30/8/10

¡No hay mosquitos en Cuba! Final

Nada. El silencio es atroz. Un silencio que todo lo llena, que todo lo cubre, como la mortaja de un difunto. Nada. Hace dos días me desperté como echando en falta algo. Cuando miré hacia la cama de al lado, su ocupante no estaba. Evidentemente no se había marchado por su propio pie. No creo que pudiese, ni en sus mejores sueños, andar en busca de sus mosquitos, si es que alguna vez los había buscado. Se lo habían llevado, no hay duda, ¿pero a dónde? No sé por qué estaba aquí ni por qué gritaba. No sé por qué estoy aquí, o sí, pero no por qué me encuentro postrado tantos días sin poder apenas moverme, cuando ingresé por una simple operación epitelial de mi órgano sexual. No sé por qué nadie habla. No sé por qué hace dos días que no veo a nadie. No sé nada. He gritado, pero creo que nadie me oye. Y grito, lo sé, pero nadie me oye. Quizá sólo sea producto de mi imaginación. Sé que grito, pero creo que no sale sonido alguno de mi garganta. Ya no sé si es una pesadilla o una burla de mi mente. He llegado a preguntarme, tal es ya la idiotez a la que puedo llegar, si no será uno de esos reality shows. Se puede ser más estúpido, me respondo inmediatamente. Pero qué quieres, en este estado, en este mundo blanco de silencio en el que me encuentro. Hasta echo de menos los gritos paroxísticos sobre los mosquitos. Hasta tal punto que es difícil de imaginar. Añoro aquellos días de despertares sobresaltados, de sustos de muerte. Añoro el sonido de las palabras, el saber que a mi lado, en otro lecho, había una presencia, que solía hacer acto de presencia en contadas ocasiones y para llevarme a la locura, bien es cierto, pero un presencia al fin y al cabo, alguien. Bendita locura, me digo. Silencio. Aterrador silencio.
Esta mañana, al despertarme, seguía el silencio. No hay mosquitos en Cuba, he susurrado.
Al lado de mi cama, sobre la mesilla donde dejan la comida, he visto que, en su lugar, había un sobre con el sello del hospital. No sé cuándo lo dejaron. He logrado leer mi nombre, en mayúsculas y, debajo, en letras rojas, en minúsculas, y con esa maldita letra que suelen tener los médicos, algunas palabras, de las que sólo he entendido, “final”, “últimas”, y “urgente”. No he logrado desentrañar el resto, por lo que no sé qué dice en su conjunto. Le he dado vueltas, pero nada. ¿Y en su interior? ¿Qué habrá en su interior? Esta tensión va a acabar conmigo.

20/8/10

¡No hay mosquitos en Cuba! III

¿A dónde van los pájaros cuando las estrellas dejan de brillar en la noche? Siempre me hago esa pregunta en mis sueños, desde que estoy aquí; y no encuentro respuesta. Me despierto empapado por un sudor frío que parece surgido de dentro. Mis sueños son fríos, y acres. Hay cápsulas de metal traslúcido pendiendo de las ramas de un árbol gigantesco, vacío, asimétrico -como si algo hubiese salido mal-, sin hojas, yermo; plantado en medio de la nada, una nada entre gris y ocre, eterna. Las cápsulas tienen, en su interior, insectos deformes.
Conté el sueño al médico y a la enfermera. Se limitan a mirarme, de hito en hito. No sé si me escuchan o no. Comienzo a pensar que no. Tal vez ni tan siquiera me oyen. Tal vez no puedo hablar y todo es parte de un sueño, o de ese sueño. Es como si un pintor hubiera pintado un cuadro dentro del cuadro, un metacuadro.
Le he dado vueltas. He tratado de interpretarlo, buscar su raíz, su origen. Siempre pensé, antaño, que hay personas así, muchas, que permanecen encerradas por su apariencia.
Huele a plátano. A veces ponen plátano de postre. Me recuerda mi infancia. El olor, al pelarlo, me lleva a aquellos años, a un salón en penumbra, amplio, fresco, en el silencio de los veranos andaluces a la hora de la siesta; todo el mundo durmiendo; el sonido impertérrito de las cigarras, afuera; las cortinas moviéndose lentas con el aire que entra por los balcones entreabiertos, entre las rejas. A veces mi madre se levantaba, cuando no podía dormir por el calor, y ponía un disco de Brahms, una sinfonía. La miraba mirar el aire, como si pudiese, ella, ver la música. Siempre pensé que podía, que tenía esa capacidad. Movía las manos dirigiendo una orquesta invisible. Aquel era un acto puro, filosófico, casi esotérico. Yo me quedaba quieto, sentado en la silla de ratán, en un rincón, extasiado, con el plátano en las manos. Y el olor se unía a los sonidos que surgían de aquello, como si se estuviese construyendo un edificio mágico, hermoso y eterno; una sinfonía como quizá sólo Beethoven. Al terminar, ella se iba, y yo acababa mi plátano. No me veía. Nunca me veía.
A Jerjes también le gustaban los plátanos. Cuando vio uno, por primera vez, quedó tan arrobado, tan deslumbrado, que ordenó que todas sus concubinas colgasen sus joyas en las ramas de aquel árbol.
¡Qué poder tienen los plátanos! En mí, al menos, y en Jerjes, claro.
Tal vez vayan al árbol de mis sueños, los pájaros. No lo sé, no los he visto en él, pero tal vez vayan allí, después, si logro terminar el sueño.
Anoche –aunque nunca sé si es de noche o de día, porque no hay ventanas; lo deduzco porque apagan las luces, nada más- tuve otro sueño, además del de los pájaros. Pero no lo recuerdo muy bien, no recuerdo si es que soñé que miraba unos pechos o que yo tenía pechos. Me despertó el grito de siempre, ese maníaco obsesivo y sus dichosos mosquitos. Le grité: ¿Tú sabes dónde coño van los pájaros? ¿Eh? No me contestó. Fuera de mí le volví a increpar que se callara y me dejase en paz, de una vez, con los mosquitos de los cojones. Y es que ni siquiera se puede soñar tranquilo.

15/8/10

Ahora

Me llamo nadie. El sol brilla con fuerza, arriba. Casi quema. Perdí la dulzura en medio de algo, del camino, en las súplicas, entre la verdad de los números, de las voces, y firmé todo, sin deber hacerlo. Pero ahora callo. Hazlo, me digo. Ahora sonrío. Ya veo, huelo y siento, saboreo.
Pedí por favor, y su consecuencia fue un número impar. Conté cuentos alrededor de todo. Ahora, levántate, me dije. Lo hago. Deslizo por el cielo, pero callo. Tal vez los antiguos, tal vez el universo. Yo puedo ser, llorar, ver, y evitar los accidentes. Todo es real, ahora, para mí.
Hay de todo y de nada, ahora. Grito, sé tú mismo. Basta de control. La verdad, sólo la verdad. El resto no merece la pena. Los demás… entrad dentro, desentrañad el nudo, si podéis, si queréis, aunque dudo que lo intentéis.
Conduje durante horas en busca de nombres que no dicen nada, y siempre lo hice por los alrededores del universo. Y caí, en silencio. Pero el centro queda lejos, lejos de todo, de la verdad y la vida. En él está el sonido, donde hay que ir. Yo voy ahí, lo he oído. Estoy harto de controles.
Vosotros, que estás ahí, en la nada, callad. Yo iré. Aunque me llame nadie. Ahora sé el nombre.

Ua vez escribió un poeta: "Cuando hables de mí, que sé que lo harás, como lo has hecho ya, hazlo apenas, y sé amable, sé conmigo, sé benévola." Silencio, el sonido de Dios.

1/8/10

¡No hay mosquitos en Cuba! II

Y así día tras día desde que ingresé para que me operasen de una simple fimosis. Una nimiedad. Pero a mí edad, qué cosas. ¿A quién se le ocurre? Con treinta y cinco años y operarse de fimosis. Si es que… Cualquiera pensará que soy virgen, pero no, no lo soy, y quiero hacer hincapié en ello, no soy virgen, que quede claro, no soy un conquistador nato, pero no soy virgen. Lo llevé todo muy en secreto, y es lógico, no iba a ir contando por ahí a todo titirimundi lo de la fimosis, y menos a mis amigos -conociéndolos como los conozco-. Sería el hazmerreír del grupo. Y de ahí a empezar a elucubrar sobre mis inclinaciones sexuales, o la ausencia de relaciones, que es lo que pensarían todos, habría un paso. Y si hubiera dicho la verdad, peor, porque, ¿quién podría creer que es debido a una necrosis epitelial provocada por un hongo? ¿Qué pensaría todo el común? No quiero ni ponerme a imaginar al respecto. Me pongo rojo y todo de pensarlo. Y es que aquí cobra vida la frase, y de una forma literal, de que se me iba a caer la picha a trozos. Cuando me lo dijo el urólogo no podía dar crédito. Se te ha muerto la piel, me dijo. Coño, pensé, cómo va a ser eso posible. Me lo dijo mirándome el aparato, desde la distancia, mientras yo lo sostenía -el aparato- con mis dedos, en una posición un poco incómoda, de pie ante él, con los pantalones por los tobillos, calzoncillos incluidos, mientras miraba a uno, el urólogo, y otra, la picha. Pasé de la cara de sorpresa a la de alucinación, para terminar en la de temor. Le miré con lástima, a ella también, que tantas satisfacciones me había dado, no como él, que para lo poco que le conocía y ya me había dado un disgusto. Hay que cortar, me dijo. Casi me da un vahído. Joder, es que esas cosas hay que decirlas suavemente y con delicadeza, preparando el terreno, porque uno piensa que te la van a cercenar entera y ahí mismo, en ese mismo instante. Y soy un hombre, carajo. Ya te ves como un castratti. Una lágrima me escurrió mientras le miraba, ahí, con mi arte entre los dedos…
¡No hay mosquitos en Cuba! Otra vez. No gano para sustos, joder. Erre que erre, sin conmiseración alguna.