Maribel Piñero. "Padre e hijo"
El sol se había puesto
tras las montañas hacía tiempo. El bochorno era sofocante. Sudaba. En La
camisa, a la altura del esternón, una mancha húmeda comenzaba a hacerse
visible. Notaba las gotas correr por su espalda. La frente humedecida,
brillante. Una frente llena de arrugas, del tiempo y sus avatares. Una frente
que se había ido agrandando en la búsqueda del tiempo. De vez en cuando ella
dejaba de empujar la silla y se la limpiaba con un pañuelo de algodón y lino en
tonos granate. Caminaban despacio. El mismo camino de todas las tardes de un
verano sórdido y aplastante. Nunca hablaban. Ninguno podía. Ninguno pensaba. Ninguno
quería. Las miradas en el horizonte. Perdidas en un vacío lleno de nada.
Un reflejo dorado
en la izquierda le hizo volver la cabeza. Los colores siempre le provocaban un
momento de éxtasis. La elegancia de la perfecta combinación. Y las formas. El
regalo de lo inesperado. Tantas conversaciones en la cama, de pequeña, con él,
en las siestas de aquellos veranos que olían a higuera y geranios, y en las
noches que olían a calor, abrazada a él. Su pequeño cuerpo unido al de él, tratando
de sentir lo que él había vivido, sentido. Se recordaba tan pequeña y a él tan
grande, tan fuerte. Tan emocionada en sus palabras. Tantas preguntas. El deseo
de escucharle, de saberle. La mirada ardiente. La sonrisa abierta. La búsqueda
de la belleza en las formas, en los colores, en los olores, arriba. Tenía seis
años.
Un maniquí gris,
esbelto, con pechos pero sin sexo, ocupaba el centro de un escaparate vacío,
enorme, que llenaba con su presencia sola. Tenía un pañuelo dorado en el
cuello, colgando disimétricamente entre los pechos, hasta el ombligo, y una
pulsera de bolas verdes, no muy grandes, en la muñeca izquierda.
Él también lo miró
un instante. Observó su rostro tullido, en el cristal, donde un reguero
de baba, blanquecino, que colgaba desde la comisura de los labios, se le había secado. En el lado en que
la cabeza se vencía ligeramente. Y una línea, frontera definitiva entre esta
vida muerta y el más allá, que no era sino lo que fueron sus labios, un día
carne, una vez boca. Después la giró en busca de ese punto inerte más allá de
todo. Algo parecido a una lágrima pugnó por salir del amarillo céreo en que se
habían convertido sus ojos. Casi apagados. Ciegos a todo.
Sintió ella, ese
momento sentido por él. Se acuclilló delante. Las miradas se unieron como hacía
tanto. Se entraron dentro. Se sabían desde siempre. Ella lloró en silencio. Se
levantó y siguió empujando la silla de ruedas. El bochorno era inhumano. Aquel
verano parecía pedir un fin del mundo adelantado. Un final de los tiempos
suplicado.
Lo desnudó y lo
dejó sentado en aquel remedo de trono impuesto. Se quitó también ella la ropa, despacio, mientras la
bañera se llenaba de agua caliente. La espuma surgía al chocar con estrépito el
chorro de agua contra las escamas que había esparcido en la que ya había, elevando un aroma a
mirra. Cogió el liviano cuerpo, aún pesado y, con esfuerzo, se introdujeron en
la bañera. Cerró el grifo. El vapor parecía niebla creando espectros. Se sentó,
apoyándose y estirando las piernas. La espalda de él contra su pecho. Puso su
cabeza, con sumo cuidado, casi en su cuello, aún vencida hacia la izquierda,
inaguantada. Le rodeó el cuerpo con sus brazos. ¿Te acuerdas papá?, le dijo.
Como cuando era pequeña. Le miró con ternura. Las lágrimas comenzaron a
resbalarle por la cara. Volveremos a entonces, le susurró al oído. Cuéntame cosas de
la montaña, le dijo. Le apretó con más fuerza, con ternura infinita.
El agua iba
adquiriendo un tono rojo más intenso, algodonoso.