La manzana. Rene Magritte
Y juro por Dios que es verdad.
Me encontraba debajo del alero de un tejado, en la hermosa Tallín, resguardado de la lluvia, con ella detrás, en el silencio grato que provocan las gotas entre el gris plomizo, sumida la mirada en la belleza estática del juego de volúmenes que la geometría de los techos de la ciudad y sus torres provoca, cuando, de repente, como por ensalmo, aparece ella (otra ella, es evidente, salvo que no esté cuerdo), por delante, con un hombre al lado, de pelo blanco y corto, y perilla, blanca también. Enfundada en un chubasquero, dejando al aire su extraña cara de mil picos, con su gesto agrio; con sus ojos saltones, caídos, rodeados de mil rayas gigantes como cañones del colorado; con sus pegotes de colorete rojo teja sobre los pómulos blancos, como aquellas muñecas antiguas o como esas viejas, blancas, pajizas, antiguas también, casi muertas o céreas; con su pequeñísima boca de bordes caídos, a juego con los ojos y sus rayas, y que esconden unos dientes semiverdosos; y con unas guedejas encuadrando ese extraño óvalo, o lo que sea, que surgen de debajo de la capucha que la resguarda; uedejas de color teja, también (tal vez en productos naturales, como la otra –hena-). Viste una especie de pantalones pirata que dejan ver los huesudos tobillos. Anda como a descompás, con cierto vencimiento a la izquierda. Una ligera cojera que no lo es, y como golpeando con toda la planta al pisar, quizá debido a la curvatura del cuerpo, con un ligero abombamiento de la espalda, a la altura de los omoplatos, hacia atrás, en tanto que los hombros están como disparados hacia delante. Tal vez sea ese desastre lo que provoque el extraño balanceo lateral y su cuasi renquera. No lo sé a ciencia cierta, pues no soy anatomista, ni experto en andares, ni traumatólogo, ni… no sé. Pero que así es es algo que a la vista salta como un sapo a destiempo en días de calor.
Me mira y la mira. Le sonríe, deduzco, porque conozco bien esa mueca que no es sonrisa pero sí, aunque no. Extraña, asaz extraña. Él me mira tras verla a ella, la de detrás de mí. Me sonríe con tristeza y sigue.
Me giro hacia ella, la que me acompaña, y está ahí. No es un salto en el tiempo. No he envejecido quince años, aunque ella es la otra ya. Pero yo no. Ella sí. Tal vez haya sido así durante toda su eternidad. Tal vez nació así ya. Tal vez sea una premonición, un aviso de algo o de alguien. Algo como corre cuanto puedas. No me lo puedo creer. es aterrador, una pesadilla, un juego macabro de mi mente.
Me encontraba debajo del alero de un tejado, en la hermosa Tallín, resguardado de la lluvia, con ella detrás, en el silencio grato que provocan las gotas entre el gris plomizo, sumida la mirada en la belleza estática del juego de volúmenes que la geometría de los techos de la ciudad y sus torres provoca, cuando, de repente, como por ensalmo, aparece ella (otra ella, es evidente, salvo que no esté cuerdo), por delante, con un hombre al lado, de pelo blanco y corto, y perilla, blanca también. Enfundada en un chubasquero, dejando al aire su extraña cara de mil picos, con su gesto agrio; con sus ojos saltones, caídos, rodeados de mil rayas gigantes como cañones del colorado; con sus pegotes de colorete rojo teja sobre los pómulos blancos, como aquellas muñecas antiguas o como esas viejas, blancas, pajizas, antiguas también, casi muertas o céreas; con su pequeñísima boca de bordes caídos, a juego con los ojos y sus rayas, y que esconden unos dientes semiverdosos; y con unas guedejas encuadrando ese extraño óvalo, o lo que sea, que surgen de debajo de la capucha que la resguarda; uedejas de color teja, también (tal vez en productos naturales, como la otra –hena-). Viste una especie de pantalones pirata que dejan ver los huesudos tobillos. Anda como a descompás, con cierto vencimiento a la izquierda. Una ligera cojera que no lo es, y como golpeando con toda la planta al pisar, quizá debido a la curvatura del cuerpo, con un ligero abombamiento de la espalda, a la altura de los omoplatos, hacia atrás, en tanto que los hombros están como disparados hacia delante. Tal vez sea ese desastre lo que provoque el extraño balanceo lateral y su cuasi renquera. No lo sé a ciencia cierta, pues no soy anatomista, ni experto en andares, ni traumatólogo, ni… no sé. Pero que así es es algo que a la vista salta como un sapo a destiempo en días de calor.
Me mira y la mira. Le sonríe, deduzco, porque conozco bien esa mueca que no es sonrisa pero sí, aunque no. Extraña, asaz extraña. Él me mira tras verla a ella, la de detrás de mí. Me sonríe con tristeza y sigue.
Me giro hacia ella, la que me acompaña, y está ahí. No es un salto en el tiempo. No he envejecido quince años, aunque ella es la otra ya. Pero yo no. Ella sí. Tal vez haya sido así durante toda su eternidad. Tal vez nació así ya. Tal vez sea una premonición, un aviso de algo o de alguien. Algo como corre cuanto puedas. No me lo puedo creer. es aterrador, una pesadilla, un juego macabro de mi mente.
1 comentario:
Me voy a leer la segunda parte
Besos
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