24/12/10

El río de las sombras. I

La habitación es absolutamente desapacible. Diez metros cuadrados ocupados por un retrete, un lavabo y un camastro -apenas vestido por una sábana, una almohada y una manta gris con unas rayas negras, descoloridas-. Sobre él, en el rincón del cuarto, un hombre se recoge las piernas con los brazos, casi contra su pecho. La cabeza se mueve constante y rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Los ojos cerrados. La cama deja escapar, apenas, un leve sonido, como de rozadura metálica, como el ronquido de un agonizante en los postreros momentos. No hay ningún otro sonido en el espacio, como si el mundo se hubiera parado y él fuera el único ser vivo, y aquel sonido el ritmo de la respiración de un planeta vacío.
Los techos son altos, blancos como las paredes, de un blanco sucio, rayadas, desconchadas, con algunos dibujos apenas perceptibles por el paso del tiempo, la suciedad y la humedad (líneas rectas, círculos, espirales, a veces superpuestas; frases sin sentido, que quizá lo tuvieran en otro tiempo o para otros habitantes del lugar, pero no para él).
En la pared más estrecha, en la opuesta a la que está la puerta, hay una ventana, enrejada, que deja entrar la luz del día, una luz gris, casi lunar, iluminando la puerta de hierro carcomido por el tiempo, desde el suelo hasta su final. No hay más fuentes de luz que esa. El resto de ese mundo que habita es penumbra. Un espacio frío y gris.
Él sigue con su movimiento de cabeza adelante y atrás, con la mirada fija en las oscuras líneas que separan las grises baldosas del suelo.
El camastro deja de rechinar. El último rayo gris de luz, del exterior, ha desaparecido. La oscuridad es casi total. Gris casi negro.

Tenía la sensación de estar en una caja de zapatos, como aquellas caja de zapatos de su niñez. Zapatos Gorila. Negros, fuertes, de piel, y con una gruesa suela de goma, negra también. La caja blanca por fuera y gris por dentro, de un gris burdo, mortecino. Vacías sus paredes de todo. Planitud. Un mundo liso y gris, vacío. La única vida era él, y no sabía si era o estaba, y quizás ni tan siquiera esto.

Le extrañó que su padre le diera -con una sonrisa en los labios- una caja de zapatos -, ya que los que tenía no estaban, aún, rotos. No hacía ni dos meses que se los habían comprado. Además, normalmente, su madre se los probaba por la noche, cada vez que le compraban un par nuevo.
Al mirar a su padre vio su extraña sonrisa. No era una persona de sonreír, su padre. Del interior de la caja nacía un apenas perceptible sonido, casi inaudible si había cualquier otro sonido en el ambiente. Hipnotizado por él, dejó de mirar a su padre, como inquiriendo, y posó sus ojos en la caja, en la tapa, como si tratase de ver a través de ella, pero sin abrirla, temiendo romper la magia del sonido. Un sonido extraño, que jamás antes había escuchado. Áspero, continuo.

29/11/10

Lluvia sobre adoquinado

No sé cuál es la ciudad. No logro ubicarla entre las que hay en mi recuerdo. Ninguno de los suelos que he pisado se corresponde con ella, ni las calles deambuladas, ni los balcones ni las ventanas traspasadas o cerradas. Y son todas, sin embargo.
Lo que sí tengo claro es que está lloviendo sobre un suelo adoquinado de una ciudad de calles cortas y no muy anchas, con continuos zigzag que la convierten en una espiral eterna, para perderse o encontrarse, donde las personas están pero no están; tal vez dentro, sin duda, o quizás no, no lo sé cierto.
Todo es gris, quizás por el efecto de la lluvia, o por el de recrear. Que no hay colores es evidente. No sé si es así siempre, no lo sé, tampoco sé esto.
Y de repente un interior, desconocido también.
Una máscara, de un lúgubre blanco, impoluto y ausente. Sin sonrisa, sin expresión alguna. Carece de cabello. Una lágrima, en negro, brillante, le escurre por la mejilla creando un reguero de azabache que se detiene, como suspendida, en su mitad, ajena, en ese mar de palidez extrema. Los ojos ausentes, vacíos. Mirada falaz y desapacible, como una hiedra negra que dijese palabras que no son sino ausencias, falsas letras de nada alineadas tras la cara; como una mantis, como una araña que espera y teje, que hiela y mata. Ausencias presentidas y negadas.
Yo desordené las letras tratando siempre de encontrar la magia para poder llegar a los oídos de Dios. No me sirvió de nada. Maldito Abulafia.
Fuera de la máscara sólo hay vacío, y dentro sólo hay nada.
Sigue lloviendo sobre el adoquinado. No sé el nombre de la ciudad, ni tan siquiera su lugar exacto. No sé si fui y luego expulsado. Un segundero late al ritmo monocorde y constante de una melodía que persigue el tiempo bajo el sonido de la lluvia sobre el adoquinado. Me recuerda Linkink Park.

15/11/10

En silencio

Encerrada en el cristal de una lágrima.
Tan extraño es el dulzor que derrama. En sangre, se derrama en sangre.
Silencio; en silencio vivo, en la carretera, en los márgenes.
Vivo, o lo intento más bien, en busca del olor de la belleza, como un poseso, como un loco poseso de una idea.
Despacio a veces, en silencio. Siempre callo; porque sólo cabe en mí, cuando siento, el silencio.
Aparto el néctar por beber de ahí.
Es extraña la sensación, de un dolor inmenso. La belleza es así, silencio. Dolorosamente inmensa. Silenciosa.
Yo he oído germinar lágrimas de cristal negro.
He visto la música de la hierba, en primavera.
En silencio.

7/11/10

No hay silencios

A veces llueve a cántaros y a veces para, pero el agua no deja de caer. La llave no entra con facilidad en la puerta. Subo. La escalera tiene el pasamanos raído, como si le hubieran dado mordiscos. Es imposible acariciarlo. El color perdido, manoseado.
En el rellano hay una niña. Ojos tristes. Necesita un comentario, pero no sé qué decirle. Creo que se lo dije ya todo, antes, aquel día que la vi por primera vez, abajo, en la calle. No me creyó. Prefirió subir por el ascensor, con otras personas, o eran las sombras de otras personas, no recuerdo bien. No quería escaleras. Le costaba. Prefiero no andar, e ir con ellas, me dijo, creo. ¿Qué haces?, le pregunté. Espero las sombras, para ir a una fiesta, me contestó. Está bien, le repliqué, y tras mirarla detenidamente le volví a preguntar, ¿te gustan las fiestas? No, todas son iguales, dijo, pero tengo que ir, pero no por la escalera, no quiero andar más, cuesta, cuesta llegar arriba. Los ojos tristes. El cuerpo desconchado, como la escalera. Tal vez sea eso. No sé.
Un perro ladra en algún lugar. No es el mío. Hay una maceta de flores de plástico en el rellano del tercero.
La lluvia sigue cayendo, impertérrita. Oigo su llanto cuando golpea la noche, en los adoquines de las desiertas calles. No hay silencios.

1/11/10

Basura

He tenido noches muy oscuras, y muy largas y muy frías; tan frías como el suelo en el que me sentaba, en un diminuto cuartito vestidor…
Sentada, apoyando mi cabeza sobre mis rodillas, llorando… Sosteniendo en mi mano… un arma; un arma más fría que la propia noche…
Nunca olvidaré… su tacto, el tacto de ese arma… su tacto siempre helado.
La acariciaba… la miraba… y pensaba… lo fácil que era apretar su gatillo… y ya… se acabó. Era demasiado fácil… Sólo había que tener un poco de valor.
Necesitaba descansar, dejar ya de luchar…

25/10/10

Locuacidad

La locuacidad, unida al insano estigma de la estupidez, se ha convertido en una pandemia del mundo moderno. La vida está llena de locos del verbo, que mantienen en guetos a los dominadores de la palabra. El silencio es un delito que se castiga con el destierro.
Amantes, como las moscas, del zumbido constante, perpetuo. Amantes, como ellas, de los cuerpos descompuestos, y también de lo extremadamente dulce. Siempre dando vueltas en torno a nada, en torno a alguien, cualquiera. Siempre en la molestia.
La locuacidad de la nada es un valor en alza. Se ensalza a quien más habla, no a quien más sabe. Lo importante es el sonido, no la palabra.
Mi perro, me parece que anda preguntándose por el camino al desierto, donde habita el silencio, pues mira siempre la arena con aire de nostalgia y de deseo. En este mundo de ruido ya ni las orejas levanta. Bosteza y mira. No hay palabra. Algún día dejarán estos de mirar, y entonces…, creo que piensa, pero no estoy seguro, pues nunca dice nada, y además es un iconoclasta.
Empiezo a notar la meticulosidad del
tiempo, y la frugalidad del espacio. Al menos no soy alopécico, me digo, aunque no sé qué tiene que ver esto con el resto.

19/10/10

Tempus...

Vivo en la ciudad de los nombres perdidos, el lugar de los perros, de los ciegos y de los tullidos, en los confines de la luz, donde está el límite de las palabras; pero mi perro es un iconoclasta sentado en la sala de espera de este hospital lleno de augures de los tiempos modernos, incapaces de ver más allá de las entrañas pútridas de las aves muertas, que miran con sus ojos velados…

14/10/10

El día de año nuevo

Bajo este cielo de rojo sangre hoy es el día de año nuevo, cuando el camino cambia, ahogados los deseos de las noches en charcos de lodo azucarado. Todos los días deberían ser días de año nuevo. Espero que sigáis todos vivos, si es que estáis vivos y no estoy ciego. Espero que sigas viva y que no sigas utilizando esas pastillas placebo para seguir viviendo. Sopla un viento de poniente. Me abrigo. Miro alrededor de los colores y los sitios por los que me muevo. No estoy sedado. Hay un andamio que cubre un edificio semiderruido. La nevada no ha dejado testigos sobre el adoquinado, sólo algún mendigo que merodea, a hurtadillas, aterido, con las manos en los bolsillos de un abrigo de hace cien años, por los alrededores de un hipermercado, en espera de los restos de algo; con un brik en la mano y un cigarrillo, apagado, que le pende de los labios. No sabe que es el día de año nuevo. Un niño corre sin sentido a ninguna parte. En una esquina orín y los restos de vómitos, dos preservativos usados, y un anillo pisado. Es día de año nuevo. Nada ha cambiado. Espero que sigáis vivos. Espero que no hayas muerto, y que el placebo siga siendo el abrigo en cada uno de estos días de este año, de esta vida. Quizá estéis ya muertos. Quizá lo estemos todos. Quizá sueño que hoy es el día de año nuevo. Necesito un cuadernillo de solfeo para escribir una canción. Hoy es año nuevo.

3/10/10

Del lado oscuro de la luna. IV

Comenzó a respirar más lento, más largo. Cerró los ojos. Relajó todos y cada uno de los músculos. Se concentró en la respiración para olvidarse de todo lo demás. Ésta era cada vez más pausada. Había momentos, incluso, en los que ni exhalaba ni inhalaba. Ya no pensaba, ni sentía. Estaba vacío. No estaba.
Las palabras de la canción lo llenaban todo:

...it´s who you know
Machine gun blues, her vacant rush is so steel
I´m unaware, lost inside your visions
I got mine too over, i got mine and i got you
Cause i know you, you¨re love
It´s what you wanted to see, it´s who you
wanted to be...

Habían pasado varios minutos desde que se tumbara cuando, repentinamente, abrió los ojos, casi con violencia. No había expresión alguna en ellos. Mientras, el resto de su cuerpo se mantenía inerte. Parecía como si...
Se quitó la túnica, sacándola por la cabeza absolutamente rasurada. Estaba completamente desnudo, sin mácula de pilosidad en todo su cuerpo, incluso las cejas y las pestañas habían sido desprovistas de todos sus pelos. La piel blanca, casi lechosa, de días y días sin recibir la luz del sol (pues sólo salía de noche y esto en contadas ocasiones y por pura necesidad), parecía refulgir en aquella semioscuridad, partida por los rayos de sol que se filtraban por la persiana. La dobló y, con sumo cuidado, la dejó en una mesa rectangular cubierta con una tela de terciopelo, color burdeos, que caía derramándose hasta el suelo.
Los instrumentos de percusión se habían adueñado del ambiente que a base de ritmos casi monocordes producían una cadencia de la que era difícil sustraerse. La voz aguda de Corgan se había hecho casi estridente, convirtiéndose casi en un gemido.
Podía sentir el dolor a través de aquella voz. ¿Lo sentiría ella? Se preguntó. No, seguro que confundía el dolor de los demás con su propio dolor. Necedad humana. ¿Qué sabe ella del dolor? Se respondió.

26/9/10

Del lado oscuro de la luna. III

Movió levemente la cabeza, como siguiendo las líneas de pequeños círculos imaginarios dibujados en el aire. Con los ojos entrecerrados se paró frente al mueble de discos compactos, una especie de serpiente metálica que surgía del suelo elevándose sinuosamente, casi con voluptuosidad. Alargó la mano y cogió uno. Abrió la caja, puso el dedo pulgar en el orificio central mientras el corazón rozaba, con un ligero toque, el extremo, al tiempo que el resto de los dedos quedaban suspendidos en el aire, extendidos, formando un escorzo con los otros dos, como la mano de una bailaora en trance. Tras un breve momento sacó el disco, con delicadeza, casi con... amor. Extendió la mano libre y pulsó el botón de power del equipo de música. Al instante, un sinnúmero de luces comenzó a parpadear. Apretó otro botón y el expulsor del lector de discos salió con un leve chirrido. Introdujo el compacto, pulsó de nuevo el botón y observó como el disco desaparecía ante sus ojos. Desvió la mirada hacia la derecha del aparato, sin brusquedad, paseándola por todo él y, alargando la mano, apretó rápidamente el selector de canciones. De repente el sonido invadió el mundo, su mundo, su principio y su final, su todo y su nada, su universo y su yo. Las notas que surgían reforzaron o matizaron el ambiente preexistente, se podía decir que, incluso, crearon una nueva atmósfera.
Aquellos sonidos, de graves llevados al extremo, de guitarras, surgiendo alternativamente por cada uno de los cuatro altavoces que pendían del techo en cada una de las esquinas; del bajo y de la batería repitiendo sin cesar el mismo ritmo, y la voz, la voz sugerente y cautivadora y envolvente de Billi Corgan, equidistante de todos los tonos y de ninguno, llenaron el espacio.
Su cuerpo se sacudió. Como poseído por la música se giró despacio, paseando los ojos por su entorno. Intentaba captar todos y cada uno de los detalles de aquel ambiente. Aspiró cada uno de los matices que emanaban de las esencias del pebetero. Absorbió, si eso era posible, por sus retinas, todas las tonalidades de la luz y de las sombras, los colores sutilmente modificados por los rayos del sol, las partículas de polvo en suspensión, las espirales de humo derramadas. Se fundió con los contornos de los muebles en la penumbra, con las proyecciones de las figuras, con los colores transformados de los tapices y del terciopelo que cubría la mesa...
Extendió los brazos, con la palma de la mano derecha hacia arriba, con la palma de la mano izquierda hacia abajo, como un derviche y, como ellos, giró, atrapando, mientras lo hacía, los sonidos dentro de la espiral del laberinto de sus oídos.
Lentamente paró, mientras en su mente se repetían las frases de la canción que se oía:

... ten times removed
i forget about where it all began
bastard son of a bastard son of
a wild eyed child of the sun
and right as rain,
i´m not the same but
i feel the same, i feel nothing
holding back the fool again
holding back the fool pretends
i forget to forget nothing
is important...

No conseguía recordar la frase. ¿Cómo era?, se preguntó. No podía continuar sin ella. No podía romper la armonía del todo. Tenía que buscar en su interior, porque estaba allí, de eso estaba seguro.
Lánguidamente se tumbó junto a ella, extendió los brazos y posó las palmas de las manos en el suelo. Abriría su mente, abriría todos y cada uno de los poros de su piel, abriría todos los orificios, abriría su cuerpo, entero, y dejaría que la esencia de la vida le penetrara.

20/9/10

Del lado oscuro de la luna. II

Era un drogadicto de ambientes...
Comprendía a aquellos asesinos americanos que mataban en nombre de Dios. ¡Hermosa locura! Pensaba. Los comprendía porque a él, que era fruto tardío del “68”, el efecto que éste produjo sobre su educación católica se tradujo en una melancolía imposible de amortiguar tras la desaparición de Dios, de su Dios.
Se incorporó levemente, levantó la cabeza y dejó vagar la mirada. Siempre necesitó la belleza, pensó, para poder seguir respirando, o para ser más exactos, rectificó, siempre necesitó de lo sublime, también de la belleza, pero sobre todo de lo sublime, más aún en lo tocante a los asuntos del espíritu. Pero era una necesidad conceptual y por tanto no necesariamente visual, porque los sujetos dominados por la melancolía, como había leído en alguna parte, estaban especialmente inclinados a la contemplación de lo sublime, entre otras cosas porque esto mitigaba de alguna manera la melancolía que les posee. Y eso era cierto para él.
La luz del sol entraba por las rendijas de la persiana, totalmente bajada, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, como si un centenar de soles diminutos iluminaran tenuemente la habitación. Los rayos tamizaban las volutas de un humo verde azulado que surgían del pebetero dorado que había en una de las esquinas de la habitación, donde una mezcla de incienso, mirra y otras esencias aromáticas, se quemaba con lentitud, esparciendo un olor desasosegante por el espacio.
¿Cómo era aquello? Se preguntó, mientras se pasaba el dorso de la mano por la frente, como si con aquel movimiento pudiera eliminar esa especie de velo que le impedía recordar.
Dejó la maquinilla de afeitar en la bandeja que había en el suelo. Encendió el aspirador de pilas y se lo pasó por ambas manos. Con una pulcritud extrema pasó la boca por el dorso, por las palmas, a lo largo de los dedos y entre ellos; primero de la mano izquierda, luego de la derecha. Cuando terminó, apagó el aparato y lo dejó también en la bandeja, al lado de la maquinilla. Se levantó sin rapidez, incluso con parsimonia.
Que importantes son las formas, pensó, todo debe hacerse con armonía, sin romper el ambiente, integrándose en él, formando un todo con él. ¡Pureza! Esa era la palabra. La levedad de la mariposa al desplazarse. Pureza...
Pasó a través de los rayos de luz y el humo le siguió creando formas, apariencias sutiles.
Para él, ningún movimiento, ninguna palabra, ningún acto carecía de sentido. Todo se hacía con un propósito. Pero si importante era éste, más, si cabe, lo era la forma de llegar a él, de ahí la importancia de los gestos, de ahí la importancia de las formas. Toda obra de arte es bella en cuanto lo es en su totalidad, por el orden armonioso de sus elementos, ordo partium in toto. Pero si uno solo de ellos no lo era rompía con la armonía, quebraba el todo y, por tanto, ya no era bella. Incluso, pensaba, no podía haber belleza en la creación si la forma en que se realizaba, los gestos que se producían, el lugar donde se llevaba a cabo, en suma, el ambiente, no era bello. Por eso había creado su santa santorum de la belleza, y en él se encontraba, en el centro del útero materno y en contacto con la tierra, la Madre Tierra. Él había creado el ambiente ideal, donde el vacío no existía ni tan siquiera en la atmósfera, rota por la luz, por el humo, por el sonido...

16/9/10

Del lado oscuro de la luna. I

El vacío de los sueños siempre lleva a un sueño vacío.

Sentía el rumor inmundo de los cuervos, al anidar por la noche en el centenario nogal que había en el segundo patio, como un martilleo constante que le taladraba los oídos. Castigado en la oscura cuadra, anegado en lágrimas por el terror que se escondía tras la puerta interior, donde su padre le había dicho que, más allá, habitaban los demonios. Cuatro años, y ya el sufrimiento atroz de estar donde estaba, pero sobre todo, el sufrimiento por el daño inflingido a sus padres, por la carga que habían de soportar por su presencia, y que ni tan siquiera los violentos correazos, con que hasta aquella cárcel demoníaca le había llevado su progenitor, podían mitigar.
¡Dios, cuánto dolor por cuanta infamia! Jamás podría ser perdonado. Jamás podría ser amado, jamás podría ser salvo. Jamás podría alcanzar la felicidad, ni en este mundo ni el venidero. Jamás. Y las lágrimas le corrían por las infantiles mejillas como un río sin fin y sin destino. Y no había nadie. Nunca había nadie. Sólo la noche, que le acogía en sus dulces brazos, como una muerte amable.

14/9/10

Ruidos

Es como ser mudo y susurrar palabras en la noche. No hay quien te oiga, nadie te escucha. Es inútil. Sordos en un mundo de ruidos, de ruidos que no dicen nada, de ruidos que dañan, pero con los que la estupidez humana baila. El “hombre nada” siempre lo es, a veces no lo ves, se oculta, se tapa, pero siempre reaparece.
Tal vez somos incapaces de adaptarnos a nuestras deformaciones. Y, por lo tanto, posiblemente no podamos aceptar el dolor y el sufrimiento que provocan. Pero lo que no estoy dispuesto es adaptarme a las deformaciones de los demás.

12/9/10

No sabía

Con la última sonrisa notó su mueca, y oyó un golpe seco, y como un desgarro sintió sus alas rotas. Ya no hay poesía, sólo tristeza.
Iba y venía sin saber a qué o a quién culpar, con una ceguera de siglos y el alma pesada, muerta, perdida.
Idas y venidas sin "adondes", a cualquier lugar. Palabras y palabras, sin sentido, por justificar. Ahora sí, ahora no. Tú sí, tú no, él sí, él no, ellos sí, ellos no. Yo. ¿Soy? Lo sé, pero no lo sé. Me invento, me visto, me tapo. ¿Quién soy? Siempre dándose vueltas, convertidas en revueltas en una espiral sin fin, sin sentido, sin final.
No sabía, en la pérdida, que toda su vida sería, ya, sólo una triste y pálida mueca del respirar.

7/9/10

Ángel "El cojo".

Era aquel un personaje espectral. Parecía surgido de las mismas entrañas del Averno. Todas las partes de su cuerpo, que la ropa dejaba al descubierto, eran pústulas abiertas...
Ángel, el cojo, llevaba con cierta gracia el Misalito Regina, libro de reflexión con tapas de nácar blancas. Lo portaba en una mano a modo de hisopo, mientras con la otra cogía el aparato ortopédico que le permitía el desplazamiento, haciendo las veces de tercera pierna incorporada al juego con el que nació. Lo usaba porque la pierna que iba en el lado de aquella especie de prótesis, colgaba como un badajo, inerte, a unos veinte centímetros del suelo, especie de balancín siniestro, que lo mismo apuntaba a la diestra que a la siniestra.
Después he sabido que se dedicó a rufián, regentando un lupanar...

30/8/10

¡No hay mosquitos en Cuba! Final

Nada. El silencio es atroz. Un silencio que todo lo llena, que todo lo cubre, como la mortaja de un difunto. Nada. Hace dos días me desperté como echando en falta algo. Cuando miré hacia la cama de al lado, su ocupante no estaba. Evidentemente no se había marchado por su propio pie. No creo que pudiese, ni en sus mejores sueños, andar en busca de sus mosquitos, si es que alguna vez los había buscado. Se lo habían llevado, no hay duda, ¿pero a dónde? No sé por qué estaba aquí ni por qué gritaba. No sé por qué estoy aquí, o sí, pero no por qué me encuentro postrado tantos días sin poder apenas moverme, cuando ingresé por una simple operación epitelial de mi órgano sexual. No sé por qué nadie habla. No sé por qué hace dos días que no veo a nadie. No sé nada. He gritado, pero creo que nadie me oye. Y grito, lo sé, pero nadie me oye. Quizá sólo sea producto de mi imaginación. Sé que grito, pero creo que no sale sonido alguno de mi garganta. Ya no sé si es una pesadilla o una burla de mi mente. He llegado a preguntarme, tal es ya la idiotez a la que puedo llegar, si no será uno de esos reality shows. Se puede ser más estúpido, me respondo inmediatamente. Pero qué quieres, en este estado, en este mundo blanco de silencio en el que me encuentro. Hasta echo de menos los gritos paroxísticos sobre los mosquitos. Hasta tal punto que es difícil de imaginar. Añoro aquellos días de despertares sobresaltados, de sustos de muerte. Añoro el sonido de las palabras, el saber que a mi lado, en otro lecho, había una presencia, que solía hacer acto de presencia en contadas ocasiones y para llevarme a la locura, bien es cierto, pero un presencia al fin y al cabo, alguien. Bendita locura, me digo. Silencio. Aterrador silencio.
Esta mañana, al despertarme, seguía el silencio. No hay mosquitos en Cuba, he susurrado.
Al lado de mi cama, sobre la mesilla donde dejan la comida, he visto que, en su lugar, había un sobre con el sello del hospital. No sé cuándo lo dejaron. He logrado leer mi nombre, en mayúsculas y, debajo, en letras rojas, en minúsculas, y con esa maldita letra que suelen tener los médicos, algunas palabras, de las que sólo he entendido, “final”, “últimas”, y “urgente”. No he logrado desentrañar el resto, por lo que no sé qué dice en su conjunto. Le he dado vueltas, pero nada. ¿Y en su interior? ¿Qué habrá en su interior? Esta tensión va a acabar conmigo.

20/8/10

¡No hay mosquitos en Cuba! III

¿A dónde van los pájaros cuando las estrellas dejan de brillar en la noche? Siempre me hago esa pregunta en mis sueños, desde que estoy aquí; y no encuentro respuesta. Me despierto empapado por un sudor frío que parece surgido de dentro. Mis sueños son fríos, y acres. Hay cápsulas de metal traslúcido pendiendo de las ramas de un árbol gigantesco, vacío, asimétrico -como si algo hubiese salido mal-, sin hojas, yermo; plantado en medio de la nada, una nada entre gris y ocre, eterna. Las cápsulas tienen, en su interior, insectos deformes.
Conté el sueño al médico y a la enfermera. Se limitan a mirarme, de hito en hito. No sé si me escuchan o no. Comienzo a pensar que no. Tal vez ni tan siquiera me oyen. Tal vez no puedo hablar y todo es parte de un sueño, o de ese sueño. Es como si un pintor hubiera pintado un cuadro dentro del cuadro, un metacuadro.
Le he dado vueltas. He tratado de interpretarlo, buscar su raíz, su origen. Siempre pensé, antaño, que hay personas así, muchas, que permanecen encerradas por su apariencia.
Huele a plátano. A veces ponen plátano de postre. Me recuerda mi infancia. El olor, al pelarlo, me lleva a aquellos años, a un salón en penumbra, amplio, fresco, en el silencio de los veranos andaluces a la hora de la siesta; todo el mundo durmiendo; el sonido impertérrito de las cigarras, afuera; las cortinas moviéndose lentas con el aire que entra por los balcones entreabiertos, entre las rejas. A veces mi madre se levantaba, cuando no podía dormir por el calor, y ponía un disco de Brahms, una sinfonía. La miraba mirar el aire, como si pudiese, ella, ver la música. Siempre pensé que podía, que tenía esa capacidad. Movía las manos dirigiendo una orquesta invisible. Aquel era un acto puro, filosófico, casi esotérico. Yo me quedaba quieto, sentado en la silla de ratán, en un rincón, extasiado, con el plátano en las manos. Y el olor se unía a los sonidos que surgían de aquello, como si se estuviese construyendo un edificio mágico, hermoso y eterno; una sinfonía como quizá sólo Beethoven. Al terminar, ella se iba, y yo acababa mi plátano. No me veía. Nunca me veía.
A Jerjes también le gustaban los plátanos. Cuando vio uno, por primera vez, quedó tan arrobado, tan deslumbrado, que ordenó que todas sus concubinas colgasen sus joyas en las ramas de aquel árbol.
¡Qué poder tienen los plátanos! En mí, al menos, y en Jerjes, claro.
Tal vez vayan al árbol de mis sueños, los pájaros. No lo sé, no los he visto en él, pero tal vez vayan allí, después, si logro terminar el sueño.
Anoche –aunque nunca sé si es de noche o de día, porque no hay ventanas; lo deduzco porque apagan las luces, nada más- tuve otro sueño, además del de los pájaros. Pero no lo recuerdo muy bien, no recuerdo si es que soñé que miraba unos pechos o que yo tenía pechos. Me despertó el grito de siempre, ese maníaco obsesivo y sus dichosos mosquitos. Le grité: ¿Tú sabes dónde coño van los pájaros? ¿Eh? No me contestó. Fuera de mí le volví a increpar que se callara y me dejase en paz, de una vez, con los mosquitos de los cojones. Y es que ni siquiera se puede soñar tranquilo.

15/8/10

Ahora

Me llamo nadie. El sol brilla con fuerza, arriba. Casi quema. Perdí la dulzura en medio de algo, del camino, en las súplicas, entre la verdad de los números, de las voces, y firmé todo, sin deber hacerlo. Pero ahora callo. Hazlo, me digo. Ahora sonrío. Ya veo, huelo y siento, saboreo.
Pedí por favor, y su consecuencia fue un número impar. Conté cuentos alrededor de todo. Ahora, levántate, me dije. Lo hago. Deslizo por el cielo, pero callo. Tal vez los antiguos, tal vez el universo. Yo puedo ser, llorar, ver, y evitar los accidentes. Todo es real, ahora, para mí.
Hay de todo y de nada, ahora. Grito, sé tú mismo. Basta de control. La verdad, sólo la verdad. El resto no merece la pena. Los demás… entrad dentro, desentrañad el nudo, si podéis, si queréis, aunque dudo que lo intentéis.
Conduje durante horas en busca de nombres que no dicen nada, y siempre lo hice por los alrededores del universo. Y caí, en silencio. Pero el centro queda lejos, lejos de todo, de la verdad y la vida. En él está el sonido, donde hay que ir. Yo voy ahí, lo he oído. Estoy harto de controles.
Vosotros, que estás ahí, en la nada, callad. Yo iré. Aunque me llame nadie. Ahora sé el nombre.

Ua vez escribió un poeta: "Cuando hables de mí, que sé que lo harás, como lo has hecho ya, hazlo apenas, y sé amable, sé conmigo, sé benévola." Silencio, el sonido de Dios.

1/8/10

¡No hay mosquitos en Cuba! II

Y así día tras día desde que ingresé para que me operasen de una simple fimosis. Una nimiedad. Pero a mí edad, qué cosas. ¿A quién se le ocurre? Con treinta y cinco años y operarse de fimosis. Si es que… Cualquiera pensará que soy virgen, pero no, no lo soy, y quiero hacer hincapié en ello, no soy virgen, que quede claro, no soy un conquistador nato, pero no soy virgen. Lo llevé todo muy en secreto, y es lógico, no iba a ir contando por ahí a todo titirimundi lo de la fimosis, y menos a mis amigos -conociéndolos como los conozco-. Sería el hazmerreír del grupo. Y de ahí a empezar a elucubrar sobre mis inclinaciones sexuales, o la ausencia de relaciones, que es lo que pensarían todos, habría un paso. Y si hubiera dicho la verdad, peor, porque, ¿quién podría creer que es debido a una necrosis epitelial provocada por un hongo? ¿Qué pensaría todo el común? No quiero ni ponerme a imaginar al respecto. Me pongo rojo y todo de pensarlo. Y es que aquí cobra vida la frase, y de una forma literal, de que se me iba a caer la picha a trozos. Cuando me lo dijo el urólogo no podía dar crédito. Se te ha muerto la piel, me dijo. Coño, pensé, cómo va a ser eso posible. Me lo dijo mirándome el aparato, desde la distancia, mientras yo lo sostenía -el aparato- con mis dedos, en una posición un poco incómoda, de pie ante él, con los pantalones por los tobillos, calzoncillos incluidos, mientras miraba a uno, el urólogo, y otra, la picha. Pasé de la cara de sorpresa a la de alucinación, para terminar en la de temor. Le miré con lástima, a ella también, que tantas satisfacciones me había dado, no como él, que para lo poco que le conocía y ya me había dado un disgusto. Hay que cortar, me dijo. Casi me da un vahído. Joder, es que esas cosas hay que decirlas suavemente y con delicadeza, preparando el terreno, porque uno piensa que te la van a cercenar entera y ahí mismo, en ese mismo instante. Y soy un hombre, carajo. Ya te ves como un castratti. Una lágrima me escurrió mientras le miraba, ahí, con mi arte entre los dedos…
¡No hay mosquitos en Cuba! Otra vez. No gano para sustos, joder. Erre que erre, sin conmiseración alguna.

30/7/10

¡No hay mosquitos en Cuba! I

Algo breve y ligero para este entreacto entre viaje y viaje.

¡No hay mosquitos en Cuba! Así, todos los santos días, una y otra vez y otra vez más. Me sobresalta el cuerpo que yace al lado de mi cama, en la otra cama de este horrible hospital en el que me encuentro. No sé si llevará razón o no el hombre -porque es un hombre el que ocupa ese cuerpo, o eso parece, pues sólo puedo atisbarlo de reojo y con dificultad-, no lo sé. No sé si hay mosquitos en Cuba, no lo sé, ya que no he estado nunca en la isla y tampoco me había planteado nunca el hecho, de ahí mi falta de información. Nunca entré en Google ni en enciclopedia alguna, en busca de si hay mosquitos o no en Cuba. Y no es que no me atraigan los temas del Caribe, ni de su perla en particular, ni que no esté interesado en la entomología, ni en ese insecto de forma individual, simplemente es que jamás pensé en ese hecho, por inusual tal vez, dada mi lejanía del lugar, y que a mí, particularmente, lo que me interesa son las rocas, pues soy geólogo. Además, ¿a quién coño se le ha pasado por la cabeza, alguna vez, si hay mosquitos o no en Cuba? ¿Quién se lo ha planteado alguna vez que no haya pensado en ir de vacaciones a Cuba, o a vivir allí? Y él erre que erre. No tiene límites. ¡No hay mosquitos en Cuba! Así, con su voz estentórea, sin miramiento alguno, sin avisar. Si al menos tuviera la decencia de avisar de alguna forma. No sé, un leve movimiento en la cama, un suave pestañeo, un ligero carraspear. Pero no. Nada de nada. Es como si estuviese en coma profundo, con los ojos en el techo de la habitación, siempre abiertos -o eso me parece-, y de vez en cuando despertase para soltar la frase. ¡No hay mosquitos en Cuba! Joder, el corazón se me va a parar en cualquier momento. Y no tiene una pauta fija, en cuanto al tiempo, me refiero, para que pueda estar al tanto y prevenido. ¡Qué desastre! Me dan ganas de contestarle, con acento cubano incluido: ¡Y a mí qué coño me importa, “mhijo”! ¿O eso de “mhijo” lo dicen los canarios? También he pensado en taparle la boca y la nariz, y que duerma el sueño de los justos (de los injustos en este caso), pero sería excesivo por tan sólo una frase. Me pregunto qué habrá tras ella. Debe ser algo terrible. Estás aquí, yacente, en la cama, sin decir ni mu (es un decir, porque mu es verdad que no dice, pero la frase parece ser el aviso del principio del Apocalipsis), y sueltas esa frase, así, a voz en grito, repetidamente, sin más, y sin menos, claro; y ya está, sólo eso. Debe esconder algo tremendo, oscuro, terrible y mefítico. Porque esto es un sanatorio para desequilibrados, o eso creo, si no de qué. La verdad es que no estoy seguro. Ni yo sé muy bien porqué estoy aquí, de ahí que piense que lo es, pues en caso contrario ¿qué hago aquí yo con este sujeto a mi lado? Sólo veo a una enfermera, tres veces al día,, que me toma la tensión, me pone un termómetro en la boca, y anota los datos en la hoja que hay a los pies de la cama; deja una bandeja de comida y la recoge una hora después; hace lo propio con el de los mosquitos cubanos y ya no se le vuelve a ver el pelo. También entra un médico, una vez cada día. Me mira los ojos con un lápiz de luz, me destapa, mira mis partes pudendas, mueve negativamente la cabeza mientras me mira a los ojos y se larga. Nunca me dice nada, como la enfermera. Tampoco yo le pregunto. Quizá sea un mundo de mudos –salvo el de los mosquitos, eso está claro-. A éste lo ignora. Tal vez sepa ya todo lo que hay que saber sobre los mosquitos cubanos, o tal vez no tenga solución, o no tiene partes pudendas porque se las han amputado. No tengo ni la más remota idea.

12/7/10

Revista Mas Literatura, nº3; y hasta la vista.

Ya está en la calle, es un decir, el número tres de la revista Mas Literatura, en descarga libre, en papel y en su versión virtual. Espero que sea del agrado de todos aquellos que se acerquen a ella de una manera u otra. El posible placer que se pueda obtener, al leer alguno de sus elementos, será suficiente para satisfacer a todos los que hemos participado en ella.
Aquí dejo los accesos directos a cada uno de sus formatos:
Descarga gratuita: http://www.bubok.es/libro/detalles/186026/Mas-Literatura--n-3--Julio-2010--Formato-Ebook
Versión virual: http://issuu.com/masliteratura/docs/revista-julio2010
Versión impresa: http://www.bubok.com/libros/176301/Mas-Literatura--n-3--Julio-2010

Y ya, ahora, me voy de vacaciones, a viajar casi sin rumbo, sólo con fecha de salida y de vuelta. Aquí dejo algo, en palabras, para despedir.

De espaldas siempre, materializando el paso del tiempo y la compleja tarea de rememoración. Perdemos, con metros metálicos en las manos, midiendo espacios vacíos, señales de circulación con extrañas palabras, extraños símbolos, en lugares sin sentido. Debemos esculpir la vida, no gritarle ni increparle. Debemos sacar de la vida la palabra, aunque se obstine en su mudez, aunque sólo nos muestre su cara. Insistamos, seamos escultores de la vida. Imitemos al Divino.

8/7/10

Bajo la sombra del sauce ciego. III

Cogí la botella de la coctelera. Cuando me dispuse a servirme la absenta en el vaso, se levantó, tan repentinamente que me asusté. Se rió de aquella forma tan suya, tan agradable, con aquel sonido tan sensual, al tiempo que cerraba casi en su totalidad aquellos ojos grises, de un gris tan profundo como las tardes lluviosas de los países boreales. Me indicó con gestos que esperase. Entró en la casa para reaparecer enseguida con una botella de vodka que balanceó ante mis ojos. Sonrió. La metió en el bolso que le había comprado. Me cogió de la mano y me dijo, deduje, en su idioma, que nos fuéramos. Paseamos hasta la playa. La oscuridad de la noche se había asentado. El rumor de las olas era muy nítido cuando lamía, suavemente, la orilla. Una pareja se besaba, al abrigo de la oscuridad, sentados en la arena, a la manera india, uno enfrente de otro. Iwana me miró con ternura. Nos sentamos alejados de ellos, frente al mar. Sacó la botella de vodka y la abrió. La levantó hacia la luna, que iluminaba el agua, en naranja y argenta. Le dio un trago y me besó en la boca, introduciendo el líquido en la mía.

5/7/10

Bajo la sombra del sauce ciego. II

Cuando salí encontré a Iwana sentada bajo el sauce, acariciando al perro con un suave movimiento de su mano izquierda, sobre el lomo, mientras con la derecha se llevaba una fresa a la boca. Masticó con delicadeza, moviendo apenas los labios, unos labios finos y bien delineados. Me sonrió. Cogió otra fresa de la fuente de cristal azul marino que había sobre la mesa de madera de teca y me la ofreció alargando el brazo al tiempo que me sonreía. Siempre sonreía. Negué con la cabeza mientras me acercaba. Me agaché hacia ella cuando estuve a su lado y la besé en la mejilla. Me dijo algo, en su idioma, que no comprendí. Me senté junto a ella y me entretuve mirando como comía. Se rió a carcajadas y un leve hilo de color rojizo le escurrió de la boca hacia la barbilla. Se lo limpió con el dorso de la mano. Me gustaba quedarme así, mirándola mientras hacía cosas, cómo se movía al andar, cómo cortaba el aire con las manos mientras hablaba en su extraño idioma, intentando, supongo, decirme cosas, aun sabiendo que yo no la entendía en absoluto. Era todo un prodigio de gestualidad. Llevaba un pantalón mío, de lino, y una camiseta de algodón, mía también, verde oscura, con dos corazones en rosa, uno más grande que otro, y la frase “I love your tail”.
No tenía nada. No llevaba nada cuando se sentó conmigo, aquella tarde de hacía dos semanas, en Spandau, tras separarme de Diana y Jorge por cuestiones de destino. Él quería seguir a Praga y yo no. Diana dijo que también quería ir a Praga. Llevábamos, ella y yo, todo el viaje sin apenas dirigirnos la palabra. Ambos lo habíamos utilizado como excusa para reencontrarnos, sabiendo que en realidad era la excusa para acabar con una historia que éramos incapaces de sobrellevar como la teníamos y que, sin embargo, ninguno de los dos encontraba el momento ni la situación para decidirse o para creer que era lo que debíamos hacer. Saqué un billete de tren para Munich, y como aún quedaban seis horas para su salida, decidí hacer tiempo, tras comer una salchicha en la misma estación, sentándome en una especie de cervecería que había cerca de ella. Pedí una jarra grande y abrí el libro de Murakami, Norwegian Wood, por donde lo había dejado. Ella, Iwana, estaba sentada en la mesa de al lado. Me miraba constantemente, pero no le di más importancia y me dediqué a leer mi libro. Al rato la vi delante de mí, de pie, mirándome fijamente. Le dije que no hablaba alemán, pero no contestó. Inquieto, le pregunté si hablaba inglés. Negó con la cabeza. Me dijo algo en un idioma que no conocía, tal vez ruso o polaco. Sonreía -jamás la he visto dejar de hacerlo desde que la conozco-. Le hice un gesto con la mano para que se sentara. Lo hizo. Miró el billete de tren que yo había dejado sobre la mesa. Lo hice yo también. Me sonrió. Le dije, en español, y con gestos, que me iba a Munich y que, si quería (en tono de broma), se podía venir conmigo. No debió entender el tono. Se levantó, me cogió de la mano y me indicó, con gestos, que cogiera mi bolso de viaje. Lo hice, sorprendido, y la seguí. No me soltó ni un solo instante, apretando mi mano con fuerza, como si temiese que me fuera a desasir. Me llevó a la estación. Buscó la ventanilla donde se vendían los billetes para Munich. Miró a la chica que allí había, y después a mí con cara lastimosa. Estaba absolutamente desconcertado. No sabía qué hacer. Por qué no, me dije. Estaba solo y ella también. En el peor de los casos siempre nos podíamos despedir allí, en Munich, o tal vez sólo quería que le pagara el viaje. Saqué dinero y le compré el billete.

1/7/10

Bajo la sombra del sauce ciego.I

Sobrevivo a base de absenta helada. El calor me pega a la sombra, en la que me resguardo como una culebra, aletargado, casi inerte. No se mueve ni una hoja, de un verde casi desaparecido, traslúcido. El tiempo detenido por un sol que abrasa, bajo, tan bajo que parece que en cualquier momento se vaya a caer; de un amarillo excesivo, hiriente. Todo parece muerto, la hierba, los árboles, el aire, como si todo el mundo hubiese muerto o se hubiese ido; los animales también, salvo las cigarras, impertérritas ante el infierno de calor en que vivimos, siempre cantando su sonido áspero, espeso, constante, taladrando ese aire denso, caliente y asfixiante que todo lo envuelve, como una orquesta casi monocorde, todas afinando sus instrumentos al tiempo, repitiendo una partitura de dos únicas notas.
No hay ni una sola nube que rompa el azul casi desaparecido del cielo, cautivo del amarillo intenso del sol.

Me he despertado empapado en sudor. Me duele la cabeza. Absenta. Demasiada absenta para paliar el calor y esta quietud que todo lo cubre, que todo lo encierra, que oprime mi cuerpo contra el suelo y me impide cualquier actividad. Me levanto a duras penas para darme una ducha fría. Un último trago al vaso de absenta mientras observo como el sol desaparece tras las quebradas montañas en la lejanía, en la línea del horizonte. Anaranjado casi rosáceo. Las gaviotas vuelven de algún lugar de tierra adentro, formando grupos, como rosarios extendidos sobre mi cabeza, allá arriba, en la bóveda celeste, regalo de un dios adormecido. Algún vencejo cruza el cielo, con su vuelo rápido, casi en zigzag, con esa forma tan peculiar de volar, de batir las alas, y el dibujo exquisito, en su simplicidad, de su cuerpo al desplazarse, con las alas extendidas; manchas negras bajo un cielo que anochece. Uno gato atigrado se pelea con otro, negro. Se miran, se retan, corren y se enzarzan en un cuerpo a cuerpo, entre maullidos de furia y de aspereza. El negro cae a la piscina, de la que sale rápido y, perseguido por el otro, corre hacia el seto, dejando sus huellas de agua sobre las baldosas. Mi perro los mira desde la distancia, tumbado, abúlico, inerte, sobre la hierba, bajo el sauce. Parece muerto, ajeno a todo. Sólo las pupilas se mueven siguiendo el quehacer de los gatos. Es hembra pero él no lo sabe, cree que es macho.

29/6/10

Pareidolia

La fotografía es mía.
Un pequeño homenaje al único cuadro de Dalí que me gusta, “La ventana”. Y sé que decir esto implica mucho, por lo que de icónico tiene Salvador Dalí, pero qué le vamos a hacer, no me gusta casi nada de lo que hizo, y aún más, y más tremendo, ni cómo lo hizo.
Existimos para la búsqueda, para conocernos a nosotros mismos, y ello para buscar la paz, leí en algún lado, con nosotros mismos y con los demás. Los niños ayudan, los perros también, y algunas personas, aunque pocas, muy pocas.
Pero la mayoría de las veces nos creamos ilusiones que nos permiten ver formas ambiguas como figuras definidas, para engañarnos. Ciegos en un mundo de ciegos. Elegimos caminos, personas, para evitar, para seguir, tratando de encontrar las pérdidas, los ríos, las bifurcaciones, los avatares del destino, de la vida, y vemos que no es ahí, ni por ahí, o deberíamos darnos cuenta de ello, pero erramos; es la esencia humana, aunque también es humano, o debería serlo, reconocer, aprender, rectificar. Jugamos al azar, a veces, y hay cosas con las que no se debe jugar, y ello a pesar de lo atractivo del juego, del placer de hacerlo, pero hay cosas que están po encima del juego, donde hay que saber mirar y hacerlo con mucha profundidad, siendo, escuchando y escuchándonos de verdad, oliendo. No me quiero equivocar más.
Una pareidolia es una interpretación arbitraria de la mente humana, producida al asociar un patrón o forma con una figura reconocible de una persona u objeto. Puede ocurrir naturalmente, como por ejemplo ver un una nube y en ella reconocer un perro o cualquier otro animal, o puede ser inducida artificialmente, como cuando un pintor oculta en su obra alguna que otra figura, casi imperceptible, en el agua o la corteza de un árbol. Con ellas nos autoengañamos muchas veces, para seguir o para intentarlo, en vez de hacer lo que deberíamos hacer.

27/6/10

Mis pequeña sacrificio

Qué pedazo de luna. Qué maravilla. Es de una belleza que aturde. Inmensa, eterna. Rota a veces por jirones de nubes negras. De un blanco inmaculado. Serena, tranquiliza. Es soberbia. Merece la pena pararse un momento y contemplar, deleitarse en ese espectáculo. Un momento, tan sólo un momento, y maravillarse de algo tan aparentemente simple, tan al alcance de la mano, y sin embargo tan ignorado. Pero no es de esto de lo que iba a escribir, sino de una mujer que conocí hace tiempo; y es que se me va la cabeza.

Era una mujer impredecible, arbitraria. De esas que cuesta entender el código ético por el que se rigen, si es que lo tienen, que lo dudo, y que, caso de tenerlo, se basa en el simple y llano deseo de satisfacer los suyos, primordialmente emocionales, pero sin olvidar, momentos después, los puramente carnales. Era esa típica dama de bien, a veces, sobre todo cuando se bañaba en lágrimas, pero era puro esnobismo, o deseo de llamar la atención, de enganchar mediante los sentimientos. Teatralidad sin más. Al igual que su adicción a jugar a los Reyes Magos.

Era el tipo de mujer más autodestructivo con que me he tropezado. Y lo malo no era su destrucción, que sólo repercutía en ella, sino que arrastraba, con ella, a todos los que podía consigo, destruyendo a todo aquel que se le arrimaba. No sabía de soledad, a pesar de que siempre estaba sola. Pero buscaba como un vampiro, para dormitar en el ataúd que era su alma, regodeándose con la sangre que había sorbido.

Y en tensión era un infierno, inaguantable.

Se vestía de puerilidad para camuflar su vacío, y avanzaba con pasos seguros, a base de tropiezos que achacaba al destino, al sino o a cualquiera con que se enconntraba en su camino, hacia ningún lugar; y es que la inteligencia tiene sus límites pero la estupidez no. Con un frío en su interior que helaba. Cuanta tontez en la noche, cuanta chatarra. Vendía su alma y su cuerpo como si no fueran nada, a cambio de un poco de atención, de calor.

Daba la sensación de que su estilo no era ni más ni menos que cansina expresividad. Su interior, un universo tan retorcido como pueril.

Sus conversaciones, de aparente felicidad o terrible desaliento, de aparente profundidad, parecían recitadas al azar, sacadas de retazos de otras conversaciones, de lecturas, de citas, de muchas citas sacadas de aquí y allá, buscadas para aparentar ser, en un intento forzado de parecer natural y profunda, pero que no eran sino simple y llanamente insoportables.

Esa aparente modélica mujer, mujer sacrificio y sacrificada, ella misma y por los demás, tenía anclajes emocionales, de los cuales había derivado a la mentira, de la que se alimentaba, hacia ella misma y los demás. Olvidando la realidad, la vida, tergiversando lo que estaba bien y estaba mal, concluyendo en el adulterio consigo misma y con los demás, cuando podía y con quien podía, mental, espiritual y físicamente. Esas adicciones emocionales son las que te pueden llevar a comprender su verdadera naturaleza.

Quería ser sugerente, penetrante, compleja, para lo que se vestía con una fachada de perfección armónica, casi minimalista en ocasiones, barroca en otras, pero que, a lo único que conducían era, en momentos, a preguntarte, con cierta intriga, sobre su personalidad, y en la mayoría de ellos sólo conducían al bostezo.

La conocí en un viaje, a Lisboa –cosas del destino-. Iba solo, en tren, desde Madrid. Se sentó conmigo, enfrente. Viajaba sola, también. Yo leía. Al poco comenzó a hablarme y, como suelo hacer, la escuché. Al principio me pareció interesante. Me preguntó las razones de mi viaje, si trabajo, amigos, amiga, placer… Cuando supo que era esto último me dijo que ella también. Hablamos sin tiempo, más ella que yo. Al final pasó todo el fin de semana conmigo. Terrible error. Demasiadas horas de oír, de saber, de ver todas sus interpretaciones, su teatralidad, su… todo, que no era sino nada, una terrible nada vestida de apariencia, un querer aparentar, un intentar tener u obtener. Pero me hizo preguntarme por mi ser. ¿Y si yo soy así también? Espero que ella no llegase a esa conclusión. Después de pensarme, yo creo que no, aunque nunca se sabe cómo te ven. Pero eso es lo de menos, o al menos eso creo yo.


25/6/10

El miedo a vivir de verdad

A veces pienso que realmente nos merecemos lo que tenemos, lo que somos, el vivir en la mediocridad. Y lo lamentable es que personas que pueden, que saben, que ven, de repente las circunstancias de la vida les da la posibilidad de tener lo que ansían, lo que han deseado, a quien han querido, lo aparentemente imposible, y se echan atrás, huyen, se esconden; se conforman con un pequeño momento de brillantez, con saber que han podido tenerlo, que lo han tenido al alcance de la mano, que lo han rozado. El miedo es libre, y el miedo nos atenaza. No somos capaces de asumir determinados riesgos y preferimos vivir en la más simple y abúlica normalidad, en la tranquilidad de lo de siempre, como siempre, donde no pasa nada, y lo que pasa lo adornamos o intentamos hacerlo para que sea más digerible. El miedo al qué dirán, a si sabré, a si podré, a si estaré a la altura, a todas las circunstancias que puedan rodean los hechos importantes, a los convencionalismos sociales. Y no nos damos cuenta de que sin riesgo no hay placer, sin riesgo no hay vida, sin él no avanzamos sino que nos quedamos estabilizados, anclados en la rutina de la abúlica normalidad. No hay gloria sin sufrimiento. A veces nos comportamos como unos simples cobardes estúpidos, y escondemos lo que deseamos en lo más profundo tapándolo con un montón de “es que…”. No nos atrevemos a dar el siguiente paso, aunque nos pongan un puente de plata. Nos matan los convencionalismos, los miedos. Somos demasiado débiles, demasiado cobardes, demasiado normales. Nos conformamos casi con cualquier persona, cuando soñamos con la ideal, y cuando ésta la tenemos al alcance de la mano, pero hay que asumir un esfuerzo, enfrentarse a los convencionalismos, arriesgar, aparece el miedo y nos echamos atrás. Es que…, nos decimos. Y toda la vida recordaremos lo que pudimos, lo que perdimos, y seguiremos braceando en la marea, con personas que nos darán un poco, pero nada más. Nos conformamos con cualquier estatus, y cuando nos ofrecen la posibilidad de cambiarlo, de dar un salto cualitativo, pero que entraña un riesgo, que implica cambiar, asumir, enfrentarse a la sociedad, aparece el miedo y nos echamos atrás. Es que…, volvemos a decirnos. Siempre igual. A veces somos capaces de hacerlo, durante un momento, por determinadas circunstancias, pero fuera de ellas, cuando desaparecen, nos diluimos como azucarillos, el miedo nos arrebata y preferimos esconder la cabeza como el avestruz, y volver a la tranquilidad de la nada, donde nos nadie nos diga nada, donde no pase nada, donde no tengamos que arriesgar, con quien todo es nada… Preferimos seguir viviendo en la vulgaridad, en la normalidad, pudiendo tener, pudiendo saborear, pudiendo cambiar. Y, sin embargo, somos tan absolutamente cobardes que cuando hemos tenido lo deseado, la brillantez, en las manos, el pánico a tanto y lo que lo rodea nos hace echar a correr despavoridos hacia atrás. Recordaremos esa posibilidad a menudo, lamentaremos el haberla perdido, pero nos conformaremos, adornaremos la cobardía con muchos “es que”, y seguiremos malviviendo, sobreviviendo, a la espera de algún otro momento de brillantez, de alguna otra persona brillante. A veces pienso que no merecemos más de lo que tenemos, y que no tenemos ningún derecho a quejarnos. Ser cobardes no es un mérito, aunque ayude a sobrevivir sin sobresaltos. Prefiero otro tipo de vida, otro tipo de personas, prefiero asumir riesgos y vivir, aunque me pueda caer, aunque puedan decir, aunque pueda perder; prefiero saborear, prefiero lo brillante, prefiero mirar y tocar, que esconderme y estar por estar. Pero cada cual es cual, y el miedo es libre. Todo es respetable.

22/6/10

He visto tus ojos

Juraría que he visto el reflejo de tus ojos sobre el agua clara de un estanque; del color de la yedra en primavera, de los tonos del sol entre la lluvia, por la tarde. Delicados, suaves, de mirar amable, como el deslizar del terciopelo. Ojos de otra vida, de otro instante. Y me ha gustado.

20/6/10

Wroclaw. El paisaje polaco. II

Hay personas, ciudades, que con solo estar, con solo mirar, con apenas una sonrisa, crean alrededores. Me dio la impresión de que las conocía de mucho tiempo atrás. Era algo parecido a la nostalgia…
Hay paisajes que, como las personas, tienen talento. Hay quien lo tiene y quien no. Hay una línea entre ambos.
Hay quien puede cruzarla y quien no. Por eso, si se encuentra alguien con talento, si se encuentra, también, un paisaje así, hay que tratarlos bien para que no se vayan, hay que estarlos, para degustarlos, para saberlos, para sentirlos, para aprender; hay que beberlos hasta el último sorbo, como el vodka polaco.
El tren, de Wroclaw a Berlín, es de una lentitud pasmosa, atraviesa la zona boscosa, inmensa, de los Sudetes. Obras constantemente a ambos lados. Más vías, más carreteras. Y es que el país está en obras, está a medio hacer. Las casas de campo con estética alemana. Me recuerdan el cuadro American Gothic de Grant Wood, o las construcciones de los Amis, en el medio oeste americano. Pareciese que esté en el siglo XIX. Lento, es lento el tren. Para en todas las estaciones.
Eterno. Seis horas hasta Berlín. Pero hay miradas mientras se juega. Alguna iglesia, de vez en cuando, perdida en una zona de pastos, rodeada de casas sueltas, con rodales boscosos. Algunos toques de rojo, de amapolas, colorean los distintos tonos de verde de los campos de cereal, y de vez en cuando el blanco de las trepadoras. El trigo empieza a amarillear. La tierra es muy gris. Obras y obras. Obreros por todos lados, vestidos de naranja, serios. Y el horizonte, al final, eterno, lejanísimo en la plenitud de la llanura; con una transición entre el verde oscuro hacia un azul muy denso, tendente al gris blanquecino de las nubes, como los ojos de las polacas. Parece su reflejo. Es un mundo plano. Preciso. Precioso. Como los duendes de Wroclaw, como el duende de la noche polaca, de Wroclaw. Hay una línea en ese paisaje, en esos alrededores creados, y yo la crucé.

19/6/10

Wroclaw, la ciudad de los duendes. I

Con una plaza mayor de las más bonitas que he visto en mi vida, la Plaza de las flores. Color y color, y una geometría extraña, especial, paseada. Te rodea de formas, de ventanas, de color, y en el centro otro edificio deslumbrante, lleno de formas cálidas, de ocres. Flores por todas partes, y veladores abarrotados, llenos de bebedores de cerveza. Los ojos se llenan de esa luz y ese color y esas formas. Es curioso la cantidad de cojos y de problemas en el andar que hay en las personas que se ven en Wroclaw. Y la rareza, para suavizar, en el rostro de los hombres. Una tipología eslava, tal vez, pero muy alejada del canon al que estoy acostumbrado, de lo que me resulta atractivo; y me sorprendió la plenitud de su parte de atrás de la cabeza, que había visto en dibujos de antropología sobre razas, pero que ahora he confirmado; con el pelo muy rapado. Las mujeres, en cambio, son excepcionalmente bellas, sobre todo las morenas, y sus ojos, exquisitos, en una gama del azul al gris, inmensa, de sobrecogedora mirada.
Parece un país a medio hacer, o empezando. Con la estética de los años cincuenta, de la era comunista, de la guerra fría. Edificios grises, calles grises, el cielo gris, la gente gris. Serios, de poco hablar y mucho moverse, mirando hacia delante o hacia abajo; taciturnos. Gente muy respetuosa, acostumbrada a ese estar, tan silencioso, tan obediente, de otros tiempos. Las personas mayores parecen sacadas de una película en blanco y negro de la guerra fría. Todo muy limpio. Los barrenderos se agachan para recoger una a una las colillas del suelo, y los papeles. Siempre mirando al suelo. Tranvías por todas partes; en su mayoría muy antiguos, con su sonido característico, por las calles adoquinadas, antiguas y grises, y como un techo de cables que cubre todo el espacio entre los edificios, altos edificios, antiguos por dentro y por fuero, que se van reparando a detalles, con escaleras de madera, oscura, pisada, gastada enmoquetados -con la moqueta más sucia que he visto en mi vida-, con habitaciones de techo alto, ascensores sin puerta de seguridad. Pobres por todas partes, mendigos, de los que apenas unos cuantos piden, sólo deambulan, y miran el suelo, buscando algo, tal vez lo que hay más debajo de él, están, sólo están, ni siquiera son, o no lo parecen, sólo están. Las palomas son gordas, están como hinchadas, tal vez, de noche, se comen a los mendigos. En algunos pasillos de la ciudad, en algunos de sus espacios, algunas mujeres hacen flores, naturales o de papel, y las venden, sentadas, sin mirar, sin pedir. Sólo están. No hay extranjeros, apenas algunos alemanes, algunos españoles, erasmus –chicas-, y qué curioso, llenas de altivez y de estupidez.
Cereveza, cerveza, miles de litros de cerveza, tirada de precio. Sólo se bebe cerveza, o yo sólo bebí cerveza. Sobra el agua. Y vodka, claro. Magnífico, suave, delicado, con cierto aroma a fruta. Me gusta.
La ciudad de los duendes. Y descubrí que existen. Y me acompañó hasta el final, con dos botellas, pequeñas, de vodka, en un viaje suave, sobre raíles, hasta the last parada, como diría aquel, para estar y oír la voz que sale de dentro, en el frío de la noche, bajo una marquesina, en una BP. Noche de palabras y de sonrisas, y de mirar. Existen los duendes, yo lo sé, los he visto

11/6/10

Las ratas no se enamoran

Era una puesta de sol tan hermosa que parecía un milagro, que no conseguía explicarlo si no era así. Como si una parte del mundo, de mi vida, se tiñese de rojo, de un rojo tan granate que te hiciese llorar, de placer, de felicidad, como si no pudieses encontrarte, sentirte apenas. Y sentí un estremecimiento interior tan intenso, tan poderoso, un anhelo tan fuerte, que no tuve más remedio que cerrar los ojos y dejar de respirar, aunque sólo fuese un momento, y detener mi vida. Ese hecho despertó en mí algo que llevaba guardado mucho tiempo, tanto que lo había olvidado por completo. Me di cuenta que había estado dormido, como muerto, y aquello me hizo sentir tan triste que no pude sino llorar, llorar con desconsuelo. Recordé a Aiko mientras sonaba Wish you where here. Cuando abrí los ojos y volví a mirar hacia arriba, el rojo casi desaparecido, y vi una inmensa línea blanca, estrecha, de nube, como el rastro que deja un avión, pero más ancha, cortando el cielo. Había pasado demasiado tiempo y apenas me había dado cuenta. Era tarde. El tono era hermoso, un azul oscuro, azul medianoche, profundo, luminoso. Recuerdo la primera tarde que quedamos. Me dijo, sin venir a cuento, que en el mundo, hoy, sobra el olfato, que parecía que las personas no oliesen, como si careciesen de nariz. Y ello es porque son frías, carnales pero frías, y que ni tan siquiera el olor que desprenden merece la pena. Decía que las personas se buscan, se juntan, pero no se miran. Me contó que la mayoría de las personas que había conocido seducen, pero que su atracción era mecánica, fría, terriblemente fría, como la de los robots, personas sin alma, o con ella, pero un alma mecánica también. La mayoría de las personas que habitan este mundo son outsiders, que viven en la vida pero fuera de ella, al margen de ella, aunque no lo creen y se niegan admitirlo, y ello es porque no huelen, porque no saben hacerlo, porque no tienen esa capacidad, no tienen olfato, son personas transparentes, ausentes, cazadores cazados que viven en los confines de la ciudad, en espacios donde todo es frontera, en lugares cambiantes contínuamente, donde se disuelven las líneas de lo real y lo imaginario, de la belleza y la fealdad, donde se confunden los sentidos con los sentimientos, en la modernidad líquida que dice Baumann. Por eso, me decía, es tan importante el Arte, apreciarlo, sentirlo como lo haces tú, como símbolo de la Belleza, de lo esencial, del alma, de su creatividad, y que, en el arte, sólo una cosa importa, aquella que no se puede explicar. Por eso hay que ir a las obras, a las acciones, a las creaciones que son fruto del silencio, a las formas silenciosas que no paran de decirnos cosas. Hay que mirar las obras, las personas que andan por los límites de lo indecible, y que en silencio nos producen millones de sensaciones. Hay que ir a lo intangible de la existencia, y en ello conseguir palparla. Escuché de nuevo la canción: So, So you think you can tell Heaven from Hell,
blue skies from pain.
Can you tell a green field from a cold steel rail?
A smile from a veil?
Do you think you can tell?
And did they get you trade your heroes for ghosts?
Hot ashes for trees? Hot air for a cool breeze?
Cold comfort for change? And did you exchange
a walk on part in the war for a lead role in a cage?
How I wish, how I wish you were here.
We're just two lost souls swimming in a fish bowl,
year after year,
running over the same old ground. What have we found?
The same old fears,
wish you were here.
La recordé a ella, con aquel tono de voz tan característico, dibujando las palabras, suavizándolas, haciéndolas casi tangibles, coloreándolas, cuando me tradujo la letra. Y no pude sino emocionarme de nuevo. La oí hablar del butoh, otra tarde, tras servirme un té, sentados sobre el tatami de aquella habitación de líneas, de espacios, llena de vacíos, y mientras lo hacía desgranaba movimientos con las manos, cortando el aire en un baile de silencios, de silencios tristes, como era aquella danza, la danza de las tinieblas, inspirada en el caminar desorientado de los supervivientes de Hiroshima, y la repulsión que provocaban sus cuerpos destrozados. Y lloró, mientras lo hacía, delicadas lágrimas por su piel blanca y extremadamente suave, tan delicada que me quemaba de sólo mirarla y verla llorar. Sé lo que quiero, o no, a veces no. Pero sé, exactamente, lo que no quiero. Llegado aquí, a esta historia presente, sólo necesito un pedazo de amor para inventar futuros. No busco héroes, busco personas reales, no huidos ni gente que huye y rehuye, que teme, gente a la que el orgullo le puede, que teme mirar atrás y ver, y sentir, que se refugia en los sentidos, en las guaridas, en los subterfugios del ser; busco gente real, donde la sencillez esté por encima de la apariencia, las emociones por encima de la aparente racionalidad, la verdad sobre lo que nos negamos, los sentimientos reales sobre los aparentes, sobre los sentimientos camuflados de sentidos para buscar, para ocultar. No quiero ciegos, ni tuertos, pues ya hay bastantes ciegos en este mundo de ciegos, quiero personas que sepan mirar y sobre todo admirar, que sepan vivir y apreciar lo que se les da, lo que se les ofrece, con sus luces y sus sombras, y que sepan dar; quiero personas que amen la vida de verdad, no sólo de palabra, que sepan afrontar, no sólo que sepan decir que saben vivir, sino que lo hagan de verdad, que sepan buscar y mirar. No quiero vivir en el lo que hubiéramos podido ser, ni en lo que fuimos, bueno, malo o mejor o peor, sino en lo que somos queriendo ser, en lo que podemos ser, sin subterfugios, luchando por ello. Es la única forma de ir, de andar, de ser, el único lugar donde todo puede ser, donde no hay lágrimas. Decía Proust que, en determinados mometos, un poco por amor propio, otro poco por picardía, las cosas que más deseamos son las que fingimos no desear; por ello perdemos tantas. ¿Hacia dónde? ¿Creer en quién? ¿De qué manera y cuándo? Esto es lo que tengo, lo único que sé. Y por ahora es, sólo es. Un absoluto devenir, una espiral. El azar como como una constante. Ir y venir. Líneas que se cruzan en el espectro de color que es la vida. Desdibujadas a veces, continuas otras, y con discontinuidades las más. A veces aparentemente absurdas. Es un no saber, y sin embargo un caminar, donde mirar es una constante, absolutamente necesaria y exigente. Observo mi piel y veo talladas, como con cincel, las expresiones de una vida, los alegatos contra la muerte en vida, contra el destino, las negaciones a la suerte y sus compañías, los retratos de miradas, las expresiones que las sonrisas reales han dejado, los regalos, los bienes dados, los sentimientos entregados, y los actos sin sentido también, a veces absurdos, o incomprensibles sólo para mí. Observo los surcos que los desastres han dejado, también; hendiduras que han curtido el decurso de un tiempo a veces lento, a veces rápido, pero vivido y sentido con una constancia cierta y con la esperanza, siempre, de lo necesario de estar vivo y hacerlo. Negar la irreverencia del fracaso consentido. Saber qué he sido y quién he sido, quién es y quién puede ser. Sentir lo que se puede y debe hacer. Lo real, no las fantasías de un idiota. Moverte en mares en calma y en los embravecidos. Buscar los caminos con el alma abierta, y esperar, siempre esperar. Sabia Aiko, cuánto sabías, cuánto me enseñaste, cuánto he aprendido contigo. Confiando en que, al final, antes que después, el alma nunca miente si sabe ver, si se sabe mirar -pero ¿quién sabe?, la mayoría es inmune a ese acto, y muchos de los que pueden hacerlo se lo niegan, como ciegos que prefieren mirar con los ojos cerrados para no desmerecer en este mundo de normales anormales, los más, de mi Borges querido-, y que los cruces de camino sólo pueden hacer dudar, un momento tan sólo, para después estar, y confiar en que no todo es lineal; que las líneas paralelas son infinitas, pero que se vuelven a cruzar; que no todo es naufragar, y que los laberintos no son callejones sin salida, que la tienen; que es mejor no buscar ni esconderse en guaridas, que eso es sólo para necios, y que lo mejor es buscar en lo real y saberlo ver y apreciar; lo malo es saber dónde y no confundir, y no mirar y caer en la estulticia de la facilidad, de la comodidad, de la estupidez, de la mediocridad, que es lo que la mayoría hace. He buscado tu mirada en el laberinto de todas las flores, y es inútil engañarse. Sólo hay un olor que hace desangrarse, sólo uno y un color, no hay más, por más que te devanes los sesos, que te rompas el alma y pierdas la vista. El resto sólo es respirar. Y, como siempre decía Miyori, Aiko, las ratas nunca se enamoran, no lo hacen de verdad, todo es superficial, mecánico, pura impulsividad, sólo instinto, sentidos, sin sentimiento, vacío al final; nunca saben ni sabrán lo que es de verdad, y aunque lo hayan tenido nunca lo sabrán mirar. Y no sé por qué me vienen todas estas cosas, pero lo hacen, y aquí están. Y ahora me voy, cansado de escribir, a estar por ahí, a mirar, a ser, a ver, por unos momentos ,el mundo oriental, qué son, cómo son, qué dicen, qué piensan, qué sienten. Me voy a viajar, de verdad, a lo distinto, a lo no conocido. Voy a descansar y disfrutar, un momento, tan sólo un momento, para después seguir entre esta masa que absorve y mata, y luchar, seguir luchando contra la marea, y esperar sintiendo, sintiendo de verdad, no como la mayoría, aunque algunos dirán...

7/6/10

La mecánica de la razón

- ¿Qué animal te gusta más?
- El águila.
- ¿Por qué?
- Porque vuela, porque es libre para volar, y casi siempre va sola ya que arriba casi nunca hay nadie que quiera estar, que pueda hacerlo. Cuando encuentra el compañero adecuado siempre van juntos.
- ¿Y a ti?
- El león, la ballena, la jirafa, la cebra, la vaca…
- ¿Por qué?
- Porque vuelan…
- ¿Las vacas vuelan?
- Las que no dicen muuuu y no dan leche sí.
- ¡Ah!

2/6/10

De repente. Miyori

Y de repente el campo florece, y no se sabe muy bien por qué, o sí, pero lo hace, y de qué manera. Miyori aparece, como los cerezos en flor, como las flores del almendro bajo las que se mecía, y aún hace, o eso dice, mirando las montañas verdes. Hay sorpresas de repente, delicadas, que engalanan, o que dicen lo que miran, lo que regalan, lo que son, como un presente en presente, real, no imaginario.
Miyori. Aiko Ueda, de nacida; como el blanco de un kimono de seda, y ese toque de azabache que corona su cabeza y cae en cascada acariciando su piel, tan delicada, casi ausente; más alma que otra cosa. Con ese mirar que se te queda. Y ese dulzor en su hablar, tan considerado, tan tierno, tan suave, tan lleno de silencios llenados con la mirada y con los gestos. Con ese su andar, tan pausado y elegante, con la punta de los pies hacia dentro, tan cierto y sugerente.
Es como la recuerdo. Toda de negro, sin sonrisa casi siempre, y ese brillo en las pupilas, espejo de esa fuente que lleva dentro y que mana por ellos en un derramarse sugestivo. Toda de negro, ajustado a ese cuerpo, tan delicado y fuerte, tan especial.
Miyori, como las flores, de repente, en primavera. Tan sugerente. Delicado como ella, casi como sólo ella. Sólo unas letras, así, de repente. Siempre fue así, y no ha cambiado, parece. Miyori, silenciosa, de repente, como siempre lo hizo.
En estos días de silencios, donde es tan difícil encontrar la sinceridad, la naturalidad entre la gente, donde todo o casi todo es apariencia y deslealtad, donde es tan difícil sentir lo que se siente y decir, pero sobre todo sentir, y hacer que los sentimientos sean el motor del ser.

Miyori, de repente, en la distancia, en sus breves palabras. Surge así, en los días de frío, en esos que apenas te sientes, que sólo tienes vacíos, que buscas y no encuentras a nadie, que llamas y no se te oye, que las personas pasan a tu lado con gesto indiferente.
Y ellas es, y era, y cumplió su promesa y se buscó fuera y encontró la razón de ser, y por eso volvió al lugar del sentimiento, donde se sentía y se siente ella, al lado de lo que le llenaba, y le llena, al lugar de las emociones y a la persona que las provocaba. Tuvo que salir de allí para saber la certeza. Nada la arredró en su vuelta. Y es, ahora, y siente, dice. Y la creo, porque siempre fue cierta. Es ella, sintiéndose, sintiendo, en donde sólo podía ser, con quien sólo podía ser, completa.
Miyori, de la que escribí todo un poema, de alegrías y de penas, adornado, imaginado, ampliado e inventado, de vida, de lucha, de ser, después de tanto hablar y escuchar, de percibir, de silencios y mirar, de aprender con y de ella. Toda una mujer, de las que ya pocas quedan. Tan lejana, tan ausente, tan distinta, tan distante y tan cercana, tan de verdad, tan presente. Como ella decía, incluso a miles de kilómetros, la distancia es un segundo entre dos corazones, un espacio inexistente que te acerca por la emoción, que te une, que lo quieres. El sentimiento une, acerca, enriquece, y debes multiplicarlo, sonreírle, degustarlo, como el plato más sugerente. Dejarte llevar por ellos, por los sentimientos, por las emociones; vivir es eso, es así como se debe; luchar por esos sentimientos y emociones, inexplicables, profundos, verdaderos, que nunca se desvanecen sino que crecen con el espacio y el tiempo. No hay espacio, no hay tiempo si hay senimieno verdadero. El amor todo lo puede, el de dentro, el verdadero.
Así era, y es, Miyori. Y aparece de repente, para recordarme aquellas lecciones, para recordarme aquellos ratos.
La de la fotografía es ella.

1/6/10

El sonido roto de un violonchelo

Éste iba a ser un cuento largo, escrito por una escritora, que crearía el papel de una mujer, y yo, que escribiría el del hombre; pero determinados factores han hecho que se quede así, que tenga este final, que sea corto. Una lástima, porque iba a ser una buena experiencia, me hacía ilusión, y prometía; espero que en algún momento se pueda retomar la idea y, espero, en cualquier forma, que haya quedado bien, aunque no era la idea buscada.

Como un desterrado. Así se sentía. Arrodillado en el primer banco de la capilla de la Pasión, en la iglesia de il Gesu, en Roma. Solloza en silencio. Parece que, bajos sus pies, todo el mundo temblase. El pecho es un constante movimiento de ascenso y descenso, como espasmos, producto de algo que pugna por salir de su interior y que se niega, enquistado a su alma como una lápida de mármol que pesa y oprime. Duda. Duda de todo y de todos, de sí. Inseguridad. Angustia. Es un sentimiento áspero el que le domina, el que le agosta los canales del espíritu, impidiendo, que le lleva a quedarse dentro, en una desazón sin forma; acre, como el desagradable olor que exhala el pútrido aliento de los cenagales, de las cosas perdidas, de las ausencias, de los vacíos descompuestos. Siente como si todo su mundo, un mundo creado para asir la luz, se hubiese roto en mil pedazos, en multitud de partículas de cristal, de difícil recomposición, imposibilitadas, en ese estado, para reflejar una luz que rozó con la yema de sus dedos, y que ahora es ausencia, vacío y oscuridad. Una rotura anclada en los piélagos de su interior, que repite hasta la saciedad, casi con impudicia, el sonido de las cartas rotas por un amante despechado. Y esa ausencia se recrea en la atmósfera que le envuelve, la de la capilla, la de la iglesia, donde por una vez es incapaz de absorber la belleza que hay en ella, ni tan siquiera de sentirla, de reparar en ella. Ausente de los olores a incienso, a perfumadas velas; ausente de los colores de la pasión de Cristo, en los lunetos de la capilla, los frescos de Pozzi en la cúpula; ausente de las formas, de la Trinidad de Pozzo, en la capilla de San Ignacio. Ausente de todo, rodeado de tanto, vacío de todo. Ausente. Ido. Perdido. Sólo está para sentir su adentro. Con una sensación de estar, de no querer morir sin sentir aquello. Levanta la vista y mira, como un alucinado. La vuelve a bajar. La música, surgida como por un ensalmo, le hiere dentro, royendo los adentros, mascullando aullidos alrededor de sus preces. No le dice nada esa perfección que tanto amara, esa magia surgida del ánima de Bach. Es la sonata en Trío BWV 525 en mi bemol mayor. La recuerda de tantas veces, y ahora es como un réquiem. El sonido es suave y llena el espacio, un sonido poético, claro y detallista, cuyas frases destilan humanidad. Lo sabe, pero no es capaz de aprehenderla; se le escapa como el agua entre las manos, como cuando era niño y jugaba con el cubo y la pala, en la playa. Esa música, sin ampulosidades, tan llena de sentimiento y profundidad, acorde a él, y sin embargo… ahora… no logra sino apagar el murmullo de los escasos turistas que se han perdido en las sombras de il Gesu, cuando cae la tarde, en el tramonto, sus susurros, sus débiles pasos dados en la sonrosada luz que un sol que se apaga deja que entre por la cúpula, y que casi es ausencia en las capillas. Solloza. Lágrimas vacías, lágrimas negras, escupen sus ojos, hacia nada, hacia nadie; surgidas de ese sentimiento tan denso, tan claustrofóbico, tan intenso. Y el temblor del cuerpo se acrecienta ante la angustia que su pensamiento genera, que sus sentimientos desbordados reiteran, como un martillo inclemente golpeando sobre el yunque de su alma. Un sentimiento denso, como la atmósfera de la iglesia, como el dios clavado bajo esa luz que se pierde, indefenso en su altar dorado, tan manierista, tan romano. Muerte pensada y negada. Tal vez encontrarse en otro mundo mejor, pensó y desechó. Esperanzas, sentidas, queridas, casi perdidas, o perdidas ya. El pecho se le levanta en busca de un aire que no respira. El cuerpo le tiembla. Tiembla por tanta angustia, entre tanto desasosiego, ante la necesidad imperiosa de lo perdido, ante una ausencia tan absoluta, por tanta falta. Se siente solo, vacío y hastiado, perdido en un camino hecho y ahora sin rumbo, sin sentido, como una pesadilla de lúcida desesperanza, de tedio aplastante. No sabe como aprovechar el decurso del tiempo, de su tiempo -tan sabido antes, tan sentido y bebido-, de la existencia, de su existencia, de ese camino en el que está, dentro, ineludiblemente. Y le agota. No puede más, y de ahí la contrición. No sabe muy bien por qué, ahí, ahora. O sí. Quizá los hados, quizá el sino. Y qué importa, se dice, entre sollozos amargos, si lo que es, es, y es sólo ausencia. Como un desterrado. Vivió la vida en su máxima expresión y fue expulsado del jardín, del festín de la vida. Y ahora sólo queda una vida amarga, infecunda. Intentada una y otra vez para nada, tras la salida, tras la expulsión, carente de gratificación, perdido en la pérdida y en los absurdos caminos recorridos. Desazón. Es él y no se siente él. Caminos repetidos, caminados una y otra vez. Siente que los ha repetido hasta la extenuación, como antes otros, que como él, no se han librado de ese cruel destino. Y el llanto es amargo, y no cesa. Como un desterrado. Expulsado de la vida, de la música, del color, del jardín vivido. Como si asistiese a sus propias exequias. Llorando en soledad. Él, su única y propia plañidera. Solo. Como un desterrado.
Se sentó. Sacó un pañuelo de seda, azul índigo, del bolsillo de la chaqueta de lana fría, azul marino, que llevaba puesta; el pelo oscuro y ligeramente largo; la barba de días. Se secó las lágrimas de unos ojos enrojecidos por el llanto, perdidos en unas cuencas huidas, con ojeras de tiempos ocupados en su desastre interior. Hundió la cara en el azul, dejando el rastro de su calvario. El momento de la derrota es cruel en exceso y golpea extremadamente fuerte, pero el murmullo del fracaso, de la cobardía, de la huida, es aún más terrible, porque es constante, seco, y nunca desaparece. Era, pensó, y no le cabía la menor duda, una agonía digna de su pasado, de su fracaso. Triste, eternamente triste, infinitamente triste por saber que nunca volvería a aquella ternura que fue, a aquel baile bajo la noche sola. Sintió el olor del perfume, Azzaro, de las dos gotas que ponía cada mañana en él, cuando escogía un pañuelo -como le había visto hacer a su abuelo, hacía ya tanto-. El olor le suavizó. Y es que a veces los sentidos producen ecos que hacen desviar los tiempos. Enjugó las lágrimas y se levantó despacio. La sonata había acabado. Todo era silencio. Apenas nada. Apenas nadie, salvo un par de turistas japoneses despistados. Miró el Cristo, la luz roja, el efecto lumínico. Otro calvario. Tanta belleza, tanta vida, tanto dado, tanto desastre, tanto tirado, tanto perdido, tanto derramado. Tanto. Y en el silencio, oyó como un gemido, como un llanto, delicado. Un llanto dulce, triste, desolado, acompañando el cuerpo del Cristo. Y un gemido más intenso, más hondo. Miró en la dirección de la que provenía. Una mujer, reclinada, derramando llanto. Sintió su lamento cálido. La sintió cercana, conocida, quizá por él, presentida, por el dolor del llanto, tan cercano, y se sintió humano. La miró con una mirada que la vistió de ternura, de amor, de un amor distinto, porque el amor dignifica, te hace humano. Buscó sus ojos para buscar su alma. Ocultados tras unas gafas negras, de pasta, pequeñas, que impedían junto al llanto. La cabeza gacha. El pelo oscuro, lacio. Vestida de negro y rojo. La miró despacio, mientras salía, acariciando esa alma que conocía o que intuía. La sintió lento, despacio; la acarició con la vista, como esperando. Siguió su paso.
Se sentó en las gradas, ligeramente apartado de la puerta principal. Miró la plaza que ante sí tenía. Nada vistosa, nada especial, salvo el palacio de su izquierda. Una plaza ni grande ni pequeña, sin ornamentos, con poco tráfico. La iglesia lo era todo, no necesitaba más y realzaba el lugar. Esperó que saliera. Quería decirle. Quería mostrarle. Quería contarle lo que sabía, lo que saben únicamente los que lloran. Le contaría como en las inmensas praderas de Mongolia se necesita un morinhor para que un camello llore, y así devolver el amor quitado, se necesita de ese instrumento para hacer que el viento dialogue con él y así hacer llorar al animal para producir felicidad, para devolver lo perdido, lo abandonado. Esperó en la tarde, temblando. Pero nunca salió o no la vio salir, ensimismado en sus pensamientos hacia ella, o fue tan sólo un espejismo, algo deseado pero inexistente, falso, producto de su febril imaginación. Miró a lo lejos. Era de noche. Se levantó y se marchó despacio, caminando lento, arrastrando los pensamientos, los sueños, tristes, derrumbados, como el sonido roto de un violonchelo.


29/5/10

Mucho más que algo. Tacto.

Surgió del frío. Surgió de una noche de perros, de lluvia negra, y me hizo sentir viva; por un instante quizá, o quizá, también, por una vida. Lo primero que me dijo, cuando dijo, fue un hauki:

Me derramaré,

En tu beso de auroras.

Lánguidamente.

Le pregunté si le volvería a ver. Y su respuesta fue que la pregunta no era esa, sino si él me volvería a ver a mí.

Se acercó por la espalda, muy despacio, tan levemente que no le supe hasta notar que mi respiración se aceleraba. No quise volver la vista. Era extraña esa sensación. Intuí que estaba. Respiré hondo. Estaba detrás. Algo, dentro, me lo decía. Lo necesitaba, lo respiraba. Aturdía aquella sensación. Un desasosiego que me hacía desear su presencia sin habla. Noté cómo su respiración me movía, muy suavemente, el pelo. Noté su aliento tras de mí, como a violetas y almendras, no sabía bien el porqué, y un escalofrío me erizó la piel. No quería moverme, sólo sentirlo, y quedarme ahí, sintiendo aquello que nunca había sentido. Sabía que si me movía le rozaría, sentiría mi culo contra su sexo, de tan cercano. Sentía calor por todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Quería el roce, lo ansiaba, y no también. Deseaba el contacto, y a la vez me lo negaba, por estar ahí, así, en ese momento intenso, sin palabras, sintiendo tanto con tan poco. Deseaba el silencio provocado, oír sólo su respiración, mi agitación, la sangre golpeando. Notaba el corazón acelerado, su latido constante. Notaba el suyo, acompasado al mío. Apoyé las manos en la mesa y, al hacerlo, el cuerpo se me dobló hacia atrás y sentí su tacto. Lo retiré al instante. Él no se movió ni un ápice. Sabía que tenía los ojos en mi pelo. Siempre miraba, y cómo miraba. Te entraba dentro y te llenaba de mirada. Traspasaba. Miraba el movimiento de mi pelo al contacto de su hálito. Él era así, de detalles. Hacía de un momento una vida, de un detalle, un cuadro de mil colores. Notaba la tensión, la mía y la suya, la contracción de los miembros, el leve temblor, la alteración de la piel, la excitación. Podía sentir todo lo que éramos, lo que sentíamos, con una percepción inhabitual, como si mi piel, como si todos mis sentidos hubieran multiplicado su capacidad hasta el infinito. El silencio era tan profundo que oía el más leve quejido de la madera de los muebles, pero sobre todo lo sentía a él, y a mí. Acercó su boca a mi oído. Noté el cabello en sus labios. Me susurró: Yo he visto germinar lágrimas de cristal negro en sonidos púrpura, cuando te he sentido. En ese momento, cuando te siento, noto un viento dentro, como la caricia de un violonchelo, roto de pena, quebrado. El aire que salía de su boca me acariciaba el cuello. Tenía la piel en carne viva. Respiraba más rápido, con más agitación. Creí que me iba a volver loca. La tensión me estaba matando, y sin embargo no podía ni quería salir de ahí, de así. Apreté las manos con fuerza, contra la mesa, hasta sentir daño, para sentir el dolor, para mitigar, en algo, aquella tensión. Eché la cabeza hacia atrás. Mi pelo le llenó la cara. Noté la calidez de su mejilla. Apreté mi espalda contra su pecho, mi culo contra su sexo. Noté sus manos, rozando apenas, en mi cintura, paseándola, y el subir y bajar de su pecho, su respiración agitada, su aliento. Giré la cara buscando sus labios, buscando la boca que me hablaba, que me llevaba, buscando aquel olor en la garganta que me susurraba, su aliento como de violetas y almendras, para envolverme en él y en las palabras, para bebérmelas, para saborearlas, esperando más, deseándolas. Sabes… -me dijo en voz muy baja-, cuando te veo, cerca o lejos…, cuando te veo, oigo el agua apaciguar la orilla, en su beso largo, y lento. Y quiero acercarme a ti, saberte entera, entrar muy dentro, pero de tus sentimientos. Vivir tu alma, vivir tu carne, ser tú en ti, muy dentro, y no salir, vivir ahí por los tiempos de los tiempos. Teníamos los cuerpos pegados, más aún el alma, que era cuerpo. Noté sus manos en mi vientre, despacio, y después bajando hacia mi sexo, rodeándolo, sin tocarlo, acariciando los muslos por dentro. Sentía mi humedad, y él también. Se quedó ahí, parado, apretando levemente. Respirábamos al mismo tiempo. Giré aún más la cabeza buscando su saliva en el calor de su boca. Apartó la suya, apenas. Me tumbaré en la hierba para oler tu tacto –dijo-. Subió las manos a mi vientre. Lo paseó de nuevo, más lentamente, colocando su dedo anular en mi ombligo y apretando con suavidad, creando círculos pequeños, en él, que me llegaban dentro, y más abajo. Vagó, después, con sus dedos por mis senos, sin apenas rozarlos. Noté los pezones erectos. Noté su tacto, el calor de sus manos a través de mi ropa. Sentí el calor de la pasión de mi cuerpo a través de sus dedos. Sentí la suya, cómo se quemaba por dentro, y cómo me quemaba yo. Me giró hacia él. Los cuerpos enfrentados. Absolutamente pegados el uno al otro. Mi sexo junto al suyo. Puso las manos en mis mejillas, los dedos entre mi pelo. Le rodeé la cintura con mis brazos, atrayéndolo aún más si cabe. Los dos apretando. Respirábamos juntos, al tiempo, sintiendo, siendo en el otro cada uno, siendo la vida, sintiéndola, haciéndola. La belleza de un momento único, de una pasión única, desbordante, antigua, eterna. Le besé como nunca había besado en mi vida, como a nadie lo había hecho. Le cubrí los labios y sentí el tacto de su lengua, el calor de su interior, su saliva. Le sentí entero. Nos separamos un instante. Me miró muy dentro, fijamente. Cada vez que me besas me cubres de estrellas –dijo-, y ahí soy tanto, que quiero morir, morir de ti, morir en ti, siendo. Me besó largo, dentro, suave. Tacto. Era la esencia del tacto. Se separó de mí, despacio. Se fue andando, de espaldas. Siempre mirándome, dentro, como sólo sus ojos saben mirar, cómo no he visto en nadie. Hay un momento para todo -dijo-, y éste es este momento, tan especial, así de intenso, como tú. Sólo así.

Aún sigo dándole vueltas a su respuesta. La respuesta de aquel hombre que surgió del frío.