26/9/10

Del lado oscuro de la luna. III

Movió levemente la cabeza, como siguiendo las líneas de pequeños círculos imaginarios dibujados en el aire. Con los ojos entrecerrados se paró frente al mueble de discos compactos, una especie de serpiente metálica que surgía del suelo elevándose sinuosamente, casi con voluptuosidad. Alargó la mano y cogió uno. Abrió la caja, puso el dedo pulgar en el orificio central mientras el corazón rozaba, con un ligero toque, el extremo, al tiempo que el resto de los dedos quedaban suspendidos en el aire, extendidos, formando un escorzo con los otros dos, como la mano de una bailaora en trance. Tras un breve momento sacó el disco, con delicadeza, casi con... amor. Extendió la mano libre y pulsó el botón de power del equipo de música. Al instante, un sinnúmero de luces comenzó a parpadear. Apretó otro botón y el expulsor del lector de discos salió con un leve chirrido. Introdujo el compacto, pulsó de nuevo el botón y observó como el disco desaparecía ante sus ojos. Desvió la mirada hacia la derecha del aparato, sin brusquedad, paseándola por todo él y, alargando la mano, apretó rápidamente el selector de canciones. De repente el sonido invadió el mundo, su mundo, su principio y su final, su todo y su nada, su universo y su yo. Las notas que surgían reforzaron o matizaron el ambiente preexistente, se podía decir que, incluso, crearon una nueva atmósfera.
Aquellos sonidos, de graves llevados al extremo, de guitarras, surgiendo alternativamente por cada uno de los cuatro altavoces que pendían del techo en cada una de las esquinas; del bajo y de la batería repitiendo sin cesar el mismo ritmo, y la voz, la voz sugerente y cautivadora y envolvente de Billi Corgan, equidistante de todos los tonos y de ninguno, llenaron el espacio.
Su cuerpo se sacudió. Como poseído por la música se giró despacio, paseando los ojos por su entorno. Intentaba captar todos y cada uno de los detalles de aquel ambiente. Aspiró cada uno de los matices que emanaban de las esencias del pebetero. Absorbió, si eso era posible, por sus retinas, todas las tonalidades de la luz y de las sombras, los colores sutilmente modificados por los rayos del sol, las partículas de polvo en suspensión, las espirales de humo derramadas. Se fundió con los contornos de los muebles en la penumbra, con las proyecciones de las figuras, con los colores transformados de los tapices y del terciopelo que cubría la mesa...
Extendió los brazos, con la palma de la mano derecha hacia arriba, con la palma de la mano izquierda hacia abajo, como un derviche y, como ellos, giró, atrapando, mientras lo hacía, los sonidos dentro de la espiral del laberinto de sus oídos.
Lentamente paró, mientras en su mente se repetían las frases de la canción que se oía:

... ten times removed
i forget about where it all began
bastard son of a bastard son of
a wild eyed child of the sun
and right as rain,
i´m not the same but
i feel the same, i feel nothing
holding back the fool again
holding back the fool pretends
i forget to forget nothing
is important...

No conseguía recordar la frase. ¿Cómo era?, se preguntó. No podía continuar sin ella. No podía romper la armonía del todo. Tenía que buscar en su interior, porque estaba allí, de eso estaba seguro.
Lánguidamente se tumbó junto a ella, extendió los brazos y posó las palmas de las manos en el suelo. Abriría su mente, abriría todos y cada uno de los poros de su piel, abriría todos los orificios, abriría su cuerpo, entero, y dejaría que la esencia de la vida le penetrara.

20/9/10

Del lado oscuro de la luna. II

Era un drogadicto de ambientes...
Comprendía a aquellos asesinos americanos que mataban en nombre de Dios. ¡Hermosa locura! Pensaba. Los comprendía porque a él, que era fruto tardío del “68”, el efecto que éste produjo sobre su educación católica se tradujo en una melancolía imposible de amortiguar tras la desaparición de Dios, de su Dios.
Se incorporó levemente, levantó la cabeza y dejó vagar la mirada. Siempre necesitó la belleza, pensó, para poder seguir respirando, o para ser más exactos, rectificó, siempre necesitó de lo sublime, también de la belleza, pero sobre todo de lo sublime, más aún en lo tocante a los asuntos del espíritu. Pero era una necesidad conceptual y por tanto no necesariamente visual, porque los sujetos dominados por la melancolía, como había leído en alguna parte, estaban especialmente inclinados a la contemplación de lo sublime, entre otras cosas porque esto mitigaba de alguna manera la melancolía que les posee. Y eso era cierto para él.
La luz del sol entraba por las rendijas de la persiana, totalmente bajada, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, como si un centenar de soles diminutos iluminaran tenuemente la habitación. Los rayos tamizaban las volutas de un humo verde azulado que surgían del pebetero dorado que había en una de las esquinas de la habitación, donde una mezcla de incienso, mirra y otras esencias aromáticas, se quemaba con lentitud, esparciendo un olor desasosegante por el espacio.
¿Cómo era aquello? Se preguntó, mientras se pasaba el dorso de la mano por la frente, como si con aquel movimiento pudiera eliminar esa especie de velo que le impedía recordar.
Dejó la maquinilla de afeitar en la bandeja que había en el suelo. Encendió el aspirador de pilas y se lo pasó por ambas manos. Con una pulcritud extrema pasó la boca por el dorso, por las palmas, a lo largo de los dedos y entre ellos; primero de la mano izquierda, luego de la derecha. Cuando terminó, apagó el aparato y lo dejó también en la bandeja, al lado de la maquinilla. Se levantó sin rapidez, incluso con parsimonia.
Que importantes son las formas, pensó, todo debe hacerse con armonía, sin romper el ambiente, integrándose en él, formando un todo con él. ¡Pureza! Esa era la palabra. La levedad de la mariposa al desplazarse. Pureza...
Pasó a través de los rayos de luz y el humo le siguió creando formas, apariencias sutiles.
Para él, ningún movimiento, ninguna palabra, ningún acto carecía de sentido. Todo se hacía con un propósito. Pero si importante era éste, más, si cabe, lo era la forma de llegar a él, de ahí la importancia de los gestos, de ahí la importancia de las formas. Toda obra de arte es bella en cuanto lo es en su totalidad, por el orden armonioso de sus elementos, ordo partium in toto. Pero si uno solo de ellos no lo era rompía con la armonía, quebraba el todo y, por tanto, ya no era bella. Incluso, pensaba, no podía haber belleza en la creación si la forma en que se realizaba, los gestos que se producían, el lugar donde se llevaba a cabo, en suma, el ambiente, no era bello. Por eso había creado su santa santorum de la belleza, y en él se encontraba, en el centro del útero materno y en contacto con la tierra, la Madre Tierra. Él había creado el ambiente ideal, donde el vacío no existía ni tan siquiera en la atmósfera, rota por la luz, por el humo, por el sonido...

16/9/10

Del lado oscuro de la luna. I

El vacío de los sueños siempre lleva a un sueño vacío.

Sentía el rumor inmundo de los cuervos, al anidar por la noche en el centenario nogal que había en el segundo patio, como un martilleo constante que le taladraba los oídos. Castigado en la oscura cuadra, anegado en lágrimas por el terror que se escondía tras la puerta interior, donde su padre le había dicho que, más allá, habitaban los demonios. Cuatro años, y ya el sufrimiento atroz de estar donde estaba, pero sobre todo, el sufrimiento por el daño inflingido a sus padres, por la carga que habían de soportar por su presencia, y que ni tan siquiera los violentos correazos, con que hasta aquella cárcel demoníaca le había llevado su progenitor, podían mitigar.
¡Dios, cuánto dolor por cuanta infamia! Jamás podría ser perdonado. Jamás podría ser amado, jamás podría ser salvo. Jamás podría alcanzar la felicidad, ni en este mundo ni el venidero. Jamás. Y las lágrimas le corrían por las infantiles mejillas como un río sin fin y sin destino. Y no había nadie. Nunca había nadie. Sólo la noche, que le acogía en sus dulces brazos, como una muerte amable.

14/9/10

Ruidos

Es como ser mudo y susurrar palabras en la noche. No hay quien te oiga, nadie te escucha. Es inútil. Sordos en un mundo de ruidos, de ruidos que no dicen nada, de ruidos que dañan, pero con los que la estupidez humana baila. El “hombre nada” siempre lo es, a veces no lo ves, se oculta, se tapa, pero siempre reaparece.
Tal vez somos incapaces de adaptarnos a nuestras deformaciones. Y, por lo tanto, posiblemente no podamos aceptar el dolor y el sufrimiento que provocan. Pero lo que no estoy dispuesto es adaptarme a las deformaciones de los demás.

12/9/10

No sabía

Con la última sonrisa notó su mueca, y oyó un golpe seco, y como un desgarro sintió sus alas rotas. Ya no hay poesía, sólo tristeza.
Iba y venía sin saber a qué o a quién culpar, con una ceguera de siglos y el alma pesada, muerta, perdida.
Idas y venidas sin "adondes", a cualquier lugar. Palabras y palabras, sin sentido, por justificar. Ahora sí, ahora no. Tú sí, tú no, él sí, él no, ellos sí, ellos no. Yo. ¿Soy? Lo sé, pero no lo sé. Me invento, me visto, me tapo. ¿Quién soy? Siempre dándose vueltas, convertidas en revueltas en una espiral sin fin, sin sentido, sin final.
No sabía, en la pérdida, que toda su vida sería, ya, sólo una triste y pálida mueca del respirar.

7/9/10

Ángel "El cojo".

Era aquel un personaje espectral. Parecía surgido de las mismas entrañas del Averno. Todas las partes de su cuerpo, que la ropa dejaba al descubierto, eran pústulas abiertas...
Ángel, el cojo, llevaba con cierta gracia el Misalito Regina, libro de reflexión con tapas de nácar blancas. Lo portaba en una mano a modo de hisopo, mientras con la otra cogía el aparato ortopédico que le permitía el desplazamiento, haciendo las veces de tercera pierna incorporada al juego con el que nació. Lo usaba porque la pierna que iba en el lado de aquella especie de prótesis, colgaba como un badajo, inerte, a unos veinte centímetros del suelo, especie de balancín siniestro, que lo mismo apuntaba a la diestra que a la siniestra.
Después he sabido que se dedicó a rufián, regentando un lupanar...