24/12/10

El río de las sombras. I

La habitación es absolutamente desapacible. Diez metros cuadrados ocupados por un retrete, un lavabo y un camastro -apenas vestido por una sábana, una almohada y una manta gris con unas rayas negras, descoloridas-. Sobre él, en el rincón del cuarto, un hombre se recoge las piernas con los brazos, casi contra su pecho. La cabeza se mueve constante y rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Los ojos cerrados. La cama deja escapar, apenas, un leve sonido, como de rozadura metálica, como el ronquido de un agonizante en los postreros momentos. No hay ningún otro sonido en el espacio, como si el mundo se hubiera parado y él fuera el único ser vivo, y aquel sonido el ritmo de la respiración de un planeta vacío.
Los techos son altos, blancos como las paredes, de un blanco sucio, rayadas, desconchadas, con algunos dibujos apenas perceptibles por el paso del tiempo, la suciedad y la humedad (líneas rectas, círculos, espirales, a veces superpuestas; frases sin sentido, que quizá lo tuvieran en otro tiempo o para otros habitantes del lugar, pero no para él).
En la pared más estrecha, en la opuesta a la que está la puerta, hay una ventana, enrejada, que deja entrar la luz del día, una luz gris, casi lunar, iluminando la puerta de hierro carcomido por el tiempo, desde el suelo hasta su final. No hay más fuentes de luz que esa. El resto de ese mundo que habita es penumbra. Un espacio frío y gris.
Él sigue con su movimiento de cabeza adelante y atrás, con la mirada fija en las oscuras líneas que separan las grises baldosas del suelo.
El camastro deja de rechinar. El último rayo gris de luz, del exterior, ha desaparecido. La oscuridad es casi total. Gris casi negro.

Tenía la sensación de estar en una caja de zapatos, como aquellas caja de zapatos de su niñez. Zapatos Gorila. Negros, fuertes, de piel, y con una gruesa suela de goma, negra también. La caja blanca por fuera y gris por dentro, de un gris burdo, mortecino. Vacías sus paredes de todo. Planitud. Un mundo liso y gris, vacío. La única vida era él, y no sabía si era o estaba, y quizás ni tan siquiera esto.

Le extrañó que su padre le diera -con una sonrisa en los labios- una caja de zapatos -, ya que los que tenía no estaban, aún, rotos. No hacía ni dos meses que se los habían comprado. Además, normalmente, su madre se los probaba por la noche, cada vez que le compraban un par nuevo.
Al mirar a su padre vio su extraña sonrisa. No era una persona de sonreír, su padre. Del interior de la caja nacía un apenas perceptible sonido, casi inaudible si había cualquier otro sonido en el ambiente. Hipnotizado por él, dejó de mirar a su padre, como inquiriendo, y posó sus ojos en la caja, en la tapa, como si tratase de ver a través de ella, pero sin abrirla, temiendo romper la magia del sonido. Un sonido extraño, que jamás antes había escuchado. Áspero, continuo.