29/4/08

Homenaje a Pessoa


Una vez que lees a Pessoa te queda un regusto amargo, o no amargo; pero sí notas en el paladar del alma que algo amargo, acre o de un sabor indeterminado, pero en cierto modo desagradable, se hunde en ti, amargándote, como si las raíces de la vida entretejieran una malla de aromas pútridos que traspasaran lo inmarcesible y se adentraran más allá del lugar donde deseas, entregándote algo que no quieres, sin saber bien por qué, pero que sientes como inevitable. Y una desazón te hiere por dentro y notas que no puedes, pero que debes, de ahí que te sientas indefenso y no sepas donde mirar, ni donde ir, ni a quien recurrir. Y es por ello que lo único que deseas es morir.

La vida es un supremo devenir de inconstancias. De ahí que erremos el camino con la simplicidad que nos caracteriza. De ahí que caigamos siempre en la inutilidad de lo opaco. De ahí que seamos siempre sólo necios en un mundo de necios.

Tal vez no deberíamos leer nunca a Pessoa. Tal vez no deberíamos dejar de leerlo jamás.

Estas son algunas de sus palabras más hermosas:
Y la suprema gloria de todo esto, amor mío, es pensar que quizás esto no sea verdad, ni yo lo crea verdadero. Faltamos si entretuvimos (podemos morir si apenas amamos).

17/4/08

La inmensidad del dolor ajeno


A raíz de ciertas conversaciones con algunos amigos, el tema del trabajo infantil, la explotación infantil o como queramos llamarlo, ha vuelto a mi cabeza. Y lo ha hecho con una fuerza mayor, si cabe, de lo que de común anda en ella. Lo terrible de las miradas de algunos de los niños que he visto en determinados lugares, me ha destrozado el alma como pocas cosas en esta vida, y ando con esas miradas como un fardo del que es difícil desprenderme, y del que, por otra parte, no quiero desprenderme, pues me une, de alguna manera, a ellos, y me mantiene despierto ante esa situación en el intento de hacer algo por ellos. No todo lo que debería o podría, pero sí algo.
Sé que no es el lugar para escribir sobre esto, y espero, por otra parte, que no se tome por lo que no es. Sé, y espero de todo corazón, que esos amigos con los que he hablado sobre el tema sabrán entender el por qué de estas palabras, y el que ellas no van en absoluto para ni contra ellos, sino que es sólo el deseo y la necesidad de expresar ésto que llevo dentro y mostrar un sentimiento mío.
Añado un par de recortes del periódico El País, de hace ya algunos años, donde se muestra algo de la cruda realidad en la que se mueven esos seres. Realidad que lejos de mejorar no ha hecho sino empeorar, en base al fenómeno globalizador y la expansión desmesurada de las multinacionales por el planeta en busca de mano de obra barata (¡¿quién más barato que un niño!?).

Doscientos millones de niños, según cálculos de la ONU, trabajan en el mundo. Quiere decirse, son esclavos.
Aunque el problema es uni­versal. India gana en las esta­dísticas: sobre una población total de casi 900 millones, tiene unos 55 de niños trabajadores, sobre todo en el tejido de al­fombras, en fábricas de ceri­llas, en tintorería. Las condi­ciones de los pequeños tejedores son similares en Pakistán o Afganistán. La industria al­fombrera se cimenta en la explotación infantil, y tampoco países como Marruecos o Tur­quía escapan al abuso.
En 1995 fue muerto a tiros en Pakistán el pequeño líder Iqbal Masih, de 12 años. Su úl­timo mensaje fue: "Importa­dores, consumidores: decid no a las alfombras hechas por ni­ños".

Un trabajador menor se expo­ne a un doble riesgo: el que re­presenta para su propio desa­rrollo la privación de la educa­ción y el derivado de la peli­grosidad que entrañan de por sí las condiciones de clandesti­nidad en las que se desarrolla. "Todos somos cómplices de la infancia maltratada.
"Costaría cerca de 6.000 millones de dólares al año (unos 780.000 millones de pe­setas) sobre lo que ya se gasta hacer que todos los niños acu­dan al colegio en el año 2000. Esto puede parecer una suma de dinero enorme. Sin embar­go, es menos del 1% de lo que el mundo se gasta cada año en armas", subraya un informe de UNICEF. El Gobierno español destina cada año a UNICEF, tan solo dos millones de dólares (260 millones de pesetas), cantidad muy infe­rior a la que aporta el pueblo español con cerca de 4.000 mi­llones anuales.

Sólo me mueve el deseo, al escribir esto, de que alguien, aunque sea poca gente, haga algo, por poco sea, de vez en cuando, cuando quiera o cuando pueda, por eliminar lo que creo que es una lacra para la Humanidad, o al menos, ayude, en la medida de sus posibilidades, a estos niños.
Sé que no es Literatura, pero para mí hay cosas más importantes que escribir, como vivir, ser feliz e intentar que las personas lo sean. Con la Literatura se puede hacer, pero hay otras formas también, y ésta, creo, es una de ellas.