30/7/10

¡No hay mosquitos en Cuba! I

Algo breve y ligero para este entreacto entre viaje y viaje.

¡No hay mosquitos en Cuba! Así, todos los santos días, una y otra vez y otra vez más. Me sobresalta el cuerpo que yace al lado de mi cama, en la otra cama de este horrible hospital en el que me encuentro. No sé si llevará razón o no el hombre -porque es un hombre el que ocupa ese cuerpo, o eso parece, pues sólo puedo atisbarlo de reojo y con dificultad-, no lo sé. No sé si hay mosquitos en Cuba, no lo sé, ya que no he estado nunca en la isla y tampoco me había planteado nunca el hecho, de ahí mi falta de información. Nunca entré en Google ni en enciclopedia alguna, en busca de si hay mosquitos o no en Cuba. Y no es que no me atraigan los temas del Caribe, ni de su perla en particular, ni que no esté interesado en la entomología, ni en ese insecto de forma individual, simplemente es que jamás pensé en ese hecho, por inusual tal vez, dada mi lejanía del lugar, y que a mí, particularmente, lo que me interesa son las rocas, pues soy geólogo. Además, ¿a quién coño se le ha pasado por la cabeza, alguna vez, si hay mosquitos o no en Cuba? ¿Quién se lo ha planteado alguna vez que no haya pensado en ir de vacaciones a Cuba, o a vivir allí? Y él erre que erre. No tiene límites. ¡No hay mosquitos en Cuba! Así, con su voz estentórea, sin miramiento alguno, sin avisar. Si al menos tuviera la decencia de avisar de alguna forma. No sé, un leve movimiento en la cama, un suave pestañeo, un ligero carraspear. Pero no. Nada de nada. Es como si estuviese en coma profundo, con los ojos en el techo de la habitación, siempre abiertos -o eso me parece-, y de vez en cuando despertase para soltar la frase. ¡No hay mosquitos en Cuba! Joder, el corazón se me va a parar en cualquier momento. Y no tiene una pauta fija, en cuanto al tiempo, me refiero, para que pueda estar al tanto y prevenido. ¡Qué desastre! Me dan ganas de contestarle, con acento cubano incluido: ¡Y a mí qué coño me importa, “mhijo”! ¿O eso de “mhijo” lo dicen los canarios? También he pensado en taparle la boca y la nariz, y que duerma el sueño de los justos (de los injustos en este caso), pero sería excesivo por tan sólo una frase. Me pregunto qué habrá tras ella. Debe ser algo terrible. Estás aquí, yacente, en la cama, sin decir ni mu (es un decir, porque mu es verdad que no dice, pero la frase parece ser el aviso del principio del Apocalipsis), y sueltas esa frase, así, a voz en grito, repetidamente, sin más, y sin menos, claro; y ya está, sólo eso. Debe esconder algo tremendo, oscuro, terrible y mefítico. Porque esto es un sanatorio para desequilibrados, o eso creo, si no de qué. La verdad es que no estoy seguro. Ni yo sé muy bien porqué estoy aquí, de ahí que piense que lo es, pues en caso contrario ¿qué hago aquí yo con este sujeto a mi lado? Sólo veo a una enfermera, tres veces al día,, que me toma la tensión, me pone un termómetro en la boca, y anota los datos en la hoja que hay a los pies de la cama; deja una bandeja de comida y la recoge una hora después; hace lo propio con el de los mosquitos cubanos y ya no se le vuelve a ver el pelo. También entra un médico, una vez cada día. Me mira los ojos con un lápiz de luz, me destapa, mira mis partes pudendas, mueve negativamente la cabeza mientras me mira a los ojos y se larga. Nunca me dice nada, como la enfermera. Tampoco yo le pregunto. Quizá sea un mundo de mudos –salvo el de los mosquitos, eso está claro-. A éste lo ignora. Tal vez sepa ya todo lo que hay que saber sobre los mosquitos cubanos, o tal vez no tenga solución, o no tiene partes pudendas porque se las han amputado. No tengo ni la más remota idea.

12/7/10

Revista Mas Literatura, nº3; y hasta la vista.

Ya está en la calle, es un decir, el número tres de la revista Mas Literatura, en descarga libre, en papel y en su versión virtual. Espero que sea del agrado de todos aquellos que se acerquen a ella de una manera u otra. El posible placer que se pueda obtener, al leer alguno de sus elementos, será suficiente para satisfacer a todos los que hemos participado en ella.
Aquí dejo los accesos directos a cada uno de sus formatos:
Descarga gratuita: http://www.bubok.es/libro/detalles/186026/Mas-Literatura--n-3--Julio-2010--Formato-Ebook
Versión virual: http://issuu.com/masliteratura/docs/revista-julio2010
Versión impresa: http://www.bubok.com/libros/176301/Mas-Literatura--n-3--Julio-2010

Y ya, ahora, me voy de vacaciones, a viajar casi sin rumbo, sólo con fecha de salida y de vuelta. Aquí dejo algo, en palabras, para despedir.

De espaldas siempre, materializando el paso del tiempo y la compleja tarea de rememoración. Perdemos, con metros metálicos en las manos, midiendo espacios vacíos, señales de circulación con extrañas palabras, extraños símbolos, en lugares sin sentido. Debemos esculpir la vida, no gritarle ni increparle. Debemos sacar de la vida la palabra, aunque se obstine en su mudez, aunque sólo nos muestre su cara. Insistamos, seamos escultores de la vida. Imitemos al Divino.

8/7/10

Bajo la sombra del sauce ciego. III

Cogí la botella de la coctelera. Cuando me dispuse a servirme la absenta en el vaso, se levantó, tan repentinamente que me asusté. Se rió de aquella forma tan suya, tan agradable, con aquel sonido tan sensual, al tiempo que cerraba casi en su totalidad aquellos ojos grises, de un gris tan profundo como las tardes lluviosas de los países boreales. Me indicó con gestos que esperase. Entró en la casa para reaparecer enseguida con una botella de vodka que balanceó ante mis ojos. Sonrió. La metió en el bolso que le había comprado. Me cogió de la mano y me dijo, deduje, en su idioma, que nos fuéramos. Paseamos hasta la playa. La oscuridad de la noche se había asentado. El rumor de las olas era muy nítido cuando lamía, suavemente, la orilla. Una pareja se besaba, al abrigo de la oscuridad, sentados en la arena, a la manera india, uno enfrente de otro. Iwana me miró con ternura. Nos sentamos alejados de ellos, frente al mar. Sacó la botella de vodka y la abrió. La levantó hacia la luna, que iluminaba el agua, en naranja y argenta. Le dio un trago y me besó en la boca, introduciendo el líquido en la mía.

5/7/10

Bajo la sombra del sauce ciego. II

Cuando salí encontré a Iwana sentada bajo el sauce, acariciando al perro con un suave movimiento de su mano izquierda, sobre el lomo, mientras con la derecha se llevaba una fresa a la boca. Masticó con delicadeza, moviendo apenas los labios, unos labios finos y bien delineados. Me sonrió. Cogió otra fresa de la fuente de cristal azul marino que había sobre la mesa de madera de teca y me la ofreció alargando el brazo al tiempo que me sonreía. Siempre sonreía. Negué con la cabeza mientras me acercaba. Me agaché hacia ella cuando estuve a su lado y la besé en la mejilla. Me dijo algo, en su idioma, que no comprendí. Me senté junto a ella y me entretuve mirando como comía. Se rió a carcajadas y un leve hilo de color rojizo le escurrió de la boca hacia la barbilla. Se lo limpió con el dorso de la mano. Me gustaba quedarme así, mirándola mientras hacía cosas, cómo se movía al andar, cómo cortaba el aire con las manos mientras hablaba en su extraño idioma, intentando, supongo, decirme cosas, aun sabiendo que yo no la entendía en absoluto. Era todo un prodigio de gestualidad. Llevaba un pantalón mío, de lino, y una camiseta de algodón, mía también, verde oscura, con dos corazones en rosa, uno más grande que otro, y la frase “I love your tail”.
No tenía nada. No llevaba nada cuando se sentó conmigo, aquella tarde de hacía dos semanas, en Spandau, tras separarme de Diana y Jorge por cuestiones de destino. Él quería seguir a Praga y yo no. Diana dijo que también quería ir a Praga. Llevábamos, ella y yo, todo el viaje sin apenas dirigirnos la palabra. Ambos lo habíamos utilizado como excusa para reencontrarnos, sabiendo que en realidad era la excusa para acabar con una historia que éramos incapaces de sobrellevar como la teníamos y que, sin embargo, ninguno de los dos encontraba el momento ni la situación para decidirse o para creer que era lo que debíamos hacer. Saqué un billete de tren para Munich, y como aún quedaban seis horas para su salida, decidí hacer tiempo, tras comer una salchicha en la misma estación, sentándome en una especie de cervecería que había cerca de ella. Pedí una jarra grande y abrí el libro de Murakami, Norwegian Wood, por donde lo había dejado. Ella, Iwana, estaba sentada en la mesa de al lado. Me miraba constantemente, pero no le di más importancia y me dediqué a leer mi libro. Al rato la vi delante de mí, de pie, mirándome fijamente. Le dije que no hablaba alemán, pero no contestó. Inquieto, le pregunté si hablaba inglés. Negó con la cabeza. Me dijo algo en un idioma que no conocía, tal vez ruso o polaco. Sonreía -jamás la he visto dejar de hacerlo desde que la conozco-. Le hice un gesto con la mano para que se sentara. Lo hizo. Miró el billete de tren que yo había dejado sobre la mesa. Lo hice yo también. Me sonrió. Le dije, en español, y con gestos, que me iba a Munich y que, si quería (en tono de broma), se podía venir conmigo. No debió entender el tono. Se levantó, me cogió de la mano y me indicó, con gestos, que cogiera mi bolso de viaje. Lo hice, sorprendido, y la seguí. No me soltó ni un solo instante, apretando mi mano con fuerza, como si temiese que me fuera a desasir. Me llevó a la estación. Buscó la ventanilla donde se vendían los billetes para Munich. Miró a la chica que allí había, y después a mí con cara lastimosa. Estaba absolutamente desconcertado. No sabía qué hacer. Por qué no, me dije. Estaba solo y ella también. En el peor de los casos siempre nos podíamos despedir allí, en Munich, o tal vez sólo quería que le pagara el viaje. Saqué dinero y le compré el billete.

1/7/10

Bajo la sombra del sauce ciego.I

Sobrevivo a base de absenta helada. El calor me pega a la sombra, en la que me resguardo como una culebra, aletargado, casi inerte. No se mueve ni una hoja, de un verde casi desaparecido, traslúcido. El tiempo detenido por un sol que abrasa, bajo, tan bajo que parece que en cualquier momento se vaya a caer; de un amarillo excesivo, hiriente. Todo parece muerto, la hierba, los árboles, el aire, como si todo el mundo hubiese muerto o se hubiese ido; los animales también, salvo las cigarras, impertérritas ante el infierno de calor en que vivimos, siempre cantando su sonido áspero, espeso, constante, taladrando ese aire denso, caliente y asfixiante que todo lo envuelve, como una orquesta casi monocorde, todas afinando sus instrumentos al tiempo, repitiendo una partitura de dos únicas notas.
No hay ni una sola nube que rompa el azul casi desaparecido del cielo, cautivo del amarillo intenso del sol.

Me he despertado empapado en sudor. Me duele la cabeza. Absenta. Demasiada absenta para paliar el calor y esta quietud que todo lo cubre, que todo lo encierra, que oprime mi cuerpo contra el suelo y me impide cualquier actividad. Me levanto a duras penas para darme una ducha fría. Un último trago al vaso de absenta mientras observo como el sol desaparece tras las quebradas montañas en la lejanía, en la línea del horizonte. Anaranjado casi rosáceo. Las gaviotas vuelven de algún lugar de tierra adentro, formando grupos, como rosarios extendidos sobre mi cabeza, allá arriba, en la bóveda celeste, regalo de un dios adormecido. Algún vencejo cruza el cielo, con su vuelo rápido, casi en zigzag, con esa forma tan peculiar de volar, de batir las alas, y el dibujo exquisito, en su simplicidad, de su cuerpo al desplazarse, con las alas extendidas; manchas negras bajo un cielo que anochece. Uno gato atigrado se pelea con otro, negro. Se miran, se retan, corren y se enzarzan en un cuerpo a cuerpo, entre maullidos de furia y de aspereza. El negro cae a la piscina, de la que sale rápido y, perseguido por el otro, corre hacia el seto, dejando sus huellas de agua sobre las baldosas. Mi perro los mira desde la distancia, tumbado, abúlico, inerte, sobre la hierba, bajo el sauce. Parece muerto, ajeno a todo. Sólo las pupilas se mueven siguiendo el quehacer de los gatos. Es hembra pero él no lo sabe, cree que es macho.