26/4/09

Diario de la estupidez suprema. V (¿Madura sexualidad? I)

Todo acaba en la vida menos mi vida, desastre de vida donde las haya, o desastre en que la he convertido. No lo sé muy bien. Quizás estuvo marcada desde el principio. Me lo advertían de niño, que nunca llegaría a nada. Se lo advertían a mis padres, que no tenía arreglo. Era malo, el malo, muy malo. No tenía futuro. Quizá llevaban razón y lo único que hice durante un tiempo fue vadear el río de mi destino hasta que me faltaron las fuerzas. No se puede luchar eternamente contra la marea. Hay un momento en que fallan las fuerzas.
Debería limpiar de vez en cuando, o alguna vez al menos, esta zahúrda en la que habito, o donde vegeto, o donde escribo, o donde escribo, vegeto y habito a la espera de algo que no sé si es la muerte o un ángel, si es que existen, que me despierte, que me saque de aquí y me lleve al lugar donde fui. Vana ilusión. A veces incluso creo en esos pensamientos. Vanita vanitatis. Debería haber nacido en el Barroco, en el siglo XVII, pero como en casi todo, me equivoqué. Claro que, si hubiese nacido en aquellos tiempos, lo más probable es que hubiera sido un Buscón, un Guzmán de Alfarache o un Lazarillo, y no es que hubiera estado mal, pero sin duda nunca hubiera sido su autor. Lo que si estoy seguro es que tampoco hubiera formado parte de la masa informe.

La cena acabó, sí, porque todo en la vida acaba. Pero en vez de ir donde teníamos hablado tras el ágape, a la zona de copas, la caravana giró en dirección contraria y comenzó a entrar, tras unos cientos de metros, en un club de alterne de lujo (nos habíamos repartido en tres coches en vez de llevar cada uno el nuestro –craso error-). ¡Me quedé asombrado! Entramos atravesando las doradas puertas y la mirada de dos gigantescos gorilas. Nos fuimos hacia la barra. Pedí explicaciones, que no me fueron dadas y un vodka solo, que se me sirvió tras dejar una gran suma de dinero. Me aposté en ella y me dispuse a mirar en derredor. Mujeres. Miles de mujeres. La mayoría bonitas, pero sin estridencia. Ropa ligera, más bien escasa; excesivamente maquilladas. Ninguna superaría los treinta años. Todas miraban con calidez, pero una calidez falsa, artística, y cierto punto de incitación, de provocación. La música era lamentable. Al gusto de un grupo de hombres que se supone es la adecuada para el lugar, y para lo que se supone que se va allí. Y hombres, sobre todo hombres había allí. Triplicábamos en número a las mujeres. Todos o la mayoría de mediana edad. Trajeados. Con dinero. Caras abotargadas por el alcohol y el deseo. Ojos insatisfechos recorriendo vorazmente los cuerpos que se paseaban alrededor. Ojos vacíos, rellenos de dinero. Ojos de vidas vacías, de vidas insatisfechas, de vidas muertas, esperando comprar con su fajo de billetes la carne que allí se mostraba y un poco de satisfacción personal con la que seguir viviendo. Ojos que creen que el dinero puede comprar todo lo que no tienen en sus casas y en sus vidas. Miseria. Abogados, empresarios, médicos… La crema de la sociedad de la ciudad. Mira, me decía un compañero, de la ciudad de toda la vida, aquel es…, y aquel otro… Opté por sentarme en un sofá y esperar a que se decidiesen por salir de allí, mientras me terminaba la copa y miraba, pues no tenía nada mejor que hacer. Caí al lado de una máquina tragaperras. Una mujer con acento portugués se me acercó y me miró, sonríó y me pidió un euro. Le pregunté que para qué. Para la máquina, me respondió. Olía al lugar. Todo olía igual. El espacio, los muebles, las máquinas, el vodka, hasta las mujeres olían a lo mismo. Un olor acre y dulzón, indescifrable y un punto desagradable, al menos para mi gusto. Se lo di. Lo metió en la ranura de la máquina y jugó. Le pregunté que de dónde era y me dijo que brasileña. Le pregunté la edad y me sonrió. La miré a los ojos y le pregunté que por qué estaba allí (idiota pregunta, ya sé). La sonrisa fue de desconcierto primero para después pasar a cinismo. Comprendí. Se había acabado la conversación. Y las tiradas también se le acabaron. Me pidió otro euro. Le dije que no. Me miró más sorprendida aún que antes, me hizo un mohín de desprecio y se fue en dirección a un hombre de pelo canoso y escaso. Me sentí estúpido nada más entrar en aquel lugar. Estúpido en una mar de estúpidos, pero aquella mirada me liberó. Hay miradas que liberan. Miradas y palabras que liberan. Hay actos que te liberan y te redimen, a veces por un episodio, por un momento, a veces por toda una vida. Debí ser el único que le negaba algo en mucho tiempo, allí, en aquel lugar, donde se sentía reina entre reinas, aunque sólo fuera en esos momentos en que era mirada y deseada.
Me levanté en busca de algún conocido para ver si nos íbamos de allí. Localicé a algunos. Bebían y reían. Les pregunté por los que faltaban. Me dijeron que sí, pero que faltaban dos, el poseedor de Krohn y el bocachancla.

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