Hoy he tenido que ir a comer con ella a un restaurante. Estaba cansado de sándwiches y cosas similares. Lo justifiqué con habilidad, pero todo tiene un límite y las explicaciones peregrinas comenzaban a crear un mal mirar que me hacían temer lo peor. El hecho de comer así, y esas porquerías, evitaba el tener que mirarla, el tenerla de frente, con todo lo que ello trae aparejado para mi salud mental, visual y estomacal. Lo lamentable era tener que oír el rumiar constante de zanahorias y algunas yerbas, amén de galletitas y cosas por el estilo –cosas de vegetarianos y su mundo-. Hoy, al insinuar que quería comer en un sitio decente, se ha puesto delante y me ha mirado de una forma excesivamente extraña, al tiempo que parecía retarme a que dijese que no. Y si ya de por sí me da miedo, esta vez me ha puesto los pelos como escarpias, al aproximarse y casi rozarme con sus globos oculares, incrustándome su olor corporal unido al de esa infame colonia que usa, y ese aliento aterrador que surge, sin duda, de lo más profundo del Averno, de sus cloacas estomacales, de sus intestinos, habitados por Dios sabe qué tipo de seres infectos, qué clase de bacterias o algas, gérmenes venidos de este y otros mundos.
Terror, eso es lo que he sentido, y balbuceando le he dicho que de acuerdo, o algo parecido.
Al final se decidió por un restaurante de comida típica, el Olde Hansa, en el número 1 de la calle Vana Turf. Estaba cerca, gracias a Dios. Temía el tener que andar mucho tiempo a su lado y soportar la mirada de asombro y terror, al tiempo, de los habitantes del lugar, hacia ella, cuando se cruzan con nosotros. Y son, miles y miles, tal vez cienmiles, más los extranjeros, que los hay y son legión. Y ese andar extraño, junto al sonido de sus pasos, que parece que golpea con todo el pie, con toda la planta del pie, provocando un sonido áspero, sordo, desagradable; y el balanceo de su cuerpo, bajo el manto de esta pertinaz lluvia que me acompaña como un ataúd, y ella mi sudario.
Desde que comenzamos esta andadura, que se me está haciendo eterna, tengo una sensación como de muerte en vida, como si viviese en una ciénaga y un ser extraño, pútrido y estúpido, me vigilara de cerca con oscuras y aviesas intenciones.
Nos trajeron la carta, y tardaron, y nos habían visto llegar y sentarnos, pero… es comprensible. Hube de insistir en que se acercaran (tal es el grado de rechazo y temor que provoca). En la separata de bebidas había kefir. Lo pidió para cenar, como bebida de acompañamiento. Me sorprendí, al igual que la camarera, ataviada a la moda medieval. Me reí, o sonreí más bien, y tímidamente. Ella se volvió hacia mí e hizo un comentario impertinente hacia mí y mis costumbres, añadiendo que ya lo había encontrado en otras cartas de otros restaurantes como bebida de acompañamiento, y que era de uso común, que está en la carta y que se puede beber con cualquier cosa. Yo le digo que en ella también está el espresso y el mojito, y que por qué no pide uno para los entrantes y el otro para el principal. Su mirada es hosca y muestra desprecio. Tú nunca has… La interrumpo y le digo que lo deje, que no importa, que está bien así si así lo considera, pues no sé dónde me puede llevar eso y con qué consecuencias. Y lo temo, y mucho.
Lo probó al servírselo. Puso cara de disgusto, o de asco más bien. Yo pensé para mí que era lo normal, pero preferí callar. Le echó sal y pimienta mi entras yo miraba hacia la ventana buscando algo o alguien, pero nada ni nadie pasó. Observé, con el rabillo del ojo, pues no quería que se sintiese observada, el proceso. Bebió, y antes de cada trago salpimentó el kefir. Acabó con el vaso. Le pregunté si no era para la comida. Su mirada fue de profundo desprecio, con toques de asesina múltiple. Trajeron la comida y decidí fijar mi mirada en mi plato. Sacó su cámara e hizo una foto al suyo.
Toda la noche la he pasado vomitando. He sentido el ruido de pasos cerca, pero no he visto a nadie. Hay un geco apostado en el alfeizar de la ventana. Creo que mira la manzana verde que hay sobre su mesilla.
Terror, eso es lo que he sentido, y balbuceando le he dicho que de acuerdo, o algo parecido.
Al final se decidió por un restaurante de comida típica, el Olde Hansa, en el número 1 de la calle Vana Turf. Estaba cerca, gracias a Dios. Temía el tener que andar mucho tiempo a su lado y soportar la mirada de asombro y terror, al tiempo, de los habitantes del lugar, hacia ella, cuando se cruzan con nosotros. Y son, miles y miles, tal vez cienmiles, más los extranjeros, que los hay y son legión. Y ese andar extraño, junto al sonido de sus pasos, que parece que golpea con todo el pie, con toda la planta del pie, provocando un sonido áspero, sordo, desagradable; y el balanceo de su cuerpo, bajo el manto de esta pertinaz lluvia que me acompaña como un ataúd, y ella mi sudario.
Desde que comenzamos esta andadura, que se me está haciendo eterna, tengo una sensación como de muerte en vida, como si viviese en una ciénaga y un ser extraño, pútrido y estúpido, me vigilara de cerca con oscuras y aviesas intenciones.
Nos trajeron la carta, y tardaron, y nos habían visto llegar y sentarnos, pero… es comprensible. Hube de insistir en que se acercaran (tal es el grado de rechazo y temor que provoca). En la separata de bebidas había kefir. Lo pidió para cenar, como bebida de acompañamiento. Me sorprendí, al igual que la camarera, ataviada a la moda medieval. Me reí, o sonreí más bien, y tímidamente. Ella se volvió hacia mí e hizo un comentario impertinente hacia mí y mis costumbres, añadiendo que ya lo había encontrado en otras cartas de otros restaurantes como bebida de acompañamiento, y que era de uso común, que está en la carta y que se puede beber con cualquier cosa. Yo le digo que en ella también está el espresso y el mojito, y que por qué no pide uno para los entrantes y el otro para el principal. Su mirada es hosca y muestra desprecio. Tú nunca has… La interrumpo y le digo que lo deje, que no importa, que está bien así si así lo considera, pues no sé dónde me puede llevar eso y con qué consecuencias. Y lo temo, y mucho.
Lo probó al servírselo. Puso cara de disgusto, o de asco más bien. Yo pensé para mí que era lo normal, pero preferí callar. Le echó sal y pimienta mi entras yo miraba hacia la ventana buscando algo o alguien, pero nada ni nadie pasó. Observé, con el rabillo del ojo, pues no quería que se sintiese observada, el proceso. Bebió, y antes de cada trago salpimentó el kefir. Acabó con el vaso. Le pregunté si no era para la comida. Su mirada fue de profundo desprecio, con toques de asesina múltiple. Trajeron la comida y decidí fijar mi mirada en mi plato. Sacó su cámara e hizo una foto al suyo.
Toda la noche la he pasado vomitando. He sentido el ruido de pasos cerca, pero no he visto a nadie. Hay un geco apostado en el alfeizar de la ventana. Creo que mira la manzana verde que hay sobre su mesilla.
2 comentarios:
Pero quien es ese ser inmundo???x diossss!!parece un chiste...era tan fea q...jajajaja
Eres tan perfecto en tus palabras q no creo q nadie le coja aprecio...pero siempre hay q preguntarse, qué la llevó a convertirse en un ser despreciable??quizá tiene una espinita en el corazón...
Saluditos de la chica espinada.
Un monstruo sin duda, Isabel.
Me sorprende esa clarividenia tuya; siemprte tan sutil, entreviendo... Seguro que sí, y de ahí...
Tú no, y si sí, haré para que desaparezcan.
Un beso chica Maná.
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