te da, que reconoces pero que, a veces, como ahora, te niegas, estaba ante él. Incredulidad. La reconoció…
Explicó a Eros tumbado. Les llevó a Caravaggio, a sus angelotes, a sus efebos amados y deseados, representados para la posteridad, a sus caras de complacencia y listeza, de aprovechamiento del maestro y de sus deseos. Les mostró Florencia desde el ventanal del museo. Otro tiempo. Otra belleza. Un descanso en la estatuaria, en el mármol blanco y frío. Y entró, después, en Miguel Ángel. Lo opuso a otros pintores menores de la sala. Detalles. Las razones de la pintura, del color. Símbolos. Homosexualidad. Creatividad. Genio. Belleza. Se expresaba. Se mostraba. Y volvía a ver la mirada, a reconocerla. Y ella la de él. Le busca. La buscaba entre el mar de miradas que le seguían, que le miraban, que idolatran sus palabras. Hablaba para ella. Sólo existía ella. Ya todo era ella, sólo ella. Y para ella, sólo él. Nervios en su interior. Como hacía tiempo que no sentía. Esa sonrisa distinta, dentro, en el alma. Muy dentro. Sincera. Sonrisa anunciadora. El ángel de Giotto.
No sabía por qué, pero intuía, y, de repente, apuntó, contrapuso Europa, Francia, Italia a España, y dentro, Andalucía al resto. Velázquez, el genio, la mezcla, Sevilla. Ahí estaba. No podía ser de otra manera. Y ella era. Se reconocieron en ese rincón también. Eran dos, unidos por algo que sobrepasaba el espacio y quizás el tiempo, y en ese espacio se buscaron y hablaron, en los descansos, de su viaje y de España, de Andalucía, de Granada y de Sevilla, del trabajo, de la vida. Estaba en Londres haciendo un curso para terminar de dominar el inglés, pero trabajaba en Madrid, aunque era de Sevilla…
Las miradas son de dentro y hacia dentro. El espacio es un momento que queremos saber, que buscamos.
Hay un gato, en “La Última cena”, que nos mira. Incitaba al pensamiento. ¿Por qué nos mira el gato? ¿Qué hace un gato en ese momento clave del cristianismo? Les llevaba hacia dentro, y a ella en especial, al símbolo, a la búsqueda, al saber. Y la niña que te mira, también, en “La petición de José al Faraón”. Sólo esa mirada vale todo el cuadro, toda la sala, todo el paseo. Decía. Y aparece “La Venus de Tiziano”. Venecia. El color. La belleza.

-Ve allí un fin de semana. Ve, por favor. Es la ciudad más bonita del mundo. -Le dijo en un aparte.
-Lo haré si tú me lo dices. Iré. Se ve Venecia, ahora, en tus ojos.

Y vio su mirada. Se recreó en ella. Era esa mirada que sólo encuentras dos o tres veces en la vida. Era bellísima. Morena. Ojos negros. Una sonrisa que ilumina lo que mira, que desarma. El deje de Sevilla. Le habla. Gesticula. Le clava el negro de sus ojos en los suyos mientras le regala la boca y le llena el alma. Todo es. Hasta el final. ¿Sabía el camino? Sí. Si quieres… Pensó.
Y entonces se preguntó… ¿Juegas el juego? ¿Te dejas llevar? ¿Respetas el altar? Un día que vale tanto… Una mujer que sabes que es… ¿Lo dejas al juego del azar? ¿Te niegas la posibilidad? Y sin embargo te conoces, te sabes. Y sientes que… Todo dentro, sin palabras.
Botticelli. “El nacimiento de Venus”, “La Primavera”. Culmina todo. Recordó el regalo que le hizo a ella. La Primavera, por lo que representó ella para él, aun cuando el otro cuadro le gustaba más. Siempre los símbolos. Final que parecía, que quería y no quería. La miró a los ojos. Dentro, muy dentro.

-Gracias por esto. Nunca había visto la belleza, el Arte, la vida, de esta manera tan… especial, tan preciosa, tan encantadora. Nos vamos a comer. ¿Qué vas a hacer?
-Gracias a ti. Ha sido un placer. Nosotros también. Si quieres… ¿Cuándo te vas?
-Mañana salimos para Pisa. Y por la tarde cojo el vuelo para Londres.
-Tenía pensado ir a Sicilia estas vacaciones, pero Londres no está mal. Tal vez… ¿Te apetece cenar conmigo esta noche?
-Por supuesto. Será un placer.
-¿A las nueve en el Ponte Vecchio? La luz es espectacular, y la ciudad se ve de otra manera.
-Sí. A las nueve ahí. Hasta luego.
-Chao.

Le acarició la cara con la suavidad extrema con que solía hacerlo a quien quería, a quien reconocía. ¿Y entonces? Pensó mientras seguía andando. Se giró y la miró. Tenía los ojos puestos en él. La sonrisa estaba allí, perenne. Le devolvió la sonrisa. No sabía ni su nombre. Ella tampoco.
¿Irás? ¿Inmolas el altar sagrado? ¿Aquí, precisamente alquí? Pensó con tristeza. La negación del presente a aquel pasado que le dio tanto, pero que el tiempo le laceró tanto, también. Eres como eres y de ahí quizás… Siguió andando mientras oía The moment of surrender en su interior.