2/12/12

Chester

High Chester Road. Jacco van den Hoek
 
- ¡Chester! ¡Chester!...
Con esa voz de vaca famélica y lengua áspera de tanto esperar un derrame en su lengua que nunca llega.
La odio. Chester, Chester… Cómo se puede llamar así a nadie, por Dios. Y esa chaqueta roja o lo que coño quiera que sea, que lleva puesta.
Lo peor es la inacción. Nunca me quejo. No hago nada por salir de aquí, solo esperar con la esperanza puesta en que pase algo, en que ocurra alguna cosa que evite  mi triste y anodina vida, o que aparezca alguien que me saque de ella. No sé, que Dios se apiade y se la lleve a su santa gloria, que baje un ovni y la abduzca y se la lleve a su santo planeta, o a mí (no puede ser peor), que caiga un meteorito, que… Puta vida.
 
Y ocurrió. Así son las cosas, a veces. Un carro, y en estos tiempos. Quién me lo iba a decir. A ella le hubiera encantado un Mercedes, un Seat en última instancia, pero un carro ni en la peor de sus pesadillas. Y para turistas, adornado con guirnaldas de colores o lo que quiera que fuese, y cascabeles o campanillas que hacían un ruido insufrible; tirado por un burro y conducido por un gitano más moreno que un negro del Senegal; con cuatro seres inauditos dentro, lechosos, gordos y con una sonrisa de haberse bebido dos o tres botellas de tinto Don Simón, cantando o intentando cantar el Viva España de Manolo Escobar o algo parecido.
Me llevaba cogido por la cintura, con galanura -decía ella-. Gafas de Carey estilo años 60; el pelo recogido con un lazo dieciochesco, de lunares -a juego con el lugar, dijo-, y un vestido rojo (su color, color nefando, odioso para mí, aunque muy del momento), que llamaba a la muerte como el capote al toro. Pero ni toro ni cabra, que fue asno el que embistió, con un carro detrás. Y se la llevó por delante. El burro la golpeó poniéndole cara de susto. Yo acerté a desasirme. Cayó hacia delante dando un traspiés. El burro la pisó y la rueda derecha del carro le pasó por encima de la cara. Qué desastre. Las gafas rotas sobre el rostro triste e inerte y con cierta expresión de espanto. ¡No! -debió pensar-. ¡Por Dios, no! No es un Mercedes. Un carro no.
El azar le dejó un rictus de amargura y una cara de vinagre, sucia, con una boñiga encima a modo de cereza del pastel. Espantoso.
 
Allí me quedé, mirando la escena, con los ojos fijos en ella. No daba crédito. Y entonces reparé en aquel asqueroso corte de pelo que me había obligado a hacerme para ir a Ronda a pasar el puente, que parecía el ser más cursi de la Cristiandad, y aquella infamia roja que me regaló para mi cumpleaños y que me obligó a ponerme para la ocasión (hace frío, querido Chester -espetó-), cuando alguien dijo mirando hacia mí: ¿Has visto que perro tan hortera? Debe ser de ella, van a juego.
Nunca quise ser un perro Marilyn, ni vestir así. Pero ahí estaba, siendo objeto de las risas del común, frente al desastre de mi creadora, sin saber si reír o llorar, si huir o quedarme. Lo único que pude hacer, qué cosas, fue defecar.