6/8/14

Rojo de algodón


 
Maribel Piñero. "Padre e hijo"
 
El sol se había puesto tras las montañas hacía tiempo. El bochorno era sofocante. Sudaba. En La camisa, a la altura del esternón, una mancha húmeda comenzaba a hacerse visible. Notaba las gotas correr por su espalda. La frente humedecida, brillante. Una frente llena de arrugas, del tiempo y sus avatares. Una frente que se había ido agrandando en la búsqueda del tiempo. De vez en cuando ella dejaba de empujar la silla y se la limpiaba con un pañuelo de algodón y lino en tonos granate. Caminaban despacio. El mismo camino de todas las tardes de un verano sórdido y aplastante. Nunca hablaban. Ninguno podía. Ninguno pensaba. Ninguno quería. Las miradas en el horizonte. Perdidas en un vacío lleno de nada.
Un reflejo dorado en la izquierda le hizo volver la cabeza. Los colores siempre le provocaban un momento de éxtasis. La elegancia de la perfecta combinación. Y las formas. El regalo de lo inesperado. Tantas conversaciones en la cama, de pequeña, con él, en las siestas de aquellos veranos que olían a higuera y geranios, y en las noches que olían a calor, abrazada a él. Su pequeño cuerpo unido al de él, tratando de sentir lo que él había vivido, sentido. Se recordaba tan pequeña y a él tan grande, tan fuerte. Tan emocionada en sus palabras. Tantas preguntas. El deseo de escucharle, de saberle. La mirada ardiente. La sonrisa abierta. La búsqueda de la belleza en las formas, en los colores, en los olores, arriba. Tenía seis años.
Un maniquí gris, esbelto, con pechos pero sin sexo, ocupaba el centro de un escaparate vacío, enorme, que llenaba con su presencia sola. Tenía un pañuelo dorado en el cuello, colgando disimétricamente entre los pechos, hasta el ombligo, y una pulsera de bolas verdes, no muy grandes, en la muñeca izquierda.
Él también lo miró un instante. Observó su rostro tullido, en el cristal, donde un reguero de baba, blanquecino, que colgaba desde la comisura de los labios, se le había secado. En el lado en que la cabeza se vencía ligeramente. Y una línea, frontera definitiva entre esta vida muerta y el más allá, que no era sino lo que fueron sus labios, un día carne, una vez boca. Después la giró en busca de ese punto inerte más allá de todo. Algo parecido a una lágrima pugnó por salir del amarillo céreo en que se habían convertido sus ojos. Casi apagados. Ciegos a todo.
Sintió ella, ese momento sentido por él. Se acuclilló delante. Las miradas se unieron como hacía tanto. Se entraron dentro. Se sabían desde siempre. Ella lloró en silencio. Se levantó y siguió empujando la silla de ruedas. El bochorno era inhumano. Aquel verano parecía pedir un fin del mundo adelantado. Un final de los tiempos suplicado.
Lo desnudó y lo dejó sentado en aquel remedo de trono impuesto. Se quitó también ella la ropa, despacio, mientras la bañera se llenaba de agua caliente. La espuma surgía al chocar con estrépito el chorro de agua contra las escamas que había esparcido en la que ya había, elevando un aroma a mirra. Cogió el liviano cuerpo, aún pesado y, con esfuerzo, se introdujeron en la bañera. Cerró el grifo. El vapor parecía niebla creando espectros. Se sentó, apoyándose y estirando las piernas. La espalda de él contra su pecho. Puso su cabeza, con sumo cuidado, casi en su cuello, aún vencida hacia la izquierda, inaguantada. Le rodeó el cuerpo con sus brazos. ¿Te acuerdas papá?, le dijo. Como cuando era pequeña. Le miró con ternura. Las lágrimas comenzaron a resbalarle por la cara. Volveremos a entonces, le susurró al oído. Cuéntame cosas de la montaña, le dijo. Le apretó con más fuerza, con ternura infinita.
El agua iba adquiriendo un tono rojo más intenso, algodonoso.
 

 
 

2/5/14

Aquella tarde en el bar gris

Ernest Descals. Bar
 
En realidad no me preguntó nada. En su voz sólo había silencio. La verdad se escapa a veces a la comprensión. Me miró desde la acuosidad y me dijo lo que decía que llevaba una vida tratando de decir. No es que no pudiera, es que se negaba a articular palabra. O eso me dijo, después de mirarme y decirme, sin decir, que me conocía desde hacía una eternidad.
Era aún más gris la atmósfera gris de aquel bar gris al que yo iba desde siempre sentándome en la esquina más alejada de la puerta, donde cualquier luz apenas llegaba. Y lo era por el derrame de palabras silenciosas que desde el otro lado de la barra me lanzaba.
No lo conocía. Nadie conoce a los otros en sitios así.
Ojalá cayese una tormenta de sueños sobre mí, le oí decir mientras me miraba con media sonrisa en la cara y un vaso semivacío en la mano. La noche es opaca aquí dentro, y negra ahí fuera. Las palabras no se dan, se tiran, a pesar de la implacabilidad de las manecillas del reloj. Hay algo aciago en el tiempo, en su pasar.
Me tengo que ir, le dije, yo sí con palabras sonoras, mientras me levantaba. Vi, no sé cómo, unas lágrimas salir de las profundas cuencas que guardaban sus acuosos ojos, y escurrir hacia la sucia barba de días, por su cuarteada piel. Me tengo que ir, le repetí más alto, por si no me oyó, tratando de esbozar un remedo de sonrisa.
¿Por qué nos hemos de ir? Esa es la gran pregunta, me dijo sin decir. Pero, continuó, ¿para qué quedar? ¿Para qué quedar aquí, no aquí? Sí. Yo sólo soy un simple poeta que vengo a olvidarme, aquí. Y quizás a decir, a decirte.
En verdad no me preguntó nada. Yo no supe qué decir.

10/4/14

Adagietto



Sinfonía Nº, Adagietto. Gustav Mahler
A veces deberíamos hacer algo tan simple como pararnos un momento y respirar, cerrar los ojos y sentir, tan solo estar.
A veces la vida nos da cosas tan puras que deberíamos parar y beber, si fuese posible hasta morir. La música, esa cosa tan intangible, tan profundamente humana, casi celestial, casi deífica. Su magia.
Esto no es solo para escuchar, es para morir, ahí, sintiendo, si se es capaz.

3/3/14

Cuentos de la edad tardía. III

Se partía la cabeza en dos, cada mañana, con un peine y un secador, dejando que pequeñas ondas le acariciasen la frente, hacia la mitad, ayudando a darle al rostro cierto aire infantil. Cabello marrón, piel blanca, labios carmín.
Sonríe de continuo. Su sonrisa, la de postín, parece taimada pero es solo un verso suelto, de aprendiz, como el sonarse la nariz. Machaca el verbo sin piedad, en tanto muestra sin pudor esa fila amplia y a la vez estrecha de dientes azulgrisáceos de los que ya hablé, tras unos labios finos, abrasadores de tanto carmín, a juego con el azul cobalto con que bruñe los párpados para anunciar que allí hay dos ojos azules, profundos mares donde poder ir pero, cosas de la vida, donde nunca nadie hay. Azul que vio, en todo su transcurrir, los andares de tantos, los decires, los… sin que nadie allí quedase y ni tan siquiera lo intentase. Y así el azul se hizo más azul y el rojo más rojo, hasta conseguir la apariencia de un maniquí, juego perverso de una vida que nunca fue vida, tan solo carmín.
Ayer murió, me han dicho, de tanto sufrir, seguro. Y eso que dicen, decía, que era feliz, ahogando pesares, intuyo, regando tristezas en su jardín, con agua salada, hacia dentro cuando estaba fuera, corriendo el rímel frente al espejo, cada una de las noches de cada año, viendo que no tenía a quien decir, cuando dentro era.
Y yo no supe dónde ir, ni qué decir.
Mañana son sus exequias, y yo aquí.

17/2/14

Cuentos de la edad tardía. II

Era un ser femenino, femenino y delgado, casi ausente de tan delgado, casi ausente, sí, desaparecido; con las carnes justas para poder vestir unas ropas coloridas, que tapaban su esqueleto, sin parecer percha o colgador colgado y andante. Poseía, la doña, cierta renquera al andar, tranquila, bien es cierto, pero renquera, que le hacía moverse a descompás, aunque con un innegable gracejo, o que movía a él, mas bien, producto  de una caída de hacía poco tiempo y una peor recuperación, ayudada por unas zapatillas modernas con suela en forma de barca o de abarca antigua, promesa televisiva de felicidad en el andar así como de la recuperación instantánea de cualquier malformación de columna, miembros y de casi cualquier órgano del cuerpo, incluidos el cerebro y el corazón;,promesa, incluso, de la belleza facial, de la belleza total. Es el poder de la televisión, de horas y horas con el culo incrustado en el sofá y el mando televisivo pegado a los pliegues de la mano, con el pulgar a milésimas de milímetro de los botones, moviéndose con rapidez no exenta de elegancia sobre aquellos botones que presentan programas que anuncian objetos que prometen lo imposible, lo inimaginable, y que si se compran ya, te envían dos y a veces tres, más un juego de añadidos para acompañar no se sabe bien qué.
Era un ser provinciano, tonto y renco (que otra vez me fui), cerril de sonrisa, casi de mandril –confieso que esto es una boutade que me he permitido, un desliz, un chiste fácil, rimante, el primer síntoma en mí de que la epidemia es pandemia-. Rodeaba la sonrisa a unos dientes tendente al gris, que guardaba celosa de los enseñar por miedo al qué decir o al qué dirán. Alguna hebra allí, alguna acá y alguna acullá, alguna que otra vez, cuando me dirigió palabra para interesarse por mi avatar, me dejó ver (inquiría por mi enfermedad, no la de la pandemia sino una privada, un mal asunto personal). Me contaba en esas charlas -más monólogos que charlas, he de decir, hubiera hebra o no, eso al margen-, que ella trataba -zapatillas en forma de abarca al margen también-, con un echacartas, comealmas, cuentacuentos (esto es de mi magín, que no sé si es tal, aunque en los tiempos que andamos más bien creo que sí), que le había dado una serie de indicaciones para curar y hacer desaparecer un mal hábito, ese desdén caprichoso, ese descuido al andar, esa, llamésmole por su nombre, renquera pertinaz.

12/2/14

Poesía. Cohen



Este es un regalo que me hizo, hace tiempo, hablando de guitarras, de Poesía, de canciones, de Lorca, quien más quiero en esta vida, y que, aun tardando, ahora lo traigo aquí.
Si ya me parecía enorme por su poesía, por su música, después de esto ya no sé qué decir. Larga vida a Leonard Cohen.





8/2/14

Cuentos de la edad tardía. Elizabeth(I)


Piccadilly Circus. L. S. Lowry
 
Era un ser provinciano, casi de pueblo, si es que este término estuviese en uso real hoy en día, pero los tiempos han cambiado tanto… Y tampoco hay tontos en los pueblos. Ahora la idiotez, el rasgo de deficiencia intelectual acentuada, se oculta en edificios, se aleja de lo social haciéndolo social, como la muerte, apartada de la vista, de la casa, ocultada en tanatorios de hórrida visión, asépticos, lavados con lejía y limón –solo les falta un ambientador de pino colgando del ataúd a la altura de la nariz de los finados-. Ahora la idiotez no existe. Ahora el signo de los tiempos es la estupidez. Estupidez, divino tesoro. La globalización, la pseudo educación generalizada, la televisión, las redes sociales, los cruceros, los viajes low cost. Venecia llena de domingueros rosados, con bermudas anchas mostrando piernas con rodales sin pelo, con manos de las que penden bolsas blancas, repletas de máscaras con plumas verdes, azules y doradas; algunos con gorra, otras con sombrero, y una sonrisa extraña en sus caras que no se sabe si es por la quemazón, por la compra, por la promesa de una porción de pizza recalentada o, lo más probable, por la estupidez del yo estuve aquí, yo lo vi y esta máscara lo demuestra. Horrísono movimiento pendular del mundo que se empeña en que Venecia se hunda, en que deje de existir de una u otra manera. Roma infectada de cámaras de fotografiar, de móviles, de miradas de unas horas, de recuerdos de latón. La eterna Roma, desafiada por las colas para entrar y salir de un Coliseo custodiado por estrambóticos legionarios que se hacen fotografías con los mismos paseantes con bermudas que de Venecia han llegado, o parecidos, y que esperan, estos decuriones modernos, con cigarrillos en los labios y vasos de plástico con cerveza en la mano.
Es el fin de los tiempos, el fin del Imperio Romano. Las huestes germánicas y otras hordas variadas han llegado, y lo han hecho para quedarse. Hasta los gatos se están marchando, ocupando su nicho ecológico las palomas, las ratas y los cuervos, y los pseudohumanos.
Era un ser provinciano –que divago-, casi de pueblo, tonto, tonto del ano, como el célebre Paco, Paquillo, Pacoano, de mi pueblo. Que sí era de pueblo, que sí era tonto, que sí era el tonto del pueblo, con todo su empaque, con todo su encanto. Verdad de las antes, de las auténticas. Era, decía, un ser provinciano.