21/10/08

Era una noche prodigiosa

Siempre hemos oído contar un cuento. Incluso algunos lo hemos escrito. Forma parte de nuestro acervo cultural. Los llevamos dentro. Está en nuestro subsconsciente colectivo. Alrededor de una hoguera una figura mayor, tal vez el hechicero, relata a su calor, entre las luces y contraluces que las llamas provocan, alguna historia a niños y no tan niños, que miran arrobados esa figura que les transporta más allá de su realidad real. ¡El lobo!... Dice Nabokov que hay magia en la combinación de las palabras del pastorcito. Según él, ese niño fue el hechicero del que salieron todos los cuentos. Cuentos en todas las culturas, en todos los pueblos y en todos los tiempos. Poe, Kafka, Borges, Konrad, Kipling, Cortázar, García Márquez, Melvill… Cuando se comienza a contar un cuento se abre el apetito de escuchar y éste alimenta el de contar. Y el que cuenta siempre oye una voz en su interior, que surge de todas las voces de los que han contado, obligándole a seguir contando. Es todo un placer contar un cuento. Es todo un placer escribir un cuento. Érase una vez…, Once upon a time…Y todo surgió en Mesopotamia (donde casi todo, y donde hoy casi nada), en las montañas de Irak y sus alrededores, donde según la tradición debió estar el Paraíso de donde fuimos expulsados, allí donde se contaban los cuentos a la luz de las llamas. Allí nace el Gilgamesh, y se va a la India y surge el Mahabharata, y se va a Israel y aparece la Biblia, y sigue en Europa con Bocaccio y en el mundo musulmán con Las mil y una noches. El cuento es la esencia de la Literatura. De ahí quizás una de las frases más hermosas que he leído nunca. De Dostoievsky, cuando en sus Noches blancas dice: "Era una noche prodigiosa, una noche de esas que quizá sólo vemos cuando somos jóvenes, lector querido". Debemos seguir contando cuentos, y como ya no es posible en la magia de las noches de plenilunio arropados por el amarillo de la hoguera, hagámoslo con la magia del sonido de una pluma rasgando el papel al escribir sobre él.

18/10/08

La muerte constante. I

El verano vino de una forma tan intempestiva y extraordinaria como lo hizo el invierno, y como el anterior y el anterior, y así todos desde que sus recuerdos estaban con él. De un día para otro, sin avisar, el calor se apoderaba de Constanza y de todas las personas y bestias que habitaban en ella. De los pájaros no, porque nunca había habido, o no los recordaba. Ranas sí, pero pocas y pequeñas; culebras también, de agua y de tierra. Las de tierra eran las peores, porque salían sin avisar, de pronto no estaban y de pronto sí. Aletargadas todo el invierno y de una noche para otra, sueltas por el campo, por los trigales y los olivares, enroscadas, con la lengua saboreando el calor. Eran víboras y alicántaras, con sus rayas en el lomo, enigmáticas y atractivas. Él siempre las confundía, porque sus padres no eran del campo. Los agricultores y su recua si sabían hacerlo, por toda una vida de convivencia con los ofidios y por alguna que otra pérdida en ambos bandos. Aquel año, como casi todos, las culebras campaban a sus anchas, apareciendo por las calles y por las casas. A veces se encontraba alguna en las camas de los niños de pecho, entre las ropas, arrebujadas, como hermanas de leche, calentándose con el calor de sus menudos cuerpos. Se las perseguía, a veces, con todo lo que se tenía a mano y se las mataba a palos, otras, pues el tiempo hizo que la costumbre diese en mudar el pensamiento que hacia ellas había, y así, al acostumbrarse a ellas, se las dejaba en paz o sólo se las perseguía hasta que salían de las casas o de las calles y se iban por los albañales o por las calles hasta las lindes del pueblo, a la sierra o a los campos de labor que rodeaban lo rodeaban. Alacranes también había, gordos y lustrosos, en los huecos de las tapias y debajo de cualquier cosa dentro de las cosas, aguantando los calores de aquellos veranos infames e interminables que hundían el pueblo y a sus seres en una abatimiento silencioso que les hacía deambular, en las horas de mayor intensidad, como almas en pena en busca de rincones frescos. Él siempre miraba en esos rincones, a pesar de las advertencias, guiado como por un imán por lo prohibido, por el peligro supuesto pero no vivido, temido pero no sentido. Y una vez, cuando tenía algunos años, miró en un agujero del tapial que seguía la pared de su casa, y que lleno de agujeros le miraba a él como retándole, y creyó ver uno grande y hermoso, y su instinto pudo más que su miedo, y metió la mano para tocarlo, y lo notó frió. Sacó lo que creía un escorpión, presa segura para enseñar, con la candidez de sus pocos años, a sus amigos, ajeno al peligro, y su sorpresa fue mayor que el desencanto de no ser un alacrán lo encontrado. Dos duros había en sus manos con los que compró y compró cosas en el puesto que el Mudito tenía en la plaza del pueblo. Un coche azul de plástico, descapotable, con las ruedas negras, y un camión, amarillo y rojo, y pipas y garbanzos, caramelos y altramuces, y aún le sobraron cuatro pesetas, que metió en sus pantalones cortos, de felpa, que le daban calor y picor, pero que eran los del invierno, cortados con la rapidez que imponían los nuevos tiempos y la rapidez con que venían, en la primera mañana de calor, por Crescencia, la muchacha que vivía en su casa como fámula...

14/10/08

El sonido de un oboe me dice...

Surge el sonido del oboe casi en falsete. Penetrante. Casi como un quejido denso y lento. Con esa calidez que casi ninguno (salvo el violín, la otra danza de los sonidos). Respirando el aire que hay en la atmósfera y haciéndomelo respirar. Dirigiendo el tempo, acompañado de cuerdas, graves, violines y violas y un contrabajo. Se para y empieza. Y unos triángulos aterciopelan el alma. Hay como un aire que recita, que se eleva y desvanece, que penetra y aturde, que te lleva y engalana todo lo que miras, lo que se mueve, lo que se oye. Las notas se enroscan sobre sí mismas en suaves y armoniosas volutas de incienso etéreo que desfallece perdiéndose entre las ramas. La madera degusta los sonidos que produce, casi un catabile. Melodía melancólica. Armonía desganada. El sonido taciturno y lento que se desmaya y te desmaya. Las cuerdas suben la intensidad, con suave cadencia, como animando. Despacio. Y el oboe las sigue. Y parece agudo, sin serlo. Suave terciopelo de noche estrellada. Lluvia que se deshace en las hojas de un bosque cierto, donde solo el viento, entre las ramas, deja sonido, y aun con desgana. Y todo desaparece calmado. En suave compás. Muy quedo. Hay como un aire que recita, en él, que te penetra y aturde, que te eleva, que te sueña, que te siente, que se te queda. Los sonidos. La nitidez es tan asombrosa que la noche refulge y se hace día. Es como un quejido. Suave. Denso. Lento. Apagado. Amigo. Amado. Y siento de nuevo el dulce encanto de la niñez. Y lo extraño. Me arrebujo en él y me duermo, calmado, acompañado.

13/10/08

Hondura

¿Dónde se siente lo hondo? ¿Lo profundo? ¿La hondura? ¿En las entrañas? ¿Qué es la hondura? Entras dentro y te dejas llevar. Hay profundidad, sentimiento, duende. Y por eso. Produce armonía. Hay armonía. Calidez. Te arropa con el calor de dentro. Te cubre suave. La sonrisa franca, de verdad. Es de verdad. Siempre lo es, aunque a veces… Siempre es. De ahí… En la totalidad. Se oyen sonidos que salen de dentro. De dentro y de lejos. Cante por “soleá”. Y por alegrías. La totalidad. Es todo. Siempre lo es. Y entra. Entra y te ocupa. Te llena. Abre de par en par todo a la vida. La siente, la vive, te la muestra, te la ofrece, te la da. Los batientes apoyados en la pared. Aspira el aire y se lo bebe. Abre los ojos y se los llena de luz. Abre la boca y degusta, y te adorna de palabras. Abre el alma y quiere llenarla y agrandarla. Henchida de todo. El mundo es un vaso que ha de ser bebido, y por ello lo apura. Lo apura con delectación. Es deseo de ser. De vivir. Hay tal intensidad en todo que asusta. Pero te invita a vivir, a sentir, a jugar. Puro placer. Sentidos. Armonía. Es un territorio donde es fácil sembrar. Fértil. Mágico. En ella se siente lo hondo. Ella es hondura. Dentro. De dentro. Como el cante. Por alegrías. Por “soleá”.

6/10/08

El cielo no existe


¿Sabes lo que más me preocupa? Cagar. Joder, es que me tiene de los nervios. ¡Puta gente! No te dejan respirar ni un momento con los putos morteros. Y lo peor es que con esta ansiedad, cuando voy no puedo. Creo que voy a ir ahora, si no me van a salir unas almorranas de cojones. No voy a poder sentarme en la puta vida como siga sin cagar un día más.

El cielo no existe. Todo es infierno. Calor. Un infinito calor que hace que el sudor caiga en gotas que corren con una constancia aterradora por la cara, por el cuello, por el pecho, por la espalda. El calor cala en los cuerpos y en las almas de todo lo que se mueve. Ralentiza. Exaspera. Y un amarillo inmenso ciega los ojos. Es imposible mirar y no sentir un escozor intenso en ellos. El sol parece mucho más grande y abrasador que en cualquier otro lugar. Te hunde. Te ensimisma. Te empequeñece. Y la arena, que se mete por todos los poros de la piel y se queda ahí, incrustada a ella, pegada a ti como un sudario horroroso que no te puedes quitar con agua y jabón. Jamás. Una prisión. Esto es una prisión infame que no desaparece ni con la noche.

Ahora les ha dado por descansar. Tendrán calor, o sueño. Vete tú a saber. No los entiende nadie. Ahora es el momento. Me duele la barriga como nunca. Tres días son muchos días. Y tiene que ser malo. Tiene que serlo. Desde la salida de la mañana, o la incursión de la otra noche. Toda la noche. Toda la puta noche arrastrándonos por la arena. Sin objetivo. No lo veíamos, o no estaba. Una noche tirada. Hasta el catre me sabe bien aquí. No hay estrellas. O las confundo con las trazadoras, con las bengalas, con todo lo que vuela. La noche es para dormir, joder. ¿Qué coño hago yo aquí? Voy a cagar ya de una puta vez. No se oye nada. Cruzo y ya está. Podían haber hecho las letrinas un poco más cerca. Y otra vez los morteros. A un paso. Es que no se puede ni ir a cagar, joder. Y ese casi dentro. Una mano me coge por el hombro. ¡Qué susto joder! Pégate a la pared, me dice. Sí mi comandante. Es que iba a cagar. ¡Joder, qué estrés! Así no se puede vivir. Pero pégate a la pared, hombre. Me insiste con una sonrisa. Es que tenía prisa. No puedo más. Desde el otro día, en la ciudad. ¿Se acuerda? Aquel hombre con un niño en brazos. Destrozado. Sin piernas. Cubierto de sangre. Lloré. Lloré mi comandante. Y le juro que hacía años que no. Vaya puta mierda. La cara del niño la veo siempre. No me la puedo sacar de encima. Es peor que el polvo. Y el padre. Porque debía de ser su padre. Había dolor. Negación. Incomprensión. Y los colores que lo envolvían todo. Raros. Discordantes. Bellos. ¡Vaya puta vida! ¿Y si fuera mi padre? ¿Y si fuera mi hermano?

El cielo no existe, todo es infierno alrededor. Todo lo tapa. No hay nada. Calor. Un infinito calor que todo lo pudre, que todo lo mata. Muerte. Solo muerte alrededor.

Quizás

Ella es, quizás, quien me hace subir la escalera de la vida, paso a paso, lenta, suavemente y con dulzura. Ella es, quizás, la que me da las razones para vivir, sin determinar el qué, el cómo, el cuándo y el dónde, si no tan sólo el vivir por el vivir mismo. Ella es, quizás, quien abre la belleza que hay en el mundo, a mi alrededor, y me la derrama en cascadas de iridiscencias exquisitas. Ella es, quizás, quien permite a los sueños que se hagan realidad en torno a mí. Ella es, quizás, la cruz del atardecer que se muestra en todo su esplendor cuando miro hacia arriba y espero. Ella es, quizás, la que hace que el amor sea real, recordándola, cuando el día muere. Ella es, quizás, la que hace que la risa se pose en mi rostro iluminando la vida. Ella es, quizás, la que me hace oír los acordes más exquisitos que la música desliza por mis oídos cuando rompe el día. Ella es, quizás, la que hace que crea en ella. . Ella es, quizás, Ella.

5/10/08

Venid

Venid. Venid, malditos de mi Padre. Postraos. Hincad la rodilla en el duro suelo e implorad por vuestros pecados. Elevad plegarias por vuestras muertas almas. Rogad inmisericordemente por vuestra inutilidad. Alzad los brazos y clamad con la fuerza de lo inútil contra el Adviento que se os aproxima. Vuestro tiempo. Desgarrad vuestra piel y tapaos los ojos con ella. Ojos que no ven, que solo miran. Hijos de la negación. Ojos que han visto la nada porque la nada son. Dejad vuestras cuencas vacías, pues ya no hay tiempo. Hijos de la impiedad, llorad. Llorad, malditos de la Tierra. Agachad la testuz como signo de lo que no sois ya. Y esperad. Esperad el momento en que el hierro horade la cerviz y os reduzca a muerte. Venid. Venid, malditos de mi Padre. La hora es llegada. Es el tiempo del Adviento. Vuestro tiempo.

Regueros

Bebí las aguas de tu aliento y descendí al Hades, infierno de los sedientos, con el lamento pútrido del desastre envolviendo mi alma como un sudario descompuesto. Y las lágrimas ya no eran sino frías piedras de mármol negro, lamentos de azabache resquebrajado.

Me muevo con la suave cadencia de una ola, acariciando el viento que se desliza entre mis dedos. Avanzo lento por el flujo de la vida oyendo los sonidos ampliados de no sé qué cosa… Muero.

El sonido seco del percutor. La velocidad de una bala. El golpe contra el cuerpo. La luz que se desvanece. El aliento que se hiela. La vida y la muerte. Despedida.

¡Qué hondos y tenebrosos son los caminos del despropósito! ¡Qué amargas las consecuencias! Me devano el alma, los sesos, en busca de las acciones, de los lamentos y su por qué, y no encuentro sino desazón y abandono. Íntimamente perturbado. Desolado. La raíz sin límite. La inconsecuencia y su realidad. El denuesto. No hay sabor. Ni olor. Solo desastre. Irresponsable. Solo el yo. Siempre el yo. Solo encuentro la sinrazón amarga de un amor apagado, marchito, que se va por la cloaca del absurdo y su inconstancia. Miramos y no vemos. Pensamos y no sentimos. Queremos, pero no amamos. Pero creemos. O queremos creer. O pensamos que creemos. No avanzamos. Decimos de las palabras. Decimos las palabras. Siempre yo. Siempre el yo. Observamos los colores y los transformamos en una suerte de alquimia, que acabará con la destrucción de todo lo bello, en negro. Negro que degradamos para conformarnos, para confortarnos, para creernos. Desilusión. Triste desilusión que apaga.

Caen las gotas una a una con un ritmo inmisericorde, creando círculos concéntricos que se expanden agotándose suavemente en la nada de lo aparente. Dejamos de ser por sentir que creemos. Como el agua pútrida de una cloaca. Deshechos. Trazos mal hechos. A cincel. Abandonamos los pinceles con los que hemos dibujado los trazos más hermosos de una vida de colores, para armarnos de espátulas y clavos con que horadar y fijar, en un afán sin sentido por parecer, por creer que es lo que no es, por tanta estulticia. Vana ilusión. Vanitas vanitatis.

La desesperanza es el peor camino para la razón. De ahí tantos errores cometidos. Prefiero el sueño. Quiero el camino del abandono, antes que el pensado a base de inconsistencias, de creencias del Yo, de querencias del Yo. Yo. Prefiero soñar con despertares entre rosas y azucenas, lirios y amapolas. Prefiero andar por la senda de los colores, que por el camino de la querencia, de la apariencia. Prefiero el sueño del tiempo que no es, pero que regala la vida con su belleza infinita.

Y suena la muerte. Dispara. Se acaba.