27/6/08

Muñeca


El tiempo, para ella, era una muñeca vestida de Dolce y Gabbana. Como una ausencia de sentido absoluto, donde sólo lo superficial cabía. Vestía la vida mientras la andaba en busca de algo que la sacase de esa agonía en que se había convertido tras ver que el mundo no paraba cada vez que ella lo necesitaba, y que, de repente, el sol seguía su curso a pesar de que ella se había anclado en la creencia o el deseo de que la luna ocupase la bóveda celeste con su palidez absoluta. Blanco inmaculado de Vittorio y Luchino. Blanco de bodas. Blanco satén. Blanco marchito. Todo negado desde que descubrió que la vida no era predecible. Todo acabado desde que aprendió que las personas, para ella, ya no eran un bálsamo sino un lastre que arrastra. Y ese deambular sin sentido le llevó al sentido mismo y notó el frío de la desesperanza, la aguja del dolor, la muerte tan cercana, el aliento de la soledad. Y vio. Miró la muñeca con cierto desdén y no pudo sino musitar un breve responso y declinar cualquier invitación que la vida pudiese hacerle y abandonar. Negro de Armani, como no podía ser de otra forma, para marchar. Negro azabache. Negro brillante. El adiós a una vida pintada de falsos colores pastel. Supo, por primera y última vez, que el final es el principio cuando no hay final. Supo, que es mejor marchar que deambular, cuando no hay razones para estar. Supo, que quedarse era morir y que, para eso, lo mejor era partir. Negro azabache. Brillante. Eterno. La luz, supo también, puede ser así.

Miradas


Ojos que me miran y me hielan, que me miran y me queman, que me miran y me aman. Me dejan y me toman. Adormecen mi alma. La mecen. La trasladan. Ojos. Miradas. Cruce. Dos, cuatro, seis. Ojos tristes. Ojos risueños. Ojos profundos. Verde amarillentos. Azul verdosos. Marrón oscuro. Grandes. Almendrados. Largos. Hondos. Ojos que saben mirar. Ojos que esperan. Ojos que dan.

Ojos de añoranza. Ojos silenciosos. La oscuridad abierta, rota, descompuesta. Ojos que inspiran. Que te arropan. Ojos que abrazan. Que te acogen. Ojos incitadores. Invitadores. Ojos vivos. La vida a través de los ojos. La vida a través de la mirada. Saber mirar. Saber vivir. Ojos. Miradas.

Ojos. Carácter. Vida. Muerte. Ojos. La luz. La mirada. Colores. Formas. Movimientos. El infinito. Ellos, tú, yo. Nadie. Todos. Nada. Todo. Mirar. Ver. Vivir. En sus ojos. En tus ojos. Con mis ojos.

Solo quiero verlos. Mirarlos. Ver. Mirar. Vivir.

14/6/08

La suave cadencia de la vida.

A veces un color, un único y tímido color, puede inundar el alma. A veces ni tan siquiera toda la paleta del arco iris puede sacarte una sonrisa de ella. A veces nos ofuscamos porque una nube parte el sol y oculta un trozo de él. A veces esa misma nube nos muestra la belleza que esconde tras ella. Todo es cuestión de saber mirar, de saber ver. Todo es tan simple como querer ver. Pasamos al lado de una flor y la ignoramos. En cambio le exigimos a la vida un jardín completo. Tenemos al lado personas y nos miramos dentro. Se nos ofrecen y queremos espacios libres porque nos da miedo. Cuando nos faltan salimos a la calle para rodearnos de multitud y entonces gritamos llamándoles. Así nos conformamos. Tenemos y despreciamos. Nos dan y lo ignoramos. Pedimos. Sólo nos vemos a nosotros mismos, y cuando no obtenemos negamos. Vemos caer los pétalos de una rosa y pensamos que ha muerto. Nos desilusionamos. Partimos. Nos quedamos con el detalle. No pensamos que esos pétalos siguen siendo bellos y nos muestran que la vida es un eterno fluir. Y por eso, al irnos, no vemos como nace una nueva flor. Somos incapaces de mirar esos detalles llenos de belleza y armonía que la vida nos da a cada paso: las flores pequeñas, las margaritas… Somos incapaces de apreciar lo hermoso que es ver la vida poco a poco, con sus sinuosidades. Queremos la voluptuosidad constante sin entender que es en los pequeños detalles donde está la belleza. Pero hay que saber mirar. Somos tan necios que no entendemos como la Naturaleza inunda de música sus cuadros más bellos y que estos son los más pequeños, los aparentemente menos atractivos. El árbol, siempre, nos impide ver el bosque. Y es que somos así de necios. Preferimos mirarnos dentro y no mirar fuera y en los demás. Somos así de intranscendentes. ¡Qué le vamos a hacer! Somos tan simples que no queremos ver. Nos conformamos con la nada vestida de apariencia alegando que no somos capaces de tener, de dar, de mirar, de contemplar. Es fácil echarle la culpa a los demás o a lo demás. Queremos todo en exclusiva y no nos damos cuenta de lo que tenemos y lo que se nos da. Pero la rueda es sabia. El tiempo muestra. Lo malo es que a veces no hay vuelta atrás. Y entonces sólo nos queda el recuerdo de esa margarita que dejaba caer sus pétalos y el bello sonido del aire a su alrededor. Sólo nos queda llorar. Pero somos tan necios que incluso en esos momentos diremos: "no importa, habrá más". El problema es que perdimos, probablemente mucho, sino todo, y que seguimos sin saber mirar.

3/6/08

Cuaderno de viajes. Marrakech II. La ciudad de día. Djama El Fna. El nexo


Homenaje a Paul Bowles.
Marrakech. La ciudad de las tres ciudades. Tres ciudades en una. Tres ciudades que se transforman en dos al caer la noche. Así es Marrakech. La antigua, la moderna, y la plaza de Djama El Fna. Una ciudad en sí misma, que se transforma en moderna para el turista, cuando sale el sol, pero que al caer la noche vuelve a su origen y queda, solo, la ciudad antigua. Djama El Fna.
Marrakech es así porque sus gentes lo hacen. Djama El Fna es la plaza para vender, durante el día; para vivir, durante la noche. Modernidad. Vetustez. El centro de la vida. El centro de la ciudad. El centro de todo. Todo en ella misma. Origen y final. Alfa y Omega. De donde se viene y adonde se va. Por donde todo fluye. Poblada de tenderetes y tiendas abarrotados de productos y de personas. Pero sobre todo de personas. Distintas. De miradas distintas. De vestidos distintos. De olores distintos. Productos distintos, aunque eso es lo de menos. Se vende todo. Se venden todos. Miras y eres mirado. Te miran para vender, para venderte, para comprar tu dinero y, si es posible, tu alma, por el dinero. Venden lo que tienen y lo que saben. Lo que son. Le venden al que busca su producto y al que busca otra cosa, incluso sin saber muy bien que es, de uno u otro lado. Se viaja allí para buscar algo, o a alguien o a uno mismo. Como el estadounidense de ascendencia mejicana, adinerado, que busca el sexo de un muchacho que apenas dejó de ser púber escasos años atrás. De ahí quizás… Como enfermos en busca de remedios ancestrales. Se viaja allí con la esperanza de que en los orígenes esté la solución a la desesperanza, a la monotonía, a las vidas grises. Pero Marrakech sólo cura si se sabe mirar en uno mismo, dentro de sí.
La ciudad antigua gira en torno a la plaza de Djama El Fna. Ésta es su corazón. Su alma. Como un apéndice unido a la plaza y separada. Conforme te alejas de ella, lo haces también de todo lo parecido y entras en lo desconocido, en lo no presenciado, en lo no mostrado. Se ve entonces la cara real. La verdad. Marrakech. Rodeada por la muralla. Ocre. Como protegiendo. Ocultando. De un ocre de barro. Antiguo. Desierto. El abismo entre tú y él. Entre nosotros y ellos. Entre Oriente y Occidente. Europa y África. La muralla es la frontera vista desde la ventanilla de un taxi ruidoso y destartalado que te han buscado sin pedirlo y sin quererlo. El ruido está dentro y fuera. La música te invade con la cadencia típica. El olor lo envuelve todo sin dejarte la capacidad de sustraerte a él. Ruidos y olores. Colores. El marrón es inmenso como contrapunto al azul del cielo. También inmenso. Inmenso e intenso.
Tras la muralla, el mundo. Otro mundo. Y sus miradas. Miradas que te traspasan. Que se hunden en ti como garfios. Desconfianza. Miradas que mezclan el temor y el desafío. Desconfianza. Quizás… Las personas van y vienen sin parar. Algunas. Las más. Otras están sentadas. Las menos. De una forma individual. En los escalones. A las puertas de los negocios. En sillas plegables que se llevan de un lado a otro. Viejos sobre todo. Hombres sobre todo. Y un olor nauseabundo lo invade todo. Te destroza el cerebro tras atravesar la nariz. Olor inmundo y suciedad absoluta. Ríos de líquidos fétidos llenan las calles mezclándose con las boñigas de los burros, aplastadas. Es insoportable. Se pega a la piel y te acompaña. Y las miradas. Avanzas hacia dentro. Hacia su centro y te sientes distinto. Te hacen distinto cuando te miran. Te observan. Se adentran en ti por la mirada. A través de los ojos. Con los ojos. Te preguntan: ¿Qué? ¿Qué haces? ¿Qué quieres? ¿Qué buscas? ¿Quién te crees? Y a la mujer de otra forma. Igual y peor. Deseo. Sonrisas de deseo. La desnudan. La acosan con la mirada. Te rodean para clavar la mirada en ella. Sin pudor alguno. Sin miramiento alguno. Para desnudarla. Miradas obscenas que no se detienen ante el hombre. Ante nada. Nada importa. Sólo eres extranjero y esta es su tierra. Eres incapaz de comprender nada.
Las casas deshechas. Los lugares de trabajo, lóbregos, medievales. Y el hedor que todo lo invade. Tiendas y tiendas hacinadas y ningún comprador. El vendedor a la puerta, sentado o acuclillado. La mirada perdida. Con esa espera en la mirada. Hasta que te ve y entonces te mira de esa otra forma. A veces una tienda grande, escondida, casi oculta. Te entran. No quieres pero te entran. Te miran. Te venden. Sonrisas falsas. Te siguen sin dejarte, en una suerte de procesión. Temes si no compras. La mirada te infunde temor. Movimientos lentos. Susurros. Parecen no estar. Están. Siempre están. Los notas. Los sientes. Y al final el miedo. Y el miedo te hace comprar. Es todo belleza. Exquisitez. Objetos preciosos. Mil y uno. Y al final compras. Pero por miedo. Y quieres salir. Regateas. Crees que ganas y es probable. Ellos también. Pero se compra por miedo. Parecen hacerte un favor al venderte al precio que has impuesto. Miradas de desprecio. Por tu regateo. Y la mirada del vendedor se transforma. Miedo. Desprecio. Y de nuevo en la calle donde respiras. Y el olor de nuevo. La libertad tras el miedo. Ya tienes un objeto. Ellos reconocen la mirada del nuevo. Del turista virgen. Días después saben que no eres el mismo y te miran distinto. Saben. Siglos de mirar. De comprar y vender. Siglos de aprendizaje. Siglos eternos. Tu presencia corre como la pólvora. De boca en boca. Se sabe que estás. Qué quieres. Quién eres. Y tú no sabes qué. Al final sí. La experiencia. El conocimiento. O simplemente una babucha, una tetera a buen precio y poder contar en casa que estuve en África, en el Islam, dentro. La calle te envuelve otra vez de ruido, de olor y de color. Otras miradas. Las de antes. No puedes dejar de mirar. Tan distinto. Tan distante. Hay distancia de siglos. En todo. Todo es antiguo. Todo es diferente. Nadie es alguien. África. Islam. Otro mundo. Un brazo de agua de apenas quince kilómetros y hay otro mundo. La diferencia más absoluta. Y es que no sabes. Desconocimiento. Miras a todas partes queriendo saber, queriendo ver, queriendo conocer, y encuentras que no puedes. Te haces una idea que sólo te sirve para deambular. Necesitas tiempo. Mucho tiempo. Y despojarte de todo. Entrar desnudo. Entrar lento. Y el río de personas crece sin parar como una marea que sube conforme avanzas hacia la frontera, hacia el centro. Hacia Djama El Fna. Y las tiendas se transforman para el turista y los productos se hacen neutros a pesar de los colores y los sabores. Y las personas se hacen neutras y adoptan el papel. Sonríen. Te mienten al mirar, al sonreír, al hablar. Ya es sólo vender lo que buscan. Productos para extranjeros. Y ya no buscas ver, oler, saborear, tocar, conocer. Ellos lo saben. Babuchas, platos, cuencos, joyas. Ahora es todo eso. Sólo eso. Da igual tuareg que bereber. Árabe o cualquier otro. Todo es igual. Te asaltan nada más verte. Creen que no pero se venden. Igual que tú. Todo es una venta. Mercado medieval. Mercado oriental. Mercado occidental. Mercado. Te ofrecen tatuajes protectores en las manos y en las piernas. Los encantadores de serpientes te ofrecen su imagen. Una moneda. Después. Ahora. Prometes. Te dejan. Después te recuerdan. Te ven y exigen. Negativas. Te dicen de todo. Al principio promesas de hijos. Ahora maldiciones. Entra aquí. Sólo mirar. Más barato. Babush. Más barato. Sólo mirar, no comprar. Sonrisas melifluas. Vacías. Te parece degradante. Agobiante. Desasosegante. Y el calor. Y el olor. Cansancio sin límites. Necesidad de respirar. Y la mujer es mirada. Desnudada. Asediada. Quince mil camellos. Es muy bonita. Mujer muy bonita. Es insoportable. Quieres conocer. Quieres ver, saborear. Pero todo te lleva casi al hastío.
Comer y respirar. Desde arriba. Fuera de ellos. Fuera de todo. Ver con otra perspectiva. Movimiento. Personas distintas. Los distintos vendedores y siempre los mismos. Iguales procesos. Te relajas. Te serenas. Un té. Quieres comprender. Sonríes y justificas. Intentas comprender.
Y vuelves. Y todo comienza. Nada cambia. Todo sigue igual. El calor te mata. Y presencias lo increíble cuando estás a la sombra de un soportal. El único soportal en toda la plaza. Mientras observas. Gritos. Una multitud que se acerca. Más gente. Observas incrédulo el proceso. Una prostituta es abucheada, insultada y ridiculizada. Perece un linchamiento. El pueblo contra una puta. El mismo pueblo, sus hombres, que no paran de mirar, de desnudar a la mujer que se cruzan. Los hombres que babean ante ella, que miran obscenamente. Ese hombre. Esos hombres ahora cercan a la prostituta. El gentío aterra. Dos policías la llevan. ¿La protegen? Ella llora. El rimel le pinta la cara. Viste a la europea. Tiene miedo. Pánico. El miedo se refleja en sus ojos. Otra mirada. La meten en un coche de policía. Todos lo rodean. Miradas terribles. Otra mirada. Si pudieran… El espectáculo te deja atónito. No comprendes nada. Es imposible. Aturdimiento. Incapaz ante lo inconcebible. ¿De dónde sale eso? ¿Por qué tanta hipocresía? Niños azuzados. Niños que azuzan. Mujeres que increpan e insultan. Hombres que insultan. Hombres que hieren con la mirada. Otra mirada. Hombres que hieren con la palabra. Risas de burla. Risas imposibles. Risas increíbles. Terror y dolor. Miedo y desesperación. Incomprensión. Todo se deshace cuando el coche policial desaparece. Y no crees nada. La vuelta al pasado. ¿Así éramos también nosotros? ¿Así somos? Desprecian lo que desean. Desean lo que desprecian y quieren tener. Deseo. Miradas de deseo. Miradas de odio. Miradas.
Y sales fuera porque te niegas. Los arrabales. Otra vez la muralla. La frontera entre las ciudades. La frontera entre los mundos. Los colores. Pobreza extrema. Se vende todo. Cualquier cosa. Una moto vende naranjas en un par de alforjas. Un carro vende chatarra. Un carromato vende comida bajo una sombrilla de Camy. El muecín llama a la oración y algunos oran. Todo se para. Para algunos. Sólo para algunos. El resto sigue. Vende. Anda. Vive. Bajo un toldo comen y juegan. El sol quema y te mete ahí. Té verde. Menta. Cardamomo. Calor. Y los olores que los llevas y te queman. No puedes dejar de mirar las miradas y sus alrededores. Quieres irte viendo. Salir de ahí y descansar el cuerpo, la mente y el alma. Pero las miradas fijan tu mirada. Sus formas. Sus actos. Sus miradas. Su mirada. La mirada.
Y la noche se acerca. Y el sol ya no quema. Necesidad de otra cosa. Respirar. Descansar. Te vas. Embotado. Pero sabes que quieres volver para ver, y conocer. Para saber. Marrakech. La ciudad eterna. La ciudad africana. La ciudad musulmana. La tierra de Dios. Marrakech es el desierto. Marrakech es la ciudad antigua. Marrakech es la ciudad. Una y mil. Puedes encontrarte si sabes buscar. Puedes encontrar si sabes mirar.
En Marrakech hay tres ciudades. Pero sólo hay una. Tan solo es cuestión de estar. De saber estar. De ir desnudo. Y la noche llega a Djama El Fna. Y empieza el rito. La noche eterna.
Bajo el cielo protector.

2/6/08

Deja que el viento. Como el viento.

Si quieres, ahora, moriré en ti; pero si quieres, espera, y deja que haga de esta noche la noche, vertida de estrellas que rodearán tu rostro y recrearán la luna y serenarán tu alma. Si quieres, aguarda, y haremos de esta noche la noche brillante, la noche de tantas promesas suplicadas en paciente espera y nunca entregadas. Déjame estallar en mil colores. Déjame entregarte el alma. Deja que muera. Permítele a la noche hacer que sea la última. Derramarse negra. Azabache. Llevarme dentro. De ti. Alejarme fuera. Morir lento. Con la suave cadencia que la brillantez de esta noche permita. Abrazaremos la vida. Nos pasearemos en ella. Beberemos el cáliz del pecado sagrado. Leeremos el Evangelio de lo sublime. Viviremos en la brillantez de esta noche creada para sentirla, como ninguna. Quizás sólo una. Quizás la última. Pero permite que me meza en ella. Déjame arder en los fuegos. Entrar por las rendijas del viento y sentir como solo él puede hacerlo. Lamiendo. Dejando que mil colores me pinten y me despojen del negro. Dejando que la luz me abrace. Déjame hacer de esta noche una noche brillante. Creyendo. Creyendo en mis palabras. Dejando fuera el miedo. Acabaremos con los mentirosos y, por una vez, por una inmisericorde vez, si crees en mí me iré lento. Cree y serás salva. Cree y te ensalzaré más allá de cualquier Dios. Ven y dame tu noche y te juro por los más adentros que haremos de esta noche una noche brillante. Nos verteremos y explotaremos en millones de burbujas de oro y diamante. Déjame hacer de esta noche la noche. Ya no hay espera. Y mañana sólo la vida. Si quieres, ahora, moriré en ti; pero si quieres, espera, y moriré, en ti, lento, pero viviendo. Muy lento. Así lo quiero.