30/1/11

Veredas frías

Cuadro del pintor ecuatoriano Milton Estrella Gaviria, de su serie "Árboles muertos en veredas frías".

Como cuando todo se eleva.
Como la lluvia que cae sobre hojas no escritas.
Entre nanas que no se cantaron viven los niños que nunca lo fueron, que no son nada. Entre aires de dentro respiran las hojas caídas, al calor de una vela apagada.
Y miran, y vagan, con ellas, figuras que apenas ya andan entre las nadas; apenas presencias, apenas...
Como cuando todo se acaba.
En colores de noches cerradas, en desteñidas jornadas de ríos que no llevan agua, en noches sin luna.
Tránsitos lentos por rotos espacios, en leves murmullos de preces a nadie, más allá de la nada, al vacío, a la muerte, a Dios.
Como cuando todo se eleva.
Como cuando todo se acaba.

25/1/11

El río de las sombras. IV

Y todo son recuerdos, imágenes que no sé ya...
Yo era un hombre tranquilo que sólo soñaba. Ahora no sé lo que hago, lo que siento o lo que soy, ni tan siquiera dónde estoy. A veces pienso que el diablo está en todas partes.
Llueve sin parar y sin límites. Recuerdo, a veces, las tazas de loza, finamente decoradas, en las que mi madre servía el café por las mañanas, y la luz que entraba por la gran ventana del salón, cuando desayunaba. Ahora parece que vivamos en el fin de los tiempos, como si Dios hubiese cerrado los ojos y se negase a ver el punto a que ha llegado su obra. Todos hablan todas las lenguas, pero nadie se entiende, quizás porque nadie escucha, ni siquiera a uno mismo. Sólo se oyen alaridos silenciosos. Es el tiempo de la utopía de la soledad y de la tristeza. La nieve cubre los agostos con un manto que ensombrece y hace enloquecer.
Es como si la tierra quisiera que muriésemos todos, lentamente. Nunca hay un mañana para los que no supieron trascender el presente, para los que olvidaron el pasado; sólo ilusión y días bastardos. En el caos es fácil invocar a los dioses, pero no oyen o no quieren escuchar, es el tiempo del hombre, sin hombres, y sin dioses a quien invocar. Olvidamos las leyendas y los mitos para centrarse en la nada, en el vacío, en el posibilismo de un ahora material plagado de vacuas promesas. Nadie quiere forjarse su destino, transformarse uno mismo en leyenda, ser la propia leyenda o formar parte de ella; prefieren no ser nada, ser nadie, formar parte de una masa ingente de dirigidos, de autómatas bastardos de la humanidad, sin alma, sin vida, grises formas de la nada. Y así un día y otro día y otro día más, durante toda la eternidad gris.
Y aún no estoy muerto. Ahora me muevo, entre estas cuatro paredes, por secretos océanos, cabalgando olas de nívea espuma, en busca del color alado. Sé que existe, que está en alguna parte; yo lo he visto.

17/1/11

El río de las sombras. III

La niña, sentada sobre la alfombra, roja, de la habitación, jugaba con unas barras de hierro imantadas y unas bolas, tratando de crear formas, letras y números. Tenía los ojos de color azul verdoso, siendo el azul como el halo del verde; grandes y de forma almendrada; con unas pestañas eternas. El pelo no muy largo y recogido atrás, en una pequeña cola, bastante alta; los labios carnosos y sonrosados; la cara ovalada. Su piel era blanca y cálida, suave. Llevaba una sudadera roja, de Hello Kitty, con el dibujo y el nombre en blanco, y unos pantalones del mismo color.
Hacía calor en la habitación. Mira papá lo que he puesto. Con las piezas había escrito su nombre. La miró sonriendo y le corrigió la última A. Al cabo de cierto tiempo le dijo que recogiera todas las piezas y las metiera en su bote para guardarlas. Le costaba deshacer algunas de ellas, que se habían pegado, ya que al separarlas se unían a otras por efecto del magnetismo y la proximidad de todas. De repente las tiró todas y levantando la voz dijo: ¡Ay, qué lío! No pudo, él, reprimir una carcajada y, acercarse a ella, abrazándola y repitiendo, qué lío, qué lío, hasta conseguir una sonrisa en sus labios. La besó.

5/1/11

El río de las sombras. II

Vamos, le apremió su padre. Abrió la caja con una lentitud extrema, y un olor especial, jamás olido, invadió su nariz. Un olor que jamás olvidaría. El sonido se hizo más intenso, pero apenas algo más. Miró por la rendija de aquel mundo que había abierto, pero la luz que pasaba era tan escasa, tan tenue, que apenas dejaba ver lo que guardaba su interior. Ligeros movimientos de formas indefinidas, y un murmullo constante, como si mil bocas diminutas estuviesen murmurando una oración. El sonido de un mundo en miniatura, de un mundo ajeno al suyo, ausente; las preces silenciosas a un dios disminuido; en éste, y ausente, a la vez, de éste.
La levantó del todo, vio, y la luz se hizo. Movimientos incesantes y un ligero aumento del sonido, más nítido, más intenso, más cierto y real, más música que sonido. Un mundo verde y blanco, como un campo de lirios. Pureza. Nunca había visto tanta belleza en un espacio tan pequeño, en un mundo tan aparentemente intrascendente. En ese momento supo lo que debió sentir Dios cuando separó la luz de las tinieblas e iluminó el mundo. Hágase la luz, dijo en voz baja -para que su padre no lograse entenderle-; y la luz se hizo, continuó sin dejar de mirar aquel cuadro de extrema belleza, limitada a una pequeña caja de zapatos Gorila, blanca y gris. Tan sutil, tan perfecto. Pureza.

Tenía un breve recuerdo en blanco, como aleteos, como si pequeños papeles, cortados con cuidado, cayesen revoloteando en una pesada atmósfera, entre motas de polvo en suspensión, movidas a impulsos de aire, que las elevan levemente para volver a dejarlas caer hasta posarse, casi con timidez, en el suelo. Pequeños papeles blancos posados en el suelo. Plumas blancas de extraños pájaros, pequeños como mariposas.

El mundo es frío y oscuro, desapacible, fuera. Es como si toda la tierra hubiese sido cubierta por millones de kilómetros de hilo de araña y sus habitantes se hubiesen convertido en seres abúlicos, esperando a ser devorados por los señores del gris, arañas que tejen eternamente las mentes. Ya sólo quedaba el interior. La muerte es un don en este mundo gris, donde hasta el simple hecho de andar se convertía en un mero trámite, en un estar esperando en el pasillo que conduce al Averno, si es que el Averno no lo había ocupado ya. La muerte es un don, y sin embargo nadie hacía uso de ello en beneficio propio. Ahí radicaba la extrañeza del hecho.