25/10/10

Locuacidad

La locuacidad, unida al insano estigma de la estupidez, se ha convertido en una pandemia del mundo moderno. La vida está llena de locos del verbo, que mantienen en guetos a los dominadores de la palabra. El silencio es un delito que se castiga con el destierro.
Amantes, como las moscas, del zumbido constante, perpetuo. Amantes, como ellas, de los cuerpos descompuestos, y también de lo extremadamente dulce. Siempre dando vueltas en torno a nada, en torno a alguien, cualquiera. Siempre en la molestia.
La locuacidad de la nada es un valor en alza. Se ensalza a quien más habla, no a quien más sabe. Lo importante es el sonido, no la palabra.
Mi perro, me parece que anda preguntándose por el camino al desierto, donde habita el silencio, pues mira siempre la arena con aire de nostalgia y de deseo. En este mundo de ruido ya ni las orejas levanta. Bosteza y mira. No hay palabra. Algún día dejarán estos de mirar, y entonces…, creo que piensa, pero no estoy seguro, pues nunca dice nada, y además es un iconoclasta.
Empiezo a notar la meticulosidad del
tiempo, y la frugalidad del espacio. Al menos no soy alopécico, me digo, aunque no sé qué tiene que ver esto con el resto.

19/10/10

Tempus...

Vivo en la ciudad de los nombres perdidos, el lugar de los perros, de los ciegos y de los tullidos, en los confines de la luz, donde está el límite de las palabras; pero mi perro es un iconoclasta sentado en la sala de espera de este hospital lleno de augures de los tiempos modernos, incapaces de ver más allá de las entrañas pútridas de las aves muertas, que miran con sus ojos velados…

14/10/10

El día de año nuevo

Bajo este cielo de rojo sangre hoy es el día de año nuevo, cuando el camino cambia, ahogados los deseos de las noches en charcos de lodo azucarado. Todos los días deberían ser días de año nuevo. Espero que sigáis todos vivos, si es que estáis vivos y no estoy ciego. Espero que sigas viva y que no sigas utilizando esas pastillas placebo para seguir viviendo. Sopla un viento de poniente. Me abrigo. Miro alrededor de los colores y los sitios por los que me muevo. No estoy sedado. Hay un andamio que cubre un edificio semiderruido. La nevada no ha dejado testigos sobre el adoquinado, sólo algún mendigo que merodea, a hurtadillas, aterido, con las manos en los bolsillos de un abrigo de hace cien años, por los alrededores de un hipermercado, en espera de los restos de algo; con un brik en la mano y un cigarrillo, apagado, que le pende de los labios. No sabe que es el día de año nuevo. Un niño corre sin sentido a ninguna parte. En una esquina orín y los restos de vómitos, dos preservativos usados, y un anillo pisado. Es día de año nuevo. Nada ha cambiado. Espero que sigáis vivos. Espero que no hayas muerto, y que el placebo siga siendo el abrigo en cada uno de estos días de este año, de esta vida. Quizá estéis ya muertos. Quizá lo estemos todos. Quizá sueño que hoy es el día de año nuevo. Necesito un cuadernillo de solfeo para escribir una canción. Hoy es año nuevo.

3/10/10

Del lado oscuro de la luna. IV

Comenzó a respirar más lento, más largo. Cerró los ojos. Relajó todos y cada uno de los músculos. Se concentró en la respiración para olvidarse de todo lo demás. Ésta era cada vez más pausada. Había momentos, incluso, en los que ni exhalaba ni inhalaba. Ya no pensaba, ni sentía. Estaba vacío. No estaba.
Las palabras de la canción lo llenaban todo:

...it´s who you know
Machine gun blues, her vacant rush is so steel
I´m unaware, lost inside your visions
I got mine too over, i got mine and i got you
Cause i know you, you¨re love
It´s what you wanted to see, it´s who you
wanted to be...

Habían pasado varios minutos desde que se tumbara cuando, repentinamente, abrió los ojos, casi con violencia. No había expresión alguna en ellos. Mientras, el resto de su cuerpo se mantenía inerte. Parecía como si...
Se quitó la túnica, sacándola por la cabeza absolutamente rasurada. Estaba completamente desnudo, sin mácula de pilosidad en todo su cuerpo, incluso las cejas y las pestañas habían sido desprovistas de todos sus pelos. La piel blanca, casi lechosa, de días y días sin recibir la luz del sol (pues sólo salía de noche y esto en contadas ocasiones y por pura necesidad), parecía refulgir en aquella semioscuridad, partida por los rayos de sol que se filtraban por la persiana. La dobló y, con sumo cuidado, la dejó en una mesa rectangular cubierta con una tela de terciopelo, color burdeos, que caía derramándose hasta el suelo.
Los instrumentos de percusión se habían adueñado del ambiente que a base de ritmos casi monocordes producían una cadencia de la que era difícil sustraerse. La voz aguda de Corgan se había hecho casi estridente, convirtiéndose casi en un gemido.
Podía sentir el dolor a través de aquella voz. ¿Lo sentiría ella? Se preguntó. No, seguro que confundía el dolor de los demás con su propio dolor. Necedad humana. ¿Qué sabe ella del dolor? Se respondió.