24/4/09

Diario de la estupidez suprema. IV (La simpleza pronta)

Sin esperanzas ni sueños reales, sólo concretos. Así se mueven la mayoría de las personas por este insano mundo. Viviendo en medio de apariencias, vistiendo el futuro de deseo de dinero, de un puesto de trabajo que les de eso que ansían, dinero con el que poder comprar la apariencia de una felicidad vana, absurda, en la que poder mecer su cuerpo y descansar su mente abotargada por los mensajes del vacío. Trabajan o estudian, para esperar el fin de semana, emborracharse, ligar y esperar que caiga algo de sexo, vacío, pero sexo, cualquier sexo. Rápido, fugaz. Lo que sea. Reírse de cualquier estupidez, de la nada. Muecas. Ojos vacíos. Almas secas. Pasar al lado de mendigos e ignorar o humillar, o violentar. Esquivar la mirada. Desechar caricias. Eliminar la calidez de un abrazo por sexo fácil. Conformarse con cualquier tipo de relación a cambio de eliminar la soledad. Soledad que carcome. Soledad temida. Soledad que te hace estúpido. Sin darse cuenta que lo que hacen es entrar en la soledad más terrible para ocultarse a sí mismos de la realidad. Acompañar el vacío en una vida sin sentido, en un sinsentido que lo único a lo que conduce es a reunir soledades y matar las escasas esperanzas que se pudieran poseer, añadir la propia soledad a la ajena, aumentándola, multiplicándola, y con ello aumentando el vacío, aumentando la nada y muriendo de complacencia en la miseria y la mediocridad. Vida que no es vida y que roe por dentro hasta el desastre final, hasta el desastre vital. Y yo me moví, durante un tiempo, en esa complacencia, a pesar de mi diferencia, a pesar de saber mirar, a pesar de ser distinto, aunque sin ser como ellos ni hacer las cosas de ellos. Hasta no poder más, hasta saltar. Y fui uno con ellos. No mejor, aunque distinto, y por ello mi culpa es mayor, mi delito más grande.
La edad no es óbice para ser así. Si salgo, de noche, en vísperas de fiesta, a la terraza, puedo ver los grupos de personas haciendo botellón, en cualquier calle, en cualquier descampado. Vestidos de gala. Botellas y botellas de alcohol en bolsas de Mercadona o de Lidl (hasta para eso les falta clase. No hay sentido de la estética). Caras abotargadas. Risas estériles. Gritos sin sentido. Beber y beber. Hombres y mujeres. Ausencia de alma. Yo, que tanto confié en la inteligencia de ellas. Y ahora se escurren por el lodazal masculino. Cada vez se es más joven cuando se entra en esa espiral. Cada vez se llega antes a la estupidez. Ajenos al dolor, ajenos a la belleza, ajenos a la verdad, ajenos a la vida. Viajan porque se viaja, porque hay que viajar, porque está de moda, porque queda bien decir yo estuve aquí o allá. Pero son turistas del vacío. Ven lo que hay que ver, o menos si se puede evitar. Hacen lo mismo que en el lugar de donde provienen. Buscan fuera lo mismo que dentro. No hablan, no escuchan, no miran. Están, se mueven y vuelven. Estuve allí, se pavonean al volver. Y ya.
Hay otros, más tristes aún, más estúpidos aún, que dicen no participar de todo ese mundo porque están por encima de esas cosas, de ese mundo, de esas actitudes. Porque dicen que son diferentes, y lo único que hacen es vestir de apariencia su simpleza. Personas más tristes aún. Personas que engañan con sus máscaras. Personas que se crean una personalidad aparente, vestidas de palabras y de actitudes que copian a otros, a los que son distintos, haciéndose con ellas un vestido de retales, y creyendo, o intentando hacer creer, que son diferentes. Tristes y vacíos sepulcros blanqueados. Tristes remedos de personas, como escapularios de papel de estraza con figuras de santos venidos a menos.

Conocí muchos así. El último, quizás, sea paradigmático. Uno que alardeaba de ser diferente. Escuchaba música diferente para intentar ser diferente. Hacía cosas para llamar la atención; excentricidades, con ese único fin. Que normalmente no salía de borrachera, porque decía ser otro, de botellón, porque decía ser diferente, salvo en circunstancias especiales. Pero que si no lo hacía era por incapacidad, a pesar de la querencia, sino que poseía un complejo de inferioridad inmenso que camuflaba con otro de superioridad. Que se oponía a lo superior, a lo que despreciaba; a lo distinto, tachándolo de chulesco o de pedantería. Que alardeaba de viajero, pero que siempre lo hacía con papá, o en grupo, incapaz de salir solo sin el paraguas de las faldas maternas y la billetera de papá. Y cuando viajaba y entraba en un santuario, todo lo que hacía era deambular sin sentido, hacer idioteces, intentar llamar la atención, apartarse del grupo. Incapaz de mirar. Incapaz de ver. Le surgía la oportunidad de viajar solo y se echaba atrás con mil excusas, hasta que apareció alguien que le guió, que le llevó y de quien esperaba algo. Entonces viajó. ¿Para qué? Para intentar demostrar a esa persona que viajaba, que estaba a la altura, que se atrevía solo. Pero era ella la que le llevaba, la que tiraba de él. Un perro. Un pobre, triste y estúpido perro. Como un dálmata, pero sin sus brillantes manchas. Un perro de casa bien, pequeño, cansino y anclado a las faldas y la correa de la dueña. No tenía problemas de tiempo en los estudios. Siempre estaría el dinero de papá, y en última instancia trabajo en la empresa de papá. Era la típica persona que se permitía el lujo de juzgar, de criticar a los demás, de tildarlos de mediocres, de estúpidos, usando frases oídas a otros, que sabía, aun sin querer reconocer, superiores a él, distintos de verdad, auténticos. Su frase “más brillante” (lo que dice mucho de su pensamiento), fue que no entendía por qué, después de morir, el pelo y las uñas siguen creciendo. Todo un bachiller de ciencias llevaba años dándole al magín a ese tema u otros similares. E iba con la cabeza alta por la vida. Soy distinto, el más distinto. Decía. Orgullo y prejuicio. Su vida giraba, y supongo que seguirá girando, en torno a esa y otras cuestiones. Por pensar en esas cosas, por su distinto gusto musical, por su pose de altanería y desprecio del común, se consideraba superior y juzgaba, criticaba, despreciaba. Era un hombre vulgar, tortuoso, insano. Pero la naturaleza es sabia, y ahí está, y ahí estará, anclado en ese pozo de estupidez suprema per secula seculorum. Lo triste es que, a veces, personas que parecen les creen. Qué cosas. Aunque si él me viera, ahora, en este estado, en esta situación, podría decir lo mismo de mí, tal vez, y tal vez también llevase razón. ¡Quién sabe! Espero que, aun así, no la lleve. Pero qué más da, por otra parte. El escepticismo forma parte de mi ser, por tanto…
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4 comentarios:

Crestfallen dijo...

Hola Diego: veo que has retocado esta entrada, añadiendo texto al principio del texto y la verdad es que ha quedado mucho mejor así: más convincente el mensaje.
"Almas secas"... duras reflexiones acerca de cómo somos, "sad but true" (como decía una canción).
Buen finde! Abrazos

Anónimo dijo...

Hola Mireia,
Sí, llevas razón, noté que le faltaba algo y le añadí eso, y queda mejor, enlaza bien y es más, como tu dices, convincente.
La realidad es la que es, sad but true.
Espero que hayas pasado tú también un buen fin de semana.
Besos.
Diego

AnDRoMeDa dijo...

Excelente escrito, mi niño...
Realmente muy bueno, muy sincero. Sobre el dinero que mencionaste al principio, tienes mucha razón, muchos dicen que el dinero no hace la felicidad pero sí ayuda. No sé qué pensar sobre ello, el poder de la ambición a veces nos asusta sobremanera, nos asustamos hasta de nosotros mismos. Espero no caer en ese abismo jamás.

Gracias x compartir esto, Diego. Tengo que ponerme al día con las otras partes ;)

Un beso enorme y espero platicar pronto contigo, cuidate!

Andro.*.

Anónimo dijo...

Muchas gracias, Andro, por tus palabras. Todo un placer, como siempre.
El dinero, siempre el dinero. Es bueno tenerlo, el necesario para viir y tener lo que se necesita para ser feliz. El exceso mata por el deseo de tener y te aleja de lo que de verdad importa en la vida. ¡El no tenerlo...!
Gracias, de nuevo, a ti. Yo también espero hablar contigo pronto. Siempre es un placer hacerlo.
Un beso.
Diego