
The idiot savant
La envidia es
insana y normalmente conduce al desastre. Si solo afecta a uno, ya es una
victoria, lo malo es que su radio de acción suele ser más amplio, toda vez que
somos seres sociales. Además, generalmente, la envidia, lleva aparejada la
crueldad, la maldad y algunas palabras más que terminan en “dad”.
Llevaba Benito, que
así se llamaba el personaje de esta historia, algo así como un año sin
actividad venérea compartida, y aquella última vez, tan lejana, fue breve, poco
intensa y aciaga. Postura del misionero, hubo de terminar a la mañana
siguiente, a solas, en el aseo, recordando tiempos mejores y con una imagen muy
alejada a la del cuerpo que, la noche anterior, yació bajo el suyo.
Reciclaba casi
compulsivamente. Era el único que lo hacía en su casa, lo que le había
convertido en objeto de mofa y escarnio para el resto de habitantes, y era, ese
hecho, motivo de discusión con su prole y con su prójima, con la que tenía más
“más” de los que quería y muchos “menos” de los que le hubiera gustado. Más
trabajo, más cansancio, más discusiones y menos sexo, menos horas de dormir,
menos cariño…
El nombre fue obra
de su padre, ferviente admirador trasnochado de Mussolini (que sabido es se
llamaba también Benito), en espera, su padre, de que reeditara el camino
victorioso de aquel (en sus buenos tiempos, no en los malos, claro está). Pero
Benito, el no italiano, el nuestro, no tuvo fortuna ni al principio ni al final,
y acabó sus días casándose con María, que no era Clara Petacci ni se le
acercaba. Tampoco tuvo aquella vida sexual intensa y prolija del prócer
transalpino. Nunca dirigió un partido, mucho menos un país, aunque se presentó
a las elecciones de delegado de clase, en los lejanos años del instituto, pero
las perdió también. Se le acercó en algo, y es que, tras acabar la carrera, con
mucho esfuerzo, de Turismo –dura donde las haya-, como le gustaba escribir,
mandaba cartas al director en el periódico provincial, y con esas ínfulas
alardeaba de periodista en ciernes. Así era Benito, y con aquellas pequeñas
cosas pasaba los días y las noches en un extraño estado de idiotez beatífica.
Vivía en un
chalecito, en las afueras de la ciudad, en cuyo jardín había colocado diversos
cubos de basura de considerables dimensiones, para reciclarlo todo. Había tres
o cuatro casas más en los alrededores, separadas algunos metros entre sí y todas
por caminos sin asfaltar y por parcelas vacías.
Allí pasaba esos sus
días y sus noches, en la más profunda de las soledades, rodeado de su prole, a
la que servía de chófer en sus desplazamientos a la ciudad, colegios, compras y
demás menesteres, envuelto en una solitaria humedad que le calaba la ropa y el
alma y se le pegaba como un sudario, y por el ladrido de los perros y el maullido
de los gatos, dedicado, en los escasos momentos de asueto que tenía, a separar,
casi con delicadeza, cada uno de los productos que sus allegados tiraban a la
basura, en un acto si no filosófico sí, al menos, casi religioso.
Aquel viernes,
debido al exceso de obligaciones durante toda la semana, la cantidad de
detritus acumulada era mayor de lo normal, inmensa, exasperante su visión, una
tarea casi ciclópea, por lo que pensó dedicar el resto de aquella tarde que se
apagaba, y antes de que sus labores de taxista le requiriesen, a llevarlo todo
a los contenedores que el Ayuntamiento había tenido a bien colocar a cosa de un
kilómetro de su residencia, en el cruce de caminos que llevaba a su casa y que
conectaba estos con la carretera. Tenía, para ello, una carretilla desvencijada
y con una rueda que necesitaba, a todas luces, una reparación urgente, pero que
dado el escaso tiempo, Benito posponía sine die, lo que hacía el traslado,
lento y pesado de por sí, agotador y tedioso.
La tarde caía con
rapidez, casi precipitándose sobre el lugar, con una luz apagada, mortecina y
triste. Era uno de esos días de finales de enero donde todo es frío, hasta la
sonrisa de los niños. Cargó todo lo que pudo en el vehículo, separando
previamente por departamentos, cristal, orgánico, papel. Aquello pesaba más que
una escultura de Botero, pensó. Un pensamiento que le hizo sonreír mientras le
crujía la espalda debido al dolor provocado por el peso de los detritus. Así
era él. El sudor le perlaba la piel, reflejando destellos de una luna que presidía
el cielo y alumbraba, como vio con desagrado, las coyundas de dos gatos negros
que bajo el cerezo sin hojas de solazaban a sus anchas. Descansó la carretilla
y dando un pisotón en el suelo, grito: ¡Zape! Los gatos, que miraron en su
dirección un momento, siguieron a lo suyo, en un gesto que Benito sintió como
menosprecio y que le llegó al alma como un puñal envenenado hundiéndose en un
orgullo que tenía ya herido desde mucho tiempo atrás. Levantó la carretilla
mascullando un ya veréis como estéis por aquí cuando vuelva, cabronazos, que
ahora tengo prisa.
Y allí seguían los
cabronazos, como dijo él, cuando volvió, lo que le llevó a la ira. Tiró la
carretilla haciendo un ruido de mil demonios y salió tras ellos a pesar de su
agotamiento, gritando: ¡felón, para ya, joder! Descargando toda la culpa de la
coyunda en el macho, como si un temor atávico le impidiese no pensar, pero sí,
tal vez, decir en voz alta algo que pudiese molestar a la hembra de la especie,
de cualquier especie. Los gatos dejaron el fornicio cuando lo vieron venir
hacia ellos de aquella guisa y, desuniéndose, huyeron en direcciones opuestas,
fruto de la sorpresa, lo que produjo cierto desconcierto en Benito que, ante la
duda, optó por seguir al que creyó era el macho. Si él no, pensó, el gato
tampoco. Y, como un endemoniado, corrió tras el felino gritando, te cogeré,
desgraciado.
La noche se
cerraba. La luz, escasa, sólo provenía de las ventanas, lo que creaba un juego
de sombras extraño. Dentro, María, se entretenía, mientras pasaba la tarde, en
discutir, sobre unos trapos que había llevado una conocida el otro día al
trabajo, con su amiga íntima (Rosana). ¡Qué cursi verdad! ¡Y qué gorda la
hacía! Pobre, asentía la otra. Y así pasaba la tarde, mirándose las uñas de la
mano siniestra mientras con la diestra sostenía el teléfono.
Sonó, en algún
lado, la música de “El exorcista”. Era el móvil de Benito. El tono lo había
elegido, sin embargo, María. Te va, le dijo. Y él, mostrando una sonrisa,
asintió y calló, sin comprender exactamente el porqué.
¡Benito, tu móvil!,
gritó, apartando ligeramente los labios del auricular del fijo. Pero Benito,
evidentemente, no la oía. Vivía, en ese mismo instante, un momento de
ofuscación, enfrascado en la ira y en una persecución infame a un gato que
apenas veía, que más bien intuía, y que corría, como alma que lleva el diablo,
por todos y cada uno de los rincones del jardín (los efectos del ayuntamiento
interruptus debieron haberle embotado el cerebro, impidiéndole recordar las
vías de escape, si es que las tenía impresas en algún lugar de su cerebro).
Susi, baja el
volumen de la música, por Dios, que no se oye nada, le gritó María a su hija. Y
busca a tu padre, añadió.
Green Day salía
eufórico por la puerta de la habitación de la púber, inundando toda la casa.
Papá, gritó Susi,
bajo el quicio de la puerta, hasta donde se había arrastrado desde su cama,
sita a dos pasos de ella. Papá, gritó cuanto pudo, con un gesto de disgusto en
la mirada.
María se quitó el
auricular del oído y tapó el otro extremo con la mano. Por Dios, Susi, no
grites que no se oye nada. Qué niños, masculló, antes de volver a colocarse el
aparato en la oreja y continuar el despedazamiento de la ausente, con la banda
sonora de American idiot, de fondo.
Susi bajó, con el
pijama de los Simpson aún puesto, y las zapatillas rosas con una cenefa peluda
y el dibujo de un smile, a buscar a
su padre. Cogió el móvil y miró el nombre del que llamaba. Andrés, se dijo, ese
cabrón gordo y asqueroso que huele a perros tenía que ser. Papá te llama
Andrés, volvió a gritar con cara de asco, mientras se dirigía a la ventana.
Corrió el visillo y observó lo que parecía una sombra que se movía de una
manera extraña, como haciendo aspavientos. Pegó la cara al cristal retirándola
de inmediato. Estaba helado. Era un hombre. Comenzó a temblar. Intentó decir algo
pero no pudo. Inició unos pasos hacia atrás, despacio. Mamá. Mamá, repitió en
voz queda, entre las notas de Green day. Mamá, gritó de repente, como si
despertase, mientras se giraba y corría hacia el salón. American idiot, in
crescendo, desde la habitación, como si los altavoces del mismísimo concierto
estuviesen en el piso de arriba. Mamá, han entrado ladrones en casa. Su madre
la miró estupefacta, como si hablase en japonés. ¿Qué? Que hay hombres en el
jardín, repitió temblando y a punto de llorar. Gracia, te tengo que dejar, que
han entrado ladrones en casa, le dijo María a su interlocutora, pálida y a punto
de desbordarse en un torrente de lágrimas también. ¿Qué?, le inquirió la
susodicha interlocutora. Parecía la palabra del momento, “qué”. Te dejo, le
repitió, y colgó. ¿Qué hacemos?, le dijo a su hija. Y yo qué coño sé, le
respondió esta. No me hables así, que soy tu madre, fue la respuesta mientras
comenzaba un puchero imitando al de la adolescente. Ambas se abrazaron,
llorando. Llama a la policía, al vecino, apaga las luces, desconecta la música,
huyamos… Parecía que el mundo se acababa y que había que hacerlo todo de golpe.
¿Y si nos escondemos debajo de la cama? Ya saben que estamos aquí. Pues llama a
la policía, joder. La madre descolgó el teléfono, marcó el 091 y explicó el
hecho a una policía que hablaba muy despacio, con voz nasal, como si estuviese
resfriada, y tratando de que hubiese calma y fuese todo inteligible; pero como
vio que aquello no conducía a nada, que los datos eran muy confusos, que cada
vez había más sollozos y menos palabras, le gritó: ¡Señora, tranquilícese,
joder, y dígame la calle y el número de una puta vez! María dio un respingo,
estupefacta, se recompuso el pelo, se secó las lágrimas con el dorso de la mano
libre, suspiró y lo dijo todo de carrerilla. Llegará una patrulla enseguida, no
se preocupe, mantenga la calma, métase en el baño y cierre por dentro. No tiene
cerrojo. Pues atranque la puerta, joder. Vale. Debe tener un mal día, pensó
María, tratando de disculpar sus formas. Miró a su hija. Colgó y volvió a
descolgar. Marcó el número del vecino. Aurelio, soy María, tu vecina. Han
entrado ladrones en la casa. No sé qué hacer. ¿Has llamado a la policía? Sí.
Voy con la escopeta, tranquila. Vale, gracias.
El gato corría de
un lado al otro del jardín, sin sentido alguno, a veces en zigzag, a veces en
línea recta, buscando una salida que no encontraba. Benito también. Estaba como
perdido por el deseo de darle caza y deslomarlo. La ira le había llevado a un
estado casi de éxtasis y le había dado unas fuerzas que jamás había tenido o
que no sabía que poseía. Gritaba desaforadamente. Te voy a matar felón. A
follar golfas te vas al campo, desgraciado. Estaba rojo, sudoroso. Tropezó y
cayó sobre unos bidones que había al lado de un montón de mantillo que había
comprado a bajo precio para replantar el césped cuando María lo considerase
oportuno, y que estaba, el césped, hecho un asco, como él cuando se levantó de
aquel lodazal. El agua de los bidones se había mezclado con el mantillo y esa
especie de barro le impregnó la cara y la ropa.
En lo alto del muro
apareció Aurelio, con una escopeta de dos cañones en ristre. Benito, ausente al
hecho, le gritó al gato: Te voy a matar cacho cabrón. Aurelio se quedó
petrificado ante aquel ser que veía levantándose del suelo y mirando en su
dirección y que le gritaba de aquel modo. El gato, contra la pared, arqueó el
lomo y se le quedó mirando. Aurelio disparó dos veces reventándole la cabeza a
Benito y yéndose hacia atrás, por la conservación del momento lineal, como todo
el mundo sabe, cayó al suelo desde arriba del tapial, con tan mala fortuna que
se rompió el cuello. El gato, estupefacto, maulló y se fue.
La música de Green
day fue sustituida por el ulular de las sirenas de dos coches de policía.
El cuadro era
desolador.
Apaga la sirena,
dijo el más gordo a su compañero. No puedo, está rota. Joder, vaya mierda de
recortes. Por lo menos tapa esa mierda de música, le contestó. No me gusta
Green day. Anda que la sirena… Vaya chalecito que se gastan los cabrones, no me
extraña que les entren. No seas envidioso que la envidia sólo trae desgracias.
Mira ese ahí, parece muerto. Llama y pide refuerzos. ¿Qué? Que llames y pidas
refuerzos, joder; puta sirena.
Green day seguía
sonando, entremezclado con el suave ulular de la sirena, y envuelta la noche en
la luz azulada de los coches.
Salvo aquello, todo
parecía en calma.
Un grito, de
repente, desgarró la noche, por encima de Green day, por encima de la sirena
policial. Agudo, infantil. El policía mayor miró la chapa amarilla que llevaba
junto a la placa de policía, un smile. Le miró a los ojos y sólo pudo pensar
que era un completo idiota, como casi todo el mundo. No pudo sino sonreír.