14/2/10

El perro

Es un misterio la vista que provoca el florecer de los almendros.

Un perro famélico mira en todas direcciones, perdido, aturdido, buscando. Está solo. Asustado. Ve personas y otros perros que se mueven por todas partes, que pasan a su lado, pero no los reconoce, aunque quiere porque necesita; son como sombras ausentes. Algunas ya las ha visto y parecían distintas, pero sabe que son grises, que no tienen color, sin embargo... Siente un desconsuelo terrible en su alma de perro, a pesar de culpar a otros de su vida, de su situación, de todos y cada uno de los actos; él, que se cree tanto, como hacen tantos; y aunque está con otros, de vez en cuando no puede evitarlo, porque son más tristes que su sombra, pues sólo le dicen lo que él dice, lo que quiere oír (necios que opinan, que aconsejan, desde sus tristes y penosas o cortas experiencias, desde sus vidas vacías, como si los individuos y las vidas fuesen comparables, como si lo que vale para uno fuese ley universal en la individualidad de las almas, como si tuviesen derecho a aconsejar, cuando lo único que deberían hacer, todos, es simplemente escuchar, callar y estar). Anda despacio y a veces rápido, desconcertado. Creía que sabía. Estaba claro. Elige callejones que no tienen salida. Vuelve. ¿Y si cambio?, se dice; pero, ¿a qué? Perra vida, piensa, y eso que le gusta tanto. Antes era lustroso, blanco con manchas negras; esbelto, fuerte. Qué cambio. Ahora es enjuto, cadavérico. Decisiones, hechos, elecciones, y te cambian la vida, en el espacio, en el tiempo. Todo trastocado, todo desbastado. Vida de perro. ¿Dónde está todo aquello por lo que he vivido? Extraño la vida de perro porque extrañándote me extraño y ya no soy yo, aquel perro, se dice. Perdido. No encuentra. Hay recuerdos que matan acompañando, que atraviesan. Las pérdidas son así, nefastas, porque sabes, cuando son ausencias, y el tiempo es implacable. Siempre huyendo. Quieres, no puedes, porque sientes. El corazón es implacable, terco, porque la verdad es inquebrantable, pero a él sólo se acercan los bendecidos por los dioses, y normalmente los repudiamos, y es que nos creemos tanto y acusamos tanto para auto salvarnos. Nos negamos a mirarnos en el espejo con verdad. Nos la negamos. El sentimiento abate. Y es que muchas veces preferimos ser duros como el muro, contra los demás y contra nosotros mismos, como el hierro, como la piedra, en vez de, humildemente, creer en el diálogo, en la capacidad de limpiar, en la de aceptar y aceptarnos, reconocer y reconocernos, y cambiar.

Lo veo, en la distancia. Miro su triste y desconsolada cara. Siempre que mire al cielo, pensaré en ser una estrella fugaz y pediré un deseo; no para mí, sino para ese perro. Que sea. Y le recordaré, como en aquellos tiempos, cuando era esbelto, cuando era feliz, cuando sabía mirar y ser, o estaba en ello.

Qué prodigio tan sublime es la floración de los almendros. Me ausento al contemplarlos. El silencio fluye entrando en los oídos, permitiéndome escuchar, de otra forma, mi alma, a mí mismo. No puedo ayudar en nada a ese perro. No quiere aceptarlo, no sabe, prefiere seguir creyendo que sabe, prefiere escuchar los cantos de sirena de la nada, del abismo, que le llevarán a él; se está muriendo, entre tantos, entre tanto, entre nadie, entre nada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado este cuento porq cuenta la verdad de esos perrospersona que cuentas, que hay algunos asi, con vida perra por no saber vivirla, es verdad.
Bs

Anónimo dijo...

Me alegro de que te guste. Me ha gustado, a mí también, ese concepto de perropersona. Lo utilizaré alguna vez, si no te importa.
Un beso.
Diego