31/5/09

El sentido de los actos

A veces hago cosas sin pensar que tienen una consecuencia no deseada. Ayer fue uno de esos casos. No es usual, pero a veces lo hago. Escalada libre, sin cuerdas, sin otra persona... Una locura, lo sé, pero… Me caí. Afortunadamente no era mucha altura, tres metros, y todo quedó en un golpe con dolor y contusiones. Podría haber sido peor. Todo acto tiene una causa y una consecuencia. Si no se analiza la causa, no del hecho sino de por qué se hace ese acto, se caerá de nuevo en el error, se volverá a hacer y se obtendrán nuevamente las mismas sino peores consecuencias. Hay que hacer un análisis del por qué, profundo, para eliminar las causas que te llevan a hacerlo. ¿Por qué lo hago? Para sentir el riesgo en su máxima expresión. Pura adrenalina. ¿Analizo las consecuencias? No, por que si lo hiciese, las posibles consecuencias me llevarían a no hacerlo, no sólo por el propio daño a mí mismo sino también a las personas que les pudiese afectar. Cometí un error al hacerlo y cometí otro cuando lo hacía, y es que no estaba pensando en lo que hacía sino en otra cosa, en un comentario de una persona anónima sobre algo que escribí sobre las últimas oportunidades. ¡Qué cosas! Asumo mi culpa en ambos casos, después de hacer un análisis profundo de las causas, de las consecuencias y del acto en sí.
Me he dado cuenta de mis muchos errores a lo largo de mi vida, pero sobre todo de los más importantes, y sobre todo de los que afectan a las personas que más quiero, que más me importan. Sólo queda, en esas situaciones, aceptar las equivocaciones, analizar profundamente los actos, ver sus causas y eliminarlas de uno mismo para no volver a cometer los mismos errores, para no realizar esos actos, y pidiendo perdón por el daño hecho, por el acto cometido. Desde la honestidad, la humildad, eliminando el orgullo, el prejuicio, puedes perdonarte a ti mismo. Cuando se reconoce y se sabe el error se ha recorrido la mitad del camino. Sin duda, a veces, no he sabido decirlo y me he expresado mal, hablando, escribiendo, queriendo decir que lo hice mal y que comprendí, en su análisis, el hecho, sus causas para evitar el volverlo a realizar, pudo parecer que lo justificaba. Nada más lejos de mi intención, aunque lo pueda parecer. Y me duele que se pueda pensar así de mí, y lo malo es que no puedo hacer nada. Pero ¿cómo hacer saber que eso se ha producido si no tienes ningún medio a tu alcance para expresar a las personas afectadas ese hecho? ¿Y si lo haces por las vías que crees y no recibes respuesta o no son las que parecen o las que esperas, sino el rechazo, o eso parece? Tal vez no lo hayas expresado bien, escrito bien, tal vez no era el momento, tal vez las respuestas recibidas sean mal interpretadas. Sin embargo sólo puedes hacer una cosa, pensar bien, hablar bien y actuar bien. El problema es que hablando te puedes equivocar, incluso escribiendo, con lo que puedes hacer que no se te entienda. Incluso así, sólo puedes perdonar cualquier acción por parte de las personas afectadas, si es que las ha habido o te las ha parecido, y pensar que son fruto de las situaciones. Pensar, con humildad y voluntad, y decir, todo está bien, es lo que es, si más. Ponerte en el lugar del otro. Empatía. Pensar que los demás son como deben ser y que te han perdonado, que las cosas hechas lo han sido por determinadas razones y que después de ellas, pasado el tiempo, todo vuelve a donde debe ser, que te han comprendido, que tenemos alma, y que si conocemos a esas personas, sabemos que al final actúan bien, porque valoran más lo importante que lo accesorio, la bondad que la maldad, porque en la balanza siempre debe pesar más lo bueno que lo malo.
A partir de ahí todo queda en manos de las personas. Todos sabemos como es el otro y que el análisis de los actos y sus causas se hace desde la honestidad y la profundidad, y que los errores se subsanan, porque hay humildad y voluntad. Pero ¿cómo sabemos que los otros saben esas cosas? Yo confío en las personas, y aunque no sepa de ellas asumo como son y pienso bien, a pesar de que haya elementos, actos, frases, personas que dicen, que hacen, que me pudiesen inducir a pensar en sentido contrario. Y aunque en el primer momento te expreses de otra forma, al poco, al menos yo, vuelvo al mejor pensamiento. No puedo hacer más. Es un dolor horrible saber uno y no poder demostrarlo. ¿Quién merece una última oportunidad? El que sabe lo que hizo y elimina las causas que te llevan a hacerlo, me decían en ese comentario que me llevó al suelo. ¿Que harías si te fuese dada una última oportunidad? Agradecer y lo demás es tan evidente...
¿Qué harías si te fuese dada una última oportunidad? Es evidente. No volveré a hacer escalada libre; no volveré a cometer esos actos que dañan y han dañado, no los justifico, porque sé qué son, de dónde vienen, sus causas, los daños que provocan, las consecuencias que traen, no para mí, que sería lo de menos, sino para los demás.
Entono un mea culpa profundo, sentido, sabiendo. Pido mil disculpas a todo y a todos. Sé lo que soy, lo que he hecho, por qué lo he hecho. Sé, absolutamente, que eso está superado. Humildad, voluntad, constancia. El que se humilla será ensalzado. Lo único que lamento es que algunas personas no lo sabrán nunca, por la imposibilidad de ponerme en contacto con ellas, por las razones que sean. Pero espero, en lo más profundo de mi corazón, que las que tienen alma lo hagan y sepan.
Creo que todos merecen una última oportunidad. Creo que yo también. En algunas cosas puedo dármela yo mismo, en otras está en manos de los demás. ¿Qué haría si se me diese? Es evidente. Quien me conoce sabe cómo soy, lo que soy, lo que puedo, mi ansia de mejorar, de dar, de entregar, lo que valoro, lo que quiero y como quiero, mi amor por la vida y por las personas, más a las que más quiero, a las que más me importan.. Sin embargo, lamentablemente, para algunas que quiero todo quedará en nada, porque nunca sabrán de estas cosas, porque no puedo acceder a ellas. Eso me duele, y aunque sé que el perdón está, por ambos lados, sólo quedará en eso. Todas las buenas personas merecen una última oportunidad. ¿Qué harías tú si se te diese una última oportunidad? Es evidente. Pero ¿quién es capaz de dar una última oportunidad?

29/5/09

Pasos


Un paso. Dos. Camino. El transcurso es lento. Hola. El camino es largo, bello. Siempre. Lo peor, la pérdida de personas. Las de verdad. Todas son pérdidas, pero las de verdad, las que te llenan el alma, son una pérdida irreparable. Lo peor no son las que se quedan sino las que dejas, pudiendo no hacerlo. Dolor. Siempre quedan los recuerdos, los buenos, pero nunca es lo mismo que tener las personas. Cuánto lamento el tiempo perdido, las ocasiones perdidas, las palabras ya nunca dichas, las nunca oídas, las miradas no dadas, las no vistas, el calor del alma. ¿Se pueden recuperar? Sólo es un paso. Ahora, en la distancia, lamento como una de las cosas más amargas de la vida esa pérdida. El dolor nos conduce por caminos erróneos. Un paso. Dos. Hola. Quiero oír los colores, ver los olores, degustar los sonidos, beber los besos, sentir el alma. Quiero vivir. Quiero. ¿Puedo? Quiero sentir todo. Cómo me gustaría recuperar. Hacer lo posible y lo imposible. Fe. Y aun así hay cosas que no dependen de mí. Fe. Esperanza. No sé si lo que ahora soy, si lo que ahora sé, si lo que ahora hago es suficiente. Miro dentro. Creo que sí. Brillantez. Pero, ¿quién da una última oportunidad? ¿Quién es capaz de hacerlo? Siempre he confiado en la humanidad, más en las personas con sensibilidad, con inteligencia, con alma, en las que quiero, en las que quieren, en las que son de verdad. No somos dioses, somos humanos, pero confío. Siempre. Espero alrededor del azul, del azul del cielo, el sonido de la palabra. El papel en blanco para ser escrito. Espero en el camino, descalzo, sobre la hierba, sintiéndola en mi piel. En los ocres trigales moteados por el rojo de las amapolas. Quiero entender el alfa y el omega, y explicar lo que siento y entender lo que quiero, lo que espero, el alma. Quiero sentir la sangre, limpio de impurezas. No quiero pérdidas. Quiero la mano, la mirada, el calor, el alma. No puedo hacer otra cosa. ¿Qué hago? Un paso. Dos. Un paso lleva a otro. ¿Hola? Hola.

27/5/09

Cuando me necesites, ven, estaré a tu lado.

Cuando tengas ganas de llorar, hazlo. Hazlo sin mesura. Deja que todas las lágrimas de cristal desborden tus ojos y resbalen por tu cara hasta llegar al mar. Tu alma me llegará en el cristal, navegando al lugar de las sonrisas. Cuando tengas ganas de sonreír, hazlo. Sonríe sin miedo. Tu sonrisa iluminará el mundo como siempre lo hizo. Te regalaré mi alma para que tu sonrisa haga que te sientas viva. Cuando necesites un abrazo, dilo. Te daré mis brazos para cubrirte con el calor que tengo dentro y que tanto necesitas. Cuando necesites la palabra, oye. Te regalaré los sonidos más dulces que hayas escuchado jamás para que te adormezcas en ellos. Cuando necesites mirar, mira. Te daré todas las miradas de la mirada que ansías. Te miraré dentro, tan dentro que se derretirá la escarcha que envuelve tu alma. Todo entonces será poesía. Vida.
Siempre, absolutamente siempre, tendrás tendida mi mano, pero necesito una señal.

25/5/09

La magia en la mirada

No hay nada como ver la cara de sorpresa y asombro de un niño; de sorpresa ante la sorpresa. Todo es magia. Hoy lo he visto en los ojos de una niña que, de la mano de su padre, veía extrañada, asombrada, como al introducir unas monedas por la ranura de una máquina expendedora de tabaco, en una bar, salía un paquete de cigarrillos, que ella cogía, y después unas monedas. ¡Que mirada! Asombro, pureza. Esa belleza en sus ojos, ante la magia, es inigualable. Produce una emoción que no tiene límite. Me gastaría una fortuna, si la tuviera, introduciendo monedas sólo por ver esa mirada eternamente. Y qué no daría, por tenerla en mí.

23/5/09

Miyori, la encrucijada japonesa.

Cuando el tiempo se hace eterno, por la soledad impuesta, crea un vacío en el alma que convierte cualquier instante, hecho o deseo por salir de él, en apostasía. Te aprisiona y te deja gélido. Y ese frío y ese vacío se trasladan al cuerpo que, inerte, no siente nada, salvo una sensación de falta, de oquedad. El dolor del alma, entonces, se transforma en dolor físico, real.
Todos los movimientos de Miyori tenían un ritmo que parecía acompasarse a algo que llevaba en su interior y que no era, yo, capaz de saber, ni tan siquiera intuir, su razón. Le pregunté acerca de esa carencia absoluta de sonrisa desde que la conocí y si había estado siempre en ella. Me miró de una forma que la acentuó aún más, si cabe, y el escaso brillo de sus ojos desapareció como por ensalmo. Verás, me contestó, con aquel sonido tan peculiar con que derramaba las palabras en español, desgranado las sílabas y acentuando los vocablos al principio y al final; verás, volvió a repetir, tras un instante de silencio, es algo que va más allá de cualquier sentimiento, del tiempo y el espacio. Viví en Lisboa cuando me fui de Japón. Fue mi primer destino, y lo fue porque siempre me gustó esa lengua, tan profunda, tan suave, con esa cadencia que hace que te introduzcas en ti mismo de una manera como no he vuelto a encontrar en otra. Quizá el español, dijo, -como si sólo lo pensara pero no lo dijese-, pero es más duro a pesar de su musicalidad, o quizá por eso es más una lengua para el alma, no para el interior sino para el más allá, o tal vez no, no lo sé, pero me lo parece; en cambio el portugués es para los sentimientos irredentos. La escuchaba como hipnotizado. Nunca la había oído hablar así. Nunca había escuchado hablar así. Ellos tienen una palabra deliciosa, siguió diciéndome, para definir un determinado estado del alma, saudade, que no tiene traducción en ninguna otra lengua, y que no sólo es bella en sí misma, en su expresión, sino también en su significado. Es difícil de expresar. Tan sólo se puede sentir, y acaso expresar a través del alma, de los ojos, de los gestos, del estar. Pero no de la palabra. Eso es lo que me pasa. Tengo saudade, y de ahí todo lo demás. Se levantó lentamente, como todo lo que hacía, y esbozó algo parecido a una sonrisa. Prepararé el té, me dijo.
Nunca había hablado tanto, y desde luego nunca tan seguido. Desde que nos conocimos siempre fui yo el que habló y, ante su casi total ausencia de palabras, era yo el que mantenía la conversación, la dirigía, la terminaba, salvo cuando, en contadas ocasiones, me pedía que le hablase de mis cosas, de lo que había hecho, de lo que pensaba, de lo que amaba, de cómo entendía la vida. Pero no era lo usual. Una vez me dijo que le fascinaba mi capacidad para mantener la mente abierta a todo el vendaval de ideas que había en ella y que venían del mundo exterior, de mi alrededor, de las locas y de las consistentes; que estuviese con ella y pendiente, a la vez, de todas las personas que cruzaban o estaban en mi radio visual, de sus movimientos, de sus pensamientos, de sus vidas, y que, sin embargo, fuese capaz de centrar mi atención en una persona, en ella, en un solo tema, permitiendo que la mente, la mirada y la palabra divagasen de una forma tan curiosa y atractiva. Decía que eso sólo lo podían hacer las mentes creativas, las mentes de los artistas.

La primera vez que la vi me pareció fascinante. Estaba bailando. No me había dado cuenta de su entrada al pub. Estaba con una amiga que bailaba también, pero con una ausencia de gracia total. El pub, La Banca, estaba lleno de japoneses. Por eso y porque era allí donde hacían los mejores mojitos de la ciudad, iba yo a aquel lugar. Aunque sólo el camarero ecuatoriano los hacía bien. La camarera, que también servía copas, no. Él me dijo que los hacía bien porque había aprendido de un cubano que regentaba otro bar en el que había trabajado; que había que machacar bien el azúcar con la hierbabuena y poner las medidas justas. Fue durante esa conversación cuando debió entrar. Al girarme la vi.
Siempre me extrañó el hecho de que tantos japoneses fuesen a aquel pequeño pub, fuera de los de moda, sin decoración apenas. Quizá fuera el mojito. Quizá la música, casi en su totalidad en español, con ritmos caribeños y algo de española. Ambas cosas fueron las que me llevaban siempre a él, desde que lo conocí por casualidad. Me gustaba observarlos mientras me bebía un mojito. Pero aquel sábado apareció ella, y como siempre me suele suceder, una mirada, un momento, me cambia la vida. Era absolutamente distinta al resto. De una belleza que te acercaba a Dios. Se movía con una cadencia, con una suavidad casi etérea. Poseía una elegancia innata en todo lo que hacía, en el mirar, en la forma de coger el vaso, en el beber, en el andar, al bailar…
Esperé hasta que se marchase. Pronto se dio cuenta de que la miraba, aunque en verdad apenas lo hacía hacia otro lado. Entramos en el juego de la mirada. Miradas que entran muy dentro, deslizando, sabiendo. Ese tipo de miradas que, con suerte, encuentras tres o cuatro veces en la vida. Miradas que te llevan al éxtasis con el solo hecho de mirar y ser mirado. Porque eres, porque te permiten ser, porque te reconoces en el otro.
Cuando se iba, mientras se ponía el pañuelo alrededor de un cuello casi níveo, grácil, que contrastaba vívidamente con el azabache de su cabello, me acerqué a ella. Se giró, como sabiendo, o esperando que lo haría. Como si supiera que estaba allí, a su lado. Le dije algo sin mucho sentido, algo trivial, y me contestó: el amor pertenece al lado rugoso y fragmentario de la vida, y se parece, perteneciendo al mundo del sueño, más a una pesadilla que a los sueños. Me quedé anonadado, sin capacidad de reacción. Estaba allí, de pie, como un completo idiota, en medio del local, mientras la veía como se marchaba hacia la puerta. Al llegar a ésta se giró y le dijo algo, al oído, a su amiga. Metió la mano en el enorme bolso blanco que llevaba. Sacó una pequeña libreta, que me pareció roja dentro del juego de luces del local, y lo que parecía un bolígrafo. Escribió en ella y vino hacia mí. Toma. No sé cómo acerté a decirle, acercándome a su oído -con lo que casi rocé su cuello, carente de aromas artificiales, que olía a piel excelsa, exquisita, que me sedujo y recordó a otra-, que si los sueños eran un delirio debían ser sanos, o eso esperaba, aunque…, y si lo eran, el amor tenía que ver más con los sueños que con la realidad. Me besó en la mejilla con los labios, no con la cara, y, poniendo el papel en mi mano, se giró y se marchó.

Me dijo que fuese temprano porque quería hablar conmigo. Cuando llegué me recibió con una bata de seda parecida a un kimono, pero que no lo era. De un azul marino intenso con tonos en degradación, y algunos otros dorados; decorada con unas letras en negro y rojo, verticales, en la parte delantera, en su lado derecho, y unas gotas como perlas, blancas, a modo de collar, que caían en cascada desde el cuello hasta casi la cintura, creando un bellísimo efecto. Me pidió disculpas por no estar preparada, tras hacer una breve y apenas imperceptible inclinación de cabeza y, sin apenas variar el gesto, me solicitó que me acercase a la sala que había al lado de la entrada, para que la esperase allí mientras terminaba de vestirse.
En la cocina se dispuso a preparar la comida. Me di cuenta de que ponía mucha atención en que los colores y los distintos elementos que iba a disponer tuvieran armonía, de ahí que pusiese pocas cosas en los brillantes cuencos, azulados, negros y blancos, porque, me dijo sin dejar de arreglarlo todo, al tiempo que hacía una especie de sonrisa con los ojos al mirarme, había que empezar a saborear con ellos. Aaikon se llama esto, me señaló. Quería rallar rábanos grandes y guindilla roja seca, para lo que hizo un orificio en el centro del rábano con un palillo y lo rellenó de guindilla. Los limó ambos al tiempo, creando un efecto precioso a la vista con el rojo y el blanco juntos. Me dijo que en Japón lo llamaban “hojas de otoño cambiando de color”. Era puro éxtasis el nombre. Me sentí como si flotase. Sólo podía mirar como actuaba con los elementos de la cocina, como se movía, como cuidaba, con extrema delicadeza, los detalles, poniendo el alma y los sentidos en todo lo que hacía. Comenzó a cortar el pescado, fresco. Parecía que tuviese una batuta en la mano en vez de un cuchillo, que previamente había afilado. Cortaba con arte, elegantemente, delicadamente. Parecía magia verla con aquella maestría. Parecía un ballet. Las lonchas eran exactamente iguales unas a otras. Dijo, señalando el pescado con un leve gesto de la cabeza, que era sashimi, pescado crudo que comeríamos con sake, que sirvió en unas pequeñas tazas a las que llamó sahezumi. Pruébalo. Las he servido para que lo hagas antes de comer. Después cortó una anguila que había en una fuente ovalada, mientras yo probaba el sake. Le quitó previamente la cabeza y la tiró al cubo de la basura con una levedad que pensé que sus manos tenían la capacidad de producir encantamientos. Ningún acto, ni tan siquiera el más insignificante, lo realizaba con estridencia. Todo tenía un sentido, preciso, precioso, armónico. La cortó en trozos más bien largos. Los pinceló con una salsa de soja azucarada y los colocó sobre un lecho de arroz hervido. Unagi, dijo, pronunciando las sílabas. El sonido era tan hermoso como el plato que había preparado. Vista y oído unidos. Cogió, de un plato cuadrado, un alga llamada wakame, de color verde oscuro, con la que envolvió el sashimi. Cogí un trozo del alga y la mastiqué. Tenía una textura suave y delicada.
Presentó toda la comida de una vez. La mesa estaba llena de plato pero no había agobio visual ni espacial. Nos sentamos sobre las esteras que había encima del tatami, ante la baja mesa. Me dijo que, tras inclinar levemente la cabeza en lo que parecía una invitación, comiera. Tal vez vio mi sorpresa o adivinó mi pregunta no expresada. No hay orden, empieza por donde tus ojos te indiquen, casi tuve que adivinar ante el delicado y bajo tono con que susurró las palabras. Cogió los palillos. Cogí yo el cuenco con sake y bebí un sorbo, esperando ver como se los colocaba en la mano. Era como una obra de teatro, como un ritual. Cogió los palillos, rojos, que estaban apoyados en un pequeño soporte de porcelana, rectangular y ligeramente ondulado, cóncavo, delante de nosotros. Tomó uno con la extrema sutileza con que hacía todo y lo puso en la palma de la mano, fijándolo en la parte intermedia del dedo anular al presionar levemente el dedo pulgar contra la palma, sosteniendo entremedias el palillo y sujetando la parte redonda en su mitad. El otro palillo lo cogió con la parte redondeada hacia delante, sujetándolo entre el pulgar y el índice, como si fuera a escribir con él. Con un ligero gesto golpeó las puntas de ambos contra la mesa, igualando uno y otro. Hice lo mismo intentando no parecer burdo ni brusco. Me miró desde sus ojos bajos y sonrió, o me lo pareció. Agradecí que no me indicase cómo hacerlo. Me hizo sentir bien. Hablamos, porque le preguntaba, sobre la comida, del por qué de los hechos, de los tiempos, de las razones. Decía que, según la filosofía zen, los alimentos de la cocina movilizan la energía corporal por los diversos órganos del cuerpo y la equilibran. Debía ser verdad, le contesté yo, si se ponía tanta alma en el hecho de la preparación. Fíjate que, me dijo en determinado momento, no hay un tiempo determinado para la cocción, por ejemplo, del arroz, tienes que sentirlo, oírlo; has de respetar escrupulosamente el tiempo hasta que el sonido es crujiente, entonces está en su punto. Tú eres arroz en ese momento y lo sabes, sabes que está. Al final sirvió té. La comida fue elegantemente sencilla. Era la vida representada en aquel acto aparentemente carente de trascendencia, y sin embargo había algo que lo trascendía, que hacía de todo aquel ritual, de todo aquel acto, un hecho supremo, absoluto, que unía a los comensales entre ellos y con los elementos que habían consumido. Era un todo.

Se quedó parada cuando abrí la puerta, como si esperase que le dijese algo o como si temiese que estuviera con alguien o como temiendo que me desagradase su presencia. Me quedé sorprendido. Tal vez fuese ese gesto de sorpresa lo que provocó su reacción o tal vez traía el temor consigo. Se acercó y me besó con delicadeza en los labios. ¿Quieres algo?, le pregunté. Negó con la cabeza. Me volvió a besar y me dijo que fuésemos a mi habitación. Comencé a andar mientras ella me seguía. Al llegar a la puerta me volví y la vi allí, parada, seria, mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. No supe qué hacer o qué decir. Sólo mirarla. Debió notar mi desconcierto. No te preocupes, me dijo, ha sido la sorpresa del olor. Mi habitación siempre tenía un pebetero en la esquina donde se quemaban esencias de sándalo y mirra junto a una cantidad pequeña de azahar.
Cuando terminamos me dijo que fue aquella mezcla de olores lo que le produjo esa especie de vuelta hacia atrás, al recuerdo, al pasado, al rincón de las cosas que se creen olvidadas y que siempre, por alguna razón, por algún detalle, surgen, demostrando la imposibilidad de acabar con ellos. El olor, ese sentido tan olvidado, le había llevado atrás, a la primavera que pasó en casa de sus abuelos, en la montaña, junto al templo, que le había recordado el color y el olor de los almendros en flor, y la mirada aquella con la que había compartido, con la que había aprendido, con la que había vivido todo de una forma tan absoluta que ahora… Se calló. No sé si temiendo que aquel relato pudiese dañarme o, quizá, pensé yo, temiendo que aquel relato le dañase, a ella, aún más de lo que ya lo hacía. Parecía vivir una vida extremadamente atormentada, con ligeros puntos de aparente alegría. Parecía ser una persona que había encontrado, vivido y perdido, y que la pérdida era tan total que ya no podía salir de ella. Como si no quisiese o no pudiese. Aunque parecía más bien que no podía porque no quería, porque se sentía bien ahí, como si se sintiese bien en esa especie de infierno lleno de desesperanza y falto de alma. Parecía como si el mero hecho de vivir le produjese un daño horrible. Y eso a pesar de todo lo que ponía en cualquier cosa que hacía. Pero todo era mera apariencia, quizá pura mecánica. Tal vez el efecto de una educación y una filosofía incrustada en los huesos de una manera indeleble y a la que es imposible sustraerse. Tal vez. Tal vez no la conocía en absoluto. Tal vez era un pozo oscuro en el que miraba y sólo veía sus hermosas paredes circulares y las plantas que colgaban, mostrando su verdor y sus sinuosas formas cayendo elegantemente hacia abajo, hacia la oscuridad del fondo, un fondo que no veía, que ni siquiera podía aspirar a ver, dada su profundidad, su lejanía y su negrura. Podría, pensaba, tirar una piedra e intuir, de tan profundo, que hacía círculos al golpear contra el agua, y que se irían desdibujando hacia las paredes, pero que no veía; y también podría oír el sonido que haría al chocar contra el agua. Pero todo se quedaba en eso. Detalles pequeños en un mar inmenso de desconocimiento. Tal era la mujer ante la que me encontraba. Todo un mundo inmaculado. Todo un mundo que se me velaba. Precioso por lo presentido. Lejano por lo inasible, por lo desconocido. Yo, que venía de una cultura infantil, donde lo lúdico, la curiosidad y el deseo de juego eran primordiales, que encontraba placer en perder el tiempo, en la búsqueda, en el conocimiento de todos y de todo a través de la diversión que me producía el propio hecho de vivir, me encontraba enfrente con una mujer proveniente de una cultura antigua, donde no hay tiempo, donde la eternidad es sólo un momento y lo suficientemente extenso como para no tomárselo a broma. De ahí, acaso, esa imposibilidad de entrar en su mente y en su alma de una forma total. De ahí, posiblemente, que ella sólo me mostrase el exterior y, en contadas ocasiones, pinceladas de su interior. Pero había algo más, algo o alguien que la había marcado para siempre, que había dejado algo en ella que hacía que todo lo demás, de una manera profunda, quedase en mera circunstancia. O eso pensaba yo.
Me levanté ligeramente y apoyé el brazo izquierdo en la cama. La miré a los ojos, perdidos en algún punto del techo, o tal vez más allá de él. La luz era tenue por las velas que había encendidas en el cabezal. El claroscuro daba un color muy agradable a su cuerpo, desnudo, sobre la sábana de color granate oscuro. Bajé la vista hasta los delicados pies y fui ascendiendo, recorriendo el cuerpo que momentos antes había besado y acariciado, que había amado, recreándome en todos y cada uno de los detalles. Era bellísima hasta el dolor. Me quedé mirando el pelo, negro, desparramado sobre la almohada. De un negro sublime, como sus ojos, negros también. La miré profundamente. Acerqué mi boca a la suya y la besé con suavidad, con dulzura. De nuevo las lágrimas afloraron a sus ojos. Le acaricié la cara mientras se las besaba sintiendo su salinidad. Retiré un poco mi cara y le rogué que no llorase. Me estaba destrozando. Aquella lejanía me estaba taladrando el alma. Le pedí que me contara lo que le pasaba. Hubo silencio. Un silencio que se me hizo eterno, que laceraba. Me miró y vi la profundidad de sus ojos y de su alma en ellos. Vi el dolor, por el recuerdo, por la pasión, por la vida vivida, y sentí su dolor. Te puedo contar todo lo que quieras, cualquier cosa que me pidas, menos eso que quieres saber y que parece que intuyes. Eso, dijo, tras un breve silencio, es sólo mío, sólo para mí, por lo que fue, por lo que es y por lo que será. Siempre mío y sólo mío. Discúlpame. Y lloró con más fuerza, sin sentido ni mesura, como si nunca antes lo hubiera hecho.

Nunca entendí por qué lo hizo. La verdad es que nunca entendí casi nada de ella, ni de cualquier cosa concerniente a ella. Siempre estaba lejos de mí. Me era imposible acercarme a su interior, por más que lo intentara con todas las fuerzas que mi inteligencia y mi pasión por ella permitían. Me era esquiva, es cierto, en sus pensamientos y en su vida pasada, incluso presente. Sólo sabía de ella y sólo la veía cuando ella quería, cuando me llamaba o aparecía, de repente, en mi casa. La admiraba por todo lo que la envolvía y por lo que era; por lo que hacía y por cómo lo hacía; por su soberbia inteligencia y su belleza. Me fascinaba. Era alguien que estaba por encima de todo y de todos, y sin embargo tenía una melancolía abrumadora, desasosegante, intranquilizadora. Quizá fue todo ese conjunto lo que me atrajo de ella. Sin duda esa dualidad, si se le podía denominar así. Y ello a pesar de ser incapaz, absolutamente incapaz, de entrar en su misterio.
Era extraña para el mundo en que vivía, para el mundo en que vivimos. Apegada a costumbres y tradiciones antiguas; desilusionada con el mundo que le había tocado vivir, a pesar de poseer un ansia terrible por vivir la vida en toda su intensidad. Hastiada. Me había hablado algo, poco, muy poco, de su vida privada. Sabía muy poco de las razones que la habían impulsado a venir hasta aquí, en lo que parecía una huida de algo o más bien de alguien. Sólo sabía o intuía que necesitaba salir de la opresión del mundo en que estaba, que era, por una parte disciplinado, constante, encorsetado, o eso me parecía, y por otra, abierto, libre, colorido. Un mundo y una vida que la obligaban a una lucha constante por ser ella sin traicionar o traicionarse a sí misma, pero sin dejar de buscar, de indagar y de conocer. Pero también había otra cosa que me era inasible. Creía en un alguien que, de alguna manera, le había dado o quitado tanto que no podía ahora seguir, por las razones que fuesen. Alguien que fue y que probablemente era, en algún lugar recóndito de su mente, o en ella de una forma absoluta, en todos los espacios de su alma, el elemento que movía sus sueños, sus movimientos, la totalidad de su ser. Pero todo no eran sino meras especulaciones mías. Pensamientos que ni tan siquiera me atrevía a expresar en voz alta por el miedo atroz a apartarla de mí, a que huyese por perturbar su interior, por remover lo quieto, por sacar lo oculto, por entrar en los espacios vedados, en el jardín prohibido de su alma, lleno de rosas y, al parecer, de espinas. Me movía entre el deseo de saber y el de permanencia, sabiendo que si conocía probablemente la perdería, y si no sabía, tal vez también. Quizá más tarde, pero también. En tanto que ella lo hacía entre el deseo de volver y el de estar. Estar como estaba, sabiendo que aquello que tuvo fue y que no habría nada más igual, o volver, redimir y redimirse, aprehender y caminar por una senda con discontinuidades, de altos y bajos, de felicidad absoluta y sufrimientos intensos. Contentarse con un prado infinito, verde y estático, o un jardín pleno de rosas. Pero no dejaban de ser meras especulaciones. Esa era mi encrucijada y la suya. La encrucijada japonesa. Una lucha de almas por otro, con otro, y con uno mismo, con una mujer japonesa en el centro de todo y a cuyo alrededor todo giraba. Miyori era la vida. Se había convertido en mi vida, pero ella se movía en otro ámbito, en el suyo, dentro del cual yo no era sino un simple espectador, privilegiado porque ella me permitía estar a su lado, porque me permitía aprender de ella y con ella, vivir la vida con ella. Pero sólo eso, un simple espectador sin la capacidad para ser en ella. Me recordaba, de alguna forma, el mito de Izanami e Izagani, en el que yo era ese simple concurrente, en el inframundo, que había tenido la oportunidad de estar con Izanami un breve momento de su existencia, y que la perdería en cualquier instante, pues ella pertenecía a Izanagi. Pero seguían siendo meras elucubraciones, y tal vez una tergiversación del mito que, una vez, ella me contara.

Al despertar encontré, en la almohada, una hoja cuidadosamente doblada. La abrí con reverencia, de la forma como lo habría hecho Miyori, con cuidado y, también, con un profundo miedo. Temía una despedida, un adiós con silencio de palabras, una huida apagada, cuyo resto sólo sería el papel blanco y sus negras letras encima. Sólo tres líneas. Un haiku. Decía:
A la intemperie,
se va infiltrando el viento
hasta mi alma.
Lloré. Lloré porque no lo entendía. Quise pensar, pero no podía. Arrugué el papel y lo tiré al suelo. Fuera llovía. El cielo gris derramaba su húmedo aliento. La imaginé caminando bajo el agua, con su característico andar y el pelo negro, calado, más azabache, aún más negro por lo mojado, y las gotas resbalándole por el rostro, iluminándoselo, la mirada gacha y su permanente ausencia de sonrisa. La vi bellísima en mi pensamiento. Y me di cuenta de cuánto la quería, de lo que me esperaba si no volvía, pero sobre todo de lo que nunca sería. Me volví y oculté la cara en la almohada como si quisiera no ser visto. Lloré hasta quedar nuevamente dormido, fiel reflejo de lo que sería, en adelante, mi vida, llanto y sueño.
El tiempo es inclemente cuando esperas y no hay respuesta, cuando no tienes tras haber tenido. El desasosiego interior es atroz. El tiempo pasaba y no tenía noticia alguna de ella. Semanas que me parecían milenios, océanos de tiempo que me engullían en sus fauces con un canibalismo espantoso, deformando el pensamiento y envolviendo mi espíritu en un mar de dudas que lo herían, arrastrándolo hacia el negro abismo de la desesperación. Le di tiempo al tiempo, en una acción que no quería porque temía, envuelto en la esperanza aunque sabía, pero que me negaba, esperando que ese tiempo hiciese que ella me echase de menos y volviese a llamar. Dejé que el espacio quedase vacío, ocupado tan sólo por mis pensamientos hacia ella y con la esperanza de que, en algún momento, ella los tuviese hacia mí, y que alguno de ellos la hiciese venir. ¡Pero qué tristes somos en los pensamientos y en la forma de actuar cuando nos negamos a lo evidente! Abandonamos cualquier atisbo de razón, ocultamos la certeza, aun la más clara, cerramos la puerta a la verdad y nos mentimos buscando la esperanza, incluso la más vana. ¡Cuán estúpidos somos entonces! Niños pequeños envueltos con piel de seres adultos y crédulos. Ciegos.
Ahondé en su interior. Traté de atisbar en su mundo, en su alma, a través de todo -poco, bien es cierto, o tanto- lo que me había hablado. Pensé, cómo no, en la muerte, en el suicidio. Una vez me dijo que la muerte tiene el brillo infrecuente, claro y fresco del cielo azul entre las nubes. Nunca había oído nada más precioso referido al tránsito de la vida hacia la nada. Era una imagen extremadamente perturbadora, al menos para mí, que la veía como algo repugnante y terrible, no tanto por el hecho en sí mismo, cuanto por la pérdida de la vida a la que estaba tan apegado en ese sentido tan necio de los occidentales y que, ahora, tras el conocimiento de Miyori y su mundo, encontraba degradante y estúpido. Ella tenía una severa consciencia de la muerte bajo la superficie de la vida cotidiana. Pero nunca supe si tenía un concepto claro y puro de ella. La verdad es que nunca la entendí bien. Creo, más bien, que no la entendí en absoluto. Era tan especial, tan profunda, tan elevada, tan sensible y lejana que se me escapaba de las manos como la arena de la playa, cuando en mi niñez jugaba con ella; como la arena del reloj que, lenta pero inexorablemente, deja pasar los granos por su mitad hasta desaparecer, dejando una transparencia que indicaba la ausencia de todo, la ausencia de nada, el vacío. Era, pensé, hora de salir del cromatismo del desierto en que me encontraba y de las sensaciones introspectivas para descubrir la verdad velada.
Pasó el tiempo. Excesivo. Tal vez seis meses. Decidí buscarla, pero no la encontré. No estaba. La casa cerrada. En la empresa la habían esperado desde aquel día pero nunca recibieron respuesta a sus llamadas ni a sus correos. En la Universidad, donde estudiaba Arte y cultura española, tampoco sabían nada. Era como si en el mundo continuase la vida y ella nunca hubiera existido. Tal vez no lo hizo y todo no fue sino un sueño.
Imaginé que habría vuelto a Japón, a la fragancia de los almendros en flor, a la paz de las montañas, a reunirse con eso que echaba de menos y que le tenía el alma herida. Pensé en el suicidio, que con tanto detalle me contaba y que yo veía, siempre, en sus pupilas cuando de él me hablaba. Pensé en el jigai. La vi, con los muslos, las rodillas y los tobillos atados, para evitar la deshonra de caer con las piernas abiertas, vestida de blanco como signo de pureza, hundiendo el cuchillo en el cuello para cortar la carótida, cayendo sobre el suelo, con un papel en la otra mano, en el que habría escrito un haiku, para él, si es que existía, pues el mío ya lo dejó en su despedida. Aquella idea me rondó por la cabeza hasta hacerse casi real, hasta destrozarme por dentro, taladrando mi alma, royéndome las entrañas.
Lo que si sabía es que su alma sufrió las heridas de todos los exilios, sobre todo de los impuestos a sí misma, en un afán por huir de algo y de ella, y a pesar de ella. Un exilio que no producía sino dolor y amargura, y de ahí tal vez la necesidad de la vuelta, de reconciliarse consigo misma, de la aceptación de lo inevitable, de la necesidad de la redención a través de la comprensión, porque la muerte nunca es peor que el exilio, como bien sabían los griegos. La vuelta en busca de la alegría perdida, a pesar de todo y de tanto, o quizás por eso y a pesar de eso. La vuelta para salvar su alma de tanta desolación y huida, para encontrar el camino, el verdadero camino, por difícil que fuese, para ser quien se es, hosquedad incluida. Lo que si sabía es que no estaba y que probablemente nunca estaría.
Y yo quedé malherido. Seguí escribiendo historias, como hasta entonces había hecho, pensando poesías. Seguí buscando caminos, como el del haiku, su tan querida vía. Pero lo hice para concentrarme en sus negros ojos, en su vida, en su alma; para contestarle a ella, allá donde estuviera; en él, si es que así era, si es que lo encontró; y en mí, en lo profundo de mi alma, herida, muerta.
Su marcha dejó un hueco que es muerte, pero no física aunque vital, sino emocional, absoluta y eterna, símbolo de todas las muertes anteriormente padecidas por mí, pero sobre todo por ella, de la que tanto bebí. Su marcha dejó un silencio mustio que nunca pude ni podré llenar con sonidos ni con palabras escritas, y que sólo los recuerdos pueden, en contadas ocasiones, aliviar, al ver sus ojos azabache mirar el blanco puro de los almendros en flor; al ver los movimientos suaves de las hojas mecidas al son de un viento delicado, como los suyos; al oír esa cadencia de las palabras que tenía al nombrarme. Pero todo eso sólo lo que es. Miyori fue, es y será, siempre, mi encrucijada japonesa, mi vía crucis, el poema que me regaló la vida, mi primavera, mi luz y mi sombra, mi alegría y mi pena, mi alma, pues sólo soy y puedo ser en ella.
En tu ausencia
Mastico los recuerdos.
Gélidos besos.

19/5/09

Daño

Un bello poema de una poetisa argentina, amiga. Zaidena, de Santa Fe.

Inclúyeme en tu lista de conquistas
y ufánate ante el mundo que te he amado,
dile a todos que no sufres por mis cuitas
ni te importa que mi amor se haya alejado.

Grita alto que fui ingrata con tu vida,
que te herí, que te mentí, que me he burlado
que el camino recorrido fue sólo el de ida,
y que nunca valoré que me has amado.

Dilo fuerte, que todos compadezcan
a ese pobre mortal que fue burlado,
y así nadie te descubre ni te marca
¡de que fuiste sólo vos quien me ha dejado!

Muchas veces me pregunto cuáles son las razones que nos inducen a hacer daño. Nunca las encuentro. A veces lo haces inconscientemente, otras, las peores, con conciencia de ello. Preferimos el dolor ajeno al silencio. ¿Qué conseguimos con eso? El dolor ajeno y el vacío del alma. Y el que oye el rumor del daño añade daño, lo intensifica, se regodea en él, sin preguntar, sin pensar en el mal, sin cotejar; sobre todo si su deseo es adular al que lo hace.
Utlilizamos las palabras, a veces, como dardos envenenados. ¿Sabemos lo que hacemos? ¿Sabemos por qué lo hacemos? Nunca digas nada que no sea más bello que el silencio que rompes. Tu voz se puede convertir en eco. Todos somos esclavos de nuestras palabras, y el que siembra recoge. Antes o después. ¡Qué pronto olvidamos! ¡Qué pronto! ¿Merece la pena? Sinceramente, creo que no. Se pierden personas así. Dejamos cadáveres en el camino. Y al final, si tenemos un atisbo de conciencia, si nos queda algo de alma, nos damos cuenta del daño hecho, cuando no hay remedio, y nos sumamos al resto de cadáveres. Se entra en una espiral de la que no se puede salir. ¿Con qué fin? ¿Compadecerse uno mismo y conseguir que se compadezcan de uno? Triste destino. Sólo se compadecen los enanos mentales, los aduladores, los hipócritas, los necios. El universo siempre hace que cada uno pague sus deudas, o debería hacerlo. Nunca merece la pena hacer daño. A conciencia es una crueldad que nos acaba convirtiendo en insanos, en seres macilentos.

15/5/09

Palabras, sonidos, sueños, miradas.


Dame la palabra y el fin no será. No, si no rehuyes la mirada. ¿O no hay camino y es el viento el que…? Nada muere para siempre en el universo. Nada muere si el viento sopla de tu parte. Yo soy el viento. Yo soy la vida.

Es el sonido el que me impulsa a salir de aquí abajo, a girar en busca del paraíso. Pienso que estoy loco, pero ¿por qué?, ¿por quién? Quiero vivir lo triste y lo alegre. Quiero sentir. Esa es mi vida, es real. El camino no tiene fin, y es vida si sólo soy un payaso.

Ayer sentí que me soñabas, pero no era de noche sino de día, y pude ver que no sólo no estabas sino que ni tan siquiera existías. ¿Dónde estás? ¿Quién eres que me resultas tan esquiva?

Cada día puedes levantarte y mirar la vida cuando dices que estás pronunciando las palabras, lejos de los cortes que se producen al caminar a oscuras. Nunca mientes cuando dices que no tengo miedo. Y sin embargo está, es inevitable. Siento que no debo tenerlo, pero… Voy a ir fuera a mirar si esos ojos que me miran siguen ahí. Quédate a mi lado, si quieres, si lo sientes. No creo que se pueda esperar. No me gusta ese lado. Llueve. Llueve ahora. Yo no creo en el dolor. La gente anda. Yo vuelo, pero en el otro lado. No te mientas. No me mientas. Quédate a mi lado. Podemos mirar juntos si quieres.

13/5/09

¿Y si tuvieses una última oportunidad?

¿Qué harías si te fuese dada una última oportunidad? ¿La dejarías pasar? ¿Te mirarías el ombligo bajando la cabeza desde la altura para ocultarte en él? ¿Serías capaz de tener un poco de humildad? ¿Serías capaz de abandonar el orgullo malentendido, los prejuicios que te impiden, el desprecio por lo que es de verdad y el dolor por cosas que son pero que también no son? ¿Preferirías mirarte en el espejo y vivir en un efecto placebo que sólo te da una realidad anodina en la que ni tú crees y que prefieres camuflar de… qué? ¿Tan difícil es hablar, no para engañar sino para ponerse en la piel del otro, para intentar comprender y no para explicar?
Tenías una bala, una oportunidad, y la utilizaste para disparar a matar, sin darte cuenta de que así te suicidabas, porque matabas todo lo que había en tu alma, derramando angustia y desastre, destruyendo todo lo bello que se había creado.
¿Qué harías si te fuese dada una última oportunidad? ¿Redimirías y te redimirías?

6/5/09

Levedad


No hay lugar bajo la lluvia. La piel ya no me resguarda. Mira. Gira a mi alrededor como una niña de colores, como las estrellas del universo, cuando, mientras bailo, miro. No pienses más. Como la primera vez. Sé en mí. Siente que no hay problemas. Dame la llave que abre la puerta a lo conocido y a lo desconocido. Será un placer. Habrá brillantez. Habrá dulzura.
¿A dónde voy? ¿Qué tengo que hacer? Alrededor sólo hay cosas, y cuando miro hacia arriba sólo veo oscuridad y los puntos brillantes desgranando sonidos que no alcanzo a comprender. No hay lugar bajo la lluvia. Por eso, gira, gira a mi alrededor. Mírame y ven. Será un placer.

3/5/09

Diario de la estupidez suprema. VII (El final)

Me rodea el polvo en una cantidad indecente. Polvo que se añade al polvo, pues cuando hace buen tiempo abro de par en par las ventanas y las dejo de esa forma todo el día, incluso las del salón en invierno. Polvo que se posa sobre todo. Los libros y periódicos están por todas partes, llenan las estanterías, las sillas, la mesa del comedor y la de centro, el suelo… Para comer tengo que hacerme un hueco entre ellos. Como en la mesa, sentado en la silla. Tal vez sea uno de los pocos signos de civilización, de no abandono, que me quedan, o de humanidad, o de… El ordenador siempre encendido. Folios y folios por todas partes, montones de folios escritos, en el sofá, en la mesa, sobre y entre los libros; con historias reales e inventadas, con pensamientos, reflexiones y con dibujos. El ordenador encendido para escuchar música de vez en cuando, y para, también de vez en cuando, trasladar algo de esos papeles a él. La verdad es que no sé por qué, ni para qué, ni para quién.
Siempre escribí por el placer de hacerlo, para sacar las cosas que había en mi cabeza. Sin ningún afán, sin ningún fin. A veces, alguien que se enteraba, de mi alrededor, tenía acceso a esas letras. En general mal entendido, quedándose en determinadas imágenes, sin capacidad para entrar en lo profundo, en la verdad que siempre esconden esas palabras. Creo que tan sólo una o dos personas han llegado al interior de mi alma a través de lo escrito.
Los días son eternos y las noches breves. Los días son lentos y las noches rápidas. Tardo eternidades en dormir y me despierto un sinnúmero de veces con una constancia aterradora, pero a la que he acabado acostumbrándome. Y mientras llega el sueño mi cabeza hormiguea y bulle de ideas que trato de organizar y dar forma, sentido y belleza, pero que la abulia y la desgana impiden que queden expresadas fuera de mi mente, pues me niego a salir de entre las sábanas en que me hallo para trasladarlas al papel. Sábanas eternas. Trapos más que sábanas. Sudario. Sólo me queda un juego, por lo que las lavo de tarde en tarde, y cuando lo hago, como tardan en secarse, tengo que dormir a cuerpo triste, vestido, helado en invierno. Aunque más espantoso es el frío del alma. Ya estoy acostumbrado. No hay problema tampoco. Sólo la música, a veces, cuando la pongo, desvía mi memoria y me dejo llevar por ella, mecer en ella. Me abandono. Pero regreso rápido. No puedo. No debo entrar en esa melancolía, dejarme vencer por ella y ahondar en los humores ni en los amores, en lo posible y en lo imposible, de un pasado irredento que no cicatriza, que está abierto. A veces, también, cuando salgo, miro, y veo alguna sonrisa, alguna flor, alguna nube que se deshilacha, algún detalle de esta vida que tanto me dio, que tanto viví, en la que tanto sentí y en la que tanto amé. ¡Qué desastre! Pero qué intensidad.

Cómo echo de menos, a veces, un buen vino. Aunque dudo de que ya mis papilas tuviesen la capacidad de degustarlo, acostumbrado como estoy al cartón de vino que compro en la pequeña tienda de abajo. Ahora, mientras escribo, me bebo este sucedáneo de tinto, que hace su papel y me permite deslizar los pensamientos por el escrito a través del lápiz. Siempre lapiceros. Me gusta el sonido que hacen sobre el folio, como las plumas, pero no tengo tinta ni ganas de ir a comprarla. Y la letra aún bella, a pesar del leve temblor de la mano. Preciosista, lateral, alargada, elegante, como mis andares de antaño. Qué tiempos. Qué cosas. El universo siempre salda sus deudas o debería saldarlas.
El sol se aloja fuera. Entre la persiana y la ahumada y sucia cortina, casi cerúlea, apenas dejan pasar la luz en tímidos rayos, como líneas oblicuas, que hacen que las volutas grises y azuladas del humo del cigarrillo, hagan formas sinuosas, sensuales, rompiéndose al ascender. Y una vela, perennemente encendida, derrama su aroma a mirra, mitigando algo el olor a podredumbre que consume la atmósfera. Me gusta este claroscuro. Me siento bien en él. Me recuerda a Caravaggio. El Arte. El tiempo del Arte tocó a su término. Este es otro tiempo. Un tiempo negro, de oquedades, de lentitudes. Un tiempo letárgico. Tiempo de ausencias, de vacío. Tiempo a destiempo. No tiempo. Hubo uno, un tiempo, en que mis ojos eran brillantes. Brillantes como el ónix. Unos ojos que miraban con deleite la belleza que se me mostraba y que cogía a manos llenas, que buscaba y que adoraba, que bebía y degustaba, que amaba. Hoy están apagados, mustios, muertos. La razón nunca existe en la elección. De ahí el momento en que me encuentro, el cómo me encuentro, el camino que llevo. Viví sin mesura la vida y el amor. De ahí, supongo, el desastre. Y los viví en los momentos de brillantez y de agonía. ¿Por qué será que el efecto tanathos, angustiante, deja un mayor recuerdo en la memoria y atrae más que la suavidad? El tiempo de la estupidez que me rodea es eterno y negro. Espero la luz de la libertad, de la pureza, fuera de él, fuera de todo y de todos. Es tiempo de morir.

1/5/09

Palabras y silencios

Recuerdo, como una sonata plena de armonía, aquellas palabras de tu boca. Hay algo tan suave y delicado en tu mirada cuando me pides con ella que me acerque a ti, y me recibes, después, entre tus brazos, que me hace estremecer. Me haces sentir mujer de una forma tan absoluta como nunca nada ni nadie podrán hacerlo. Ese instante es tan conmovedoramente especial, tienes una sensibilidad tan exquisita e infinita, que me mece y me adormece, que me extasía, que hace que sólo quiera morir ahí, entre tus brazos, en ti, contigo. Es vida lo que me das. Absoluta vida. Auténtica vida. Verdad. Fuera de ella no existe otra. Por eso soy y quiero. Como tú. Contigo. Conmigo. Los dos. La comunión total.
Ahora mi alma hiede a muerte y ausencia, a estercolero pútrido y fangoso. Los aromas de la tristeza son así. Esencia de hiel. La soledad angosta y opresiva de la ausencia. Te carcome el silencio aterrador que te rodea; las espinas de los ojos que miran; las palabras como dardos, dichas y no dichas, pero oídas; los gestos que te ahogan. Rosal marchito en un lodazal. Is there anybody out there? Nadie. ¿Quién fue? ¿Quién fuiste? ¿Y ahora? Nada, porque nunca tuviste. Todo fue, es y será sólo un lamentable silencio, triste. Y mientras te vas suave, de una forma milagrosa, como sólo puede hacerlo la magia del genio, aparece la música eterna, como dice Haler, una música hermosa y terrible, la música del Don Juan, que acompaña la salida del convidado de piedra, retumbando horribles los compases de hielo por la casa espectral, procedentes del otro mundo, de los inmortales. He amado y he sufrido por toda una vida. Nada hay. Nada queda. Nada soy.