13/5/12

En los suburbios de la ciénaga

Diana Laurencich. "Libertad"

Toda creencia es un mal menor, y es por eso que llueve sangre sobre los manantiales secos de los hombres, tintando de rojo un verde ausente. Una lluvia de pétalos que enrojece los convertidos campos en eriales. A lo lejos se observa una muñeca de plástico, sin pelo, con la cuenca de un ojo vacía, recuerdo de una niña desaparecida en algún aciago día y convertida a la religión de los tiempos.
Cada vez que se alza una prez el cielo calla y aguarda, enlenteciendo el miedo, agrandando el misterio. Por ello, ¿para qué? Convertimos el alma en un cuartel. Aún se puede oír su llanto de desesperación, casi apagado, casi trasmutado en risa hiriente, seca, enferma; su remanente.
Un signo sobre la piel, la mano paseada por ella invitando sin palabras a aquel.
Locos, viviendo en una caricatura obscena de la vida. Hemos convertido el deceso casi en una necesidad vital. Absurda realidad de colores grises donde no huele, ya, ni a hiel. Y volvemos de nuevo, una y otra vez, con nuestra triste salmodia, como el lúgubre tic tac de un triste reloj de pared, a los ausentes dioses de nuestra niñez, o a sus sutitutos de después, el comercio y la estupidez, supremos seres del tal vez. Y es que vivimos en los suburbios de la ciénaga.
Y sin embargo se escuchan campanas, si se aguza el oído, si se sabe apreciar, si se está dispuesto. Lo que no sé, aún, es si llaman a muertoo a qué. Lo supe una vez, allá en los lejanos tiempos de la niñez.
Todo esto es lo que es, lo que hay aquí, en la tierra habitada, en los suburbios de la ciénaga, donde me encontré, una vez, un papel mojado que unos verdes ojos enmarcados por el amarillo, brillantes, tiraron al agua en la calle y que yo recuperé.
Decía:
Hoy es de esos días en que me gusta pisar los charcos, sonreír distinto y gritarlo alto.
Y no todo es asfalto.
Sentir la levedad, andar descalza.
Suelo mirarte de lejos, y entonces todo es despacio. Te veo y es como el dulzor del vuelo de las luciérnagas en una noche de verano, como el de las mariposas de alas de agua en su volar hacia la calidez del volcán.
Rumores de agua.
Acariciar el piano.
Tu aliento es mi sándalo, tu voz mi mantra, tu alma mi regalo; donde quiero vivir siempre, donde quiero morir ya, en tu dentro.

Y ahora, el tiempo que pasa no es. El espacio yace. Nosotros no somos sino un tardío recuerdo de nada que fue, la aciaga sombra de aquel Día del Señor, de aquel Domingo Sangriento en el que se hizo la luz.
Vivimos sobre un mar rojo de sangre elevando oraciones al Dios de los muertos.
Todo es hambre, aquí, en los suburbios de la ciénaga.

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