28/6/12

Loca luna

La luna. Nadia Martínez Michelín
Esa sensación que tenía, a veces, tan...
Todos los caminos, todas las carreteras recorridas, todos los infiernos, todos los paraisos, todos los días, todas las horas, todas las caras, todas las pérdidas, todos los juegos, todos los sueños, todos los comienzos.
Miré el reloj. Estaba parado. Alcé la mirada a la luna esperando encontrar, pero no veía. Nunca vi, creo, mirando hacia arriba. Loca luna, siempre ahí esperando. ¿Por qué rehusar lo extraño -me dije-? Sonreí. Extendí los brazos y por primera vez me sentí libre. Volar. Vivir, porque supe que, aunque pisar allí era hollar algo hermoso (la belleza), también era pisar algo nuevo, y que cada mirada a cada rincón era una nueva mirada, un grado más en la bondad, un paso más hacia la virtud.
Y esa sensación era ahora tan... ¿Por qué rehusar lo extraño cuando podía estar otra vez ahí, en lo sutil de la belleza, donde quería vivir?

18/6/12

Omnia sunt communia

El matrimonio Arnolfini. Detalle. Van Eyck

Esperando el día de la Resurrección de los últimos, mientras sigo la voz que llena el aire de un delicado Richard Ashcroft cantando “Slow was my heart”, aquí, soy el reducto suicida del mirador del Apocalipsis, extraño escalón desde el que se observa la aberración de las costumbres, la abyección de la carne, la ópera bufa en la que hemos convertido el caminar de la sociedad, el espanto de las formas y la salvaje estupidez de una moda deformada por los rayados ojos desde cuyas cuencas no se accede a nada que no sea vacío; vacío, deformidad, tristeza, y soledad.
Veo perros que arrastran personas y las reunen en torno a un árbol, tabernáculo deforme de una realidad irreal, ejena. Perros que parecen personas deformadas y personas que parecen perros trasmutados, deformes espejos de la locura.
Sus amos los eligen en función de lo que quieren ser, de lo que quieren parecer, del estatus que pretenden poseer, sin darse cuenta de que, en silencio, son los canes los que eligen a sus amos, haciendo que las personas acaben siendo una caricatura perruna de esas preferencias, de esas aspiraciones.
Predomina el chándal en invierno; los piratas en verano -cuadros sobre todo, y claros-, con chanclas y camisetas ajustadas, ellos; pantalones cortos y sandalias romanas (su sucedáneo), y camisetas de cuello ancho o de una sola manga, ellas.
Surgen de todas partes, como apariciones, como muertos revividos por el milagro del Maestro, recorriendo caminos preestablecidos desde el principio de los tiempos, con sus estaciones, para descansar mientras los otros hacen sus heréticas deposiciones a mayor deshonra de ese Via Crucis. Miran en todas direcciones, como buscando. Componen sus sonrisas, puestas, y avanzan hacia la siguiente estación.
Perros urbanitas, personas urbanitas, urbanitas todos, la redención está cerca, oígo gritar desde un púlpito no lejano al tabernáculo. Un loco suicida también, pienso, pero sin vermut, o más loco aún, no sé.
Todo esto no es sino el anuncio de que algo está a punto de suceder. Quizás por el bien de todos, quizás solo del planeta, quizá solo de ellos. Tal vez sea la primera trompeta del Apocalipsis, o la segunda y no escuchamos la anterior en nuestro fatal destino, en nuestra torpe necedad de querer solo escuchar ruidos. Quizá, sólo quizás.
Y yo sigo aquí sentado, en esta atalaya de mis Apalaches. La vista perdida, el oído alterado, el olfato tapado, el tacto yerto, como el de los muertos, pero eso sí, bebiendo un magnífico vermut de Reus. Y pienso en qué agradables debieron ser aquellos tiempos en que los perros eran eso, perros, y andaban sueltos, y los ayer ascendientes de estos otros dueños, no eran sino compañeros, gratos compañeros de ellos, con otros atuendos -dei gratia-, con otros ojos, y tras ellos sus cuencas y tras estas sus cerebros.
¿Lo sabrán los perros? Y con el último sorbo de mi vermut sólo me viene a la cabeza aquella frase, “Omnia sunt communia”. Sea pues.