
Lo que sí tengo claro es que está lloviendo sobre un suelo adoquinado de una ciudad de calles cortas y no muy anchas, con continuos zigzag que la convierten en una espiral eterna, para perderse o encontrarse, donde las personas están pero no están; tal vez dentro, sin duda, o quizás no, no lo sé cierto.
Todo es gris, quizás por el efecto de la lluvia, o por el de recrear. Que no hay colores es evidente. No sé si es así siempre, no lo sé, tampoco sé esto.
Y de repente un interior, desconocido también.
Una máscara, de un lúgubre blanco, impoluto y ausente. Sin sonrisa, sin expresión alguna. Carece de cabello. Una lágrima, en negro, brillante, le escurre por la mejilla creando un reguero de azabache que se detiene, como suspendida, en su mitad, ajena, en ese mar de palidez extrema. Los ojos ausentes, vacíos. Mirada falaz y desapacible, como una hiedra negra que dijese palabras que no son sino ausencias, falsas letras de nada alineadas tras la cara; como una mantis, como una araña que espera y teje, que hiela y mata. Ausencias presentidas y negadas.
Yo desordené las letras tratando siempre de encontrar la magia para poder llegar a los oídos de Dios. No me sirvió de nada. Maldito Abulafia.
Fuera de la máscara sólo hay vacío, y dentro sólo hay nada.
Sigue lloviendo sobre el adoquinado. No sé el nombre de la ciudad, ni tan siquiera su lugar exacto. No sé si fui y luego expulsado. Un segundero late al ritmo monocorde y constante de una melodía que persigue el tiempo bajo el sonido de la lluvia sobre el adoquinado. Me recuerda Linkink Park.