12/4/13

European idiot. Completo


 
The idiot savant
 
La envidia es insana y normalmente conduce al desastre. Si solo afecta a uno, ya es una victoria, lo malo es que su radio de acción suele ser más amplio, toda vez que somos seres sociales. Además, generalmente, la envidia, lleva aparejada la crueldad, la maldad y algunas palabras más que terminan en “dad”.
Llevaba Benito, que así se llamaba el personaje de esta historia, algo así como un año sin actividad venérea compartida, y aquella última vez, tan lejana, fue breve, poco intensa y aciaga. Postura del misionero, hubo de terminar a la mañana siguiente, a solas, en el aseo, recordando tiempos mejores y con una imagen muy alejada a la del cuerpo que, la noche anterior, yació bajo el suyo.
Reciclaba casi compulsivamente. Era el único que lo hacía en su casa, lo que le había convertido en objeto de mofa y escarnio para el resto de habitantes, y era, ese hecho, motivo de discusión con su prole y con su prójima, con la que tenía más “más” de los que quería y muchos “menos” de los que le hubiera gustado. Más trabajo, más cansancio, más discusiones y menos sexo, menos horas de dormir, menos cariño…
El nombre fue obra de su padre, ferviente admirador trasnochado de Mussolini (que sabido es se llamaba también Benito), en espera, su padre, de que reeditara el camino victorioso de aquel (en sus buenos tiempos, no en los malos, claro está). Pero Benito, el no italiano, el nuestro, no tuvo fortuna ni al principio ni al final, y acabó sus días casándose con María, que no era Clara Petacci ni se le acercaba. Tampoco tuvo aquella vida sexual intensa y prolija del prócer transalpino. Nunca dirigió un partido, mucho menos un país, aunque se presentó a las elecciones de delegado de clase, en los lejanos años del instituto, pero las perdió también. Se le acercó en algo, y es que, tras acabar la carrera, con mucho esfuerzo, de Turismo –dura donde las haya-, como le gustaba escribir, mandaba cartas al director en el periódico provincial, y con esas ínfulas alardeaba de periodista en ciernes. Así era Benito, y con aquellas pequeñas cosas pasaba los días y las noches en un extraño estado de idiotez beatífica.
Vivía en un chalecito, en las afueras de la ciudad, en cuyo jardín había colocado diversos cubos de basura de considerables dimensiones, para reciclarlo todo. Había tres o cuatro casas más en los alrededores, separadas algunos metros entre sí y todas por caminos sin asfaltar y por parcelas vacías.
Allí pasaba esos sus días y sus noches, en la más profunda de las soledades, rodeado de su prole, a la que servía de chófer en sus desplazamientos a la ciudad, colegios, compras y demás menesteres, envuelto en una solitaria humedad que le calaba la ropa y el alma y se le pegaba como un sudario, y por el ladrido de los perros y el maullido de los gatos, dedicado, en los escasos momentos de asueto que tenía, a separar, casi con delicadeza, cada uno de los productos que sus allegados tiraban a la basura, en un acto si no filosófico sí, al menos, casi religioso.
Aquel viernes, debido al exceso de obligaciones durante toda la semana, la cantidad de detritus acumulada era mayor de lo normal, inmensa, exasperante su visión, una tarea casi ciclópea, por lo que pensó dedicar el resto de aquella tarde que se apagaba, y antes de que sus labores de taxista le requiriesen, a llevarlo todo a los contenedores que el Ayuntamiento había tenido a bien colocar a cosa de un kilómetro de su residencia, en el cruce de caminos que llevaba a su casa y que conectaba estos con la carretera. Tenía, para ello, una carretilla desvencijada y con una rueda que necesitaba, a todas luces, una reparación urgente, pero que dado el escaso tiempo, Benito posponía sine die, lo que hacía el traslado, lento y pesado de por sí, agotador y tedioso.
La tarde caía con rapidez, casi precipitándose sobre el lugar, con una luz apagada, mortecina y triste. Era uno de esos días de finales de enero donde todo es frío, hasta la sonrisa de los niños. Cargó todo lo que pudo en el vehículo, separando previamente por departamentos, cristal, orgánico, papel. Aquello pesaba más que una escultura de Botero, pensó. Un pensamiento que le hizo sonreír mientras le crujía la espalda debido al dolor provocado por el peso de los detritus. Así era él. El sudor le perlaba la piel, reflejando destellos de una luna que presidía el cielo y alumbraba, como vio con desagrado, las coyundas de dos gatos negros que bajo el cerezo sin hojas de solazaban a sus anchas. Descansó la carretilla y dando un pisotón en el suelo, grito: ¡Zape! Los gatos, que miraron en su dirección un momento, siguieron a lo suyo, en un gesto que Benito sintió como menosprecio y que le llegó al alma como un puñal envenenado hundiéndose en un orgullo que tenía ya herido desde mucho tiempo atrás. Levantó la carretilla mascullando un ya veréis como estéis por aquí cuando vuelva, cabronazos, que ahora tengo prisa.
Y allí seguían los cabronazos, como dijo él, cuando volvió, lo que le llevó a la ira. Tiró la carretilla haciendo un ruido de mil demonios y salió tras ellos a pesar de su agotamiento, gritando: ¡felón, para ya, joder! Descargando toda la culpa de la coyunda en el macho, como si un temor atávico le impidiese no pensar, pero sí, tal vez, decir en voz alta algo que pudiese molestar a la hembra de la especie, de cualquier especie. Los gatos dejaron el fornicio cuando lo vieron venir hacia ellos de aquella guisa y, desuniéndose, huyeron en direcciones opuestas, fruto de la sorpresa, lo que produjo cierto desconcierto en Benito que, ante la duda, optó por seguir al que creyó era el macho. Si él no, pensó, el gato tampoco. Y, como un endemoniado, corrió tras el felino gritando, te cogeré, desgraciado.
La noche se cerraba. La luz, escasa, sólo provenía de las ventanas, lo que creaba un juego de sombras extraño. Dentro, María, se entretenía, mientras pasaba la tarde, en discutir, sobre unos trapos que había llevado una conocida el otro día al trabajo, con su amiga íntima (Rosana). ¡Qué cursi verdad! ¡Y qué gorda la hacía! Pobre, asentía la otra. Y así pasaba la tarde, mirándose las uñas de la mano siniestra mientras con la diestra sostenía el teléfono.
Sonó, en algún lado, la música de “El exorcista”. Era el móvil de Benito. El tono lo había elegido, sin embargo, María. Te va, le dijo. Y él, mostrando una sonrisa, asintió y calló, sin comprender exactamente el porqué.
¡Benito, tu móvil!, gritó, apartando ligeramente los labios del auricular del fijo. Pero Benito, evidentemente, no la oía. Vivía, en ese mismo instante, un momento de ofuscación, enfrascado en la ira y en una persecución infame a un gato que apenas veía, que más bien intuía, y que corría, como alma que lleva el diablo, por todos y cada uno de los rincones del jardín (los efectos del ayuntamiento interruptus debieron haberle embotado el cerebro, impidiéndole recordar las vías de escape, si es que las tenía impresas en algún lugar de su cerebro).
Susi, baja el volumen de la música, por Dios, que no se oye nada, le gritó María a su hija. Y busca a tu padre, añadió.
Green Day salía eufórico por la puerta de la habitación de la púber, inundando toda la casa.
Papá, gritó Susi, bajo el quicio de la puerta, hasta donde se había arrastrado desde su cama, sita a dos pasos de ella. Papá, gritó cuanto pudo, con un gesto de disgusto en la mirada.
María se quitó el auricular del oído y tapó el otro extremo con la mano. Por Dios, Susi, no grites que no se oye nada. Qué niños, masculló, antes de volver a colocarse el aparato en la oreja y continuar el despedazamiento de la ausente, con la banda sonora de American idiot, de fondo.
Susi bajó, con el pijama de los Simpson aún puesto, y las zapatillas rosas con una cenefa peluda y el dibujo de un smile, a buscar a su padre. Cogió el móvil y miró el nombre del que llamaba. Andrés, se dijo, ese cabrón gordo y asqueroso que huele a perros tenía que ser. Papá te llama Andrés, volvió a gritar con cara de asco, mientras se dirigía a la ventana. Corrió el visillo y observó lo que parecía una sombra que se movía de una manera extraña, como haciendo aspavientos. Pegó la cara al cristal retirándola de inmediato. Estaba helado. Era un hombre. Comenzó a temblar. Intentó decir algo pero no pudo. Inició unos pasos hacia atrás, despacio. Mamá. Mamá, repitió en voz queda, entre las notas de Green day. Mamá, gritó de repente, como si despertase, mientras se giraba y corría hacia el salón. American idiot, in crescendo, desde la habitación, como si los altavoces del mismísimo concierto estuviesen en el piso de arriba. Mamá, han entrado ladrones en casa. Su madre la miró estupefacta, como si hablase en japonés. ¿Qué? Que hay hombres en el jardín, repitió temblando y a punto de llorar. Gracia, te tengo que dejar, que han entrado ladrones en casa, le dijo María a su interlocutora, pálida y a punto de desbordarse en un torrente de lágrimas también. ¿Qué?, le inquirió la susodicha interlocutora. Parecía la palabra del momento, “qué”. Te dejo, le repitió, y colgó. ¿Qué hacemos?, le dijo a su hija. Y yo qué coño sé, le respondió esta. No me hables así, que soy tu madre, fue la respuesta mientras comenzaba un puchero imitando al de la adolescente. Ambas se abrazaron, llorando. Llama a la policía, al vecino, apaga las luces, desconecta la música, huyamos… Parecía que el mundo se acababa y que había que hacerlo todo de golpe. ¿Y si nos escondemos debajo de la cama? Ya saben que estamos aquí. Pues llama a la policía, joder. La madre descolgó el teléfono, marcó el 091 y explicó el hecho a una policía que hablaba muy despacio, con voz nasal, como si estuviese resfriada, y tratando de que hubiese calma y fuese todo inteligible; pero como vio que aquello no conducía a nada, que los datos eran muy confusos, que cada vez había más sollozos y menos palabras, le gritó: ¡Señora, tranquilícese, joder, y dígame la calle y el número de una puta vez! María dio un respingo, estupefacta, se recompuso el pelo, se secó las lágrimas con el dorso de la mano libre, suspiró y lo dijo todo de carrerilla. Llegará una patrulla enseguida, no se preocupe, mantenga la calma, métase en el baño y cierre por dentro. No tiene cerrojo. Pues atranque la puerta, joder. Vale. Debe tener un mal día, pensó María, tratando de disculpar sus formas. Miró a su hija. Colgó y volvió a descolgar. Marcó el número del vecino. Aurelio, soy María, tu vecina. Han entrado ladrones en la casa. No sé qué hacer. ¿Has llamado a la policía? Sí. Voy con la escopeta, tranquila. Vale, gracias.
El gato corría de un lado al otro del jardín, sin sentido alguno, a veces en zigzag, a veces en línea recta, buscando una salida que no encontraba. Benito también. Estaba como perdido por el deseo de darle caza y deslomarlo. La ira le había llevado a un estado casi de éxtasis y le había dado unas fuerzas que jamás había tenido o que no sabía que poseía. Gritaba desaforadamente. Te voy a matar felón. A follar golfas te vas al campo, desgraciado. Estaba rojo, sudoroso. Tropezó y cayó sobre unos bidones que había al lado de un montón de mantillo que había comprado a bajo precio para replantar el césped cuando María lo considerase oportuno, y que estaba, el césped, hecho un asco, como él cuando se levantó de aquel lodazal. El agua de los bidones se había mezclado con el mantillo y esa especie de barro le impregnó la cara y la ropa.
En lo alto del muro apareció Aurelio, con una escopeta de dos cañones en ristre. Benito, ausente al hecho, le gritó al gato: Te voy a matar cacho cabrón. Aurelio se quedó petrificado ante aquel ser que veía levantándose del suelo y mirando en su dirección y que le gritaba de aquel modo. El gato, contra la pared, arqueó el lomo y se le quedó mirando. Aurelio disparó dos veces reventándole la cabeza a Benito y yéndose hacia atrás, por la conservación del momento lineal, como todo el mundo sabe, cayó al suelo desde arriba del tapial, con tan mala fortuna que se rompió el cuello. El gato, estupefacto, maulló y se fue.
La música de Green day fue sustituida por el ulular de las sirenas de dos coches de policía.
El cuadro era desolador.
Apaga la sirena, dijo el más gordo a su compañero. No puedo, está rota. Joder, vaya mierda de recortes. Por lo menos tapa esa mierda de música, le contestó. No me gusta Green day. Anda que la sirena… Vaya chalecito que se gastan los cabrones, no me extraña que les entren. No seas envidioso que la envidia sólo trae desgracias. Mira ese ahí, parece muerto. Llama y pide refuerzos. ¿Qué? Que llames y pidas refuerzos, joder; puta sirena.
Green day seguía sonando, entremezclado con el suave ulular de la sirena, y envuelta la noche en la luz azulada de los coches.
Salvo aquello, todo parecía en calma.
Un grito, de repente, desgarró la noche, por encima de Green day, por encima de la sirena policial. Agudo, infantil. El policía mayor miró la chapa amarilla que llevaba junto a la placa de policía, un smile. Le miró a los ojos y sólo pudo pensar que era un completo idiota, como casi todo el mundo. No pudo sino sonreír.

2 comentarios:

Sonrisa Improvisada dijo...

Buenísimo. Me han gustado muchos detalles del relato, pero creo que el que más es que utilices como metáfora de todo el disco de American Idiot (que me parece buenísimo). La parte de los "qué" me ha recordado a Samuel L. Jackson en Pulp Fiction...
Como siempre, un placer leerte.

Diego Jurado dijo...

Me alegro Virginia, de tu visita, de tu lectura y de que te haya gustado.
El placer es mío, siempre.
No me había fijado en esa referencia a Pulp Fiction. Curiosa. Y el disco, sí, tremendo. De vez en cuando le "reescucho", y ese día sonaba, de ahí...
Espero que todo bien. Sigo leyendo tus cosas, tan a intervalos.