22/4/09

Diario de la estupidez suprema. III (Gastronomía social)

Me levanto de vez en cuando, los días que no trabajo, de la cama. Son las dos. Enciendo la televisión para matar el tiempo y para tener algún sonido que acompañe mis pensamientos mientras me bebo un café sin marca. Antes siempre me lo hacía de una mezcla de Etiopía, Uganda y un poco de Guatemala. Yo mismo me molía los granos. Enciendo un cigarrillo. Tengo que vaciar el cenicero. Apenas caben ya las colillas y me resulta difícil encontrar un hueco entre ellas y las cenizas, para apagarlos, pero la pereza es mayor que la necesidad. Además la cocina está hecha un asco y me da repugnancia entrar en ella. Hay varias bolsas de basura llenas que ocupan casi todo el suelo. Y platos, platos y cacerolas sucias por todo el banco, el seno y los fogones. Los Simpson. Una ligera sonrisa para pasar una naranja y un plato precocinado que sabe a nada. Yo, el maestro de la gastronomía. Yo, que siempre me recreé en el arte de cocinar, que siempre inventaba, innovaba, que buscaba lo fresco, los sabores, los olores, los colores. Yo, que ahora me conformo con cualquier cosa, con nada.

Siempre me pareció curiosa la mujer del dálmata. Invariablemente salía a las mismas horas. Varias veces al día sacaba al perro de manchas negras sobre fondo blanco. Vida discreta la suya. La de ambos. Vivir al lado de un ser degenerado, como era su marido, por su carácter y por una enfermedad que le había arruinado la vida hasta extremos imposibles y de una forma lamentable, y que él, en su estupidez, no había querido reconducir, aceptar, luchar y mejorar.
Sólo coincidí con él un par de veces, en dos cenas de vecinos a las que sólo íbamos hombres. Las razones de la ausencia de mujeres es que ellas también se reunían, de vez en cuando, solas, desde hacía varios años.
En la primera cena se sentó frente a mí. Me dio la noche. Me contó hasta el exterminio las características de su enfermedad, de su empresa, de su fuerte carácter, de cómo enfrentaba la vida, en suma, me mostró toda su pedantería y su necedad. Perdí el apetito y las ganas de salir en meses. Pero caí de nuevo. Son las circunstancias que te rodean las que te mueven a hacer cosas que, a veces, no quieres hacer. La inercia de lo social. Te mueves en círculos de los que es difícil escapar, y cuando intentas hacerlo, o lo haces, te tachan de asocial, de raro, cuando no de cosas peores, por lo que entras en los círculos con una asiduidad que no deseas, participando en unas formas que te son, y sabes que son, absurdas.
Otra cena. Procuré ponerme lejos del hombre Kron, de aquel hombre de verborrea fácil y horrenda, y de actitudes, hacia todo y hacia todos, insoportables. Pero el destino juega siempre con el viento a favor y te sitúa, cuando tratas de esquivarlo, en lugares extraños y no deseados. A mi lado se sentó uno de esos que no paran de hablar de sí mismos, de los que te clavan la mirada, te la fijan y ya no te sueltan. Un perfecto bocachancla, de risa artificial, que se cree gracioso; orondo, bajito y acomplejado. Un vendedor de puros y cigarrillos, cuya mayor pasión consistía en hablar de sí mismo, de lo fea que era su mujer y de la cantidad de veces que se lo hacía en los clubs de alterne de la provincia, mientras vendía o intentaba vender su producto. Lo presentía y ocurrió. Otro desastre gastronómico y otro desastre gástrico. Y lo peor de todo es que las convenciones sociales te llevan a la obligatoriedad de no levantarte del asiento, de aguantar el tipo, a superar el trance con la mejor de las sonrisas y esperar que acabe la velada lo antes posible, cosa que, por otra parte, nunca suele ocurrir, sino que se alarga y alarga hasta eternizarse. Pero acabó.
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2 comentarios:

Crestfallen dijo...

Hola Diego: Veo que es larga la serie "Diario de la estupidez suprema", ¿con cuantas más entradas nos sorprenderás? :) Hay mucho de lo que hablar y reflexionar, cierto.
Abrazos!

Anónimo dijo...

Hola Mireia.
Tengo alrededor de 250 folios sobre eso. Es un proyecto de novela que terminé de escribir recientemnte, con el principio y el final claro, pero el resto es un caos y no sé cuándo ni cómo lo armaré. De momento iré entrando cosas hasta que me salga. De cualquier forma te regalaré algo hoy, por San Jordi, ya que no puedo regalarte en mano un libro ni un rosa. Pero te mando una, roja, virtual, a falta de un real, y un beso.
Pasa un buen día.
Diego