30/8/09

Problemas, defectos, errores, soluciones. El camino y su práctica.

Nuestros defectos son como las cuerdas de una marioneta que impiden, muchas veces, que nuestras virtudes actúen con libertad. Estas cuerdas pueden ser movidas por el miedo, el orgullo, la rabia o la intolerancia. Sentimientos negativos de nuestro pensamiento que nos imposibilita actuar como sabemos y debemos hacerlo.

A veces, cuando vemos que no somos capaces de resolver una situación, que por el tiempo o las circunstancias se ha ido complicando, tendemos a dejarla de lado, con la esperanza de que se arregle por sí misma. Es un error, sobre todo cuando uno espera a que actúe el otro. Y lo es porque a la inacción se une el recelo por parte de todos.

La inacción conduce al silencio y este al dolor, al sufrimiento. Y no importa si es recíproco o no, hay que actuar sobre el problema y eliminarlo. La inacción es una mala actitud. Y este es el principio de una cadena que lleva por derroteros inesperados, no queridos. Genera tensión, malas actitudes…

A partir de ahí puede venir un problema aún más grave, el desplazamiento de responsabilidad, una herramienta de protección para no aceptar el daño que causamos a alguien más, quien quizá sea inocente. Es un fallo no asumir la responsabilidad por el propio comportamiento. Hay que enfocarse totalmente en nuestras propias responsabilidades, ignorando las posibles responsabilidades de otros en el problema, si es que las ha habido; trabajar en las propias si se quiere avanzar en la resolución y en la mejora personal.

Si nuestro comportamiento es causado por una herida profunda que alguien nos ha causado, o creemos que lo ha hecho, esto podría explicar la razón de nuestro comportamiento, pero no hay que tomarlo para justificar la continuidad del comportamiento.

No podemos defendernos de nuestros actos, de nuestras conductas: palabras mal dichas, comportamientos inadecuados, actitudes. Porque quien se defiende pierde. Porque se trata de mantener el orgullo y se pierde la capacidad de relación, de empatía. Uno no se puede defender después de cometer un error, es sumar un error al anterior. Hay que aceptar a quien te señala el error y pensar que está haciendo lo correcto.

A partir de ahí es mejor decir lo he hecho mal, primero, que decir lo siento. Y corregir. Y no es el que ofende el que debe determinar qué es necesario para reconstruir la confianza, sino el que se siente ofendido. El que ofende no debe decirle al ofendido cuándo o cuánto ha cambiado, puesto que si el ofendido no puede ver los cambios tal vez es que no se han producido.

Los que son capaces de analizar fríamente sus derrotas o sus errores y son capaces de hacer reflexiones analíticas objetivas sobre ellas son capaces de superar sus límites, eliminar los defectos; mientras que quienes sistemáticamente culpan de las mismas a agentes externos suelen estar condenados a estancarse. Aprender de los propios fallos es algo esencial. Lo peor de un error es no corregirlo. No reconocerlo solamente, pues eso no es corregir. Diagnosticar una enfermedad no es lo mismo que comenzar el tratamiento para su cura. También es muy importante evitar tanto las críticas como las autocríticas destructivas. Mientras aprendamos de nuestros fallos y seamos objetivos siempre podremos llegar más lejos y siempre podremos corregir los errores.

28/8/09

El color de las mariposas. IV

Un mar de plásticos, de cartones, de hojalatas, se expandía a la vista, bajo el gris del cielo. Un mar que no termina, que todo lo cubre, que todo lo oprime, que todo lo guarda, que todo lo pudre. Al fondo las torres de hormigón, de cristal y acero, como un faro que llama, que atrae y que avisa de la cercanía de las rocas, de unas rocas en las que te dejarás el cuerpo y el alma si no sabes navegar en las procelosas aguas de un mar de almas sin alma, de miradas de negro, de ansias de batalla, de puertas cerradas.
Cruza los desiertos carriles de la autopista. Bajo el puente se hacinan una docena de personas, sentadas en su mayoría alrededor de un fuego improvisado que eleva las pavesas hacia el arco que lo soporta. Caras que miran el crepitar en busca de nada. Llamas que iluminan rostros de hace ya tiempo, que no muestran nada. No le ven acercarse. Es uno más de un lento deambular de cuerpos que entran y salen de la ciudad. Un hombre viejo, con la cara arrugada por un sol que nunca sale pero que abrasa, está sentado en el asiento de una excavadora que lleva años allí varada, haciendo como que limpia el suelo con la pala, moviendo las palancas. Cubre su blanco pelo con una gorra de un azul imposible. Una camisa de cuadros, azules y blancos, de manga corta, exageradamente ancha para el enteco cuerpo. Brazos escuálidos que asoman por ellas, como las piernas, con pantalones cortos y anchos, y grises como el cielo. Al lado, un panel gigante, sobre hierros doblados, invita a un paraíso lejano, a un mar de emociones en aguas mansas y apacibles de color turquesa, donde una pareja joven, de piel bronceada y sonrisa de postal, miran hacia la carretera. Es el contrapunto de color al erial de grises que rodea todo. Un cartel de siglos, impertérrito al tiempo, a la lluvia, a todo. Una mueca lúgubre para todo aquel que eleva la vista para implorar al gris firmamento.
Se aproxima a ellos. Un hombre con una gabardina verde caqui se cruza con él. Lleva de la mano una correa en cuyo extremo, atado, hay un gato negro. El gato mira el fuego con desconfianza. El hombre mira al gato.
Perdona. ¿Sabes de algún sitio donde pueda comer algo?
Le mira con incredulidad a los ojos y después de arriba abajo. Mira al gato y este le devuelve la mirada.
Algún sitio para comer, le dice al gato. Algún sitio para comer, repite.
Sigue andando repitiendo la frase una y otra vez.
Se arrima al fuego. Se quita los guantes y se los guarda en los bolsillos del pantalón. Se calienta las manos mientras mira las llamas. Amarillo de lumbre y calor en una chimenea con ojos de niño y cuentos de viejas, sobre duendes y princesas encantadas que quedan aprisionadas, en rocas redondas, por amor. El crepitar de la madera, tendida frente a otra chimenea con el pelo negro junto a su pecho en el frío del invierno. Sangre derramada. Rojo sobre el gris del asfalto. Y el dolor por los cristales se recrudece de nuevo. Desecha las imágenes y se centra en él. Amigo amargo, pero amigo al fin, amigo que lava, que aquieta.
¿Dónde puedo comer algo? Pregunta sin dirigirse a nadie en concreto, sin mirar a nadie.
El que tiene enfrente levanta la vista y hace un gesto con la cabeza indicando su derecha. Mira hacia allí. A unos trescientos metros hay un grupo de edificios en un tono que debió ser blanco.
Allí queda un bar, si llevas dinero, le dice.
Gracias.
Se pone los guantes y camina en la dirección que le ha indicado. Una pequeña cuesta de tierra sube hacia los bloques. Cuando llega ve el bar. Un inmenso letrero de hierro, oxidado, cuelga arriba del vano, moviéndose con la lentitud de un viento destemplado. Un gato blanco dibujado. No tiene puerta. Se asoma y mira dentro. El camarero, con un mandil negro, limpia la barra. Levanta una mirada acuosa y se le queda mirando un buen rato.
Está cerrado, le dice.
¿Desde cuándo?
Desde hace un siglo.
¿Y qué hace ahí?
Limpiando mientras espero.
¿A qué?
Antes lo sabía. Ahora… Hace una pausa como para buscar en su memoria. Ahora estoy. Sólo estoy.
¿Hay algo de comer?
Está cerrado desde hace un siglo, ya te lo dije. Yo sólo estoy.
Se dio media vuelta y miró en ambos sentidos de la calle. Ni un alma. Vacío. Comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad. El viento empezó a soplar de repente, como un habitante más del lugar, surgiendo de golpe, al doblar una esquina. Viento frío y seco que le hizo cerrar los ojos. Un bote, aplastado, de bebida energética, rodaba a su impulso, provocando un ruido metálico, molesto, en el silencio absoluto del espacio, mientras papeles de periódico se elevaban al cielo gris dibujando formas en el aire, formas que flotaban casi desvanecidas, casi mimetizadas por el color, indecisas en sus movimientos. Se restregó los ojos con las manos. Al abrirlos vio a un niño en el quicio de una puerta. Medio cuerpo fuera y medio dentro. Le miraba serio, profundo, como si hubiera visto todo lo que hay que ver, todo lo que es posible ver, como si viese todo lo que va a ser, como si le estuviese anunciando el futuro, un futuro de nada, de ausencias, de vacío, de desesperanza. Le hizo sentir mal y continuó andando, centrándose en el dolor, acotándolo en un espacio del cerebro, aislándolo del resto, de tal forma que pudiese centrarse en él y que de esta forma pudiese conducirlo a ocupar cualquier ranura que le condujese al pensamiento o al recuerdo. Notaba el golpeteo interior dentro de su cabeza, como si hubiese, ahí, un corazón con autonomía propia, bombeando impulsos de dolor hacia el exterior, hacia el interior, hacia la conciencia. El niño le siguió con la mirada hasta que dobló la esquina.
Llevaba andando demasiado tiempo y el hambre le aguijoneaba el estómago. No comía desde hacía un día entero. Necesitaba llevarse algo a la boca. El dinero de que disponía no era mucho y le daría para pasar un par de días, tres a lo sumo. Mientras buscaría algún trabajo que le diese algo de dinero o cualquier cosa que le permitiese sobrevivir durante un tiempo. Tal vez cama y comida a cambio de lo que fuese. Pero ahora el hambre era excesiva.
Una mujer, a lo lejos, estaba apoyada contra una pared marrón, al lado de una verja o una puerta de hierro que daba acceso a lo que parecía un parque con árboles grandes y frondosos. Parecía jugar con un pequeño aparato electrónico. Al acercarse más se dio cuenta de que era un teléfono móvil. Se lo llevó al oído. Le miró despacio mientras se acercaba. Al lado, delante de la puerta, sobre un tronco enorme, un águila de gran tamaño clavaba sus ojos en los suyos. La puerta es la entrada a un cementerio. Nada más traspasarla hay dos piedras con forma de tortuga. En un banco, al lado, tres hombres, cubiertos por unos abrigos enormes, de piel cetrina, curtida por el frío inclemente que desde siempre está como una mortaja, tienen una sonrisa extraña. Miran hacia las tumbas. Todas en vertical. Todos los muertos de pie. Hay ofrendas por todas partes. Una batería de coche, fundas de volante, cascos de bicicleta, una maleta. Se queda como ido ante la imagen que ve. La mujer no parece hablar con nadie. No emite sonido alguno. Sin embargo sigue con el teléfono en el oído. El águila aletea intentando desasirse de la correa que la une a una argolla de hierro fijada en la madera. Debe tener hambre. Chilla. La mujer se vuelve hacia ella y luego hacia él. Sonríe, como indicándole que sería un buen plato para el ave.

26/8/09

Suecia. En el país de los bosques y los lagos y las islas. Uppsala-Estocolmo-Nynäshamn


Uppsala es coqueta. Universitaria. Bicicletas por todas partes. Llena de ambiente, de terrazas de madera que cabalgan sobre el oscuro río, adornadas de macetas de colores, en rojo y amarillo, de bellísimas flores. Posee una catedral gótica, esbelta, de ladrillo rojo, que se alza sobre el río en dos torres puntiagudas, eternas, contra el azul del cielo, intenso, intentando acariciarlo. Paseo la ciudad con la mirada mientras oigo el suave y dulce sonido del hablar sueco, ininteligible, pero agradable en las melódicas voces de sus habitantes.

Cojo el tren para Estocolmo. El bosque es constante a tu alrededor, un bosque eterno en la plenitud inmensa de la llanura, en mil tonos de verde, sobre un fondo, en la línea del horizonte, de azul, roto o matizado por líneas paralelas de pequeños cúmulos de algodón y cirros quebrados, deshilachados, que viajan lentos en un suave contraste de colores mansos, moviéndose pausados. El sol luminoso, de amarillo intenso. Todo es paz. Aplaca. El bosque se rompe, a veces, hacia dentro, en pequeñas islas de pastos, de trigales bajos con granjas en rojo burdeos de techos negros, y los bordes de las ventanas y las puertas en blanco, de un dulce encanto, sobre el fondo de la floresta. Lagos pequeños de vez en vez en los que se refleja el algodón de las nubes. Lagos de un azul oscuro intenso, con reflejos, en su orilla, del verde, que oscurece. Algún caballo pastando. Bosque de robles y abetos y pino negro. Altos, elegantes.

Con el aterciopelado traqueteo, la mirada viaja tranquila, posada en el encanto que la belleza exterior posee, a través de la ventana, en silencio. El espacio inmenso que te entra por los ojos, arrullado por el blando movimiento del tren. El vagón vacío. El alma posada. El pensamiento ahí… Cadencias de vida. Regalo para los sentidos. Placer.

Una carretera sinuosa, estrecha, serpentea entre un grupo de granjas como una pequeña culebra gris que buscara el cobijo de los árboles, de los que no ves su copa, de tan altos, que pasan veloces por la ventanilla. Y otro bosque, la otra parte de él, que rompe la vía, a la izquierda, en juegos de imágenes, de reflejos, de ilusiones. Juego de realidades en cristal. Superposiciones.

Bandadas de cuervos que surcan el cielo, como manchas moteadas de un cuadro impresionista que se moviese a intervalos, sin sentido aparente sobre el fondo azul. Es el país de los cuervos. Están por todos lados. No hay palomas, sólo cuervos, de un color grisáceo y azules ojos, casi grises, como el de las personas.

Es un país tranquilo, de gente tranquila. Elegante en sus formas y en su estar. Suaves, delicados. Acompasados al tiempo, de lentos movimientos y de un raro andar.

Y Estocolmo te inunda. De inmensa belleza. Está viva. Llena de personas y color. Agua y tierra. Canales. Barcos. Elegante y agradable. Suave y lenta. De mujeres gráciles, de cara pequeña; de mirada amable que acompaña a una suave sonrisa que acicala, casi quieta. Te miran despacio, dejando la mirada en tus ojos, regalando. Amable. Tienen el alma con una cadencia distinta a la del sur. Como si posaran la mano en la tuya, con ella, en una caricia eterna que jamás inquieta, que apenas toca, de tan suave. Te enamoran con ese tono de voz del habla sueca cuando te dicen en inglés, y que se te mete dentro, que te dan, que te invitan a moverte, a quedarte. Ojos pequeños, de un azul profundo, grisáceo, casi mate, resaltados por líneas de negro que se pintan; de labios rojos y finos; el pelo rubio, vivo, casi blanco; algunas morenas, de una belleza increíble, de grises ojos y piel más oscura; de mirada penetrante; vestidas de negro sobre cuerpos esbeltos. Poseen un encanto especial. Belleza del norte, boreal. Belleza.

Estocolmo es cosmopolita, culta y elegante. Con un encanto sublime. Me gusta. Viviría en ella. Tranquila y a la vez inquieta. Expectante. Cuando el sur llega parece que sus ojos se alegren, como si siempre te hubiesen esperado, para regalarte.

Mil islas diseminadas. Grandes y pequeñas. Mil archipiélagos de una belleza callada, cubiertos de bosques iluminados a intervalos por los rayos de un sol que asoma tímido, plateando las aguas verde oscuro del Báltico. Aguas que lamen las rocas, vestidas de verde y de blanco y de gris, por el liquen que las cubre, de rugoso tacto al acariciarlas con la mano, como el que sube por el cuerpo de los troncos de las hayas y de los pinos y de los robles, que a su orilla dormitan moviendo las hojas al compás del sonido del viento. Y notas el rojo brillante, algunas veces, entre los tonos de verde, y de amarillo seco. Mil tonos de color bajo el gris del cielo, cubierto de nubes, contra el gris del mar y del granito. Y llueve. Vaxholm, Nynäshamn…

Me gusta este país. Es bellísimo en su concepto estático, en su naturaleza tranquila y exquisita, larga, amplia, que permite que la mirada se expanda en su infinitud. País suave. País quieto. Terciopelo.

16/8/09

Lisura


En la ciudad de las sombras, bajo la suave lluvia que cala el alma, vive una flor de pétalos suaves, amarilla y blanca, pequeña; elevándose solitaria entre metales y asfalto, en un mundo frío de piedra que agosta y aplasta.

La lluvia moja mi cara, mientras la miro y se acicala. El agua salpica cuando caemos. No tiene sentido la lucha, no es el camino. Tampoco el olvido cuando lo querido vive en los pliegues de dentro, asido a las hechuras de una búsqueda de siglos.

Sólo la observo. Y te doy su reflejo en mis ojos. No quiero arrancarla para entregártela, no quiero quitarle la vida, sólo compartir su belleza con la mirada. La miraremos y la noche se hará día, y el gris se transformará en colores alegres. No habrá problemas. Se irán los miedos. Se cumplirán los sueños. Te daré la mano como tantas veces, con suavidad. Me mirarás y sonreiremos. Entonces será siempre, desde ese día. El principio de todo. La vida. Te llevaré, en la tardía luz de septiembre, al paraíso, apenas percibido en otro tiempo, en otro espacio. Sé dónde está. Yo lo he visto.

14/8/09

El color de las mariposas. III

Todo lo que abarcaba su vista era un erial de ocre intenso, seco, muerto. Una cosecha de hace tiempo, olvidada. Gavillas desparramadas. El campo olía a abandono, a huida. Ocre de tierra, gris de cielo. Y aun así veía su belleza. Los ojos alcanzan la inmensidad vacía mientras caminaba por un asfalto caliente, humeante, negro. Los palos de la línea telefónica se perdían en el infinito al lado de la carretera, como cipreses yertos, como fantasmas petrificados, enhiestos y condenados a vivir la soledad de los muertos en un camino no transitado.
Se paró a beber agua. En la cantimplora apenas quedaba. Recreó la vista en el vacío. Una casa a lo lejos. Deshabitada. Los muros derruidos. Un par de pinos a la entrada, de amplia copa. Gigantescos. Guardianes eternos de un desierto de vida. Volvió la mirada al asfalto. Guardó la cantimplora en la mochila y siguió andando. Aún quedaban cuatro horas de luz y quería aprovecharlas. Con aquel ritmo llegaría a la ciudad en un par de días y allí descansaría.
Sintió la punción de los cristales atravesarle las botas y ascender hacia dentro. Giró la cabeza hacia atrás pero no vio nada. El mismo paisaje. Los mismos colores. La misma hilera de postes de teléfono que se disipaban en el horizonte. Nadie. Nada. La volvió a girar en la dirección que llevaba. Todo igual. El dolor era insoportable y sin embargo lo prefería. Prefería que le llenara la mente el dolor para no sentir nada, para no pensar en nada, sólo en el dolor y en cómo soportarlo.
Un bulto comenzó a destacarse a un lado del negro asfalto. Conforme se acercaba a él distinguió el cuerpo acurrucado de un hombre con los brazos rodeando sus piernas; la barbilla apoyada en las rodillas y la mirada perdida en la lejanía. Le mira mientras se acerca.
Te vi hace tiempo, le dijo.
No es extraño. He estado en muchos sitios. ¿Vas a algún lado?
A donde tú vienes.
Mal lugar.
Tampoco es mejor de donde vengo.
¿A qué esperas?
A que el sol baje y se haga de sangre.
Las nubes no te permitirán verlo.
No importa, esperaré. Tengo tiempo. Amor y tiempo son las dos únicas cosas que no se pueden comprar, sólo gastar. El amor lo gasté todo, pero tiempo aún tengo. Esperaré. Si no lo veo hoy será mañana y si no otro día.
Se quedó un momento callado sin dejar de mirar el horizonte.
Tengo tiempo, volvió a decir. Mucho tiempo. Y no tengo nada mejor que hacer.
¿Vienes de la ciudad?
No recibió respuesta.
¿Has estado en ella hace tiempo? Me dirijo hacia allí.
Sí. Estuve hace una semana.
¿Cómo es?
Es una ciudad sin tiempo. Un escenario para la muerte donde todos son espectros con sonrisas dibujadas. Mal lugar para quedarse.
Sólo voy de paso. Quiero verla, quiero mirar algo.
¿Qué? No hay nada. Apenas hay personas. Sólo hay gente.
Siempre ves algo si sabes mirar. Siempre lo hay. Y si no lo veo no importa. ¿Qué música escuchas?
Ahora la de tu voz, hace un momento la del silencio.
¿Y los auriculares?
Me he acostumbrado a llevarlos. No tengo batería. Prefiero en cualquier forma el silencio, me ayuda a alejar la mirada hacia dentro.
Me marcho. Qué tengas suerte.
Gracias. Tú también. Que encuentres eso que buscas. Busca en las cosas, busca dentro, pero no te afanes entre la gente, es una pérdida de tiempo.
Siempre hay un rayo de esperanza.
¿Como el de este sol que nunca está?
Sin embargo llevas ahí un buen tiempo esperando a que salga…
Que se haga sangre, a que se ponga, no a que salga… No te confundas.
Lo dicho, que tengas suerte.
Y tú. La necesitas más que yo.
Cogió de nuevo la cantimplora y bebió un trago de agua. Se la ofreció. La rechazó con un leve gesto de la cabeza. Siguió caminando. La vista en el infinito, en la línea que el asfalto hendía la tierra rodeado por los rastrojos. La derrota de un camino no viene por los tropiezos sino por la pérdida de la esperanza, de la fe en uno mismo, en el propio camino. Un camino se acaba cuando se deja de andar, cuando no se da un paso más. Igual que un camino de cien mil kilómetros empieza con un paso el camino termina cuando no se da uno más. Y aunque es fácil pararse, dejar de andar, mucho más lo es no dar ese primer paso. Es lo que todo el mundo hace. Él no era así, pensaba. Se sintió más animado. Bebió en su silencio, mirando la línea que se perdía donde el gris se cerraba sobre el ocre, en la unión de ese cuchillo de acero que forma la vida entre la tierra y el cielo.

11/8/09

El color de las mariposas. II

¿Duermes bien?
La pregunta le sacó del cuadro y le devolvió a aquel espacio frío.
Lo intento.
¿Pero lo consigues?
Intento conseguirlo. Hizo una pausa. No sé si prefiero el sueño o la vigilia. El sueño no lo domino, la vigilia sí.
¿Tienes miedo al sueño?
Sólo tengo miedo a tener miedo, a la estupidez humana, a la mediocridad, a la envidia, al abandono, a la maldad, a…
Demasiadas cosas para vivir con cierta tranquilidad.
No. Todo se puede resumir en un solo temor, el temor al vacío que da la apariencia de la nada, en el que es tan fácil mecerse, dejarse ir, abandonarse.
¿No te compensaría? No parece que las cosas te vayan muy bien.
Mientras tenga un ápice de lucidez o de locura seguiré el camino emprendido. No, no me compensaría. Y no es que me vaya mal, tampoco bien, depende de quien mire, depende de quien viva. Tampoco es importante. Lo que importa es el camino, lo que encuentras, a quien conoces, lo que aprendes, lo que miras, lo que das, lo que recibes, lo que hay. Lo importante es andar, bien, mal. Lo importante es andar por el placer de andar. Si encuentras, bien, si no también. Es difícil encontrar. Tampoco me seduce buscar ya. Lo que ha de ser será, el resto es mero deseo y el deseo sólo crea intranquilidad. La paciencia es la madre de la felicidad. No tengo prisa. No tengo meta. Solo camino. Todo se andará.
Miró a la luz que se difuminaba en el horizonte como un cuadro del impresionismo inglés, brumoso, acuoso, como los ojos y las miradas de las mujeres inglesas, llenos de niebla, de apatía vital, como el espíritu inglés, pensaba, o su caricatura, el norteamericano. Se meció en el último suspiro de luz. La noche se hizo. Un manto negro lo cubrió todo y a la pesadez del día se unió la de la noche. Ningún sonido. Ni el viento se oía.
Una llama pequeña iluminó, de repente, el espacio. Una cerilla de palo largo encendió el cabo de una vela y un suave olor a maderas exóticas y sándalo comenzó a derramarse suavemente en derredor.
Siempre enciendo una vela, le dijo, cuando la luz abandona el mundo. Ayuda a ver el espacio con otros ojos. Se rompen las formas. Te regala la imaginación. A veces dibuja sonrisas donde no las hay.
La sonrisa es uno de los más bellos efectos con que la naturaleza nos ha dotado, y sin embargo somos tan poco pródigos en mostrarla… Y, en la mayoría de los casos, suele ser tan falsa que más valiese que nos la guardásemos.
También se puede sonreír con la mirada.
¿Y quién lo hace? La gente ni tan siquiera sabe mirar. Solo ve cuerpos. Esquiva la mirada. Siente miedo ante la mirada, la verdadera, la profunda. Las miradas siempre se soslayan, y cuando son intensas suele ser para provocar dolor en quien se mira, o para mentir con ella.
Se quedaron callados. La débil luz de la llama creaba formas en sus rostros que se deshacían al compás del baile del diminuto fuego.
Voy a dormir un rato.
Yo me quedaré mirando la llama. Imaginaré que soy Caravaggio pintando espacios en claroscuro y formas que surgen entre la luz y las sombras.
Bien. Disfruta del Arte, aunque sea imaginario. Siempre es un placer mecerse en la suavidad de la belleza. La Belleza es lo único que hoy día merece la pena, y la Belleza está en el Arte.
Cogió el saco de dormir, lo desenrolló y se metió en él. Apoyó la cabeza en la mochila, a modo de almohada, y miró al cielo sin estrellas. Había dejado de llover. Cerró los ojos y dejó que el frío se pasease por su rostro. Sintió los cristales en él, rompiendo los espacios, entrando entre las células, quebrando los nervios hasta llegar a cada una de las neuronas de su cerebro. Dolor. Apretó los párpados y los distendió de nuevo. Dolor. Dolor inmenso y vacío absoluto. La nada. La sempiterna nada de un camino sin fin.
Se quedó dormido. En el sueño una música se abre suave, proveniente de algún lugar entre farolillos y rumores de voces y de risas. Unos brazos morenos le rodean el cuello y el olor de un cuerpo de niña le penetra hasta dentro con otros olores del sur, aromas de tardes de verano, de tibias noches de verano, de noches de estrellas, de calor y piel, de manos que acarician entre el olor a humedad y a higueras, a agua y sombra, a espliego… Imágenes que se desvanecen. Sangre. Asfalto negro tintado de rojo. El negro pelo esparcido. Ojos negros sin vida. Velados. Los cuervos graznando en la lejanía. El viento que sacude las ramas del nogal. Fuegos fatuos en la noche. Lágrimas de sangre que escurren por la suave piel, sin tregua, en el sonido de un réquiem que amenaza. Triste guadaña de un Dios inclemente. Noche. Muerte. Nada.
Le mira mientras sueña. Observa como se le mueve el cuerpo en espasmos y sacudidas. Las pupilas de los ojos, tras los párpados, moviéndose con rapidez, como con prisa. Escucha las palabras entrecortadas intentando aprehender el significado, dentro de un mundo al que no tiene acceso pero que se le abre, lleno de imágenes, de símbolos entrecortados. Se ve incapaz aunque parece terriblemente bello y trágico. Los sueños, se dice, son excesivamente personales.
Apagó la vela y se tumbó junto a él. Sacó una raída manta de la maleta y se la echó por encima. El vino le ayudaría esa noche a pasarla mejor. El frío era su hermano. Hermano frío. Le helaba el pensamiento dejándole la sonrisa puesta. Algún día, se dijo, debería limpiar de esqueletos su armario. Aunque, una vez vacío ¿qué haría? Se había acostumbrado a ellos. Eran su justificación, su guía, su coraza, su compañía. Él parecía, también, llevarlos en su propio armario. Hermano frío. Ambos eran almas en pena que se cruzan en el camino de una vida no escogida, o sí. Nunca lo había sabido con certeza, al menos en lo que a ella hacía, aunque siempre se decía que sí, y en las elecciones siempre utilizaba la balanza, y casi siempre sopesaba. Razón frente a razón. Deseo frente a deseo. Lo que se debe, lo que se espera, lo que esperan, lo que quería, lo que importaba, lo que deseaba, lo que necesitaba… Razón frente a sentimientos. Arduo trabajo. Dejarse llevar o dejarse ir. Dejarse llevar o hacer lo que parece correcto. Sentir, vivir, hacer. Elecciones.
Seguiría su camino. Él era demasiado intenso. Excesivo el reto de entrar en un mundo que parecía profundo, intenso y eterno. Se sentía incapaz. Se sabía incapaz. Sólo unas horas y le habían hecho ver lo que había en su alma, o lo que intuía que había. Tal vez con menos años. Tal vez en otra vida. Ahora no podía. Sabía, pero no quería, y no quería porque no podía. A pesar del atractivo que se escondía dentro, de lo que prometía. Pero no se sentía con fuerzas. Y probablemente él no la aceptaría, pensaba, porque no es de este mundo, no es para este mundo. Antes del alba, antes de que despertase él, se iría. Y lo sintió como un aguijón clavado en el corazón mientras le miraba el sueño callado, porque era el único diferente con que se había cruzado hasta ese momento de su vida, que había encontrado en la vida y que, probablemente, encontraría.
Apenas una línea de luz en el horizonte y comenzó el camino, arrastrando el vestido sobre el asfalto. Llevaba la maleta en brazos, para no hacer ruido. Le miró un rato, agachada, para despedirse, para aprenderse los rasgos de aquel hombre que allí yacía, a su merced, con la confianza de la inocencia, y que apenas la conocía. Y sin embargo…
Se alejó despacio. Él giró la cabeza tras unos segundos y siguió la silueta de la menina alejarse por el asfalto, hacia el lugar de donde él venía. La dejó marchar. Le deseó lo mejor, en su interior, aunque sabía que el lugar hacia donde se dirigía no era el lugar que ella buscaba, que deseaba encontrar.

8/8/09

El color de las mariposas. I

Era como si pisase sobre cristales rotos, entrando en la carne, hundiéndose hacia dentro sin provocar sangre, sólo dolor, un dolor intenso.

Miró hacia atrás con desgana, como lo había hecho una y otra vez. El cansancio se le había acumulado en la vista de tanto volver la cabeza y escudriñar el horizonte para sólo encontrar grises apagados. Mirada de siglos concentrada en un par de años. Y no vio nada. Vacío. Triste y lúgubre vacío de nada. Giró la cabeza y siguió andando. La mirada puesta en un asfalto frío, recto, infinitamente recto.

Una mujer avanzaba en dirección contraria. El pelo partido por el centro en dos partes simétricas que dibujaban un cuarto de círculo a ambos lados, terminando en una línea recta a la altura de los hombros, sobre una gola que cubría el cuello; o los restos de ella, deshilachada, con jirones que colgaban como una flor marchita y ajada por el tiempo. Jirones que se unían al vestido, con una especie de corpiño ajustado en el pecho que subía y bajaba fruto de la presión de aquel, como queriendo escapar, y del esfuerzo y del cansancio acumulado; la parte inferior cubierta por una falda con las mismas hechuras que el peinado, con la misma forma, arrastrada por un asfalto que le había destrozado los bajos en mil pedazos, pedazos que iban quedando en el camino como regueros abandonados, como señales de un camino dejado por si se decidía a volver poder encontrarlo, por si tuviese que volver o por si alguien se decidía a seguirla que pudiese encontrar la huella en el asfalto. La cara tenía una tonalidad marrón oscuro, llena de hileras en un tono más suave; la piel cuarteada por el viento, la lluvia, el frío y las escasas horas de sueño. La cara del cansancio físico unido al hastío vital.

Disminuyó el paso conforme se iba acercando a él. No por temor sino por desconfianza. Él también lo hizo. Cuando llegó a su altura se paró. Le miró fijamente a los ojos buscando no sabía muy bien qué. La mirada que le devolvió el gris de sus ojos era fría, fría y lenta.

Llevaba una bolsa, en la mano izquierda, de un color impreciso tendente al gris, con restos de letras de alguna marca en mayúsculas. En la otra una maleta de material sintético, negra, que arrastraba con un ligero balanceo por una rueda rota. La cremallera, rota también, dejaba asomar un paraguas con el mango parecido a una figura de pájaro sin cabeza, de algo parecido al marfil.

¿Qué hay allí de donde vienes?

Nada

¿Absolutamente nada?

Nada.

Te entiendo. De donde yo vengo tampoco lo hay. ¿Tienes comida?

Se giró hacia ella y después miró la bolsa que llevaba en la mano. Ella se dio cuenta del gesto y miró también la bolsa. Se arrepintió al instante de haberlo hecho, pues le descubría la comida. Ella también, ya que le había encontrado un punto débil, y cuando estos quedaban al descubierto los hombres se volvían más irracionales y suspicaces, más previsibles pero más peligrosos.

Dejó la bolsa sobre el asfalto y se quitó la mochila azul y negra que llevaba a la espalda, dejándola a un lado pero sujetándola con una mano por el asa de la parte superior. Suspiró profundamente. Apenas una sonrisa le cruzó el rostro. Siempre la mujer le descubría sus fallos, sus resquicios, sus ideas. Siempre.

Llevo lo justo para un par de días. Te puedo dar algo.

No hace falta. No tengo hambre, era por conversar.

Un momento de silencio en el silencio que todo lo cubría hizo que los dos se miraran dentro, buscando al otro dentro del otro.

¿Qué haces?

¿Qué?

¿Que qué haces?

Nada.

Todos hacemos algo, siempre.

Yo no. Sólo camino. Hizo una pausa. Antes miraba, continuó diciendo, ahora ya no.

¿Y a dónde vas?

A ningún lado.

No eres muy hablador.

No tengo mucho que decir. Y apenas te conozco.

La observó detenidamente. La noche comenzaba a caer plomiza bajo la masa informe de nubes grises, envolviendo el ambiente con un manto oscuro que anunciaba frío y soledad. Una lluvia suave y tenue comenzó a caer sobre ellos. Hilos de color marrón resbalaban por la cara de ella arrastrando el polvo que se había posado sobre su pelo, creando minúsculos ríos en su rostro que le daban un aspecto tragicómico.

Miró a su derecha. A unos doscientos metros había una encina grande, solitaria, en la inmensidad de la llanura ocre y seca que se extendía en todas direcciones sin solución de continuidad.

Vamos allí, nos guarecerá un poco de la lluvia y podremos pasar la noche. Comeremos algo. Tú no llevas nada, ¿verdad?

Movió lentamente la cabeza. Anduvieron un rato en dirección a la encina.

Llevo vino. Un par de tetrabriks. Nos calentará el cuerpo.

Una sonrisa asomó en los labios de ella.

Se sentaron bajo la inmensa copa de la encina. Sacó un plástico azul y lo extendió en la tierra. Metió la mano en la bolsa y sacó una barra de pan duro; la metió de nuevo y cogió un paquete, hecho con papel de aluminio, en el que había un trozo de queso emmental. Del bolsillo sacó un cuchillo de monte. Cortó un pedazo y se lo tendió. Cortó otro trozo y comenzó a masticar lentamente. La miró. Estaba devorando el queso. Pensó en el tiempo que llevaría sin comer. Cogió un envase de vino, lo abrió y se lo tendió. Bebió sin parar hasta que un hilo color sangre comenzó a caerle por la comisura de los labios. Apartó el recipiente y se limpió la boca con el dorso de la mano. Hizo un sonido de satisfacción y se lo dio a él. Bebió degustando, como si fuese un reserva de una reputada denominación de origen.

¿Y tú qué haces?

Soy actriz.

¿En el triste teatro de la realidad?

En el teatro de los sueños. Para soñar nunca hay malos momentos.

¿Qué obtienes con ello?

Una sonrisa, un momento de gloria, un momento de paz, un momento de mí, y algo de comida, algo de…

El vino desapareció cuando él le pasó el brik. Alzó la cabeza y puso el envase boca abajo. Sacó la lengua y, acercándola a la ranura dejó, mientras movía el cartón, que las últimas gotas de bebida cayeran sobre ella.

La miraba asombrado.

Está bueno, le dijo con cara de satisfacción.

Me queda otro, no te preocupes. Nos lo beberemos y esta noche dormiremos algo mejor.

Te quedarás sin vino.

No importa. Vino se puede conseguir antes o después. La satisfacción de compartirlo no.

De donde yo vengo hay pocos que den algo a cambio de nada.

De donde tú vienes y en cualquier parte.

El silencio se impuso a las últimas palabras. Las miradas se fueron hacia dentro.

¿La gente aprecia lo que haces?

Algunos.

El mundo en donde yo vivía está poblado de vampiros que no saben mirar. Ciegos en un mundo de ciegos que sólo miran por el interés, sobrevolando en busca de presas a quien sacar toda la sangre. Lanzan sus hirientes chillidos. Unos chillidos que se te clavan lastimando el alma. No miran. Te observan. Te absorben. Te secan. Te beben. Y cuando no te queda nada tiran tus despojos, tu piel flácida y se lanzan a por otra presa.

¿Quieres que actúe para ti?

¿Qué interpretarás?

Las Meninas.

Debí haberlo supuesto.

Sonrió.

Demasiado obvio, ¿verdad? Sin embargo pocos conocen el trasunto. Quizá el atavío les lleve a algunos a pensar, pero más allá de eso no ven nada, no conocen nada. Y esos por la vulgarización del personaje. Hizo un silencio. ¿Tú lo conoces?

Sí, profundamente.

Buceó dentro, en el rincón donde guardaba los colores. De todas las interpretaciones sobre Las Meninas la que más le había atraído siempre, la que más le gustaba, la que le llevaba a disfrutarlo más que la técnica o la genialidad del cuadro de cuadros, como la nobleza de la pintura o la mitológica, era la astrológica, una teoría que le pareció, siempre, encantadora; la conjunción de las cabezas de los presentes, con una exactitud sorprendente con la Corona Borealis, y con la infanta Margarita presidiendo el centro, cuyo lugar ocupa en la constelación el astro más brillante: “Perla” en el idioma vulgar, Margarita Coronae en latín; pero además, recordó, si se cierra el círculo comprendido por las cabezas de los cuatro protagonistas, incluyendo los dos cuadros del fondo, y se proyectan dos líneas que tocasen al resto de los actores, una por arriba y otra por debajo, aparece el símbolo de Capricornio…

5/8/09

Al otro lado del mundo


Me tomo un café. El jet lag aún hace efecto. Es terrible. Sólo los pantalones. Descalzo. Música para empezar. ¿Cuál? Necesito despertar. El pitido en los oídos es ensordecedor. ¿Por qué dejaría de fumar? Un cigarrillo ahora vendría bien. Siento como las gotas de agua escurren, del pelo, por la espalda. Es agradable con esta humedad que te envuelve y agota. Magnificient. U2. Comienzo ahora o no lo haré nunca.

Cuenta la leyenda que… Parece un cuento para niños pero está bien. Cuenta la leyenda que Inti, el dios sol, tenía una hija delicada y preciosa, Huandoy. Quería casarla con un dios, como ellos, pero se enamoró de un príncipe mortal, Huascarán, del valle de Huyalas. El dios Inti no podía permitir aquello. Habló con ella pero se siguieron viendo a escondidas. Tal era la pasión que ambos sentían. Cuando Inti los descubrió de nuevo, maldijo a la pareja y los condenó a vivir eternamente separados. Convirtió a Huandoy en una montaña a la que separó de Huascarán, convertido en otra, algo más alta, por un profundo valle. Para calmar su pasión, Inti, colocó nieve perpetua en sus cumbres.

De las lágrimas de los amantes, en medio de ambas montañas, se formó el Lago Llanganuco.

Algo de verdad debe de haber, porque el paisaje es de una belleza que asusta. Algo así sólo puede salir de una pasión sin límites.

Lima es caótica. Me cuentan que durante mucho tiempo hubo una estatua de Francisco Pizarro que resultó ser de Cortés. El tráfico es para volverse locos. Hay personas por todos lados. Vendedores que te venden todo, pañuelos, perchas, rolex… Niños por todas partes, pidiendo, ofreciendo. Miradas perdidas. Humo. Mucho humo. Contaminación, y una neblina que cubre casi siempre todo. Caos. En la plaza de Armas unos vendedores ambulantes improvisan un concierto. Es agradable. Tocan sus quenas, quenachos, rondadores… Permite soñar. Un pisco en un bar, para mirar, para soñar, para esperar.

Los autobuses en Perú son eternos. Atestados de gente. Eternos.

Desde Huaraz hasta Musho dos horas por un camino de cabras en un autobús o algo así. Allí dormir, o intentarlo. Las mulas y el cocinero están allí. Los peruanos son pequeños, cetrinos. Apenas hablan. Sólo miran, y de refilón. De vez en cuando sonríen, pero con un aire como de conmiseración y cierto “desprecio”, como si lo que hacen fuera por una necesidad y que fuera de ella no lo harían. Nos ven como nuevos ricos, como niños caprichosos con dinero que hacemos eso para alardear. Tal vez sea sólo una impresión. La comida que preparan es infame, salvo las tortillas, pero energética. Caldo caliente con pasta, aguado.

Comenzamos la ascensión al día siguiente. Unas cuatro horas hasta los 4200. Es pesado con la mochila. No me he aclimatado bien a la altura y la cabeza va a explotar. La única solución son las pastillas. He vomitado. Espero que se corte y no se transforme en seroche. Parece que no pero la altura es terrible. No termino de acostumbrarme. Los demás no están mejor. Me duele un dedo del pie. Espero que no esté roto. El camino es, en cualquier forma, fácil y bien señalizado. Tierra y roca. El paisaje es sublime en su desolación. Vacío. Extenso, vacío e infinito. Hasta donde la vista alcanza todo son cumbres, dientes y dientes que se pierden sin solución de continuidad. El Huascarán enfrente. La mano de Dios. Nieve y roca. Afilados cuchillos cortando el azul del cielo. Inmensidad. Poder. Atrae como atrae la muerte a un suicida. Te posee como un mantra del deseo. Es una atracción abisal, que te lleva a querer poseer, a ir, que te pide tus límites, que los superes. Te pide conocimiento, carácter, altura, sacrificio, amor. El premio es la belleza, el placer.

El sol se agradece. El frío es intenso de noche. Excesivamente intenso. Apenas deja dormir. Las manos y los pies duelen. Noche sobre los 5200, por encima del refugio Don Bosco. El glaciar comienza enseguida. Unas nueve horas de marcha hasta la Canaleta. Hacemos noche. Hay un grupo de húngaros. Una pareja, rubios ambos, con rastas. Su pasión es la espeleo. Hablamos de España. Estuvieron allí hace dos años. En el valle del Asón. Hablamos de las cuevas. También unas holandesas. Están locas. Agradablemente locas cuando esperamos en el campamento, pero poco lúcidas cuando es la hora de subir. Han arriesgado con una tormenta que amenazaba formarse. Bajaron a las tres horas hechas un cristo. No atienden a razones pero son divertidas. Hay peligro de bloques y grietas. Los pasos de hielo dan miedo. Nos quedamos un día por el tiempo. El descanso viene muy bien.

Desde ahí a la cumbre. La dificultad de cada paso aumenta con la altura. Vamos juntos. Hay que parar para respirar, para que entre aire. La altura castiga. El oxígeno falta. Doscientos metros son una eternidad. Me molesta el casco. Las gafas también. Me duele el dedo del pie. Me lo uní a los de al lado para evitar que se doble, pero aún así y la rigidez de la bota, duele. Cada paso es criminal. No creo que esté roto, pero duele. Paramos mucho. Dejo el peso del cuerpo sobre mis manos, en los bastones. Es duro. Es mortal. Se oye el sonido de la nieve dura al pisarla. Es un sonido seco. También la respiración, dentro de ti. No hay más sonidos. El silencio. El sol arriba, entre las cumbres. Algún hilo de nubes que se mueven rápidas. Notas el hálito de la vida como te entra por todos los poros de la piel, como fluye por las venas, por cada uno de los nervios de tu ser. Los ojos, tras las gafas, lo ven todo, lo miran todo, lo abarcan todo. Cada uno de los colores, de los detalles, cada paso que se da. Todo es enorme, intenso, hermoso, grandioso. Todo es, simplemente es. La vida, la totalidad. Fuera no hay nada. Ahí eres tú mismo, ante la inmensidad. Puedes entrar en ti, si quieres, y buscarte, ver tus límites, superarlos, conocerte. Puedes encontrar el camino. Arriba está el final, y el principio.Todo. Desde 6768 metros las vistas son impresionantes. Trescientos sesenta grados de visión absoluta. Todo lo puedes abarcar. Toda la cordillera, la Blanca y la Negra. Azul y blanco. Montaña y cielo. Inmensidad. No hay límites. No hay nada igual. Es excesivo. Impresiona como nada.

Dos días de bajada. Unas cervezas. Total.