13/4/11

INXS

Era extraño el pensamiento, y raras las sensaciones. Olía a jara o algo parecido (había olvidado ya la esencia de ese olor -demasiado tiempo sin él-)-, mientras yacía allí, sin nada, o eso creía. La fantasía de un herido, el grito de un cobarde, el aullido de un chacal en la noche cierta. Una luciérnaga dibuja soles o sólo lo intenta entre gamas de ausencias. Se levantó. Sintió el graznido en el camino. Miró en todas direcciones. Nunca acaba Pentecostés, pensó, dibujando una sonrisa helada, descompuesta, y agrietada. El aire, acre, suspendido. ¿De qué está hecha la sustancia de los sueños? -se dijo-. Hay promesas que no se alcanzan, sedas...

Miró la caja y quitó la tapa, Siempre el mismo resultado. El tiempo quieto, pesado. Líneas de amarillo, oblicuas. Óvalos encerrados en un espacio rectangular, diminuto y eterno. Gritó en silencio. La cerró. Sacó dos amapolas arrugadas, aplastadas, del bolsillo de la chaqueta que llevaba, y las dejó sobre la tapa. Una gota cayó sobre ellas con un golpe seco, apenas audible. Se levantó y se fue.

No habría más días, sólo el día. Caminó ahíto sobre las piedras, la mirada ida, entre extraños que miran el agotado andar, los desdibujados pasos. Soñó Verona, pero aquello no era sino un Gólgota ansiado, casi pedido, suplicado quizá, temido también. En la tierra donde huele a sangre, y a higos y a... Y es que a veces respirar duele tanto, y por eso... Y es tiempo de auroras. Ya todo es acabado. Ya es tiempo, el tiempo -se dijo-.

3/4/11

Marrakech

Plaza Djema el Fna. Marzo 2011. Fotografía propia.

La prisa mata, escuché en Marrakech hace poco, tras ofrecerme un pequeño presente -el envoltorio natural de los cominos, del que se aprovechan, allí, la cubierta como palillos- con la intención de que volviese a su tienda a comprar algo, cuando le dije que tenía prisa en llegar a Djema. Se tortuga, diría Lao Tse. Mil veces que vuelva a Marrakech y siempre encontraré mil cosas, en esas mil veces, que me sorprenderán. Tal es la capacidad que esa cultura, ese país y esa ciudad en concreto tienen en mí, al margen de la fascinación que, en mí también, ejercen. Es tan inmensa, en el aspecto sensorial, la amplitud de sorprender de esta ciudad que, en momentos, aturde, y puede, en determinados instantes y por determinadas razones, llevar al agobio. No hay ningún espacio que pueda, con un mínimo de sensibilidad, dejar indiferente. Toda la ciudad huele con una intensidad extraordinaria, y lo hace de una manera distinta a nuestra habitualidad. Pero es al introducirnos en los zocos, y sobre todo en los antiguos, o al cruzar el limes del turista, cuando los olores transforman el aire a cada paso, y de qué manera. Cada puerta esconde un hueco y cada hueco es una tienda o un oficio, de mayor o mayor tamaño, y algunos son mínimos. Se trabaja hacia la calle y para la calle. Todo está a la vista, el producto y su realización. Y todo huele, y huele de una forma distinta. Cada paso que se da es un olor distinto que se ve y que se mastica, que se toca. Hay que abrir la boca y degustarlos. Hay que abrir los ojos y observar los olores con la mirada, dejarse envolver por ellos, notar como se adornan en nuestro cuello y se desprenden conforme avanzan los pasos, como pañuelos de tintes africanos. Y los olores se visten de color como en pocos sitios, y el aire es rojo y azul índigo, es amarillo y argenta, y cada aroma tiene mil matices, y deslumbran y brillan y agotan. La vista no para, y gira en cada giro de cada calle, en cada puerta, en cada mirada y en quien la lleva, en los andares, en los gestos y en las palabras que, a veces, las acompañan. En pocas ocasiones se puede uno encontrar con tal gama cromática tantas veces repetida, tan intensa. Es una ciudad viva, de las más vivas que me he encontrado. No llena de gente, que también, sino viva. Una ciudad donde los ritmos vitales acostumbrados deben ser dejados de lado so pena de no saborear los autóctonos con la intensidad que requieren. La prisa mata. Ahí es cierto. Lo malo, o no, es acostumbrarse a la frase. Hay que hacer un esfuerzo para no volverse loco de tanto donde mirar. Es difícil escoger donde posar los ojos. Es la redención de los sentidos, o su condena. No sería extraño caer presa del síndrome de Balzac, aunque en este caso no por el Arte sino por elementos ajenos a él, por los olores, los colores, los gestos, los sonidos... Hay que anclarse a Djema, colocarte en su centro, de día, y dejar vagar la vista, ahora aquí y ahora allá, mientras se siente cómo la llamada a la oración te envuelve desde todas las esquinas, desde todos los minaretes de las mil mezquitas de esta ciudad de ocres, colorista, al tiempo que la complejidad de sonidos suben y bajan, entran y salen al compás de tantas cosas, de los gritos de los vendedores, de las conversaciones de los corros, de la música de la ghaytah, de los tambores, de las lenguas, de las motos y de los coches, de los silbidos de los que conducen bicicletas, que cruzan todos, casi al tiempo, entre las gentes, en un deambular perpetuo de niños y viejos, de mujeres y hombres, de gentes del sur y del norte, de las montañas y del desierto, de la ciudad y del extranjero. Nadar entre el asombro. Sentir la llamada. Quedarte mudo. Escuchar el sonido de Dios entre tanto alboroto. Cabalgar el ruido. Y en la noche mirar las danzas entre los corros, de hombres y de mujeres y de travestidos, escuchar las salmodias de los augures, las historias de los cuentistas, de los predicadores, de los encantadores, de los vendedores, escuchar el sonido del misterio. Cenar rodeado de ellos y con ellos, vestido por el humo, ente los olores tan intensos de la comida... Vivir allí, en ello, con ellos. Hay un sentimiento, en algunos, como de estar perdido (y no son ellos), deambulando sin un ancla, sin un dónde, como con miedo, como si se entrase en un sitio excesivamente conocido y sin embargo extraño, muy extraño, ajeno, que no es tuyo, que no es tuyo pero que ansías, como vivido hace tiempo. Y este sentimiento, este pensamiento vale también, quizás, para la vida de uno, en la mayoría de los tiempos, en el propio mundo, en el que sobrevivir es, incluso, no ya un ejercicio vital sino un esfuerzo. Y un paso más allá está este otro, tan poblado, tan sediento, tan lleno de olores, de sabores, de colores, de movimientos. Todo un regalo para el alma, y para el cuerpo. Marrakech es preciosista, y quizá algo decadente, a su manera. Es África y Oriente. Es, simplemente, Marrakech, un lugar donde perderse y tal vez, si se sabe ir, encontrarse un poco o encontrar simplemente. Y aun lamentándolo cada vez más occidente. De cualquier forma siempre será, por lo que seguiré volviendo, bajando, adentrándome.